‘El Principio de Federación’ de P.J. Proudhon

A continuación ofrecemos la primera parte del libro «El Principio Federativo» de Pierre-Joseph Prounhon, considerado como el padre del pensamiento anarquista. La presente selección se titula «El Principio de Federación«. Se puede encontrar el libro completo pinchando aquí.

Capítulo I: Dualismo político. Autoridad y libertad: oposición y conexión de estos dos sistemas.

Pierre-Joseph ProunhonAntes de decir lo que se entiende por federación, es necesario recordar en algunas páginas el origen y la filiación de la idea. La teoría del sistema federal es nueva; creo hasta poder decir que no ha sido formulada por nadie. Está, empero, íntimamente enlazada con la teoría general de los gobiernos; es, hablando de una manera más precisa, su consecuencia indeclinable.

Entre tantas constituciones como la filosofía propone y la historia presenta ensayadas, no hay sino una que reúna las condiciones de justicia, orden, libertad y duración, sin las que no pueden subsistir ni la sociedad ni el individuo. La verdad es una como la naturaleza; y sería por cierto de extrañar que no fuese así, tanto para el espíritu como para la sociedad, que es su más grandiosa obra. Todos los publicistas han reconocido esa unidad de la legislación humana; todos, y es más, se han esforzado en conformar con ella sus doctrinas, sin por esto negar la variedad de aplicaciones que reclama el genio propio de cada nación y la diversidad general de tiempos y lugares, ni desconocer la parte que hay que dar a la libertad en todo sistema político. Trato de demostrar que esa constitución única, cuyo reconocimiento será el mayor esfuerzo que pueda hacer la razón de los pueblos, no es otra cosa que el sistema federativo. Toda forma de gobierno que de ella se aleje debe ser considerada como una creación empírica, como un bosquejo provisional, como una tienda de árabe debajo de la cual viene la sociedad a albergarse por un momento, levantándola al día siguiente de haberla establecido. Se hace aquí, por tanto, indispensable un severo análisis; y la primera verdad de que importa que el lector se convenza es que la política, variable a lo infinito como arte de aplicación, es en cuanto a los principios que la rigen una ciencia de demostración, ni más ni menos que la geometría y el álgebra.

El orden político descansa fundamentalmente en dos principios contrarios: la Autoridad y la Libertad. El primero inicia; el segundo determina. Este tiene por corolario la razón libre; aquel, la fe que obedece.

Contra esta primera proposición no creo que se levante nadie. La autoridad y la libertad son tan antiguas en el mundo como la raza humana. Con nosotros nacen y en cada uno de nosotros se perpetúan. Haré ahora solo una observación que podría pasar inadvertida a los más de los lectores: estos dos principios forman, por decirlo así, una pareja cuyos dos términos están indisolublemente unidos y son, sin embargo, irreductibles el uno al otro, viviendo por más que hagamos en perpetua lucha. La autoridad supone indefectiblemente una libertad que la reconoce o la niega; y a su vez la libertad, en el sentido político de la palabra, una autoridad que trata con ella y la refrena o la tolera. Suprimida una de las dos, nada significa la otra: la autoridad sin una libertad que discute, resiste o se somete, es una palabra vana; la libertad sin una autoridad que le sirva de contrapeso carece de sentido.

El principio de autoridad, principio familiar, patriarcal, magistral, monárquico, teocrático, principio que tiende a la jerarquía, a la centralización, a la absorción, es debido a la naturaleza, y por lo mismo esencialmente fatal o divino, como quiera llamársele. Su acción, contrariada, dificultada por el principio contrario, puede ser ampliada o restringida indefinidamente, no aniquilada.

El principio de libertad, personal, individualista, crítico, agente de división, de elección, de transacción, es debido al espíritu. Es, por consecuencia, un principio esencialmente arbitrador, superior a la naturaleza, de que se sirve, y a la fatalidad que domina, ilimitado en sus aspiraciones, susceptible como su contrario de extensión y de restricción, pero tan incapaz como él de perecer en virtud de su propio desarrollo como de ser aniquilado por la violencia.

Síguese de aquí que en toda sociedad, aun la más autoritaria, hay que dejar necesariamente una parte a la libertad; y, recíprocamente, que en toda sociedad, aun la más liberal, hay que reservar una parte a la autoridad. Esta condición es tan absoluta, que no puede sustraerse a ella ninguna combinación política. A despecho del entendimiento, que tiende incesantemente a transformar la diversidad en unidad, permanecen los dos principios el uno enfrente del otro y en oposición continua. El movimiento político resulta de su tendencia inevitable a limitarse y de su reacción mutua.

Todo esto, lo confieso, no tiene quizá nada de nuevo, y temo ya que más de un lector me pregunte si es todo esto lo que voy a enseñarle. Nadie niega la naturaleza ni el espíritu a pesar de la mucha oscuridad que los envuelve; ningún publicista sueña con redargüir de falsa la autoridad ni la libertad, por más que su conciliación, su separación y su eliminación parezcan igualmente imposibles. ¿Adónde, pues, me propongo ir a parar repitiendo ese lugar común?

Lo diré. Voy aparar a que todas las constituciones políticas, todos los sistemas de gobierno, incluso la federación, pueden ser reducidos a esta sola fórmula: contrapeso de la autoridad por la libertad, y viceversa; a que, por consecuencia, las categorías adoptadas desde el tiempo de Aristóteles por los autores, categorías con cuyo auxilio se clasifica a los gobiernos, se diferencia a los Estados y se distingue a las naciones en monarquía, aristocracia, democracia, etc., se reducen, salvo aquí la federación, a construcciones hipotéticas y empíricas en las que la razón y la justicia no quedan plenamente satisfechas, a que todos esos gobiernos, compuestos de elementos iguales e igualmente incompletos, no difieren unos de otros sino en materia de intereses, de preocupaciones, de rutina, y en el fondo se parecen y se equivalen; a que así, si no fuese debido a la aplicación de tan falsos sistemas, el malestar social de que se acusan unas a otras las pasiones irritadas, los intereses lastimados y el amor propio burlado y ofendido, estaríamos respecto al fondo de las cosas cerca de entendernos; a que, por fin, todas esas divisiones de partidos entre los que abre nuestra imaginación abismos, toda esa contrariedad de opiniones que nos parece irresoluble, todos esos antagonismos de fortuna que creemos sin remedio, van a encontrar pronto en la teoría del gobierno federal su ecuación definitiva.

Qué de cosas, se dirá, en una mera oposición gramatical: ¡Autoridad, libertad!…

Pues bien, sí. He observado que las inteligencias ordinarias, que los niños, ven mejor la verdad cuando reducida a una fórmula abstracta que cuando explicada en un volumen de disertaciones y de hechos. Me he propuesto a su vez abreviar el estudio para los que no pueden leer libros, y hacerlo lo más concluyente posible trabajando sobre simples nociones. Autoridad, libertad: dos ideas opuestas la una a la otra y condenadas a vivir en lucha o morir juntas; no se dirá, por cierto, que sea esto cosa difícil. Ten, amigo lector, solo la paciencia de leerme, y si has comprendido este primero y cortísimo capítulo, tú me dirás después cuál es tu juicio.

Capítulo II: Concepción a priori del orden político: régimen de autoridad, régimen de libertad.

Conocemos ya los dos principios fundamentales y antitéticos de todo gobierno: autoridad, libertad.

En virtud de la tendencia del espíritu humano a reducir todas sus ideas a un principio único, y, por tanto, a eliminar todas las que le parecen inconciliables con ese principio, dos regímenes diferentes se deducen a priori de esas dos nociones primordiales, según la preferencia o predilección dadas a la una o a la otra: el régimen de autoridad y el régimen de libertad.

Estando además la sociedad compuesta de individuos, y pudiéndose, desde el punto de vista político, concebir de cuatro maneras diferentes la relación del individuo con el grupo de que forma parte, resultan cuatro formas gubernativas, dos para cada régimen:

I.- Régimen de autoridad.

A) Gobierno de todos por uno solo: MONARQUÍA O PATRIARCADO.

a) Gobierno de todos por todos: panarquía o comunismo.

El carácter especial de este régimen en sus dos especies es la indivisión del poder.

II.- Régimen de libertad.

B) Gobierno de todos por cada uno: DEMOCRACIA.

b) Gobierno de cada uno por cada uno: anarquía o self-government.

El carácter esencial de este régimen en sus dos especies es la división del poder.

Ni más ni menos. Esta clasificación es matemática, como dada a priori por la naturaleza de las cosas y la deducción del espíritu. No puede la política quedar más acá ni ir más allá, ínterin se la considere como el resultado de una construcción silogística, cosa que supusieron naturalmente todos los antiguos legisladores. Esa sencillez es notable: nos presenta desde un principio y bajo todos los sistemas al jefe de Estado esforzándose en deducir de un solo elemento todas sus constituciones. La lógica y la buena fe son primordiales en política; pero aquí está precisamente el peligro.

OBSERVACIONES:

I.- Es sabido cómo se establece el gobierno monárquico, expresión primitiva del principio de autoridad. Nos lo ha dicho M. de Bonald: se funda en la autoridad paterna. La familia es el embrión de la monarquía. Los primeros Estados fueron generalmente familias o tribus gobernadas por su jefe natural, marido, padre, patriarca, al fin Rey.

Bajo este régimen el Estado se desarrolla de dos maneras: primera, por la generación o multiplicación natural de la familia, tribu o raza; segunda, por la adopción, es decir, por la incorporación voluntaria o forzosa de las familias y tribus circunvecinas, hecha de suerte que las tribus reunidas no constituyan con la tribu-madre sino una misma domesticidad, una sola familia. Este desenvolvimiento del Estado monárquico puede alcanzar proporciones inmensas; puede llegar a centenares de millones de hombres, distribuidos por centenares de miles de leguas cuadradas.

La panarquía, pantocracia o comunismo, nace naturalmente de la muerte del monarca o jefe de familia, y de la declaración de los súbditos, hermanos, hijos o asociados, de querer permanecer en la indivisión sin elegir un nuevo jefe. Esta forma política, si es que de ella hay ejemplos, es sumamente rara, a causa de hacerse sentir más en ella el peso de la autoridad y abrumar más al individuo que el de cualquiera otra. Apenas ha sido adoptada más que por las comunidades religiosas, que han tendido al aniquilamiento de la libertad en todos los países y bajo todos los cultos. La idea no por esto deja de ser obtenida a priori, como la idea monárquica: encontrará su aplicación en los gobiernos de hecho, y debíamos mencionarla aun cuando no fuese más que para memoria.

Así la monarquía, fundada en la naturaleza y justificada, por consiguiente, en su idea, tiene su legitimidad y su moralidad. Otro tanto sucede con el comunismo. No tardaremos con todo en ver que esas dos variedades del mismo régimen, a pesar de lo concreto del hecho en que descansan y lo racional de su deducción, no pueden mantenerse dentro del rigor de su principio ni en la pureza de su esencia, y están, por tanto, condenadas a permanecer siempre en estado de hipótesis. De hecho, a pesar de su origen patriarcal, de su benigno temperamento y de sus aires de absolutismo y derecho divino, ni la monarquía ni el comunismo se han desarrollado en ninguna parte conservando la pureza de su tipo.

II.- ¿Cómo se establece a su vez el gobierno democrático, expresión espontánea del principio de libertad? Juan Jacobo Rousseau y la Revolución nos lo han enseñado, por medio del contrato. Aquí la fisiología no entra ya por nada: el Estado aparece como el producto, no ya de la naturaleza orgánica, de la carne, sino de la naturaleza inteligible, del espíritu.

Bajo este régimen, el Estado se desarrolla por accesión o adhesión libre. Así como se supone que los ciudadanos todos han firmado el contrato, se supone también que lo ha suscrito el extranjero que entra en la República: bajo esta condición solamente se le otorgan los derechos y prerrogativas de ciudadano. Si el Estado ha de sostener una guerra y se hace conquistador, concede por la fuerza de su mismo principio a las poblaciones vencidas los derechos de que gozan los vencedores, que es lo que se conoce con el nombre de isonomía. Tal era entre los romanos la concesión del derecho de ciudadanía. Se supone hasta que los niños al llegar a la mayor edad han jurado el pacto. No sucede en las democracias lo que en las monarquías, donde se es súbdito de nacimiento sólo por ser hijo de súbdito, ni lo que en las comunidades de Licurgo y de Platón, donde por el solo hecho de venir al mundo se pertenecía al Estado. En una democracia no se es, en realidad, ciudadano por ser hijo de ciudadano; para serlo es de todo punto necesario en derecho, independientemente de la cualidad de ingenuo, haber elegido el sistema liberal.

Otro tanto sucede respecto a la accesión de una familia, de una ciudad, de una provincia: es siempre la libertad la que le sirve de principio y la motiva.

Así, al desenvolvimiento del Estado autoritario, patriarcal, monárquico o comunista, se contrapone el del Estado liberal, consensual y democrático. Y así como no hay límites naturales para la extensión de la monarquía, que es lo que en todos los tiempos y en todos los pueblos ha sugerido la idea de una monarquía universal o mesiánica, no los hay tampoco para la del Estado democrático, hecho que ha sugerido igualmente la idea de una democracia o República universal.

Como variedad del régimen liberal, he presentado la ANARQUÍA o gobierno de cada uno por sí mismo, en inglés self-government. La expresión de gobierno anárquico es, en cierto modo, contradictoria; así que la cosa parece tan imposible como la idea absurda. No hay aquí, sin embargo, de reprensible sino el idioma: la noción de anarquía en política es tan racional y positiva como cualquiera otra. Consiste en que si estuviesen reducidas sus funciones políticas a las industriales, resultaría el orden social del solo hecho de las transacciones y los cambios. Cada uno podría decirse entonces autócrata de sí mismo, lo que es extremo inverso del absolutismo monárquico.

Por lo demás, así como la monarquía y el comunismo, fundados en naturaleza y razón, tienen su legitimidad y su moralidad, sin que puedan jamás realizarse en todo el rigor y la pureza de su noción, la democracia y la anarquía, fundadas en libertad y en derecho, tienen su legitimidad y su moralidad corriendo tras un ideal que está en relación con su principio. No tardaremos con todo en ver también que, a despecho de su origen jurídico y racional, no pueden, al crecer y desarrollarse en población y territorio, mantenerse dentro del rigor y la pureza de su idea, y están condenadas a permanecer en el estado de perpetuo desiderátum. A pesar del poderoso atractivo de la libertad, no se hallan constituidas en parte alguna con la plenitud ni la integridad de su idea ni la democracia ni la anarquía.

Capítulo III: Formas de gobierno

Con la ayuda de esos trabajos metafísicos, se han establecido, no obstante, desde el principio del mundo todos los gobiernos de la Tierra, y con ellos llegaremos a descifrar el enigma político, por poco que trabajemos para conseguirlo. Perdóneseme, pues, si insisto en ellos, como se hace con los niños a quienes se enseñan los elementos de la gramática.

En todo lo que precede no se encontrará una sola palabra que no sea perfectamente exacta. No se raciocina de otro modo en las matemáticas puras. No está en el uso de las nociones el principio de nuestros errores, sino en las exclusiones que, so pretexto de lógica, nos permitimos hacer al aplicarlas.

a) Autoridad, libertad. Estos son los dos polos de la política. Su oposición antitética, diametral, contradictoria, nos da la seguridad de que es imposible un tercer término, de que no existe. Entre el sí y el no, del mismo modo que entre el ser y el no ser, no admite nada la lógica.

b) La conexión de esas mismas nociones, su irreductibilidad, su movimiento, están igualmente demostradas. No van la una sin la otra, no se puede suprimir esta ni aquella, no es posible reducirlas a una expresión común. Respecto a su movimiento, basta ponerlas en presencia para que, tendiendo a absorberse mutuamente, a desarrollarse a expensas una de otra, entren al punto en acción.

c) De esas dos nociones resultan para la sociedad dos regímenes diferentes, que hemos llamado régimen de autoridad y régimen de libertad, regímenes de los cuales puede luego tomar cada uno dos formas diferentes, no más ni menos. La autoridad no se presenta con toda su grandeza sino en la colectividad social, y, por consecuencia, no puede ni manifestar su voluntad ni obrar sino por medio de la colectividad misma o de alguien que la represente. Otro tanto sucede con la libertad, la cual no es perfecta sino cuando está para todos asegurada, bien porque todos participen del gobierno, bien porque el gobierno no haya sido deferido a nadie. Es de todo punto imposible salir de esas alternativas: respecto al régimen de autoridad, gobierno de todos por todos o gobierno de todos por uno solo; respecto al de libertad, gobierno en participación de todos por cada uno o gobierno de cada uno por sí mismo. Todo esto es fatal, como la unidad y la pluralidad, el calor y el frío, la luz y las tinieblas. Pero se me dirá: ¿No se ha visto acaso que el gobierno sea el patrimonio de una parte más o menos considerable de la nación, con exclusión del resto? ¿No se han visto aristocracias (gobierno de las clases altas), oclocracias (gobierno de la plebe), oligarquías (gobierno de una facción)? La observación es justa: todo esto se ha visto real y verdaderamente; pero esos gobiernos son de hecho, obras de usurpación, de violencia, de reacción, de transición, de empirismo, donde están adoptados a la vez todos los principios, y luego son igualmente violados, desconocidos y confundidos todos; y nosotros hablamos ahora sólo de los gobiernos a priori, concebidos según las leyes de la lógica y basados en un solo principio.

Lo repito: nada hay de arbitrario en la política racional, que tarde o temprano ha de venir a confundirse con la política práctica. La arbitrariedad no es obra ni de la naturaleza ni del espíritu; no la engendran ni la necesidad de las cosas ni la infalible dialéctica de las nociones. La arbitrariedad es hija, ¿sabéis de quién? Su propio nombre os lo dice: del LIBRE ARBITRIO, de la libertad. ¡Cosa admirable! El único enemigo contra el cual se ha de poner la libertad en guardia no es, en el fondo, la autoridad que todos los hombres adoran como si fuese la justicia; es la libertad misma, la libertad del príncipe, la libertad de los grandes, la libertad de las muchedumbres disfrazada con la máscara de la autoridad.

De la definición a priori de las diversas especies de gobierno, pasemos ahora a sus formas.

Se da el nombre de forma de gobierno a la manera como el Poder se distribuye y se ejerce. Natural y lógicamente, esas formas están en relación con el principio, la formación y la ley de cada régimen.

Así como el padre en la familia primitiva y el patriarca en la tribu son a la vez amos de la casa, del carro o de la tienda, herus, dominus, propietarios de la tierra, de los ganados y de sus crías, labradores, industriales, directores, comerciantes, sacrificadores, guerreros; así en la monarquía el príncipe es a la vez legislador, administrador, juez, general, pontífice. Tiene el dominio eminente sobre la tierra y sus productos; es jefe de las artes y los oficios, del comercio, de la agricultura, de la marina, de la instrucción pública; está revestido de toda autoridad y de todo derecho. El Rey es, en dos palabras, el representante, la encarnación de la sociedad: él es el Estado. La reunión o indivisión de los poderes es el carácter de la monarquía. Al principio de autoridad que distingue al padre de familia y al monarca, viene a unirse aquí como corolario el principio de universalidad de atribuciones. Hay aquí reunidos en la misma persona un jefe militar como Josué, un juez como Samuel, un sacerdote como Aarón, un Rey como David, un legislador como Moisés, Salón, Licurgo, Numa. Tal es el espíritu de la monarquía, tales son sus formas.

Pronto, empero, por la extensión dada al Estado, el ejercicio de la autoridad es superior a las fuerzas de un hombre. El príncipe entonces se hace ayudar por consejeros oficiales o ministros escogidos por él que obran en su puesto y lugar, y son mandatarios y procuradores para con el pueblo. Del mismo modo que el príncipe a quien representan, esos enviados, sátrapas, procónsules o prefectos, acumulan a su mandato todos los atributos de la autoridad; pero debiendo, se entiende, dar cuenta de su gestión al monarca su amo, en cuyo interés y en cuyo nombre gobiernan, cuya dirección reciben y de cuya vigilancia son constante objeto, a fin de que esté seguro de la alta posesión de la autoridad, del honor del mando y de los beneficios del Estado, y al abrigo de toda clase de usurpaciones y revueltas. En cuanto a la nación, ni tiene derecho de pedir cuentas, ni tienen por qué dárselas los agentes del príncipe. En ese sistema, la única garantía de los súbditos está en el interés del soberano, el cual por lo demás no reconoce otra ley que su gusto.

En el régimen comunista, las formas del gobierno son las mismas: el poder está en él ejercido pro indiviso por la colectividad social, del mismo modo que lo era antes por la sola persona del monarca. Así en los campos de Mayo de los germanos deliberaba y juzgaba el pueblo entero sin distinción de edad ni sexo; así los cimbrios y los teutones peleaban contra Mario acompañados de sus mujeres: no conociendo la estrategia ni la táctica, ¿qué falta les habían de hacer los Generales? Por un resto de ese comunismo dictaba la masa entera de los ciudadanos en Atenas las sentencias criminales; por una inspiración del mismo género se dio la República de 1848 novecientos legisladores, sintiendo no poder reunir en una misma asamblea sus diez millones de electores, que hubo de contentarse con llamar a las urnas. De aquí han salido, por fin, los proyectos de legislación directa por sí y por no que se ha concebido en nuestros mismos tiempos.

Las formas del Estado liberal o democrático corresponden igualmente al principio de formación y a la ley de desenvolvimiento de ese mismo Estado; por consecuencia, difieren radicalmente de los de la monarquía. Consisten en que el poder, lejos de ser ejercido colectivamente y pro indiviso, como en la comunidad primitiva, está distribuido entre los ciudadanos, cosa que se verifica de dos maneras. Si se trata de un servicio susceptible de ser materialmente dividido, como la construcción de un camino, el mando de una armada, la policía de una ciudad, la instrucción de la juventud, se reparte el trabajo por secciones, la armada por escuadras y aun por buques, la ciudad por barrios, la enseñanza por clases, y se pone al frente de cada división un director, un comisario, un almirante, un capitán, un maestro. Los atenienses acostumbraban nombrar en sus guerras diez o doce Generales, cada uno de los cuales mandaba por turno un día; uso que parecería hoy muy extraño, pero necesario en aquella democracia, que no consentía otra cosa. Si la función es indivisible, se la deja entera, y o bien se nombran muchos titulares para ejercerla, a pesar del precepto de Homero, que halló mala la pluralidad en tratándose de mando; y donde mandamos nosotros un embajador se manda una compañía, como hacían los antiguos; o bien se confía cada función a un solo individuo, que se entrega a ella y hace de ella su especialidad, su oficio; hecho que tiende a introducir en el cuerpo político una clase particular de ciudadanos, a saber: los funcionarios públicos. Desde este momento la democracia está en peligro: el Estado se distingue de la Nación; su personal pasa a ser, poco más o menos como en la monarquía, más afecto al príncipe que a la Nación y al Estado. En cambio, ha surgido una grande idea, una de las más grandes ideas de la ciencia, la de la división o separación de los poderes. Gracias a ella, toma la sociedad una forma decididamente orgánica; las revoluciones pueden sucederse como las estaciones, sin temor de que jamás perezca esa bella constitución del Poder público por categorías: Justicia, Administración, Guerra, Hacienda, Culto, Instrucción pública, Comercio, etc. Hay ya por lo menos en las sociedades algo que no morirá jamás.

La organización del gobierno liberal o democrático es más complicada, más sabia, de una práctica más trabajosa y menos brillante que la del gobierno monárquico, y, por tanto, menos popular. Casi siempre las formas del gobierno libre han sido tratadas de aristócratas por las masas, que han preferido el absolutismo monárquico. De aquí la especie de círculo vicioso en que giran y girarán aún por largo tiempo los hombres de progreso. Los republicanos piden libertades y garantías naturalmente con el objeto de mejorar la suerte de las masas; así que no pueden menos de buscar su apoyo en el pueblo. Ahora bien: el pueblo es siempre un obstáculo para la libertad, bien porque desconfíe de las formas democráticas, bien porque le sean indiferentes.

Las formas de la anarquía son indistintamente las de la monarquía o las de la democracia, según la voluntad de cada individuo y según lo permita el límite de sus derechos.

Tales son en sus principios y en sus formas los cuatro gobiernos elementales que concibe a priori el entendimiento humano y están destinados a servir de materiales para todas las futuras construcciones políticas. Pero, lo repito, esos cuatro tipos, aunque sugeridos a la vez por la naturaleza de las cosas y el sentimiento de la libertad y del derecho, no son para realizarlos en sí mismos ni con todo el rigor de sus leyes. Son concepciones ideales y fórmulas abstractas que no pueden pasar a realidades, aunque por ellas se constituyan empírica e intuitivamente todos los gobiernos de hecho. La realidad es compleja por su propia naturaleza: lo simple no sale de la esfera de lo ideal ni llega a lo concreto. Poseemos en esas fórmulas antitéticas los elementos de una constitución regular, de la futura constitución del género humano; pero será necesario que pasen siglos y se desenvuelva ante nuestros ojos toda una serie de revoluciones antes que del cerebro que ha de concebirla, es decir, del cerebro de la humanidad, se desprenda la fórmula definitiva.

Capítulo IV: Transacción entre los dos principios: origen de las contradicciones políticas.

Puesto que los dos principios en que descansa todo orden social, la autoridad y la libertad, por una parte son contrarios entre sí y están en perpetua lucha, y por otra no pueden ni excluirse ni refundirse en uno, se hace entre ellos de todo punto inevitable una transacción. Cualquiera que sea el sistema que se haya preferido, el monárquico o el democrático, el comunista o el anárquico, no durará la institución algún tiempo como no haya sabido apoyarse más o menos en los elementos de su antagonista.

Se engañaría, por ejemplo, de un modo raro el que imaginase que el régimen de autoridad con su carácter paternal, sus costumbres de familia y su iniciativa absoluta, pueda satisfacer abandonado a sus solas fuerzas sus propias necesidades. Por poca extensión que tome el Estado, esa venerable paternidad degenera rápidamente en impotencia, confusión, desatino y tiranía. El príncipe, no pudiendo atender a todo, debe necesariamente confiarse a auxiliares que le engañan, le roban, le desacreditan, le pierden en la opinión de los demás, le suplantan, y por fin le destronan. Ese desorden, inherente al poder absoluto, la desmoralización que este poder produce, las catástrofes que sin cesar le amenazan, son la peste de las sociedades y de los Estados. Así, se puede sentar como regla que el gobierno monárquico es tanto más benigno, moral, soportable y, por tanto, duradero, si se prescinde en este momento de las relaciones exteriores, cuanto más modestas son sus dimensiones y más se acercan a las de la familia; y viceversa, que será tanto más insuficiente, opresor, odioso para sus súbditos, y por consecuencia menos sólido y duradero, cuanto más vasto haya llegado a ser el Estado. La historia nos ha conservado el recuerdo, y los siglos modernos nos han suministrado ejemplos de esas vastas y espantosas monarquías, monstruos informes, verdaderos mastodontes políticos que una civilización mejor no puede menos de hacer desaparecer progresivamente. En todos esos Estados, el absolutismo está en razón directa de la masa y se sostiene por su propio prestigio; en un Estado pequeño, por el contrario, la tiranía no puede sostenerse un momento sino por medio de tropas mercenarias; vista de cerca se desvanece.

Para obviar ese vicio de su naturaleza, los gobiernos monárquicos no han podido menos de aplicarse en mayor o menor medida las formas de la libertad, principalmente la separación de los poderes o la división de la soberanía.

El motivo de esta modificación es fácil de comprender. Si un hombre solo apenas basta para la explotación de una propiedad de cien hectáreas, para la dirección de una fábrica que tenga ocupados algunos centenares de jornaleros, para la administración de un pueblo de cinco mil a seis mil habitantes, ¿cómo ha de poder llevar sobre sí el peso de un imperio de cuarenta millones de hombres? Aquí, pues, la monarquía ha debido inclinar la frente ante ese doble principio tomado de la economía política: primero, que nunca se obtiene mayor suma de trabajo ni mayor rendimiento que cuando el trabajador es libre y obra por su cuenta como empresario y propietario; segundo, que es tanto mejor la calidad del producto o del servicio cuanto mejor conoce el productor su especialidad y se consagra a ella exclusivamente. Hay aún otra razón para que la monarquía tome de la democracia, y es que la riqueza social aumenta en proporción a lo divididas y trabadas que están entre sí las industrias, lo cual significa en política que el gobierno será tanto mejor y tanto menos peligroso para el príncipe cuanto más determinadas y mejor equilibradas estén las diversas funciones: cosa imposible en el régimen absolutista. He aquí cómo los príncipes han ido, por decirlo así, a republicanizarse, a fin de prevenir una ruina inevitable: en esos últimos años nos han dado de esto brillantísimos ejemplos el Piamonte, Austria y Rusia. Atendida la situación deplorable en que el zar Nicolás había dejado su imperio, el hecho de haber introducido la distinción de los poderes en el gobierno ruso no es la menor de las reformas emprendidas por su hijo Alejandro.

En el gobierno democrático se observan hechos análogos, pero inversos.

Por más que se determinen con toda la sagacidad y la previsión posibles los derechos y deberes de los ciudadanos y las atribuciones de los funcionarios; por mucho que se prevean los incidentes, las excepciones y las anomalías, deja siempre tanto por prever aun el hombre de Estado más prudente, que cuanto más legisla, más litigios surgen. Exige todo esto de los agentes del poder una iniciativa y un arbitraje que sólo pueden imponerse estando constituidos en autoridad los que hayan de ejercerlo. Quítese al principio democrático, quítese a la libertad esa sanción suprema, la autoridad, y el Estado desaparece al momento. Es, con todo, obvio que no estamos ya entonces en el terreno del libre contrato, a menos que no se sostenga que los ciudadanos habían convenido previamente que en caso de litigio se someterían a la decisión de uno de ellos, magistrado designado de antemano. ¿Y qué es esto más que renunciar al principio democrático y entrar en el terreno de la monarquía?

Multiplique la democracia cuanto quiera con sus funcionarios las garantías legales y los medios de vigilancia; llene de formalidades los actos de sus agentes; llame sin cesar a los ciudadanos a que elijan, a que discutan, a que voten; que quiera que no, sus funcionarios son hombres de autoridad, palabra ya admitida; y si entre ellos hay alguno o algunos que estén encargados de la dirección general de los negocios, ese jefe, individual o colectivo, del gobierno es, como le ha llamado el mismo Rousseau, un príncipe, a quien falta una nonada para que sea un Rey.

Se pueden hacer observaciones análogas sobre el comunismo y la anarquía. No hubo jamás una República comunista perfecta; y es poco probable que, por alto que sea el grado de civilización, de moralidad y de sabiduría a que se eleve el género humano, desaparezca de él todo vestigio de autoridad y de gobierno. Pero mientras que el comunismo es el sueño de la mayor parte de los socialistas, la anarquía es el ideal de la escuela económica, que tiende abierta y decididamente a suprimir todo establecimiento gubernativo, y a constituir la sociedad sobre las solas bases de la propiedad y del trabajo libres.

No daré más ejemplos. Lo que acabo de decir basta para demostrar la verdad de mi proposición, es a saber: que no pudiendo realizarse en toda la pureza de su ideal ni la monarquía, ni la democracia, ni el comunismo, ni la anarquía, están condenadas a completarse prestándose la una a la otra sus diversos elementos.

Hay, a la verdad, en esto con qué humillar la intolerancia de los fanáticos, que no pueden oír hablar de una opinión contraria a la suya sin hasta cierto punto horripilarse. Sepan esos desgraciados que empiezan ellos mismos por ser necesariamente infieles a su principio, y es toda su fe política un tejido de inconsecuencias; y ¡ojalá que el poder por su parte deje de ver pensamientos facciosos en la discusión de los diferentes sistemas de gobierno! Luego que haya entrado el convencimiento de que esos términos de monarquía, democracia, etc., no expresan sino concepciones teóricas, muy distantes de las instituciones que parecen realizarlas, ni el realista perderá su calma al oír las palabras contrato social, soberanía del pueblo, sufragio universal, etc., ni el demócrata dejará de oír tranquilo y con la sonrisa en los labios al que hable de dinastía, de poder absoluto o de derecho divino. No hay verdadera monarquía, no hay verdadera democracia. La monarquía es la forma primitiva, fisiológica y, por decirlo así, patronímica del Estado: vive en el corazón de las masas y se manifiesta con fuerza por la tendencia general a la unidad. La democracia bulle a su vez por todas partes: fascina las almas generosas y se apodera en todos los pueblos de la flor de la sociedad. Pero exige ya la dignidad de nuestra época que renunciemos por fin a esas ilusiones que sobradas veces degeneran en mentiras. Hay contradicciones en el fondo de todos los programas. Los tribunos populares juran sin advertirlo por la monarquía; los Reyes, por la democracia y la anarquía. Después de la coronación de Napoleón I, leíanse durante algún tiempo las palabras República francesa en una de las caras de las monedas, que llevaban en la otra la efigie de Napoleón con el título de Emperador de los franceses. Luis Felipe fue designado por La Fayette como la mejor de las repúblicas. ¿No se le dio después también el sobrenombre de Rey de los propietarios? Garibaldi ha prestado a Víctor Manuel el mismo servicio que La Fayette a Luis Felipe. Es verdad que más tarde ha parecido que se arrepentían de haberlo hecho La Fayette y Garibaldi; mas no por esto debe dejarse de consignar que lo hicieron, sobre todo, cuando toda retractación había de ser ilusoria. No hay un demócrata que pueda decir de sí que está puro de todo monarquismo, ni un partidario de la monarquía que pueda lisonjearse de estar exento de todo republicanismo. Queda sentado que no habiendo repugnado la democracia ni la idea dinástica ni la unitaria, lejos de tener los partidarios de ambos sistemas el derecho de excomulgarse, tienen el deber de ser el uno para con el otro tolerantes.

¿Qué es ahora la política, si es imposible que una sociedad se constituya exclusivamente sobre el principio a que dé su preferencia, si, por más que haga el legislador, el gobierno, acá reputado monárquico, allá democrático, no deja de ser jamás una indecisa mezcla donde están combinados elementos los más contrapuestos en proporciones arbitrarias, determinadas sólo por caprichos e intereses; donde las definiciones más exactas conducen fatalmente a la confusión y a la promiscuidad; donde son por consecuencia admisibles todas las conversiones y todas las defecciones, y puede pasar por honrosa hasta la misma volubilidad? ¡Qué campo abierto al charlatanismo, a la traición, a la intriga! ¿Qué Estado ha de poder subsistir bajo condiciones tan disolventes? No bien está constituido, cuando lleva ya en la contradicción de su misma idea su principio de muerte. ¡Extraña creación ésta, donde la lógica es impotente y sólo parece práctica y racional la inconsecuencia!.

Capítulo V: Gobiernos de hecho: disolución social

Siendo la monarquía y la democracia, únicas de que me ocuparé en adelante, dos ideales que suministra la teoría, pero que son irrealizables en el rigor de sus términos, ha sido indispensable, como acabo de decir, resignarse en la práctica a transacciones de todos géneros: de esas transacciones obligadas han nacido todos los gobiernos de hecho. Obra éstos del empirismo y variables a lo infinito, son esencialmente y sin excepción gobiernos compuestos o mixtos.

Observaré a este propósito que los publicistas se han engañado e introducido en la política un elemento tan falso como peligroso, cuando por no distinguir la práctica de la teoría, lo real de lo ideal, han puesto en la misma línea los gobiernos de mera concepción, irrealizables en toda su sencillez, y los gobiernos mixtos o de hecho. La verdad es, repito, que no existen ni pueden existir sino en teoría los gobiernos de la primera especie: todo gobierno de hecho es necesariamente mixto, llámesele, no importa cómo, monarquía o democracia. Esta observación es importante: sólo ella nos permite reducir a un error de dialéctica las innumerables decepciones, corrupciones y revoluciones de la política.

Todas las variedades de gobierno de hecho; en otros términos, todas las transacciones gubernativas ensayadas o propuestas desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, están reducidas a dos especies principales que llamaré, valiéndome de los nombres hoy en boga, imperio y monarquía constitucional. Esto necesita explicación.

Habiendo sido desde un principio la guerra y la desigualdad de fortunas la condición de los pueblos, la sociedad se divide naturalmente en cierto número de clases: guerreros o nobles, sacerdotes, propietarios, mercaderes, navegantes, industriales, labradores. Donde existe la realeza, la dinastía forma una casta aparte, y la primera de ellas, la dinastía.

La lucha de las clases entre sí, el antagonismo de sus intereses, la manera como éstos se coligan, determinan el régimen político, y, por consiguiente, la elección de gobierno, sus innumerables especies y sus todavía más innumerables variedades. Poco a poco todas estas clases se refunden en dos: una superior, aristocracia, burguesía o patriciado; y otra inferior, plebe o proletariado, entre las cuales flota la realeza, expresión de la autoridad, órgano del Poder público. Si la aristocracia se une a la realeza, el gobierno que de ahí resulte será una monarquía moderada, actualmente llamada constitucional; si el que se coliga con la autoridad es el pueblo, el gobierno será un imperio o democracia autocrática. La teocracia de la Edad Media era un pacto entre el sacerdocio y el emperador; el Califato, una monarquía a la vez militar y religiosa. En Tiro, en Sidón, en Cartago, apoyáronse los Reyes en la clase de los comerciantes hasta el momento en que se adueñaron estos del poder. En Roma, según parece, los Reyes tuvieron en un principio a raya a patricios y a plebeyos: coligáronse luego las dos clases contra la Corona, y abolida la monarquía, tomó el Estado el nombre de República. Quedó, sin embargo, preponderante el patriciado. Mas esta constitución aristocrática fue tan borrascosa como la democracia de Atenas: vivió el gobierno de expedientes, y al paso que la democracia ateniense sucumbió al primer choque en la guerra del Peloponeso, la República romana, por la necesidad en que se encontró el Senado de ocupar al pueblo, dio por resultado la conquista del mundo. Pacificado el orbe, vino la guerra civil con todos sus estragos, y se enconó y prolongó hasta tal punto, que la plebe, para concluirla, se dio un jefe, destruyó patriciado y República y creó el imperio.

Suele causar admiración que los gobiernos fundados bajo los auspicios de una burguesía o de un patriciado, de acuerdo con una dinastía, sean generalmente más liberales que los fundados por las muchedumbres bajo el patronato de un dictador o de un tribuno. El hecho debe de parecer, en efecto, tanto más sorprendente cuanto que en el fondo la plebe está más interesada en favor de la libertad que la burguesía, y tiene más iniciación a ella. Pero esta contradicción, escollo de la política, viene explicada por la situación de los partidos, situación que en el caso de una victoria obtenida por el pueblo hace raciocinar y obrar a la plebe como autocrática, y en el caso de que llegue a prevalecer la burguesía, la hace raciocinar y obrar como republicana. Volvamos al dualismo fundamental, autoridad y libertad, y lo comprenderemos al momento.

De la divergencia de estos dos principios nacen primordialmente, bajo la influencia de las pasiones y de los intereses contrarios, dos diversas tendencias, dos corrientes de opiniones opuestas. Los partidarios de la autoridad tienden a dejar a la libertad, ya individual, ya local o corporativa, el menor lugar posible, y a explotar partiendo de ahí el poder, en su propio provecho y en detrimento de la muchedumbre; y, por el contrario, los partidarios del régimen liberal tienden a restringir indefinidamente la autoridad, y a vencer a la aristocracia por medio de la incesante determinación de las funciones públicas, de los actos del poder y de sus formas. Por efecto de su posición, por lo humilde de su fortuna, el pueblo busca en el gobierno la libertad y la igualdad; por una razón contraria, el patriciado-propietario, capitalista, empresario- se inclina más a una monarquía que proteja las situaciones privilegiadas, sea capaz de asegurar en provecho suyo el orden y dé, por consiguiente, más campo a la autoridad que a la libertad.

Todos los gobiernos de hecho, cualesquiera que sean sus motivos o reservas, están reducidos a la una o la otra de estas dos fórmulas: Subordinación de la autoridad a la libertad, o subordinación de la libertad a la autoridad.

La misma causa, empero, que levanta una contra otra la burguesía y la plebe, hace pronto dar media vuelta a entre ambas. La democracia, tanto por asegurar su triunfo como porque ignora las condiciones del poder y es incapaz de ejercerlo, se da un jefe absoluto ante cuya autoridad desaparezca todo privilegio de casta; la burguesía, que teme el despotismo al par de la anarquía, prefiere consolidar su posición estableciendo una monarquía constitucional; de modo que al fin y al cabo, el partido que más necesita de libertad y orden legal crea el absolutismo, y el del privilegio establece el gobierno liberal, dándole por sanción las restricciones del derecho político.

Se ve por ahí que, hecha abstracción de las consideraciones económicas que dominan el debate, son cosas equivalentes burguesía y democracia, imperialismo y constitucionalismo y los demás gobiernos antagonistas, cualquiera que sea el nombre que se les atribuya; que desde el punto de vista del derecho y de los principios, son pueriles por demás cuestiones como las siguientes: si no valía más el régimen de 1814 que el de 1804; si no sería más ventajoso para el país dejar la constitución de 1852 y volver a la de 1830; si debería el partido republicano refundirse en el orleanista o unirse al imperio. Pueriles digo porque, atendidos los datos que conocemos, no vale un gobierno sino por los hechos que lo han traído y los hombres que le representan, y toda discusión teórica que sobre este punto se entable es vana y no puede menos de conducir a aberraciones.

Las contradicciones de la política, los cambios de frente de los partidos, la perpetua mudanza de los papeles son en la historia tan frecuentes y tienen una tan gran parte en los negocios humanos, que no puedo dejar de insistir en ellos. El dualismo de la autoridad y la libertad nos da la clave de esos enigmas: sin esta explicación primordial, la historia de los Estados sería la desesperación de las conciencias y el escándalo de la filosofía.

La aristocracia inglesa hizo la Carta Magna; los puritanos produjeron a Cromwell. En Francia, la burguesía ha sentado las imperecederas bases de todas nuestras constituciones liberales. En Roma, el patriarcado había organizado la República; la plebe creó los Césares y los pretorianos. En el siglo XVI, la Reforma es por lo pronto aristocrática; la masa permanece católica o se da Mesías a la manera de Juan de Leyden; sucede lo contrario de lo que se había visto cuatro siglos antes, en que los nobles quemaban a los albigenses. ¡Qué de veces -esta observación es de Ferrari-, qué de veces no ha visto la Edad Media a los gibelinos transformados en güelfos y a los güelfos en gibelinos! En 1813 Francia pelea por el despotismo, la coalición por la libertad, precisamente lo contrario de lo que en 1792 había sucedido. Hoy los legitimistas y los clericales sostienen la idea de la federación; los demócratas son unitarios. No acabaría de citar ejemplos de este género. Esto, con todo, no impide distinguir las ideas, los hombres y las cosas por sus tendencias naturales y sus orígenes; esto no hace que los rojos no sean los rojos, y los blancos siempre los blancos.

El pueblo, por su misma inferioridad y su constante estado de apuro, formará siempre el ejército de la libertad y del progreso: el trabajo es por naturaleza republicano; lo contrario implicaría contradicciones. Pero a causa de su ignorancia, del carácter primitivo de sus instintos, de la violencia de sus necesidades, de la impaciencia de sus deseos, el pueblo se inclina a las formas sumarias de la autoridad. No busca garantías legales -no tiene idea de ellas y no concibe el poder que tienen; tampoco una combinación de mecanismos ni un equilibrio de fuerzas-, para sí mismo no las necesita; busca un jefe cuya palabra le inspire confianza, cuyas intenciones le sean conocidas, cuyas fuerzas todas se consagren a sus intereses. Da a este jefe una autoridad sin límites, un poder irresistible. El pueblo mira como justo lo que cree ser útil, se burla de las formalidades; no hace caso alguno de las condiciones impuestas a los depositarios del Poder público. Predispuesto a la sospecha y a la calumnia, pero incapaz de toda discusión metódica, no cree en definitiva sino en la voluntad humana, no espera sino del hombre, no tiene confianza sino en sus criaturas, in principibus, in filiis hominum. No espera nada de los principios, únicos que pueden salvarle; no tiene la religión de las ideas.

Así la plebe romana, después de setecientos años de un régimen progresivamente liberal y de una serie de victorias alcanzadas sobre los patricios, creyó atajar las dificultades todas aniquilando al partido de autoridad, y a fuerza de exagerar el poder tribunicio dio a César la dictadura perpetua, impuso silencio al Senado, cerró los comicios, y por una fanega de trigo (annona) fundó la autocracia imperial, Lo más curioso es que esta democracia estaba sinceramente convencida de su liberalismo, y se lisonjeaba de representar el derecho, la igualdad y el progreso. Los soldados de César, idólatras de su emperador, rebosaban de odio y desprecio por los Reyes; y es bien seguro que si los asesinos del tirano no fueron inmolados al pie de su víctima, fue porque la víspera se había visto a César ensayando sobre su calva frente la diadema. Así los compañeros de Napoleón I, que habían salido del club de los jacobinos, a pesar de ser enemigos de los nobles, los sacerdotes y los Reyes, encontraban lo más sencillo del mundo atiborrarse de títulos de barones, de duques, de príncipes, y hacer la corte a su emperador, lo que no le perdonaron fue haber tomado por mujer a una princesa de Habsburgo.

Entregada a sí misma o conducida por sus tribunos, la multitud no fundó jamás nada. Tiene la cabeza trastornada: no llega a formar nunca tradiciones, no está dotada de perseverancia, no posee idea alguna que adquiera fuerza de ley, no comprende de la política sino la intriga, del gobierno sino las prodigalidades y la fuerza, de la justicia sino la vindicta pública, de la libertad sino el derecho de erigirse ídolos que al otro día demuele. El advenimiento de la democracia abre una era de retroceso que conduciría la nación y el Estado a la muerte, si estos no se salvasen de la fatalidad que los amenaza por una revolución en sentido inverso, que conviene ahora que apreciemos.

La plebe, como vive al día, sin propiedad, sin empresas, apartada de los empleos públicos, está al abrigo y se inquieta poco de los peligros de la tiranía. La burguesía, por el contrario, como posee, comercia y fabrica, y codicia además la tierra y los pingües sueldos, está interesada en prevenir las catástrofes y asegurarse la devoción del poder. La necesidad de orden la lleva a las ideas liberales: de aquí las constituciones que impone a los Reyes. Al mismo tiempo que encierra al gobierno en un círculo de formas legales de su elección y le sujeta al voto de un parlamento, deroga el sufragio universal y restringe el derecho político a una categoría de censatarios, pero guardándose bien de tocar la centralización administrativa, estribo del feudalismo industrial. Si la división de poderes le es útil para contrarrestar la influencia de la Corona y desconcertar la política personal del príncipe; si por otra parte le sirve igualmente el privilegio electoral contra las aspiraciones populares, no le es menos preciosa la centralización, en primer lugar, por los empleos que hace necesarios y proporcionan a la burguesía participación en el poder y el impuesto, y luego por lo que facilita la pacífica explotación de las masas. Bajo un régimen de centralización administrativa y de sufragio restringido, donde al paso que la burguesía queda, por su sistema de mayorías, dueña del gobierno, toda vida local está sacrificada y toda agitación fácilmente comprimida; bajo un régimen tal, digo, la clase trabajadora, acuartelada en sus talleres, está condenada a vivir de un salario. Existe la libertad, pero sólo en la espera de la sociedad burguesa, cosmopolita como sus capitales; la multitud ha hecho dejación no sólo ya en lo político, sino también en lo económico.

¿Será necesario añadir que la supresión o la conservación de una dinastía no alteraría en nada el sistema? Una República unitaria y una monarquía constitucional son lo mismo: no hay en aquella sino el cambio de una palabra y un funcionario menos.

Pero si es de poca duración el absolutismo democrático, no lo es menos el constitucionalismo de la burguesía. El primero era retrógrado, no tenía freno, carecía de principios, despreciaba el derecho, hostilizaba la libertad, destruía toda seguridad y toda confianza. El sistema constitucional, con sus formas legales, su espíritu jurídico, su carácter contenido, sus solemnidades parlamentarias, se presenta claramente al fin y al cabo como un vasto sistema de explotación y de intriga, donde la política corre pareja con el agio, donde la contribución no es más que la lista civil de una casta, y el poder monopolizado el auxiliar del monopolio. El pueblo tiene el sentimiento vago de ese inmenso despojo: las garantías constitucionales le interesan poco. Principalmente en 1815 dio de ello muestras queriendo más a su emperador, a pesar de sus infidelidades, que a sus Reyes legítimos, a pesar de su liberalismo.

El mal éxito que alternada y repetidamente tienen la democracia imperial y el constitucionalismo burgués da por resultado la creación de un tercer partido que, enarbolando la bandera del escepticismo, despreciando cualquier principio, y siendo esencial y sistemáticamente inmoral, tiende a reinar, como suele decirse, por el sistema de tira y afloja, es decir, arruinando toda autoridad y toda libertad; en una palabra, corrompiendo. Esto es lo que se ha llamado sistema doctrinario. No hace este sistema fortuna con menos rapidez que los otros. Acógesele en un principio por el odio y la execración que se siente contra los partidos antiguos: sostiénele luego el desaliento cada vez mayor de los pueblos; justifícale en cierto modo el espectáculo de la contradicción universal. Constituye a poco el dogma secreto del poder, que no podrá jamás hacer públicamente profesión de escepticismo, por impedírselo su pudor y su decoro: es desde luego el dogma declarado de la burguesía y del pueblo, que, como no están detenidos por ninguna clase de consideraciones, dejan aparecer a la luz del día su indiferencia, y hasta hacen de ella un vano alarde. Perdidas entonces la autoridad y la libertad en las almas, consideradas la justicia y la razón como palabras sin sentido, la sociedad está disuelta, la nación abajo. No subsiste ya más que materia y fuerza bruta; no tardará, so pena de muerte moral, en estallar una revolución. ¿Qué saldrá de ella? Ahí está la historia para contestarnos: los ejemplos abundan, se cuentan por millares. Al sistema condenado sucederá, gracias al movimiento de las generaciones, de suyo olvidadizas, pero sin cesar rejuvenecidas, una nueva transacción que seguirá la misma carrera, y gastada y deshonrada a su vez por las contradicciones de su propia idea, vendrá a tener el mismo término. Y esto continuará mientras la razón general no haya descubierto el medio de dominar los dos principios y equilibrar la sociedad, llegando a regularizar hasta sus antagonismos.

Capítulo VI: Planteamiento del problema político. Principio de solución.

Si el lector ha seguido algo cuidadosamente la exposición que acabo de hacer, no podrá menos que ver en la sociedad humana una creación fantástica llena de asombros y misterios. Recordemos en breves palabras las diferentes lecciones que hemos recogido:

a) El orden político descansa en dos principios conexos, opuestos e irreductibles: la autoridad y la libertad.

b) De esos dos principios se deducen paralelamente dos regímenes contrarios: el régimen absolutista y el régimen liberal.

c) Esos dos regímenes son tan diferentes, incompatibles e irreconciliables por sus formas como por su naturaleza; los hemos definido en dos palabras: indivisión, separación.

d) Ahora bien: la razón indica que toda teoría debe desenvolverse conforme a su principio, y toda existencia realizarse según su ley: la lógica es la condición, tanto de la vida como del pensamiento. En política sucede justamente lo contrario: ni la autoridad ni la libertad pueden constituirse aparte, ni dar origen a un sistema que les sea exclusivamente propio; lejos de esto, se hallan condenadas en sus respectivos triunfos a hacerse perpetuas y mutuas concesiones.

e) Síguese de aquí que no siendo posible en política ser fiel a los principios sino en el terreno teórico, y habiéndose de llegar en la práctica a transacciones de todos géneros, el gobierno está, en último análisis, reducido, a pesar de la mejor voluntad y de toda la virtud del mundo, a una creación híbrida y equívoca, a una promiscuidad de regímenes, rechazada por la severa lógica, ante la cual no puede menos que retroceder la buena fe. No se salva de esta contradicción ningún gobierno.

f) Conclusión: entrando fatalmente la arbitrariedad en la política, la corrupción llega a ser pronto el alma del poder, y la sociedad marcha arrastrada sin tregua ni descanso por la pendiente sin fin de las revoluciones.

Tal es el estado del mundo. No es efecto ni de una malicia satánica, ni de una imperfección de nuestra naturaleza, ni de una condenación providencial, ni de un capricho de la fortuna o de una sentencia del destino. No hay que darle vueltas; así son las cosas. A nosotros nos toca ahora ver de sacar de esa singular situación el mejor partido.

Consideremos que hace más de ocho mil años -no van más allá los recuerdos de la historia- todas las especies de gobierno, todas las combinaciones políticas y sociales, han sido sucesivamente ensayadas, abandonadas, tomadas de nuevo, modificadas, desfiguradas, agotadas, y que el mal éxito ha venido constantemente a recompensar el celo de los reformadores y a burlar las esperanzas de los pueblos. La bandera de la libertad ha servido siempre de abrigo al despotismo; las clases privilegiadas se han rodeado siempre, en interés de sus mismos privilegios, de instituciones liberales e igualitarias; los partidos han faltado siempre a sus programas; y los Estados, reemplazada siempre la fe por la indiferencia, el espíritu cívico por la corrupción, han perecido por el desarrollo de las mismas nociones en que habían sido fundados. Las razas más vigorosas e inteligentes han consumido en ese trabajo sus fuerzas: la historia está llena de sus luchas.

Alguna que otra vez, gracias a una serie de triunfos que han permitido ilusiones sobre la fuerza del Estado, se ha podido creer en la excelencia de una constitución o en la sabiduría de un gobierno, que no existían. Pero restablecida la paz, los vicios del sistema han saltado a los ojos, y los pueblos han ido a descansar en las luchas civiles de las fatigas de la guerra extranjera. La humanidad ha ido así de revolución en revolución; no por otro medio se han sostenido ni aun las naciones más célebres, ni aun las que más han durado.

Entre todos los gobiernos conocidos y practicados hasta el día de hoy, no hay uno que hubiese podido vivir lo que vive un hombre, si se le hubiese condenado a subsistir por su virtud propia. Y, ¡cosa extraña!, los jefes de las naciones y sus ministros son, de todos los hombres, los que menos creen en la duración del sistema que representan; entretanto no llegue el reinado de la ciencia, los gobiernos están sostenidos por la fe de las masas. Los griegos y los romanos, que nos han legado sus instituciones con sus ejemplos, al llegar al punto más interesante de su evolución desesperaron y se hundieron; y la sociedad moderna parece haber llegado a su vez a esa hora suprema. No confiéis en las palabras de esos agitadores que gritan: ¡Libertad, igualdad, nacionalidad! No saben nada; son muertos que tienen la pretensión de resucitar a otros muertos. El público los escucha un instante, como hace con los bufones y los charlatanes; luego pasa con la razón vacía y desolado el corazón.

Una señal cierta de que nuestra disolución está próxima y va a abrirse una nueva era es que la confusión del lenguaje y de las ideas ha llegado a tal punto, que el primer recién venido puede llamarse a su antojo republicano, monárquico, demócrata, burgués, conservador, liberal, y todo a la vez, sin temor de que nadie le acredite de impostor ni de iluso. Los príncipes y los barones del primer imperio habían dado hartas pruebas de sansculotismo. La burguesía de 1814, repleta de bienes nacionales, única cosa que había comprendido de las instituciones del 89, era liberal y hasta revolucionaria; 1830 la volvió conservadora, y 1848 la ha hecho reaccionaria, católica, y más que nunca monárquica. Actualmente los republicanos de febrero trabajan por la monarquía de Víctor Manuel, y los socialistas de junio se declaran unitarios. Antiguos amigos de Ledru-Rollin se adhieren al imperio, considerándolo como la verdadera expresión revolucionaria y como la más paternal forma de gobierno. Verdad es que otros los acusan de estar vendidos, pero desatándose a su vez con furor contra el federalismo. Esto no es ya más ni menos que el desorden sistemático, la confusión organizada, la apostasía permanente, la traición universal.

Se trata de saber si la sociedad puede llegar a algo regular, equitativo y estable que satisfaga la razón y la conciencia, o si estamos condenados por toda una eternidad a esta rueda de Ixión. ¿Es el problema irresoluble? Un poco de paciencia, lector: si no te hago pronto salir del embrollo, tendrás derecho a decir que la lógica es falsa, el progreso una añagaza, la libertad una utopía. Dígnate tan sólo raciocinar conmigo unos minutos, por más que en negocios semejantes raciocinar sea correr el riesgo de engañarse a sí mismo y perder con su razón su tiempo y su trabajo.

1. Conviene por de pronto observar que la historia nos presenta, en sucesión lógica y cronológica, los dos principios autoridad y libertad, de los que procede todo el mal de que nos lamentamos. La autoridad, como la familia, como el padre, genitor, es la primera que aparece: toma desde luego la iniciativa, es la afirmación. Viene después la libertad razonadora, es decir, la crítica, la protesta, la determinación. Resulta este orden sucesivo de la definición misma de las ideas y de la naturaleza de las cosas: nos lo atestigua la historia toda. No hay aquí inversión posible; no hay el menor vestigio de arbitrariedad.

2. No es menos importante observar que el régimen autoritario, paternal y monárquico se aleja tanto más de su ideal cuanto más numerosa es la familia, tribu o pueblo, y cuanto más crece el Estado en población y territorio; de suerte que cuanto más extensión toma la autoridad, tanto más intolerable se hace. De aquí nacen las concesiones que se ve obligado a hacer a la libertad, su antagonista. Por el contrario, el régimen de la libertad se acerca tanto más a su ideal y tiene tantas más probabilidades de buen éxito, cuanto más aumenta en población y territorio el Estado, cuanto más se multiplican las relaciones, cuanto más terreno va ganando la ciencia. Pídese al principio en todas partes una constitución, y se pedirá más tarde la descentralización. Espérese un momento y se verá surgir la idea de la federación. De suerte que puede decirse de la libertad y de la autoridad lo que de sí y de Jesús decía Juan Bautista: Illam oportet crescere, hanc autem minui.

Ese doble movimiento, el uno de retrogresión, el otro de progreso, que se resuelve en un solo fenómeno, resulta igualmente de la definición de los principios, de su posición relativa y del papel que los dos desempeñan; en esto no hay aún equívoco posible ni lugar alguno para lo arbitrario. El hecho es de evidencia objetiva y de certidumbre matemática; es lo que llamaremos una LEY.

3. La consecuencia de esta ley, que cabe llamar necesaria, se halla en sí misma. Consiste en que siendo el principio de autoridad el que primeramente aparece, y sirviendo de materia elaborable a la libertad, a la razón y al derecho, queda crecientemente subordinado al principio liberal, racionalista y jurídico. El jefe del Estado, que empieza por ser inviolable, irresponsable, absoluto, como el padre de familia, pasa a ser justiciable ante la razón, es luego el primer súbdito de la ley y termina al fin por ser un mero agente, un instrumento, un servidor de la libertad misma.

Esta tercera proposición es tan cierta como las dos primeras, está también al abrigo de toda contradicción y todo equívoco, y viene altamente atestiguada por la historia. En la eterna lucha de los dos principios, la Revolución francesa, lo mismo que la Reforma, se presenta como una era diacrítica. Marca en el orden político el momento en que la libertad ha tomado oficialmente la delantera a la autoridad, del mismo modo que la Reforma había marcado en el orden religioso el momento en que sobre la fe había prevalecido el libre examen. Desde los tiempos de Lutero, la fe se ha hecho en todas partes razonadora: la ortodoxia, como la herejía, han querido llevarnos, por medio de la razón, a la creencia; el precepto de San Pablo: rationabile sit obsequium vestrum (sea razonada o racional vuestra obediencia), ha sido ampliamente comentado y puesto en práctica. Roma se ha puesto a discutir como Ginebra; la religión ha tendido a convertirse en ciencia; la sumisión a la Iglesia ha aparecido rodeada de tantas condiciones y reservas que, salvo la diferencia en los artículos de fe, no ha habido ya diferencia entre el cristiano y el incrédulo. Todo está en que son de distintas opiniones; fuera de esto, pensamiento, razón, conciencia, siguen en ambos la misma marcha. Una cosa semejante ha sucedido en lo político después de la Revolución francesa. Ha menguado el respeto a la autoridad; no se ha deferido sino condicionalmente a las órdenes del príncipe; se ha exigido del soberano reciprocidad, garantías; ha cambiado el temperamento político; los más fervorosos realistas, a la manera de los barones de Juan Sin Tierra, han querido una constitución, una carta; y hombres como Berryer, de Falloux, de Montalembert, etc., pueden llamarse hoy tan liberales como nuestros demócratas. Chateaubriand, el bardo de la Restauración, se vanagloriaba de ser filósofo y republicano; no se había constituido en defensor del altar y del trono sino por un acto de su libre albedrío. Se sabe a lo que vino a parar el violento catolicismo de Lamennais.

Así, mientras que la autoridad, de cada día más precaria, está en peligro, el derecho se precisa, y la libertad, a pesar de ser siempre sospechosa, adquiere más realidad y fuerza. Resiste el absolutismo lo mejor que puede, pero al fin abandona el campo; la REPÚBLICA parece, por el contrario, irse acercando, a pesar de estar constantemente combatida, afrentada, traicionada, proscrita. ¿Qué partido podemos sacar de este hecho capital para la constitución del gobierno?

Capítulo VII: Delimitación de la idea de Federación

Puesto que en el terreno de la teoría y el de la historia, la autoridad y la libertad se suceden como por una especie de polarización.

Puesto que la primera declina insensiblemente y se retira, al paso que la segunda crece y se presenta.

Puesto que de esa doble marcha resulta una especie de subordinación, por la cual la autoridad va de día en día quedando sometida al derecho de la libertad.

Puesto que, en otros términos, el régimen liberal o consensual prevalece cada vez más sobre el régimen autoritario, debemos fijarnos en la idea de contrato, como la más dominante de la política.

¿Qué se entiende, en primer lugar, por contrato?

El contrato, dice el Código Civil en su artículo 1.101, es un convenio por el cual una o muchas personas se obligan para con otra u otras a hacer o dejar de hacer alguna cosa.

Art. 1.102. Es sinalagmático o bilateral cuando los contratantes se obligan recíprocamente los unos para con los otros.

Art. 1.103. Es unilateral cuando una o muchas personas quedan obligadas para con otra u otras, sin que estas por su parte lo queden.

Art. 1.104. Es conmutativo cuando cada una de las partes se obliga a dar o hacer algo que se considera equivalente a lo que se le da o a lo que por ella se hace. Cuando este equivalente consiste en las probabilidades de ganancia o pérdida que puede haber para cada una de las partes en la realización de un suceso incierto, el contrato es aleatorio.

Art. 1.105. El contrato de beneficencia es aquel en que una de las partes proporciona a la otra un beneficio puramente gratuito.

Art. 1.106. Es contrato a título oneroso el que sujeta a cada una de las partes a dar o hacer algo.

Art. 1.371. Se da el nombre de cuasi-contratos a los hechos voluntarios del hombre, de los que resulta una obligación cualquiera para con una tercera persona, y a veces una obligación recíproca entre ambas partes.

A estas distinciones y definiciones del Código, relativas a la forma y a las condiciones de los contratos, añadiré yo una concerniente a su objeto.

Los contratos son domésticos, civiles, comerciales o políticos, según la naturaleza de las cosas sobre que versan y el objeto con que se los celebra.

Vamos a ocuparnos de la última especie de contrato, del contrato político.

La noción de contrato no es enteramente ajena del régimen monárquico, como no lo es tampoco de la paternidad ni de la familia. Mas por lo que llevamos dicho acerca de los principios de autoridad y de libertad, y del papel que desempeñan en la formación de los gobiernos, es fácil comprender que esos principios no intervienen del mismo modo en el otorgamiento del contrato político; que así, la obligación que une al monarca con sus súbditos, obligación no escrita, sino espontánea, que resulta del espíritu de familia y de la calidad de las personas, es una obligación unilateral, puesto que en virtud del principio de obediencia, está obligado a más el súbdito para con el príncipe que el príncipe para con el súbdito. De una manera expresa dice la teoría del derecho divino que sólo ante Dios es responsable el monarca. Puede hasta suceder que el contrato entre príncipe y súbdito degenere en un contrato de mera beneficencia, cuando por ineptitud o idolatría de los ciudadanos se solicite del príncipe que se apodere de la autoridad y se encargue de sus súbditos, inhábiles para gobernarse y defenderse, como se encarga un pastor de su rebaño. Peor sucede aún donde está admitido el principio hereditario. Un conspirador como el duque de Orleans, que fue más tarde Luis XII; un parricida como Luis XI; una adúltera como María Estuardo, conservan, a pesar de sus crímenes, sus derechos eventuales a la Corona. Inviolables desde que nacen, puede decirse que existe entre ellos y los fieles súbditos del príncipe a quien han de suceder un cuasi-contrato. En dos palabras: el contrato no es bilateral en el régimen monárquico, por la misma razón que la autoridad es en él la preponderante.

El contrato político no adquiere toda su dignidad y moralidad sino bajo la condición: 1) de ser sinalagmático y conmutativo; 2) de estar encerrado, en cuanto a su objeto, dentro de ciertos límites, condiciones ambas que se supone que existen bajo el régimen democrático, pero que aun en este régimen no son las más de las veces sino ficticias. ¿Puede acaso decirse que en una democracia representativa y centralizadora, en una monarquía constitucional y censataria, y mucho menos en una República comunista como la de Platón, sea igual y recíproco el contrato político que une al ciudadano con el Estado? ¿Puede decirse que ese contrato, que toma a los ciudadanos la mitad o las dos terceras partes de su soberanía y la cuarta de sus productos, esté encerrado dentro de justos límites? ¿No sería más verdadero decir, cosa que la experiencia sobradas veces confirma, que en todos esos sistemas es el contrato exorbitante, oneroso, puesto que carece de compensación para una más o menos considerable parte de ciudadanos, y aleatorio, puesto que el beneficio prometido, ya de suyo insuficiente, dista de estar asegurado?

Para que el contrato político llene la condición de sinalagmático y conmutativo que lleva consigo la idea de democracia; para que encerrado dentro de prudentes límites sea para todos ventajoso y cómodo, es indispensable que el ciudadano, al entrar en la asociación: 1) pueda recibir del Estado tanto como le sacrifica; 2) conserve toda su libertad, toda su soberanía y toda su iniciativa en todo lo que no se refiere al objeto especial para el que se ha celebrado el contrato y se busca la garantía del Estado. Arreglado y comprendido así el contrato político, es lo que yo llamo una federación.

FEDERACIÓN, del latín foedus, genitivo foederis, es decir, pacto, contrato, tratado, convención, alianza, etcétera, es un convenio por el cual uno o muchos jefes de familia, uno o muchos municipios, uno o muchos grupos de municipios o Estados, se obligan recíproca e igualmente los unos para con los otros, con el fin de llenar uno o muchos objetos particulares que desde entonces pesan sobre los delegados de la federación de una manera especial y exclusiva.

Insistamos en esta definición. Lo que constituye la esencia y el carácter del contrato federativo, y llamo sobre esto la atención del lector, es que en este sistema los contrayentes -jefes de familia, municipios, cantones, provincias o Estados -no sólo se obligan sinalagmática y conmutativamente, los unos para con los otros, sino que también se reservan individualmente al celebrar el pacto más derechos, más libertad, más autoridad, más propiedad de los que ceden.

No sucede así, por ejemplo, en la sociedad universal de bienes y ganancias, autorizada por el Código Civil, y llamada por otro nombre comunidad, imagen en miniatura del régimen absoluto. El que entra en una sociedad de esta clase, sobre todo si es perpetua, tiene más trabas y está sometido a más cargas que iniciativa no conserva. Mas esto es precisamente lo que hace raro el contrato y ha hecho en todos los tiempos insoportable la vida cenobítica. Toda obligación, aun siendo sinalagmática y conmutativa, es excesiva y repugna por igual al ciudadano y al hombre, si exigiendo del asociado la totalidad de sus esfuerzos, le sacrifica por entero a la sociedad y en nada le deja independiente.

En conformidad a estos principios, teniendo el contrato de federación, en términos generales, por objeto garantizar a los Estados que se confederan su soberanía, su territorio y la libertad de sus ciudadanos, arreglar además sus diferencias y proveer por medio de medidas generales a todo lo que mira a la seguridad y a la prosperidad comunes, es un contrato esencialmente restringido, a pesar de los grandes intereses que constituyen su objeto. La autoridad encargada de su ejecución no puede en ningún tiempo prevalecer sobre los que la han creado; quiero decir que las atribuciones federales no pueden exceder jamás en realidad ni en número las de las autoridades municipales o provinciales, así como las de estas no pueden tampoco ser más que los derechos y las prerrogativas del hombre y del ciudadano. Si no fuese así, el municipio sería una comunidad, la federación volvería a ser una centralización monárquica; la autoridad federal, que debe ser una simple mandataria y estar siempre subordinada, sería considerada como preponderante; en lugar de circunscribirse a un servicio especial, tendería a absorber toda actividad y toda iniciativa; los Estados de la confederación serían convertidos en prefecturas, intendencias, sucursales, administraciones delegadas. Así transformado, podríais dar al cuerpo político el nombre de República, el de democracia o el que mejor quisierais; no sería ya un Estado constituido en la plenitud de sus diversas autonomías, no sería ya una confederación. Lo mismo sucedería con mayor motivo si por una falsa razón de economía, por deferencia o por cualquiera otra causa, los municipios, cantones o Estados confederados encargasen a uno de ellos de la administración y del gobierno de los otros. La República se convertiría de federativa en unitaria y estaría en camino del despotismo.

En resumen, el sistema federativo es el opuesto al de jerarquía o centralización administrativa y gubernamental, por el que se distinguen ex aequo las democracias imperiales, las monarquías constitucionales y las repúblicas unitarias. Su ley fundamental, su ley característica, es la siguiente: en la federación, los atributos de la autoridad central se especializan y se restringen, disminuyen en número, obran de una manera menos inmediata; son, si puedo atreverme a hablar así, menos intensos a medida que la Confederación se va desarrollando por medio de la accesión de nuevos Estados. En los gobiernos centralizados, por el contrario, las atribuciones del poder supremo se multiplican, se extienden, se ejercen de una manera más inmediata, y van haciendo entrar en la competencia del príncipe los negocios de las provincias, de los municipios, de las corporaciones y de los particulares, en razón directa de la superficie territorial y de la cifra de población. De aquí esa enorme presión bajo la que desaparece toda libertad, así la municipal como la provincial, así la individual como la nacional.

Voy a terminar el capítulo por una consecuencia de este hecho. Siendo el sistema unitario el reverso del federativo, es de todo punto imposible una confederación entre grandes monarquías, y con mayor razón entre democracias imperiales. Estados como Francia, Austria, Inglaterra, Prusia, Rusia, pueden celebrar entre sí tratados de alianza o de comercio; pero repugna que se confederen, primero, porque su principio es contrario a este sistema y los pondría en abierta oposición con el pacto federal, y luego, porque deberían abdicar una parte de su soberanía y reconocer sobre ellos un árbitro cuando menos para ciertos casos. No está en su naturaleza eso de transigir y obedecer; está, sí, el mandar.

Los príncipes que en 1813, sostenidos por la insurrección de las masas, peleaban contra Napoleón por las libertades de Europa y formaron luego la Santa Alianza, no eran a buen seguro confederados; el carácter absoluto de su poder les impedía tomar este nombre. Eran, como en el 92, meros coligados: no los llamará de otro modo la historia. No sucede otro tanto con la Confederación germánica, hoy en vías de reforma: por su carácter de libertad y de nacionalidad, amenaza con hacer desaparecer un día las dinastías que son para ella un obstáculo.

Capítulo VIII: Constitución progresiva

La historia y el análisis, la teoría y el empirismo, nos han conducido, a través de las agitaciones de la libertad y del poder, a la idea de un contrato político.

Aplicando luego esta idea y procurando darnos cuenta de ella, hemos reconocido que el contrato social por excelencia es un contrato de federación, que hemos definido en estos términos: Un contrato sinalagmático y conmutativo para uno o muchos objetos determinados, cuya condición esencial es que los contratantes se reserven siempre una parte de soberanía y de acción mayor de la que ceden.

Es justamente lo contrario de lo que ha sucedido en los antiguos sistemas monárquicos, democráticos y constitucionales, donde por la fuerza de las situaciones y el irresistible impulso de los principios, se supone que los individuos y grupos han abdicado en manos de una autoridad, ya impuesta, ya elegida, toda su soberanía, y obtenido menos derechos, y conservado menos garantías y menos iniciativa que cargas y deberes tienen.

Esta definición del contrato federativo es un paso inmenso que va a darnos la solución tan prolijamente buscada.

El problema político, hemos dicho en el capítulo I, reducido a su más sencilla expresión, consiste en hallar el equilibrio entre dos elementos contrarios, la autoridad y la libertad. Todo equilibrio falso produce inmediatamente para el Estado desorden y ruina, para los ciudadanos opresión y miseria. En otros términos: las anomalías o perturbaciones del orden social resultan del antagonismo de sus principios, y desaparecerán en cuanto los principios estén coordinados de suerte que no puedan hacerse daño.

Equilibrar dos fuerzas es sujetarlas a una ley que, teniéndolas a raya la una por la otra, las ponga de acuerdo. ¿Quién va a proporcionarnos ese nuevo elemento superior a la autoridad y a la libertad, convertido en el elemento dominante del sistema por voluntad de entrambos? El contrato, cuyo tenor constituye DERECHO y se impone por igual a las dos fuerzas rivales.

Mas en una naturaleza concreta y viva, tal como la sociedad, no se puede reducir el Derecho a una noción puramente abstracta, a una aspiración indefinida de la conciencia, cosa que sería echarnos de nuevo en las ficciones y los mitos. Para fundar la sociedad es preciso no ya tan solo sentar una idea, sino también verificar un acto jurídico, esto es, celebrar un verdadero contrato. Así lo sentían los hombres del 89 cuando acometieron la empresa de dar una Constitución a Francia, y así lo han sentido cuantos poderes han venido tras ellos. Desgraciadamente, si no les faltaba buena voluntad, carecían de luces suficientes: ha faltado hasta aquí notario para redactar el contrato. Sabemos ya cuál debe ser su espíritu; probemos ahora de hacer la minuta de su contenido.

Todos los artículos de una constitución pueden reducirse a uno solo, el que se refiere al papel y a la competencia de ese gran funcionario que se llama el Estado. Nuestras asambleas nacionales se han ocupado a más y mejor de la distinción y de la separación de los poderes, es decir, de las facultades del Estado; de la competencia del Estado en sí misma, de su extensión, de su objeto, no se ha preocupado gran cosa nadie. Se ha pensado en la partición, como ha dicho cándidamente un ministro de 1848; en cuanto a la cosa a repartir, se ha creído generalmente que cuanto mayor fuese mejor sería el banquete. Y, sin embargo, deslindar el papel del Estado es una cuestión de vida o muerte para la libertad, tanto individual como colectiva.

Lo único que podía ponernos en el camino de la verdad era el contrato de federación, que por su esencia no puede menos de reservar siempre más a los individuos que al Estado, más a las autoridades municipales y provinciales que a la central.

En una sociedad libre, el papel del Estado o Gobierno está principalmente en legislar, instituir, crear, inaugurar, instalar, lo menos posible en ejecutar. En esto el nombre de poder ejecutivo, por el cual se designa uno de los aspectos del poder soberano, ha contribuido singularmente a falsear las ideas. El Estado no es un empresario de servicios públicos; esto sería asimilarlo a los industriales que se encargan por un precio alzado de las obras públicas. El Estado, bien ordene, bien obre o vigile, es el generador y el supremo director del movimiento; si algunas veces pone mano a la obra, es solo para impulsar y dar ejemplo. Verificada la creación, hecha la instalación o la inauguración, el Estado se retira, dejando a las autoridades locales y a los ciudadanos la ejecución del nuevo servicio.

El Estado, por ejemplo, es el que fija los pesos y las medidas, el que da el modelo, el valor y las divisiones de la moneda. Proporcionados los tipos, hecha la primera emisión, la fabricación de las monedas de oro, plata y cobre deja de ser una función pública, un empleo del Estado, una atribución ministerial; es una industria que incumbe a las ciudades, y que nada obstaría que en caso necesario fuese del todo libre, del mismo modo que lo es la fabricación de las balanzas, de las básculas, de los toneles y de toda clase de medidas. La única ley es en esto la mayor baratura. ¿Qué se exige en Francia para que sea reputada de ley la moneda de oro y plata? Que tenga nueve décimos de metal fino, uno solo de aleación. No me opongo, antes quiero que haya un inspector que siga y vigile la fabricación de la moneda; pero sí sostengo que no va más allá el deber ni el derecho del Estado.

Lo que digo de la moneda, lo repito de una multitud de servicios que se han dejado abusivamente en manos del Gobierno: caminos, canales, tabacos, correos, telégrafos, caminos de hierro, etc. Comprendo, admito, reclamo si es necesario, la intervención del Estado en todas esas grandes creaciones de utilidad pública; pero no veo la necesidad de dejarlas en sus manos después de entregadas al uso de los ciudadanos. Semejante concentración constituye a mis ojos un exceso de atribuciones. He pedido en 1848 la intervención del Estado para el establecimiento de bancos nacionales, instituciones de crédito, de previsión, de seguros, así como para los ferrocarriles; jamás he tenido la idea de que el Estado, una vez creados, debiese seguir para siempre jamás siendo banquero, asegurador, transportista, etc. No creo a la verdad que sea posible organizar la instrucción del pueblo sin un grande esfuerzo de la autoridad central; pero no por esto soy menos partidario de la libertad de enseñanza que de las demás libertades. Quiero que la escuela esté tan radicalmente separada del Estado como la misma Iglesia. Enhorabuena que haya un Tribunal de Cuentas, del mismo modo que buenas oficinas de estadística encargadas de reunir, verificar y generalizar todos los datos, así como todas las transacciones y operaciones de hacienda que se hagan en toda la superficie de la República; pero ¿a qué hacer pasar todos los gastos e ingresos por las manos de un tesorero, recaudador o pagador único, de un ministro de Estado, cuando el Estado por su naturaleza debe tener pocos o ningunos servicios a su cargo, y, por tanto, pocos o ningunos gastos? ¿Es también de verdadera necesidad que dependan de la autoridad central los tribunales? Administrar justicia fue en todos tiempos la más alta atribución del príncipe, no lo ignoro; pero esto, que es todavía un resto de derecho divino, no podría ser reivindicado por ningún Rey constitucional, y mucho menos por el jefe de un imperio establecido por el voto de todos los ciudadanos. Desde el momento en que la idea del derecho, humanizada, obtiene, como tal, preponderancia en el sistema político, es de rigurosa consecuencia que la magistratura sea independiente. Repugna que la justicia sea considerada como un atributo de la autoridad central o federal; no puede ser sino una delegación hecha por los ciudadanos a la autoridad municipal, cuando más a la de la provincia. La justicia es una atribución del hombre, de la cual no se le puede despojar por ninguna razón de Estado. No exceptúo de esta regla ni aun el servicio militar: en las repúblicas federales las milicias, los almacenes, las fortalezas, no pasan a manos de las autoridades centrales sino en los casos de guerra y para el objeto especial de la guerra; fuera de ahí, soldados y armamento quedan en poder de las autoridades locales.

En una sociedad regularmente organizada, todo debe ir en continuo aumento: ciencia, industria, trabajo, riqueza, salud pública; la libertad y la moralidad deben seguir el mismo paso. En ella el movimiento, la vida, no paran un solo instante. Órgano principal de ese movimiento, el Estado está siempre en acción, porque tiene que satisfacer incesantemente nuevas necesidades y resolver nuevas cuestiones. Si su función de primer motor y de supremo director es, sin embargo, continua, en cambio sus obras no se repiten nunca. Es la más alta expresión del progreso. Ahora bien: ¿qué sucede cuando, como lo vemos en todas partes y se ha visto casi siempre, llena los mismos servicios que ha creado y cede a la tentación de acapararlos? De fundador se convierte en obrero; no es ya el genio de la colectividad que la fecunda, la dirige y la enriquece sin atarla; es una vasta compañía anónima de seiscientos mil empleados y seiscientos mil soldados, organizada para hacerlo todo, la cual, en lugar de servir de ayuda a la nación, a los municipios y a los particulares, los desposee y los estruja. La corrupción, la malversación, la relajación, invaden pronto el sistema; el Poder, ocupado en sostenerse, en aumentar sus prerrogativas, en multiplicar sus servicios, en engrosar su presupuesto, pierde de vista su verdadero papel y cae en la autocracia y el inmovilismo; el cuerpo social sufre; la nación, contra su ley histórica, entra en un período de decadencia.

Hemos hecho observar en el capítulo VI que en la evolución de los Estados la autoridad y la libertad se suceden lógica y cronológicamente; que además la primera está en continuo descenso, y la segunda asciende; que el Gobierno, expresión de la autoridad, va quedando insensiblemente subalternado por los representantes u órganos de la libertad: el Poder central, por los diputados de los departamentos o provincias; la autoridad provincial, por los delegados de los municipios; la autoridad municipal, por los habitantes; que así la libertad aspira a la preponderancia, la autoridad a ser la servidora de la libertad, y el principio consensual a reemplazar por todas partes el principio de autoridad en los negocios públicos.

Si estos hechos son ciertos, la consecuencia no puede ser dudosa. En conformidad a la naturaleza de las cosas y al juego de los principios, estando la autoridad constantemente en retirada y avanzando la libertad sobre ella, de manera que las dos se sigan sin jamás chocar, la constitución de la sociedad es esencialmente progresiva, es decir, de día en día más liberal, hecho que no puede verificarse sino en un sistema donde la jerarquía gubernamental, en lugar de estar sentada sobre su vértice, lo esté anchamente sobre su base, quiero decir, en el sistema federativo.

En eso está toda la ciencia constitucional que voy a resumir en tres proposiciones:

1. Conviene formar grupos, ni muy grandes ni muy pequeños, que sean respectivamente soberanos, y unirlos por medio de un pacto federal.

2. Conviene organizar en cada Estado federado el gobierno con arreglo a la ley de separación de órganos; esto es, separar en el poder todo lo que sea separable, definir todo lo que sea definible, distribuir entre distintos funcionarios y órganos todo lo que haya sido definido y separado, no dejar nada indiviso, rodear por fin la administración pública de todas las condiciones de publicidad y control.

3. Conviene que en vez de refundir los Estados federados o las autoridades provinciales y municipales en una autoridad central, se reduzcan las atribuciones de esta a un simple papel de iniciativa, garantía mutua y vigilancia, sin que sus decretos puedan ser ejecutados sino previo el visto bueno de los gobiernos confederados y por agentes puestos a sus órdenes, como sucede en la monarquía constitucional, donde toda orden que emana del Rey no puede ser ejecutada sin el refrendo de un ministro.

La separación de poderes, tal como se practicaba bajo la Carta de 1830, es, a no dudarlo, una institución magnífica y de grandes alcances; pero es pueril restringirla a los miembros de un gabinete. No debe dividirse el gobierno de un país solamente entre siete u ocho hombres escogidos del seno de una mayoría parlamentaria, y que sufran la censura de una minoría de oposición; debe serlo entre las provincias y los municipios, so pena de que la vida política abandone las extremidades y refluya al centro, y la nación, hidrocéfala, caiga en completo marasmo.

El sistema federativo es aplicable a todas las naciones y a todas las épocas, puesto que la humanidad es progresiva en todas sus generaciones y en todas sus razas; y la política de la federación, que es por excelencia la del progreso, consiste en tratar a cada pueblo, en todos y cualesquiera de sus períodos, por un régimen de autoridad y centralización decrecientes que corresponda al estado de los espíritus y de las costumbres.

Capítulo IX: Causas que han retardado la realización de las federaciones

La idea de federación parece tan antigua en la historia como las de monarquía y democracia, tan antigua como la autoridad y la libertad mismas. ¿Cómo había de ser de otra manera? Todo lo que la ley del progreso hace aparecer a la superficie de las sociedades tiene sus raíces en la misma naturaleza. La civilización camina envuelta en sus principios, y precedida y seguida del cortejo de sus ideas, que van sin cesar en torno a ella. Fundada en el contrato, expresión solemne de la libertad, la federación no podía dejar de acudir al llamamiento. Más de doce siglos antes de Jesucristo se la ve en las tribus hebraicas, separadas las unas de las otras en sus valles, pero unidas, como las tribus ismaelitas, por una especie de pacto fundado en la consanguinidad. Casi en aquel mismo tiempo se manifiesta en la Anfictionía griega, impotente, es verdad, para apagar las discordias y evitar la conquista, o, lo que viene a ser lo mismo, la absorción unitaria, pero testimonio viviente de la libertad universal y del futuro derecho de gentes. Ni están aún olvidadas las gloriosas ligas de los pueblos eslavos y germánicos, continuadas hasta nuestros días en las constituciones federales de Suiza y Alemania, y hasta en ese imperio de Austria, compuesto de tantas naciones heterogéneas, pero, por más que se haga, inseparables. Será al fin ese contrato federal el que, constituyéndose poco a poco en gobierno regular, ponga en todas partes término a las contradicciones del empirismo, elimine toda arbitrariedad y funde en un equilibrio indestructible la Paz y la Justicia.

Durante largos siglos, la idea de federación parece como velada y en reserva. La causa de este aplazamiento reside en la incapacidad primitiva de las naciones y en la necesidad de irlas formando por medio de una vigorosa disciplina. Ahora bien: tal es el papel que por una especie de consejo soberano parece haberse dado al sistema unitario.

Era preciso, ante todo, domar y fijar las errantes, indisciplinadas y groseras muchedumbres; agrupar las comunidades aisladas y hostiles; ir formando poco a poco, por vía de autoridad, un derecho común, y establecer en forma de decretos imperiales las leyes del linaje humano. No cabría dar otra significación a esas grandes creaciones políticas de la antigüedad, a las cuales sucedieron los imperios de los griegos, los romanos y los francos, la Iglesia cristiana, la rebelión de Lutero y, por fin, la Revolución francesa.

La federación no podía llenar esa necesidad de educar a los pueblos, primero porque es la libertad, porque excluye la idea de violencia, descansa en la noción de un contrato sinalagmático, conmutativo y limitado, y tiene por objeto garantizar la soberanía y la autonomía a los pueblos que une, y por tanto, a los que en un principio se trataba de tener subyugados hasta que fuesen capaces de obedecer a la razón y gobernarse por sí mismos. Siendo, en una palabra, progresiva la civilización, sería contradictorio suponer que la federación hubiese podido realizarse en los primeros tiempos.

Otra causa excluía provisionalmente el principio federativo, la escasa fuerza expansiva de los Estados agrupados bajo constituciones federales.

Límites naturales de los Estados federativos

Hemos dicho en el capítulo II que la monarquía, por sí y en virtud de su principio, no conoce límites a su desarrollo, y que otro tanto sucede con la democracia. Esa facultad de expansión ha pasado de los gobiernos simples o a priori, a los gobiernos mixtos o de hecho, democracias y aristocracias, imperios democráticos y monarquías constitucionales, gobiernos todos que en este particular han obedecido fielmente a su idea. De aquí los sueños mesiánicos y todos los ensayos de monarquía o República universal.

Donde reinan esos sistemas, la absorción no tiene límites. Allí es donde puede decirse que la idea de fronteras naturales es una ficción, o mejor una superchería política; allí es donde los ríos, las montañas y los mares están considerados, no como límites naturales, sino como obstáculos que debe ir venciendo la libertad de la nación y la del soberano. Así lo exige la razón del principio mismo: la facultad de poseer, de acumular, de mandar y de explotar es indefinida; no tiene por límites sino el universo. El más famoso ejemplo de esa absorción de territorios y pueblos, a pesar de las montañas, los ríos, los bosques, los mares y los desiertos, ha sido el del Imperio romano, que tenía su centro y su capital en una península, en medio de un mar dilatado, y sus provincias hasta donde podían alcanzar los ejércitos y los agentes del fisco.

Todo Estado es anexionista por naturaleza. Nada le detiene en su marcha invasora, como no sea el encuentro de otro Estado, invasor como él y capaz de defenderse. Los más ardientes apóstoles del principio de las nacionalidades no vacilan en contradecirse, si lo exigen los intereses y, sobre todo, la seguridad de su patria. ¿Quién de la democracia francesa se habría atrevido a reclamar contra la anexión de Niza y Saboya? No es raro ver hasta las anexiones favorecidas por los anexionados, que hacen de su independencia y de su autonomía un vergonzoso tráfico.

No sucede así en el sistema federativo. Aunque muy capaz de defenderse si la atacan, como han demostrado más de una vez los suizos, toda confederación carece de fuerza para la conquista. Fuera del caso, rarísimo, en que un Estado vecino pidiese ser recibido en el pacto, puede decirse que por el mismo hecho de existir se ha privado de todo engrandecimiento. En virtud del principio que, limitando el pacto federal a la mutua defensa ya ciertos objetos de utilidad común, garantiza a cada Estado su territorio, su soberanía, su constitución y la libertad de sus ciudadanos, y le reserva, por otra parte, más autoridad, más iniciativa y más poder de los que cede la confederación, reduce por sí misma tanto más el círculo de su acción cuanto más van distando unas de otras las localidades admitidas en la alianza; de tal modo que, de irse engrandeciendo, llegaría pronto a un punto en que el pacto carecería de objeto. Supongamos que uno de los Estados de la confederación abrigase proyectos particulares de conquista, desease anexionarse una ciudad vecina o una provincia contigua a su territorio, quisiera inmiscuirse en los negocios de otro Estado. No solamente no podría contar con el apoyo de la confederación, que le diría que el pacto ha sido exclusivamente celebrado para la mutua defensa y no para el engrandecimiento de ninguno de los Estados, sino que hasta se vería detenido en su empresa por la solidaridad federal, que no quiere que todos se expongan a la guerra por ambición de uno solo. De modo que una confederación es a la vez una garantía para sus propios miembros y para sus vecinos no confederados.

Así, al revés de lo que pasa en los demás gobiernos, la idea de una confederación universal es contradictoria. En esto se revela una vez más la superioridad moral del sistema federativo sobre el unitario, sujeto a todos los inconvenientes y a todos los vicios de lo ideal, de lo indefinido, de lo ilimitado, de lo absoluto. La Europa sería demasiado grande para una sola confederación; no podría formar sino una confederación de confederaciones. Con arreglo a esta idea, indicaba en mi última publicación, como el primer paso que se había de dar en la reforma del derecho público europeo, el restablecimiento de las confederaciones italiana, griega, bátava, escandinava y danubiana, preludio de la descentralización de los grandes Estados y, por consecuencia, del desarme general. Recobrarían entonces la libertad todas las naciones, y se realizaría la idea de un equilibrio europeo, previsto por todos los publicistas y hombres de Estado, pero de realización imposible con grandes potencias sometidas a constituciones unitarias. Condenada así a una existencia pacífica y modesta, y no representando en la escena política sino el papel más oscuro, no es de extrañar que la idea de federación haya permanecido hasta nuestros días como eclipsada por los resplandores de los grandes Estados. Hasta nuestros días, los prejuicios y los abusos han pululado y se han cebado en los Estados federales con tanta intensidad como en las monarquías feudales o unitarias; ha habido preocupaciones de nobleza, privilegios de burguesía, autoridad de la Iglesia, y como resultado de todo, opresión del pueblo y servidumbre del espíritu; así que la libertad estaba como metida en una camisa de fuerza, y la civilización hundida en un statu quo invencible. Se mantenía la idea federalista inadvertida, incomprensible e impenetrable, ya por una tradición sacramental, como en Alemania, donde la confederación, sinónima de imperio, era una coalición de príncipes absolutos, unos laicos, otros eclesiásticos, bajo la sanción de la Iglesia de Roma, ya por la fuerza de las cosas, como en Suiza, donde la confederación se componía de algunos valles, separados unos de otros y protegidos contra el extranjero por cordilleras infranqueables, cuya conquista no habría valido por cierto la pena de reproducir la grande empresa de Aníbal. Era una especie de planta política detenida en su medro, que nada ofrecía al pensamiento del filósofo, ningún principio presentaba a los ojos del hombre de Estado, nada dejaba esperar a las masas y, lejos de ayudar a la Revolución en lo más mínimo, esperaba de ella el movimiento y la vida.

Es ya un hecho histórico inconcuso que la Revolución francesa ha puesto la mano en todas las constituciones federales existentes, las ha enmendado, les ha comunicado su propio aliento, les ha dado todo lo mejor que tienen, las ha puesto, en una palabra, en estado de desenvolverse sin haber hasta ahora recibido de ellas absolutamente nada.

Habían sido derrotados los norteamericanos en veinte encuentros y parecía ya perdida su causa, cuando la llegada de los franceses cambió la faz de las operaciones, y en 19 de octubre de 1781 hizo capitular al General inglés Cornwallis. Tras este golpe, Inglaterra consintió en reconocer la independencia de sus colonias, que pudieron ya entonces ocuparse en formular su constitución. Y bien, ¿cuáles eran entonces en política las ideas de los americanos? ¿Cuáles fueron los principios de su gobierno? Un verdadero barullo de privilegios; un monumento de intolerancia, de exclusión y de arbitrariedad, donde brillaba como una siniestra estrella el espíritu de aristocracia, de reglamentación, de secta y de casta; una obra que excitó la reprobación general de los publicistas franceses, y les arrancó observaciones las más humillantes para los americanos, Lo poco de verdadero liberalismo que penetró entonces en América fue, podemos decirlo, obra de la Revolución francesa, que pareció preludiar en tan lejanas playas la renovación del mundo antiguo. La libertad en América ha sido hasta ahora más bien un efecto del individualismo anglosajón, lanzado en aquellas inmensas soledades, que el de sus instituciones y costumbres: lo ha revelado sobradamente la guerra que hoy sostiene.

La Revolución es también la que ha arrancado a Suiza del poder de sus viejos prejuicios aristocráticos y burgueses, y ha refundido su confederación.

La constitución de la República helvética fue ya retocada por primera vez en 1801: al año siguiente acabaron sus desórdenes, gracias a la mediación del primer cónsul, que habría concluido con su nacionalidad si hubiese entrado en sus miras reunirla al imperio. Pero, no os quiero, les dijo. De 1814 a 1848, no ha dejado de estar agitada Suiza por sus elementos reaccionarios: tan confundida estaba allí la idea federativa con la de aristocracia y privilegio. Solo en 1848, en la Constitución del 12 de septiembre, fueron al fin clara y terminantemente sentados los verdaderos principios del sistema federativo. Aun entonces fueron tan poco comprendidos, que se manifestó al punto una tendencia unitaria, que llegó a tener hasta en el seno de la asamblea federal sus representantes.

En cuanto a la Confederación germánica, todo él mundo sabe que el edificio antiguo se vino abajo por la mediación del mismo Emperador, que no fue tan afortunado en sus planes para restaurarla. En este momento el sistema de la Confederación germánica es nuevamente objeto de estudio para los pueblos. ¡Ojalá pueda al fin Alemania salir libre y fuerte de esta agitación como de una saludable crisis!

En 1789 no estaba aún, por tanto, hecha la prueba del federalismo, no era una idea inconcusa, no tenía nada que deducir de ella el legislador revolucionario. Era preciso que las pocas confederaciones que palpitaban en algunos rincones del viejo y del nuevo mundo, animadas por el nuevo espíritu, aprendiesen a andar y a determinarse; era preciso que su principio, fecundado por su propio desarrollo, ostentase la riqueza de su organismo; era al mismo tiempo preciso que bajo el nuevo régimen de la igualdad se hiciese un último experimento del sistema unitario. Solo bajo esas condiciones podía argumentar la filosofía, concluir la Revolución y, generalizándose la idea, salir al fin la República de los pueblos de su misticismo bajo la forma concreta de una federación de federaciones.

Los hechos parecen dar hoy nuevo vuelo a las ideas, y podemos, creo, sin presunción ni orgullo, por una parte, arrancar a las masas del pie de sus funestos símbolos; por otra, revelar a los hombres políticos el secreto de haberse engañado en sus previsiones y sus cálculos.

Capítulo X: Idealismo político. Eficacia de la garantía federal.

Una observación general hay que hacer sobre las ciencias morales y políticas, y es que la dificultad de sus problemas nace principalmente de la manera figurada como la razón primitiva ha concebido los elementos de que se componen. En la imaginación del pueblo, la política, del mismo modo que la moral, es una mitología. Todo es para ella ficción, símbolo, misterio, ídolo. Los filósofos han adoptado luego confiadamente este idealismo como expresión de la realidad, y se han creado con esto muchas y grandes dificultades.

El pueblo, en la vaguedad de su pensamiento, se contempla como una gigantesca y misteriosa existencia, y no halla a la verdad en su lenguaje nada que no le afirme en la opinión de su indivisible unidad. Se llama a sí mismo el pueblo, la nación, es decir, la multitud, la masa; es el verdadero soberano, el legislador, el poder, la dominación, la patria, el Estado; tiene sus asambleas, sus escrutinios, sus tribunales, sus manifestaciones, sus declaraciones, sus plebiscitos, su legislación directa; algunas veces sus juicios y sus ejecuciones, sus oráculos, su voz parecida al trueno, la gran voz de Dios. Cuanto más innumerable, irresistible e inmenso se siente, tanto más horror tiene a las divisiones, a las escisiones, a las minorías. Su ideal, su más deleitable sueño, es unidad, identidad, uniformidad, concentración; maldice como atentatorio contra su majestad todo lo que puede disgregarle, dividir su voluntad, crear en él diversidad, pluralidad, divergencia.

Toda mitología supone ídolos, y el pueblo no deja nunca de tenerlos. Como Israel en el desierto, se improvisa dioses cuando nadie se toma el trabajo de dárselos; tiene sus encarnaciones, sus Mesías, sus dioses. Ya lo es el caudillo levantado en alto sobre un escudo, ya el Rey glorioso, conquistador y magnífico parecido al sol, ya también el tribuno revolucionario: Clodoveo, Carlomagno, Luis XIV, La Fayette, Mirabeau, Danton, Marat, Robespierre, Napoleón, Víctor Manuel, Garibaldi. ¡Cuántos, para subir al pedestal, no esperan más que un cambio de opinión, un aletazo de la fortuna! El pueblo se muestra hasta celoso por esos ídolos, la mayor parte tan vacíos de ideas y tan faltos de conciencia como él mismo; no tolera que se los discutan ni se los contradigan, y, sobre todo, no les regatea el poder. No toquéis a sus ungidos, o vais a ser tratados de sacrílegos.

Lleno el pueblo de sus mitos y considerándose una colectividad esencialmente indivisa, ¿cómo había de coger de buenas a primeras la relación que une al ciudadano con la sociedad? ¿Cómo, bajo su inspiración, habían de poder dar los hombres de Estado que le representan la verdadera fórmula de gobierno? Donde reina en su cándida sencillez el sufragio universal, se puede asegurar de antemano que todo se hará en el sentido de la indivisión. Siendo el pueblo la colectividad en que está encerrada toda autoridad y todo derecho, el sufragio universal, para ser sincero en su experimento, deberá ser también indiviso en cuanto quepa, es decir, que las elecciones deberán hacerse por escrutinio de lista departamental. Hasta hubo unitarios, en 1848, que pidieron que los ochenta y seis departamentos formasen una sola circunscripción electoral. De esa elección indivisa sale naturalmente una asamblea indivisa, que delibera y legisla como un solo hombre. Ya que los votos se dividan, la mayoría representa sin disminución alguna la unidad nacional. De esa mayoría sale a su vez un gobierno indiviso, que habiendo recibido sus poderes de la nación indivisible, está también llamado a administrar colectiva e indivisamente sin espíritu de localidad, sin interés de campanario. Así es como deriva del idealismo popular el sistema de centralización, de imperialismo, de comunismo, de absolutismo, palabras sinónimas; así es como en el pacto social, tal como lo concibieron Rousseau y los jacobinos, el ciudadano se desprende de su soberanía, y el municipio, el departamento y la provincia, absorbidos sucesivamente en la autoridad central, no son más que agencias puestas bajo la inmediata dirección del ministerio.

Las consecuencias no tardan en dejarse sentir: despojado de toda dignidad el ciudadano y el municipio, se multiplican las usurpaciones del Estado y crecen en proporción las cargas del contribuyente. No es ya el gobierno para el pueblo, sino el pueblo para el gobierno. El Poder lo invade todo, se apodera de todo, se lo arroga todo para siempre jamás: Guerra y Marina, Administración, Justicia, Policía, Instrucción Pública, Obras y reparaciones públicas; bancos, bolsas, crédito, seguros, socorros, ahorros, beneficencia, bosques, canales, ríos; cultos, hacienda, aduanas, comercio, agricultura, industria, transportes. Y coronado todo por una contribución formidable, que arranca a la nación la cuarta parte de su producto bruto. El ciudadano no tiene ya que ocuparse sino en cumplir allá en su pequeño rincón su pequeña tarea, recibiendo su pequeño salario, educando a su pequeña familia, y confiándose para todo lo demás a la providencia del gobierno.

Ante esa disposición de los ánimos y en medio de potencias hostiles a la Revolución, ¿cuál podía ser el pensamiento de los fundadores de 1789, amigos sinceros de la libertad? No atreviéndose a desatar el haz del Estado, debían principalmente preocuparse de dos cosas: primera, de contener al Poder, siempre dispuesto a la usurpación; segunda, de contener al pueblo, siempre dispuesto a dejarse arrastrar por sus tribunos y a reemplazar las costumbres de la legalidad por las de la omnipotencia.

Hasta el día, en efecto, los autores de constituciones, Sieyes, Mirabeau, el Senado de 1814, la Cámara de 1830, la Asamblea de 1848, han creído, no sin motivo, que el punto capital del sistema político era contener el Poder central, dejándole, sin embargo, la mayor libertad de acción y la mayor fuerza. Para conseguir este objeto, ¿qué se ha hecho? Se ha empezado, como se ha dicho, dividiendo el poder por categorías de ministerios, y se ha distribuido luego la autoridad legislativa entre la Corona y las Cámaras, a cuya mayoría se ha subordinado además la elección que el príncipe ha de hacer de sus ministros. Las contribuciones han sido por fin votadas anualmente por las Cámaras, que han aprovechado esta ocasión para examinar los actos del gobierno.

Mas al paso que se organizaba el parlamento de las Cámaras contra los ministros, al paso que se daba a la prerrogativa real por contrapeso la iniciativa de los representantes del pueblo, y a la autoridad de la Corona la soberanía de la nación; al paso que se oponían palabras a palabras y ficciones a ficciones, se confiaba al gobierno, sin reserva de ninguna clase y sin más contrapeso que una vana facultad de censurarle, la prerrogativa de una administración inmensa; se ponían en sus manos todas las fuerzas del país; se suprimían para mayor seguridad las libertades locales; se aniquilaba con frenético celo el espíritu de campanario; se creaba, finalmente, un poder formidable, abrumador, al cual se divertían luego en hacer una guerra de epigramas, como si la realidad fuese sensible a las personalidades. Así, ¿qué sucedía? La oposición acababa por dar al traste con las personas: caían unos tras otros los ministerios, se derribaba una y otra dinastía; se levantaba imperio sobre República, y no dejaba de menguar la libertad ni de crecer el despotismo centralizador, anónimo. Tal ha sido nuestro progreso desde la victoria de los jacobinos sobre la Gironda. Resultado inevitable todo de un sistema artificial, donde se ponían a un lado la soberanía metafísica y el derecho de crítica, y al otro todas las realidades del patrimonio nacional, todas las fuerzas activas de un gran pueblo.

En el sistema federativo no caben tales temores. La autoridad central, más iniciadora que ejecutiva, no posee sino una parte bastante limitada de la administración pública, la concerniente a los servicios federales; y está supeditada a los Estados, que son dueños absolutos de sí mismos y gozan para todo lo que respectivamente les atañe de la autoridad más completa: legislativa, ejecutiva y judicial. El Poder central está tanto mejor subordinado cuanto que está en manos de una Asamblea compuesta de los representantes de los Estados, que a su vez son casi siempre miembros de sus respectivos gobiernos, y ejercen por esta razón sobre los actos de la Asamblea federal una vigilancia escrupulosísima y severa.

Para contener a las masas no es menor el embarazo de los publicistas, ni menos ilusorios los medios que emplearon, ni menos funesto el resultado.

El pueblo es también uno de los poderes del Estado, el poder cuyas explosiones son más terribles. Tiene este poder también necesidad de contrapeso: se ha visto obligado a reconocerlo la democracia, puesto que, por no tenerlo, entregado el pueblo a los más peligrosos estímulos y hecho el Estado blanco de las más formidables insurrecciones, ha caído dos veces en Francia la República.

Se ha creído encontrar un contrapeso a la acción de las masas en dos instituciones, la una gravosa para el país y llena de peligros, y la otra penosísima para la conciencia pública, sin ser menos arriesgada: el ejército permanente y la limitación del derecho de sufragio. Desde 1848, el sufragio universal es ya ley del Estado; mas por lo mismo, habiendo crecido en proporción al peligro de la agitación democrática, ha sido forzoso aumentar el ejército y dar más nervio a la acción militar. De suerte que, para precaverse contra las insurrecciones populares, ha sido necesario, en el sistema de los fundadores de 1789, aumentar la fuerza del poder en el momento mismo en que por otro lado se tomaban contra él precauciones. Así las cosas, ¿qué ha de suceder el día en que pueblo y Poder se den la mano, sino venirse abajo todos los andamios? ¡Extraño sistema este en que el pueblo no puede ejercer la soberanía sin exponerse a destrozar al gobierno, ni el gobierno usar de su prerrogativa sin ir al absolutismo!

El sistema federativo apaga la efervescencia de las masas y pone coto a todas las ambiciones y excitaciones de la demagogia; es el fin del régimen de plaza pública, de los triunfos de los tribunos, del predominio de las capitales. Haga enhorabuena París dentro de sus murallas las revoluciones que quiera. ¿De qué le han de servir si no la siguen los departamentos dueños de sí mismos, si no la secundan Lyon, Marsella, Tolosa, Burdeos, Nantes, Ruán, Lille, Estrasburgo, Dijon, etc.? Suyos habrán sido los gastos y ninguno el provecho. La federación viene a ser así la salvación del pueblo: dividiéndolo, lo salva a la vez de la tiranía de sus pretendidos conductores y de su propia locura.

La Constitución de 1848, quitando, por una parte, al presidente de la República el mando del ejército y declarándose, por otra, susceptible de reforma y de progreso, había probado de conjurar ese doble riesgo de la usurpación del Poder central y la insurrección del pueblo. Pero esa constitución no decía ni en qué consistía el progreso, ni bajo qué condiciones había de efectuarse. En el sistema que había fundado subsistía siempre la distinción de clases: la burguesía, el pueblo; lo demostró claramente la discusión del derecho al trabajo y de la ley de 31 de mayo, que restringió el sufragio. El prejuicio unitario era entonces más vivo que nunca: dando París el tono, la idea, la voluntad, a los departamentos, era fácil ver que en el caso de un conflicto entre el presidente y la Asamblea, el pueblo seguiría más a su elegido que a sus representantes. Los sucesos vinieron a confirmar esas previsiones. La jornada de 2 de diciembre ha demostrado lo que valen garantías puramente legales contra un Poder que goza del favor popular y del poder de la administración, y tiene también su derecho. Mas si, por ejemplo, al mismo tiempo que se escribió la Constitución republicana de 1848, se hubiese hecho y puesto en práctica la organización del municipio y del departamento; si las provincias hubiesen aprendido a vivir de nuevo de su propia vida; si hubiesen tenido una buena parte del poder ejecutivo; si la multitud inerte del 2 de diciembre hubiese entrado por algo en el poder, sin limitarse su intervención al momento de emitir su voto en las elecciones, el golpe de Estado habría sido a buen seguro imposible. Limitado el campo de batalla entre el Elíseo y el Palacio Borbón, el alzamiento del poder ejecutivo habría arrastrado, a lo más, la guarnición de París y al personal de los ministerios.

No terminaré este párrafo sin citar las palabras de un escritor cuya templanza y profundidad ha podido apreciar el público algunas veces en El Correo del Domingo, de monsieur Gustavo Chaudey, abogado de la Audiencia de París. Servirán para hacer comprender que no se trata aquí de una vana utopía, sino de un sistema actualmente en vigor, cuya idea viva se va diariamente desenvolviendo:

El ideal de una Confederación sería un pacto de alianza, del cual pudiera decirse que no impone a la soberanía particular de los Estados federados sino restricciones que en manos de la autoridad central pasan a ser un aumento de garantía para la libertad de los ciudadanos, y de protección para su actividad, ya individual, ya colectiva.

Por esto solo se comprende la enorme diferencia que existe entre una autoridad federal y un gobierno unitario, por otro nombre, un gobierno que no representa sino una soberanía.

La definición de monsieur Chaudey es perfectamente exacta: lo que él llama ideal no es otra cosa que la fórmula dada por la más rigurosa teoría. En la federación la centralización es parcial, está limitada a ciertos objetos especiales que se supone deben desprenderse de la soberanía cantonal; en el gobierno unitario, la centralización es universal, se extiende a todo, y no se desprende jamás de nada. La consecuencia es fácil de prever.

En el gobierno unitario -prosigue monsieur Chaudey-, la centralización es una fuerza inmensa puesta a disposición del poder, que viene empleada en muy diversos sentidos, según las diversas voluntades personales que componen el gobierno. Cambiadas las condiciones del poder, cambian las de la centralización. Liberal hoy con un gobierno liberal, será mañana un formidable instrumento de usurpación para un poder usurpador, y después de la usurpación un formidable instrumento de despotismo, sin contar que por esto mismo es para el poder una tentación perpetua, para la libertad de los ciudadanos una perpetua amenaza. Bajo el imperio de tal potencia no están al abrigo ni los derechos individuales ni los colectivos. Dadas estas condiciones, la centralización es, propiamente hablando, el desarme de una nación en provecho de un gobierno, y la libertad está condenada a una incesante lucha con la fuerza.

«Sucede lo contrario con la centralización federal. Esta, en vez de armar al poder con la fuerza del TODO contra la PARTE, arma la parte con la fuerza del todo contra sus propios abusos. Un cantón suizo que viese mañana amenazadas sus libertades por su gobierno, podía oponerle no solo su fuerza, sino también la de los veintidós cantones. ¿No vale esto el sacrificio que del derecho de insurrección hicieron los cantones en su nueva Constitución de 1848?»

Ni reconoce menos el escritor que cito la ley del progreso, que tan esencial es a las constituciones federales y tan imposible de aplicar bajo una constitución unitaria.

La Constitución federal de 1848 reconoce a los cantones el derecho de revisar y modificar las suyas, pero con dos condiciones: con la de que se hagan las reformas según las reglas prescritas por cada constitución cantonal, y con la de que constituyan siempre un adelanto, no un retroceso.

Quiere que, un pueblo modifique su constitución, no para Ir hacia atrás, sino para marchar hacia adelante. Dice a los pueblos suizos: Si no queréis cambiar vuestras instituciones para aumentar vuestras libertades, señal es de que no sois dignos de las que tenéis: permaneced guardándolas; si para aumentar vuestras libertades, señal es de que sois dignos de ir adelante: marchad bajo la protección de toda Suiza.

La idea de garantir y asegurar una constitución política casi del mismo modo que se asegura una casa contra incendios o un campo contra el granizo, es, en efecto, la idea más importante y por cierto la más original del sistema. Nuestros legisladores de 1791,1793, 1795, 1799, 1814, 1830 y 1848 no han acertado a invocar en favor de sus constituciones sino el patriotismo de los ciudadanos y la abnegación de los guardias nacionales: la constitución del 93 iba hasta el derecho de insurrección y el llamamiento a las armas. La experiencia ha demostrado cuán ilusorias son esas garantías. La Constitución de 1852, en el fondo la misma del consulado y del primer imperio, no está garantida; y no seré yo por cierto quien lo censure. ¿Qué garantía podría haber contenido estando fuera del contrato federativo? Está todo el secreto en distribuir la nación en provincias independientes, soberanas, o que, al menos, administrándose a sí mismas, dispongan de una fuerza, una iniciativa y una influencia suficiente, y en hacer luego que las unas se garanticen a las otras.

Se encuentra una excelente aplicación de estos principios en la organización del ejército suizo.

La protección -dice monsieur Chaudey- aumenta en todas partes; la opresión no constituye en ninguna un peligro. Al pasar al ejército federal los contingentes cantonales, no olvidan el suelo paterno; lejos de esto, obedecen a la Confederación solo porque su patria les manda que la sirvan. ¿C6mo han de poder temer los cantones que sus soldados lleguen a ser en ningún tiempo contra ellos instrumentos de una conspiración unitaria? No sucede otro tanto en los demás Estados de Europa, donde se separa al soldado de la masa del pueblo de la que se le extrae y se le convierte en cuerpo y alma en hombre del gobierno.

Domina el mismo espíritu en la constitución americana, a cuyos autores se puede, sin embargo, acusar de haber multiplicado fuera de medida las atribuciones de la autoridad federal. Las facultades otorgadas al presidente americano son casi tan extensas como las que dio a Luis Napoleón la Constitución de 1848, exceso de atribuciones que no ha dejado de contribuir a la idea de absorción unitaria que apareció primero en los Estados del Sur y hoy arrastra a su vez a los del Norte.

La idea de federación es a buen seguro la más alta a que se haya elevado hasta nuestros días el genio político. Deja muy atrás las constituciones francesas que a despecho de la Revolución se han promulgado en estos últimos sesenta años; constituciones cuya corta duración honra tan poco a nuestra patria. Resuelve todas las dificultades que suscita la idea de armonizar la libertad y la autoridad. Con ella no hay ya que temer ni que nos perdamos en el fondo de las antinomias gubernamentales, ni que la plebe se emancipe proclamando una dictadura perpetua, ni que la burguesía manifieste su liberalismo llevando la centralización al extremo, ni que el espíritu público se corrompa por el nefando consorcio de la licencia y el despotismo, ni que el poder vuelva sin cesar a manos de los intrigantes, como los llamaba Robespierre, ni que la Revolución, como Danton decía, esté siempre en poder de los más malvados. La eterna razón queda al fin justificada, el escepticismo, vencido. No se hará ya responsable de los infortunios humanos a las imperfecciones de la Naturaleza, a las ironías de la Providencia o a las contradicciones del espíritu; la oposición de los principios se presenta al fin como la condición del universal equilibrio.

Capítulo XI: Sanción económica. Federación agrícola-industrial

Sin embargo, no está dicha la última palabra. Por justa y severa que sea en su lógica la constitución federal, por garantías que en su aplicación ofrezca, no se sostendrá por sí misma mientras no deje de encontrar incesantes causas de disolución en la economía pública. En otros términos, es preciso dar por contrafuerte al derecho político el derecho económico. Si están entregadas al azar y la ventura la producción y la distribución de la riqueza; si el orden federal no sirve más que para la protección y el amparo de la anarquía mercantil y capitalista; si por efecto de esa falsa anarquía la sociedad permanece dividida en dos clases, la una de propietarios-capitalistas-empresarios y la otra de jornaleros, la una de ricos y la otra de pobres, el edificio político será siempre movedizo. La clase jornalera, la más numerosa y miserable, acabará por no ver en todo sino un desengaño; los trabajadores se coligarán a su vez contra los burgueses, y estos, a su vez, contra los trabajadores; y degenerará la Confederación, si el pueblo es el más fuerte, en democracia unitaria; si triunfa la burguesía, en monarquía constitucional.

Para prevenir esa eventualidad de una guerra social se han constituido, como se ha dicho en el capítulo anterior, los gobiernos fuertes, objeto de la admiración de los publicistas, a cuyos ojos no son las confederaciones sino bicocas incapaces de defender el poder contra las agresiones de las masas, o, lo que es lo mismo, la obra del gobierno contra los derechos del pueblo. Porque, lo repetiré otra vez, no hay que hacerse ilusiones: todo poder ha sido establecido, toda ciudadela construida y todo ejército organizado, tanto contra lo de dentro como contra lo de fuera. Si el Estado tiene por objeto hacerse dueño de la sociedad, y el pueblo está destinado a servir de instrumento a sus empresas, preciso es reconocerlo, el sistema federal no es comparable con el unitario. En él, ni el poder central a causa de su dependencia, ni la multitud a causa de su división, pueden nada contra la libertad pública. Los suizos, después de haber vencido a Carlos el Temerario fueron durante mucho tiempo el primer poder militar de Europa. Mas como formaban una confederación, aunque capaz de defenderse contra el extranjero, como se ha visto, inhábil para la conquista y los golpes de Estado, han sido una República pacífica, el más inofensivo y el menos emprendedor de los pueblos. La Confederación germánica ha tenido también bajo el nombre de Imperio sus siglos de gloria; pero como el poder imperial carecía de centro y de fijeza, la confederación ha sido destrozada y dislocada, y la nacionalidad puesta en grave peligro. La Confederación de los Países Bajos se ha disuelto a su vez al contacto de las potencias centralizadas. Es inútil mencionar la confederación italiana. Sí, de seguro, si la civilización, si la economía de las sociedades debiese permanecer en el statu quo antiguo, valdría más para los pueblos la unidad imperial que la federación.

Todo, empero, anuncia que los tiempos han cambiado, y que tras la revolución de las ideas ha de venir como su consecuencia legítima la de los intereses. El siglo XX abrirá la era de las federaciones, o la humanidad comenzará de nuevo un purgatorio de mil años. El verdadero problema que hay que resolver no es en realidad el político, sino el económico. Por su solución, nos proponíamos en 1848, mis amigos y yo, continuar la obra revolucionaria de febrero. La democracia estaba en el poder; el gobierno provisional no tenía más que obrar para salir airoso; hecha la revolución en la esfera del trabajo y de la riqueza, no había de costar nada realizarla después en el gobierno. La centralización, que habría sido necesario destruir más tarde, habría sido por de pronto de poderosa ayuda. Nadie, por otra parte, en aquella época, como no sea el que escribe estas líneas y se había declarado anarquista ya en 1840, pensaba en atacar la unidad ni en pedir la federación.

Los prejuicios democráticos hicieron que se siguiese otro camino. Los políticos de la antigua escuela sostuvieron y sostienen todavía que la verdadera marcha que hay que seguir en materia de revolución social es empezar por el gobierno y ocuparse después a su sabor de la propiedad y del trabajo. Negándose así la democracia, después de haber suplantado la clase media y arrojado a los Reyes, sucedió lo que no podía menos de suceder. Vino el Imperio a imponer silencio a esos charlatanes sin plan; después de lo cual se ha hecho la revolución económica en sentido inverso de las aspiraciones de 1848, y la libertad ha corrido grandes peligros.

Se comprenderá que no voy, a propósito de federación, a presentar el cuadro de las ciencias económicas, ni a manifestar al pormenor todo lo que debiera hacerse en este orden de ideas. Diré simplemente que el gobierno federativo, después de haber reformado el orden político, ha de emprender necesariamente, para completar su obra, una serie de reformas en el orden económico. He aquí, en pocas palabras, en qué consisten estas reformas.

Del mismo modo que, desde el punto de vista político, pueden confederarse dos o más Estados independientes para garantirse mutuamente la integridad de sus territorios o para la protección de sus libertades, desde el punto de vista económico cabe confederarse, ya para la protección recíproca del comercio y de la industria, que es la que se llama unión aduanera, ya para la construcción y conservación de las vías de transporte, caminos, canales, ferrocarriles, ya para la organización del crédito, de los seguros, etc. El objeto de esas federaciones particulares es sustraer a los ciudadanos de los Estados contratantes a la explotación plutocrática, tanto de dentro como de fuera; forman por su conjunto, en oposición el feudalismo económico que hoy domina, lo que llamaré federación agrícola-industrial.

No desenvolveré este asunto desde ningún punto de vista. Sobrado sabrá lo que quiero decir el público que sigue hace quince años el curso de mis trabajos. El feudalismo financiero e industrial se propone consagrar por medio del monopolio de los servicios públicos, del privilegio de la instrucción, de la extremada división del trabajo, del interés de los capitales, de la desigualdad del impuesto la degradación política de las masas, la servidumbre económica o asalariado; en una palabra, la desigualdad de condiciones y de fortunas. La federación agrícola-industrial, por el contrario, tiende a acercarse cada día más a la igualdad por medio de la organización de los servicios públicos hechos al más bajo precio posible por otras manos que las del Estado, por medio de la reciprocidad del crédito y de los seguros, por medio de la garantía de la instrucción y del trabajo, por medio de la igualdad en el impuesto, por medio de una combinación industrial que permita a cada trabajador pasar de simple peón a industrial y artista, de jornalero a maestro.

Es evidente que una revolución de esta índole no puede ser obra ni de una monarquía burguesa ni de una democracia unitaria; lo puede ser tan sólo de una federación. No resulta del contrato unilateral o de beneficencia, no de instituciones de caridad, sino del contrato sinalagmático y conmutativo.

Considerada en sí misma, la idea de una federación industrial que venga a servir de complemento y sanción a la política está ostensiblemente confirmada por los principios de la economía política. Es la aplicación en su más alta escala de los principios de reciprocidad, de división del trabajo y de solidaridad económica, principios que resultarían entonces convertidos en leyes del Estado por la voluntad del pueblo.

Enhorabuena que el trabajo permanezca libre; enhorabuena que se abstenga de tocarlo el poder, que le es aún más funesto que el comunismo. Pero las industrias son hermanas, son las unas parte de las otras, no sufre una sin que las demás no sufran. Fedérense, pues, no para absorberse y confundirse, sino para garantirse mutuamente las condiciones de prosperidad que les son comunes y no pueden constituir el monopolio de ninguna. Celebrando un pacto tal, no atentarán contra su libertad; no harán sino darle más certidumbre y fuerza. Sucederá con ellas lo que en el Estado con los poderes, y en los seres animados con sus órganos, cuya separación es precisamente lo que constituye su poder y su armonía.

Así, ¡cosa admirable!, la zoología, la economía y la política están aquí de acuerdo para decirnos: la primera, que el animal más perfecto, el que está mejor servido por sus órganos, y, por consiguiente, el más activo, el más inteligente y el mejor constituido para dominar a los otros, es aquel cuyas facultades y cuyos miembros estén más especializados, más seriados, más coordinados; la segunda, que la sociedad más productiva, más rica, más preservada de la hipertrofia y del pauperismo, es aquella en que el trabajo está mejor dividido, la competencia es más completa, el cambio más leal, la circulación más regular, el salario más justo, la propiedad más igual, y las industrias todas están mejor garantidas las unas por las otras; la tercera, por fin, que el gobierno más libre y más moral es aquel en que los poderes están mejor divididos, la administración mejor distribuida, la independencia de los grupos más respetada, las autoridades provinciales, las cantonales, las municipales, mejor servidas por la autoridad central; en una palabra, el gobierno federativo.

Así, del mismo modo que el principio monárquico o de autoridad tiene por primer corolario la asimilación o la incorporación de los grupos que se va agregando -en otros términos, la centralización administrativa, lo que podría aún llamarse la comunidad de la familia política-; por segundo corolario, la indivisión del poder, por otro nombre el absolutismo; por tercer corolario, el feudalismo agrario e industrial; el principio federativo, liberal por excelencia, tiene por primer corolario la independencia administrativa de las localidades reunidas; por segundo, la separación de los poderes en cada uno de los Estados soberanos; por tercero, la federación agrícola-industrial.

En una República sentada sobre tales cimientos se puede decir que la libertad está elevada a su tercera potencia y la autoridad reducida a su raíz cúbica. La primera, en efecto, crece con el Estado; en otros términos, se multiplica con las federaciones; la segunda, subordinada de escalón en escalón, no aparece en su plenitud sino en el seno de la familia, donde está templada por el doble amor conyugal y el paterno.

Se necesitaba indudablemente, para adquirir el conocimiento de esas grandes leyes, de una larga y dolorosa experiencia; necesitábase quizá también, antes que llegara a la libertad, que pasara nuestra especie por las horcas caudinas de la servidumbre. A cada edad, su idea; a cada época, sus instituciones.

Pero ha llegado la hora. La Europa entera pide a grandes voces la paz y el desarme. Y como si nos estuviese reservada la gloria de tan gran beneficio, vuelve todo el mundo los ojos a Francia y espera de nuestra nación la señal de la felicidad común.

Los príncipes y los Reyes, tomados al pie de la letra, son ya de otros tiempos: los hemos constitucionalizado, y se acerca el día en que no sean sino presidentes federales. Habrán concluido entonces las aristocracias, las democracias y todas las cracias posibles, verdaderas gangrenas de las naciones, espantajos de la libertad. ¿Tiene ni siquiera idea de la libertad esa democracia que se llama liberal y anatematiza el federalismo y el socialismo, como lo hicieron en 1793 sus padres? Pero el período de prueba debe tener un término. Empezamos a razonar ya sobre el pacto federal: no creo que sea conjeturar mucho de la estupidez de la presente generación asignar el retorno de la justicia al cataclismo que la barra.

En cuanto a mí, cuya palabra ha tratado de ahogar cierta parte de la prensa, ya por medio de un calculado silencio, ya desfigurando mis ideas e injuriándome, sé bien que puedo dirigir a mis adversarios el siguiente reto:

Todas mis ideas económicas, elaboradas durante veinte años, están resumidas en esas tres palabras: Federación agrícola-industrial;

Todas mis miras políticas, en una fórmula parecida: Federación política o Descentralización;

Y como yo no hago de mis ideas un instrumento de partido ni un medio de ambición personal, todas mis esperanzas para lo presente y lo futuro están también resumidas en este tercer término, corolario de los dos anteriores: Federación progresiva.

Desafío a quien quiera que sea a que haga una profesión de fe más limpia, de mayor alcance y al mismo tiempo de mayor moderación; voy más allá: desafío a todo amigo de la libertad y del derecho a que la rechace.

CONCLUSIONES

El pueblo francés, falto de una idea, se desmoraliza. Le falta la comprensión de la época y de la situación; no ha conservado sino el orgullo de una iniciativa cuyo principio y fin se le escapan. Ninguno de los sistemas políticos que ha ensayado ha respondido plenamente a sus esperanzas y no imagina ningún otro.

La legitimidad apenas despierta en las masas un sentimiento de piedad; la realeza de julio, una añoranza. ¿Qué importa que las dos dinastías, al fin reconciliadas, se fusionen o no? Ambas no han tenido y no pueden tener para el país más que una sola e igual significación: la monarquía constitucional. Ahora bien: conocemos sobradamente esta monarquía constitucional. La hemos visto actuando y la hemos podido juzgar. Fue una obra de transición de la que se hubiese podido esperar más, pero cuya ruina provino de sí misma. La monarquía constitucional se ha acabado; la prueba está en que carecemos hoy de lo necesario para restablecerla, y, en el caso imposible de que lo lográsemos, se derrumbaría de nuevo, sino por otra cosa, por su propia impotencia.

La monarquía constitucional es, en efecto, el reino de la burguesía, el gobierno del Tercer Estado. Ahora bien: la burguesía ha desaparecido y no existen materiales con que reconstruirla. En el fondo, la burguesía era una creación feudal, al igual que el clero y la nobleza. No tenía significación, y, por tanto, no podría recobrarla sino por la presencia de los dos primeros órdenes: la nobleza y el clero. Como sus hermanos mayores, la burguesía fue afectada por la Revolución de 1789; el establecimiento de la monarquía constitucional ha marcado su común transformación. En lugar de aquella burguesía monárquica, parlamentaria y censitaria, que absorbió los dos órdenes superiores y brilló un momento sobre sus ruinas, tenemos hoy en día la igualdad democrática y su manifestación legítima, el sufragio universal. ¡Tratad, dada esta situación, de rehacer la burguesía! …

Añadamos que, aunque fuese restaurada, la monarquía constitucional sucumbiría ante las tareas de la hora. ¿Con qué reembolsaría la deuda? ¿Disminuiría los impuestos? Pero el incremento de los impuestos pertenece a la esencia del gobierno unitario, y, además, como gasto extraordinario tendríamos los de reinstalación del sistema. ¿Reduciría el ejército? ¿Qué fuerza opondría entonces, como contrapeso, a la democracia? … ¿Ensayaría una liquidación? Pero, precisamente, ¿no advendría para impedir la liquidación? ¿Otorgaría las libertades de prensa, asociación y reunión? ¡No, dos veces no! La forma en que la prensa burguesa ha usado desde hace diez años del privilegio de publicación que le fue conservado por el imperio prueba que lo que la domina no es precisamente el amor a la verdad y a la libertad, y que el régimen de represión contra la democracia social, organizado desde 1835 y desarrollado en 1848 y en 1852, se impondría con ella con la violencia de una fatalidad. La monarquía constitucional restaurada ¿trataría, como en 1849, de restringir el derecho de sufragio? Si así fuese, significaría una declaración de guerra a la plebe y, como consecuencia, el preludio de una revolución. Si no, febrero de 1848 le predice su suerte: más pronto o más tarde moriría; lo que supondría, igualmente, una revolución. Reflexionad un momento; os convenceréis de que la monarquía constitucional, colocada entre dos fatalidades revolucionarias, pertenece ya a la historia y que su restauración en Francia sería una anomalía.

El imperio existe, afirmándose con la autoridad de la masa. Pero ¿quién no ve que el imperio, que alcanzó su tercera manifestación en 1852, está minado a su vez por la fuerza desconocida que modifica continuamente todas las cosas y empuja las instituciones y las sociedades hacia fines desconocidos que superan con mucho las previsiones de los hombres? En lo que le permite su naturaleza, el imperio tiende a aproximarse a formas contractuales. A su regreso de la isla de Elba, Napoleón I se vio obligado a jurar los principios del 89 y a modificar el sistema imperial en un sentido parlamentario; Napoleón III ha modificado ya más de una vez la constitución de 1852 en el mismo sentido. Bien que continúe reprimiendo a la prensa, le deja más latitud que su predecesor imperial. Por mucho que modere la voz de la tribuna, invita a hablar al Senado como si no hubiese suficientes arengas del cuerpo legislativo. ¿Y qué significan estas concesiones, sino que, por encima de las ideas monárquicas y napoleónicas, domina en el país una idea primordial, la idea de un pacto libre otorgado -adivinadlo, ¡Oh príncipes!- por la libertad… En la larga serie de la historia, todos los Estados se nos aparecen como transiciones más o menos brillantes: el imperio es igualmente una transición. Puedo afirmarlo sin ofender: el imperio de los Napoleones se encuentra en plena metamorfosis.

Una idea nos queda, inexplorada, afirmada de repente por Napoleón III, como fue afirmado el misterio de la redención por el gran sacerdote de Jerusalén al final del reinado de Tiberio; aquella idea es la federación.

Hasta el presente, el federalismo no evocaba en los espíritus más que ideas de desmembración; estaba reservado a nuestra época concebirlo como sistema político.

a) Los grupos que componen la Confederación -lo que se llama el Estado- son ellos mismos Estados, que juzgan, se gobiernan y se administran soberanamente, según sus propias leyes.

b) La Confederación tiene como fin unirlos en un pacto de garantía mutua.

c) En todos los Estados confederados, el gobierno está organizado según el principio de la separación de poderes; la igualdad ante la ley y el sufragio universal son sus bases.

He aquí todo el sistema. En la Confederación, las unidades que forman el cuerpo político no son los individuos, ciudadanos o súbditos; son grupos dados a priori por la naturaleza y cuya extensión media no supera la de una población agrupada sobre un territorio de algunos centenares de leguas cuadradas. Estos grupos constituyen pequeños Estados, organizados democráticamente bajo la protección federal y cuyas unidades son los jefes de familia o ciudadanos.

Así constituida, la Federación resuelve, en la teoría y en la práctica, el problema del concierto de la libertad y de la autoridad, dando a cada una su justa medida, su verdadera competencia y toda su iniciativa. En consecuencia, únicamente ella garantiza, con el respeto inviolable del ciudadano y del Estado, el orden, la justicia, la estabilidad y la paz.

En primer lugar, el poder federal -que es aquí poder central, órgano de la colectividad mayor- ya no puede absorber las libertades individuales, corporativas y locales, que le son anteriores, puesto que ellas le han dado nacimiento y solo ellas le sostienen; lo que es más: le son superiores, por su propia constitución y por la que le han dado (1). A partir de este momento, ya no hay peligro de ruina; la agitación política no puede conducir más que a un cambio personal, jamás a uno de sistema. Podéis dar libertad a la prensa, a la tribuna, a las asociaciones, a las reuniones; suprimir toda policía política: el Estado no tiene por qué desconfiar de los ciudadanos, ni estos del Estado. La usurpación en este es imposible; la insurrección en aquellos, impotente y sin objeto. El Derecho es el eje de todos los intereses y llega a convertirse en razón de Estado; la verdad es la esencia de la prensa y el pan cotidiano de la opinión.

Tampoco se puede temer nada de la propaganda religiosa, de la agitación clerical, de los desbordamientos del misticismo, del contagio de las sectas. Que las iglesias sean libres como las opiniones, como la fe: el pacto les garantiza la libertad, sin temer sus atentados. La Confederación las envuelve y la libertad las contrapesa: aunque los ciudadanos profesasen la misma creencia y ardiesen con igual celo, su fe no podría alzarse contra su derecho ni su fervor prevalecer contra su libertad. Suponed a Francia organizada federalmente, y toda esta recrudescencia católica de la que somos testigos desaparece instantáneamente. Más aún: el espíritu de la Revolución invade a la Iglesia, obligada a contentarse con la libertad y a confesar que no tiene nada mejor que ofrecer a los hombres.

Con la Federación podéis dar la instrucción superior a todo el pueblo y garantizaros contra la ignorancia de las masas, cosa imposible y aun contradictoria en el sistema unitario.

Sólo la Federación puede dar satisfacción a las necesidades y a los derechos de las clases laboriosas, resolver el problema del concierto entre el capital y el trabajo, el de la asociación, los del impuesto, el crédito, la propiedad, el salario, etc. La experiencia demuestra que la ley de la caridad, el precepto de las buenas obras y todas las instituciones filantrópicas son, en este campo, radicalmente impotentes. Sólo queda el recurso a la Justicia, igualmente soberana en las cuestiones de economía política como en las de gobierno; queda el contrato sinalagmático y conmutativo. Ahora bien: ¿qué nos dice, qué nos manda la Justicia, expresada por el contrato? Nos manda reemplazar el principio de monopolio por el de mutualidad en todos los casos en que se trata de garantía industrial, de crédito, de aseguramiento, de servicio público; cosa fácil en un régimen federal, pero que repugna a los gobiernos unitarios. Así, la reducción e igualación del impuesto no pueden alcanzarse bajo un poder con muchas competencias, puesto que para reducir e igualar el impuesto habría que comenzar por descentralizarlo; así, la deuda pública no se liquidará jamás, antes al contrario, aumentará siempre más o menos rápidamente, tanto bajo una República unitaria como bajo una monarquía burguesa; de la misma forma, el comercio exterior, que debería proporcionar a la nación un suplemento de riqueza, es anulado por la restricción del mercado interior, restricción causada por la enormidad de los impuestos (2); de igual modo, los valores, precios y salarios no se regularizan jamás en un medio antagónico, donde la especulación, el tráfico y el comercio, la banca y la usura, dominan cada vez más sobre el trabajo. Finalmente, la asociación obrera continuará siendo una utopía en tanto que el gobierno no comprenda que los servicios públicos no deben ser ni prestados por él mismo ni entregados a empresas privadas y anónimas, sino confiados en arrendamiento por un tanto alzado a compañías de obreros solidarios y responsables. Basta ya de intromisiones del poder en el trabajo y en los negocios, de protección al comercio y a la industria, de subvenciones y concesiones, de préstamos y empréstitos; cesen los sobornos a los funcionarios, las rentas industriales o de cualquier otro tipo, el agio. Pero ¿de qué sistema podéis esperar estas reformas sino del federativo?

La Federación da amplia satisfacción a las aspiraciones democráticas y a los sentimientos conservadores burgueses, dos elementos en todas partes irreconciliables. ¿Cómo se obtiene esto? Precisamente gracias a esta garantía político-económica, que es la expresión más alta del federalismo. Francia, devuelta a su ley, que es la mediana propiedad, la honesta mediocridad, el nivel cada vez más cercano de las fortunas, la igualdad; Francia, dando libre rienda a su genio y a sus costumbres, constituida en un haz de soberanías mutuamente garantizadas, no tiene nada que temer ni del diluvio comunista ni de las invasiones dinásticas. La multitud, impotente de ahora en adelante para aplastar las libertades públicas, lo es igualmente para confiscar o apoderarse de las propiedades. Más y mejor, se convierte en la barrera más fuerte contra la feudalización de la tierra y de los capitales, a la cual tiende fatalmente todo el poder unitario. Mientras que el hombre de las ciudades no ama la propiedad sino por la renta que le proporciona, el campesino cultivador la estima por sí misma. Por eso la propiedad no es nunca más completa y está mejor garantizada que cuando, por una división continua y bien ordenada, se aproxima a la igualdad, a la federación. No más burguesía, no más democracia: únicamente ciudadanos, como nosotros lo predicamos en 1848. ¿No es acaso esta la última palabra de la revolución? ¿Y dónde encontrar la realización de este ideal, sino en el federalismo? Ciertamente, a pesar de lo que se dijo en 1793, riada hay menos aristocrático ni menos del pasado que la federación; pero -hay que confesarlo- nada, igualmente, menos vulgar.

Bajo una autoridad federal, la política de un gran pueblo es tan sencilla como su destino. En el interior, hacer reinar la libertad, procurar a todos trabajo y bienestar, cultivar las inteligencias, fortificar las conciencias; en el exterior, dar el ejemplo: Un pueblo confederado es un pueblo organizado para la paz: con las armas ¿qué haría? Todo el servicio militar se reduce a la gendarmería, a los empleados del Estado Mayor y a los encargados de la vigilancia de los arsenales y fortalezas. No hay ninguna necesidad de alianzas, ni tampoco de tratados de comercio: entre naciones libres, basta con el derecho común. En materia de transacciones, libertad de comercio, sin perjuicio de las deducciones fiscales, y en ciertos casos debatidos en el Consejo federal, una tasa de compensación. En lo que respecta a las personas, libertad de circulación y residencia, dentro del respeto debido a las leyes de cada país, en espera de llegar a la comunidad de patria.

Tal es la idea federalista y tal su deducción. Añadid que la transición puede ser tan insensible como se quiera. El despotismo es de difícil construcción, de conservación peligrosa; es siempre fácil, útil y legal volver a la libertad.

La nación francesa está perfectamente preparada para esta reforma. Está tan acostumbrada a sufrir desde tiempo inmemorial pesadas cargas y cadenas de todas clases, que es poco exigente: estará dispuesta a esperar diez años la conclusión del edificio, con tal que vea levantar un piso cada año. La tradición no es contraria a esa reforma: quitad de la antigua monarquía la distinción de castas y los derechos feudales. Francia, con sus asambleas provinciales, sus diversos derechos consuetudinarios y sus burguesías provinciales, no es más que una vasta confederación; el Rey de Francia, un presidente federal. Fueron las luchas revolucionarias las que nos trajeron la centralización. Bajo este régimen, la igualdad se ha mantenido, por lo menos, en las costumbres; la libertad se ha debilitado progresivamente. Desde el punto de vista geográfico, el país ofrece no menos posibilidades: perfectamente agrupado y delimitado en su circunscripción general, de una maravillosa aptitud para la unidad, como no ha cesado de mostrarse, felizmente no es menos propicio a la federación por la independencia de sus cuencas, cuyos ríos vierten en tres mares.

Corresponde a las provincias hacer oír su voz las primeras. París, transformándose de capital en ciudad federal, no tiene nada que perder en este cambio; encontraría, al contrario, una vida nueva y mejor. La absorción que ejerce sobre la provincia la congestiona, si puedo expresarme así: pesando menos, menos apoplética, París sería más libre, ganaría y daría más. La riqueza y la actividad de las provincias, asegurando a sus productos un mercado superior al de todas las Américas, recobraría en negocios reales todo lo que hubiese perdido con la disminución del parasitismo; la fortuna y seguridad de sus habitantes no conocerían más intermitencias.

Cualquiera que sea el poder encargado de los destinos de Francia, me atrevo a decir que no hay para él otra política a seguir, otro camino de salvación, otra idea. Que dé, pues, la señal de las federaciones europeas; que se erija en el aliado, el jefe y el modelo, y su gloria será tanto más grande cuanto que coronará todas las glorias.

Pierre-Joseph Prounhon
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