Represión, huelgas y derecho penal del enemigo

Desde mayo del 2011, la sociedad en la que vivimos ha conocido una gran oleada de luchas sociales. Espoleada por una crisis económica sin precedentes en los últimos cuarenta años y por la salida a las calles de las multitudes, que buscaban frenar el acelerado proceso de despojo de sus condiciones de vida en que consistía la vía oficial de ‘superación’ de la crisis, que nunca ha llegado a concretarse, la sociedad española ha vivido una frenética sucesión de manifestaciones, huelgas generales y movilizaciones populares. Por supuesto, la respuesta del poder frente a la emergencia de las necesidades y el resurgimiento político de las clases subalternas ha basculado entre la cooptación de los dirigentes de las protestas, los intentos de encabezarlas y encauzarlas, y la represión pura y desenfrenada.

La crisis global más profunda desde 1929 ha venido acompañada, como era de esperar, por un proceso de asedio por parte del poder contra las libertades cívicas y los derechos ciudadanos. Desde los agentes policiales encapuchados tomando declaración a manifestantes pacíficos a las detenciones masivas de disidentes y activistas sociales, pasando por las modificaciones legislativas que se apuntan en el horizonte (Ley Mordaza, tasas judiciales, reforma del Código Penal…), todo remite a un escenario de pérdida radical de garantías jurídicas para los trabajadores y sectores activos de la sociedad, así como de autoritarismo creciente, que marcará su más nítida expresión en la previsiblemente desproporcionada respuesta al ‘desafío’ catalán.

Por supuesto, la crisis económica, política y social, así como cultural y de legitimidad del régimen (y del conjunto del sistema capitalista, si la analizamos alzando la vista más allá de nuestro ‘vecindario’ provinciano) es la clave de una situación de creciente recurso a la represión como única o principal respuesta al despertar emergente de las multitudes globales. La puesta en cuestión, en las últimas décadas, pero sobre todo en los últimos años y en todo el globo, del Pacto Social Fordista, cuyos restos han sido claramente demolidos, ha representado también la quiebra de todo un modelo de gestión de la vida colectiva, un modelo político y parlamentario, tanto como un paradigma jurídico, edificado, al menos en Europa, sobre la ficción operativa (eso sí) del ‘acuerdo entre clases’.

En esto, como en todo, el neoliberalismo ha ido realizando un trabajo de décadas de zapa y demolición. Una labor que ahora se radicaliza y acelera hasta el paroxismo. Baste citar al respecto la deriva ilustrada por Gerardo Pissarello en su libro Un largo Thermidor de un constitucionalismo basado en la ficción del ‘Estado Social de Derecho’ a la actual dinámica de devastación fáctica de las libertades ciudadanas y limitación legislativa de los derechos individuales y colectivos expresada en realidades como las tasas judiciales, los procedimientos ejecutivos de desahucio sin estudio de la sustancia de la relación jurídica subyacente o las medidas de arbitrariedad ad­ministrativa y de efectos cuasi penales in­sertas en la futura Ley Mordaza.

Que el Derecho, como fermento o sustrato, como capa de hormigón que articula la utopía y el día a día del Capital, está en crisis, se encuentra ya fuera de toda duda. Las manifestaciones más espectaculares y radicales de esta crisis que alcanza a todas sus jurisdicciones son quizás las relativas a la transformación posmoderna del Derecho Penal, la parte más delicada, y al tiempo peligrosa, del ordenamiento jurídico.

Hablamos del paso a un Derecho Penal del enemigo (como lo ha calificado Zaffaroni) que, lejos de perseguir conductas previamente tipificadas por las instituciones democráticas como agresiones de especial gravedad contra bienes jurídicos especialmente importantes, en base a principios de raigambre liberal-garantista, como el de intervención mínima, el de legalidad o el de proporcionalidad, se dedica ahora a perseguir sujetos sociales previamente identificados y estigmatizados con la identidad inamovible del ‘no recuperable’, del eterno sospechoso, del agente ejecutivo de una antijuridicidad constitutiva e ineludible. Léase, en la España post 15-M, del activista descontrolado e irredento.

Así, el sentido de la pena (siempre discutible, por otro lado) muta de la retribución a la prevención, pero no entendida en un sentido democrático como apertura de un proceso de rehabilitación garantista y respetuoso con la fundamental libertad individual, sino como gestión para-científica de riesgos complejos y múltiples concretados en la forma de enemigos entrevistos como la personificación del ‘mal’ y la ‘enfermedad asocial’.

Lo penalmente perseguido, en estas circunstancias, no es, por tanto, la conducta desviada, sino la generación de campos y sujetos que no están bajo control y son considerados constitutivamente peligrosos, como el casi metafísico ‘manifestante radical antisistema’, en un contexto de violencia en las manifestaciones prácticamente inexistente en la realidad fáctica de los últimos años. La represión, así, no responde a prácticas ilícitas, sino, de manera amplia y difusa, a simples potencialidades establecidas estadísticamente.

Guantánamo es la imagen paradigmática, a escala global, de un sistema Penal y Penitenciario (represivo, en suma) que está rehabilitando a marchas forzadas los mecanismos del suplicio preburgués (el castigo público en el espacio colectivo, en este momento los medios de comunicación masivos), acompañado de una criminalización difusa y tentacular, que supera lo propiamente penal para incursionar en otros ámbitos como lo administrativo o lo sanitario, de una sociedad entreverada por una fina red capilar de instancias dominadas por la lógica securitaria y normalizadora. Todo ello, por supuesto, con absoluta quiebra de las ilusiones enarboladas por un Derecho burgués que, en algún momento pretérito, prometió hacer respetar ciertas garantías declaradas como inamovibles, más nunca convertidas en el eje central de la actuación práctica pese a la buena voluntad de muchos profesionales.

La realidad es tozuda y alimenta el análisis precedente. El sindicato CGT habla ya de al menos 52 procedimientos penales o administrativos sancionadores abiertos contra sus militantes por actuaciones llevadas a cabo en legítimas protestas pacíficas. Destaquemos, entre ellos, a simples efectos ejemplificativos, al caso de Roger y Mercader, sindicalistas detenidos en la Huelga General de 29 de marzo de 2012, por participar en un piquete informativo, y que enfrentan peticiones penales de 6 y 2 años de cárcel respectivamente.

De hecho, la represión se ha cebado especialmente en el entorno de las huelgas generales y de los conflictos laborales, expresando un claro sustrato clasista. Las ilicitudes de ciertos sujetos sociales les permiten salir indemnes del sistema penal (como la práctica totalidad de los encausados por la masiva corrupción política de las últimas décadas), mientras los trabajadores pagan, en todos los sentidos, la fiesta de la élite. Según los medios de comunicación, en estos momentos unos 300 trabajadores enfrentan cerca de un total de 120 años de petición de penas privativas de libertad por sus actividades sindicales. Los ejemplos, por tanto, son innumerables, y alcanzan desde la situación del joven madrileño Alfon, detenido en la Huelga General del 14-N y al que se le piden 5 años y medio de prisión por un incidente extremadamente poco claro, a las dos personas encausadas en la ciudad de Cuenca, y que enfrentan posibles penas de 7 años de prisión, por sucesos acaecidos en una carga policial sucedida tras la irrupción de un autobús lanzado contra un grupo de manifestantes por la libertad de los detenidos en la Huelga General del 28 de marzo de 2012.

El elemento clasista inserto en toda esta barahúnda represiva se vuelve evidente si analizamos el tipo penal que suele imputarse a estos detenidos: el artículo 135.2 del Código Penal, es decir, un ‘delito contra los derechos de los trabajadores’. Algo absolutamente irónico si lo comparamos con la práctica inexistencia de condenas relacionadas con el 135.1 (impedir el derecho de huel­ga por parte de los empresarios). Parece ser, por tanto, y si nos remitimos a las puras estadísticas penales, que los delitos contra los derechos de los trabajadores sólo los cometen los propios trabajadores activos. El deja-vu respecto al pretérito tipo de ‘conspiración para alterar el precio de las cosas’ usado para reprimir las huelgas y la asociación obrera en los inicios de nuestro sindicalismo es cada vez más perentorio. Deberían tomar nota de ello las fuerzas políticas que, pretendiendo ser herramienta de cambio, parecen dispuestas a hacer, sin embargo, códigos éticos imbuidos del simple ‘buen sentido’ burgués idealista que les hace invalidar como futuros militantes a los únicos de hecho condenados por los ‘delitos contra los derechos de los trabajadores’, es decir, a los activistas obreros.

Así, pues, éste es el escenario que enfrentamos: represión creciente, transformación del aparato penal en una dirección inédita, pero cada vez más funcional a las necesidades de las oligarquías. Persecución del enemigo, y no de conductas concretas. Limi­tación de las libertades democráticas y de los derechos cívicos. Todo un conjunto de procesos que apuntan, en definitiva, a acallar las voces y la legítima protesta de unos sectores populares cada vez más acosados por el torbellino neoliberal.

Razones, en definitiva, para una movilización creciente. Para extender y hacer confluir las legítimas protestas de quienes reclaman el derecho a construir entre todos y todas un mundo vivible en el que desarrollar las plenas potencialidades de un precario ser humano que ha de superar siempre tiempos oscuros para afirmar su propia luz.

José Luis Carretero
Revista Trasversales número 33 (segunda época) [110 serie histórica] (papel), octubre 2014-enero 2015
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José Luis Carretero Miramar
es profesor de Formación y Orientación Laboral. Miembro del Instituto de Ciencias Económicas y de la Autogestión (ICEA).
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