Gritos de olvido [Relato]

PuenteDelante de aquel gran espejo, Juana abrazó a su hijo tirado en la cama, un abrazo como el que nunca había dado a nadie antes.

Juana estaba en shock, aunque en lo más adentro de su ser, sabía, sin ninguna duda y después de haberle contado aquello, que el final de esa historia no sería nada agradable, pero ¿quién podría imaginaría este desenlace fatal?

Todo comenzó el 25 de julio de 1.938, en Fuentecabral, un pequeño pueblo de unos dos mil habitantes de la Sierra de Sevilla. La actividad de Fuentecabral, como en toda la comarca, era eminentemente agraria y ganadera. En los alrededores del pueblo, las grandes extensiones de olivares se alternaban con algunas plantaciones de trigo y girasol.

Aquel fatídico día entraron las fuerzas sublevadas a sangre y fuego en el hasta entonces tranquilo pueblo. Varias decenas de hombres armados hasta los dientes hicieron acto de presencia en la plaza del pueblo en medio de gritos y disparos. Algún que otro vecino, incluyendo a la mayoría del gobierno socialista local, se encontraban en paradero desconocido desde hacía aproximadamente una semana. Unos pocos no dudaron en salir de sus casas, vociferando “¡Arriba España!”, entre ellos, los dueños de la mayoría de las tierras del pueblo, el cura, varios guardias civiles y algunos otros ataviados con camisas azules.

El mando del pelotón sacó un papel de su bolsillo y comenzó a leer un discurso ininteligible para la mayoría de vecinos analfabetos que miraban recelosos desde sus ventanas o escondidos como si de un bombardeo se tratara. Para finalizar, dijo algo que todos entendieron:

– En el día de hoy se aplicará la pena capital a diecinueve hombres que a continuación se refieren, por traición a la patria y colaboración con las ideologías destructoras de la nación española –

Con aquel listado, realizado con la ayuda de varios colaboradores locales, se cumplieron los peores presagios de Juana. Mateo Fernández, su marido, estaba en la lista, aunque afortunadamente Mateo era uno de los hombres que había salido del pueblo, sin destino fijo, a un lugar seguro.

Una vez terminada la lista fatal, un silencio atronador se apoderó del pueblo, por unos interminables momentos nadie dijo nada, nadie hizo nada. Por fin, ese silencio fue roto por el propio oficial militar que, a la vez que miraba a uno y otro lado de la plaza, anunció que a continuación se harían efectivas las penas. Así, y con la ayuda de varios vecinos delatores, el pelotón comenzó a buscar casa por casa a aquellos a los que les aguardaba el amargo final de la muerte en un pelotón de fusilamiento.

Mateo, el marido de Juana, no era político ni un líder sindical. Era un simple trabajador del campo, un temporero que había tenido la desfachatez de plantarle cara en algunas ocasiones a varios terratenientes de la zona por impago del jornal a él y sus compañeros. Muchas veces se le podía ver, mientras desayunaban o almorzaban, hablando a sus expectantes compañeros, sentados en el suelo de la campiña, de la necesidad de ser hombres con dignidad, de aprender a decir “hasta aquí hemos llegado”. Esos fueron sus delitos por los que fue condenado a muerte, el delito del rencor del que tiene miedo a la justicia.

De repente, una fuerte patada en la puerta de la casa de Juana, hizo que le diera un vuelco el corazón.

– ¡Ahí!, ¡Ahí es donde vive ese miserable de Mateo! A ver si tiene cojones ahora de ni siquiera de chistarme – dijo un terrateniente que acompañaba al pelotón. En ese mismo instante 6 ó 7 militares del bando nacional entraron en la casa de Juana.

– Mateo no está, se fue hace una semana sin decirme ni una palabra – pudo decir con voz entrecortada Juana.

– ¡Mentira zorra! Ahora mismo nos vas a decir donde está escondido ese bastardo rojo o serás tú misma la que nos acompañe, tú y ese asqueroso hijo que esperas de él – dijo el soldado que parecía tener la voz cantante.

Efectivamente, Juana, sola en su casa y teniendo que haber soportado el abandono de su marido, estaba embarazada de ocho meses de su primer y único hijo, Anselmo.

– No sé nada, pero por favor, no le hagáis nada a mi niño – afirmó con la cabeza gacha ante aquellos hombres.

– ¡Que me mires coño! – dijo el soldado mientras de un guantazo le cruzaba la cara.

Juana comenzó a llorar. El soldado, totalmente fuera de sí, comenzó a golpear de forma desmesurada a Juana, primero con un puñetazo y una vez en el suelo, con patadas. Otro de los militares, ante el impacto de ver a aquella mujer sangrando y casi inconsciente, aguantó a su compañero.

– Te ha dicho que no sabe donde está, joder que la vas a matar – intermedió el compañero del agresor.

– Sí, déjala que sé donde podemos encontrar a uno de sus compinches – dijo el terrateniente que les acompañaba con la cara desencajada.

Y así fue como aquellos hombres abandonaron la casa de Juana dejándola en el suelo de su salón con la cara y el cuerpo maltrechos.

Una hora después, mientras la comitiva de fusilamiento se dirigía hacia las afueras del cementerio de Fuentecabral, dos vecinas de Juana entraban cuidadosas en la casa de ésta. Ahí seguía ella, tumbada en el suelo y balbuceando el nombre de su marido. Las vecinas la ayudaron a incorporarse y a tumbarse a continuación en la cama. Comenzaron a curar sus heridas, pero una hemorragia alertó a sus vecinas que rápidamente fueron en busca de la partera unas calles más abajo.

Después de una larga noche de incertidumbre y justificado temor por su vida y la de su hijo, Anselmo nacía prematuramente el 26 de julio de 1938, con mejor salud que la que tenía en aquel momento su madre y mientras en la radio se oía de fondo al teniente coronel Queipo de Llano amedrentando a los traidores.

Juana tardaría al menos dos semanas en estar totalmente recuperada. Después de ese tiempo, mientras se instauraba un gobierno local provisional compuesto por traidores, fascistas y burgueses acomodados, por fin pudo sostener a su hijo Anselmo en sus propios brazos.

Desde aquel momento, el silencio sería el único compañero de Juana. Sin familia ni experiencia y solo contando con la ayuda de algunas vecinas, tuvo que sacar a su hijo adelante trabajando como costurera.

Así, los años irían pasando sin que faltara una noche en la no rezara porque su Mateo, del que nunca más tuvo noticias, estuviera a salvo, estuviera bien.

Anselmo era un crío retraído, solía jugar durante ratos interminables con viejas latas en el suelo de su casa imaginando que eran coches, casas, personas… las posibilidades eran infinitas. Sin embargo, rara vez alzaba si quiera la vista cuando alguna de sus vecinas se acercaba a su casa a ver a su madre. Estaba acostumbrado a estar solo, los niños de su calle le producían pánico y con su madre…, con su madre apenas podía cruzar unas palabras al día, la llama de Juana, a pesar de su juventud, parecía había comenzado comenzaba a apagarse hace tiempo entre la melancolía y la rabia.

Un día, cuando Anselmo contaba ya con diez años, llamaron a la puerta de la casa de Juana, ocupada con la costura. Al abrir, se encontró frente a ella a Felipe, el cura del pueblo. Felipe era un sexagenario con cara de buena persona aunque con una mirada muy oscura.

– Juana, me alegro mucho de verla, ¿cómo está usted? – le preguntó el cura.

– Aquí vamos tirando – dijo Juana, parca en palabras.

– Hace muchos años que no hablamos Juana, desde la guerra no has vuelto a ser la misma, ya nunca te veo en misa y tus vecinas están cada vez más preocupadas por ti. – afirmó el cura mientras intentaba levantar su mirada clavada en el suelo.

– Sé que lo de Mateo fue muy duro para ti, hija – continuó hablando. Sabes que se metió donde no debía, que se complicó la vida sin pensar ni en ti ni en su hijo. Él solo pensaba en él y os ha dejado abandonados, huyó, se fue… acéptalo de una vez.

– ¡Él no hizo nada malo, él no nos ha abandonado! – Gritó Juana mientras apartaba violentamente la mano del cura de su cara.

– Bueno Juana, no he venido aquí ha hablar de eso. He venido a decirte que tu hijo… ¿cómo se llamaba?… Anselmo ¿verdad? Pues que Anselmo debe venir a la nueva escuela del pueblo. Me han dicho que es un niño muy tímido y tiene que aprender a leer y a escribir –

– Anselmo ya sabe leer y escribir, le he enseñado yo – Dijo fríamente Juana. – Lo hablaré con él, muchas gracias por la visita don Felipe – concluyó Juana cerrando la puerta de su casa.

Desde que Mateo se fue y las fuerzas nacionales llegaron hasta Fuentecabral, Juana dejó de relacionarse con gran parte del pueblo, entre ellos con el cura. En parte porque muchos cambiaron su actitud hacia ella, en parte, porque ella cambio su actitud hacia otros tantos.

Después de algunos días de reflexión y, ya que a Anselmo parecía hacerle ilusión ir a la escuela, algo que no era muy habitual en él, el lunes siguiente de la visita de don Felipe, Juana se presentó a primera hora en la escuela del pueblo, construida anexa a la propia Iglesia Mayor. Con Anselmo pegado a sus piernas, preguntó en la entrada por el señor cura, mientras otros niños se apresuraban por entrar en clase.

– Juana, me alegro de verte – dijo el cura cuando salió tras el aviso del celador de la escuela.

– Aquí venimos para que Anselmo pruebe la escuela durante unos días – Afirmó Juana.

– Ve tranquila mujer, que Anselmo estará bien cuidado y aprenderá mucho, ¿verdad? – preguntó el cura mientras bajaba la mirada hasta el niño que no contestó nada.

– Vamos Anselmo, te presentaré a tus compañeros de clase – terminó diciendo don Felipe mientras cogía al chaval del hombro. Juana se quedó mirando mientras su hijo se alejaba agarrado por el cura.

Ese fue el primer día de Anselmo en la escuela, pero no el último. Al principio no le resultó fácil relacionarse con sus compañeros, pero poco a poco fue encontrando su sitio, por su buen comportamiento, su buen rendimiento académico y sobre todo, por su buena relación con el viejo cura del pueblo y maestro de la escuela que lo protegía de las burlas y las agresiones de los otros niños.

Algo más de cuatro años estuvo Anselmo en la escuela, hasta los quince años, momento en el que Juana sacó a su hijo del colegio para que se fuera como aceitunero y así poder ayudar en la economía del hogar, un hogar que Juana, cada vez más abatida, apenas podía mantener.

Anselmo continuaba siendo muy tímido, aunque cada vez más despierto y vital. En la escuela había aprendido a relacionarse con algunos amigos y sobre todo, a descubrir cosas más allá de las cuatro paredes de su casa, algo que le encantaba, por eso, no le disgustaba la idea de poder ir al campo, aunque fuera a trabajar durante una larga jornada por un mísero jornal. Sin embargo, lo único que le preocupaba era que debería conocer a nuevas personas, la mayoría adultos. Él no estaba acostumbrado a relacionarse con adultos, únicamente con su madre y con don Felipe y ambos siempre le habían tratado muy bien.

Los primeros días de trabajo fueron muy duros para Anselmo, en la campiña de sol a sol, ya que nunca antes había realizado un esfuerzo físico tan prolongado. A la semana de comenzar, se unieron varias cuadrillas de la zona para almorzar. Anselmo, se sentó debajo de un olivo, solo y a unos cuantos metros de donde se agrupaban en pequeños corros el resto de trabajadores.

– Chaval, ¿por qué no te vienes con nosotros? – Le preguntó un temporero de otra cuadrilla que acababa de llegar a aquel lugar para el merecido descanso.

– Me gusta comer solo – Respondió tímidamente Anselmo sin apartar su vista de la comida.

El temporero se le quedó mirando fijamente durante un buen rato.

– ¿Qué pasa? – Dijo Anselmo ya un poco harto de esa situación.

– Me llamo Jacinto. ¿Sabes qué? Te pareces mucho a un antiguo compañero mío, Mateo – Dijo fijándose bien en sus ojos el temporero, un hombre maduro, con pelo blanco y tez morena y curtida.

– ¿Ah sí? Pues mi padre también se llama Mateo – Dijo Anselmo de forma instantánea.

– ¿Tu padre? ¿Y en qué trabaja tu padre? – Preguntó intrigado Jacinto.

– Pues no sé, mi madre me dijo que se tuvo que ir de nuestro pueblo, Fuentecabral, cuando empezó la guerra – Contestó el joven.

– De Fuentecabral… – Dijo pensativo el temporero mientras continuaba mirando atentamente a Anselmo.

– Bueno chaval, que me voy a almorzar con los demás, ya nos veremos – Concluyó Jacinto mientras se alejaba del olivo donde continuaba almorzando el joven.

Esa misma tarde, cuando llegó por fin a casa, le estaba esperando don Felipe, que discutía airadamente con Juana. Cuando lo vieron llegar se callaron los dos, y don Felipe le dijo a Juana – Juana, dejémosle que Anselmo decida, hazlo por tu hijo -.

A continuación, don Felipe le ofreció a Anselmo que fuera su ayudante en la Iglesia Mayor, que actuara como monaguillo y continuara estudiando con él. El viejo cura le explicó que había conseguido permiso del obispado y que la Iglesia, gracias a generosas donaciones de varios terratenientes del pueblo, tenía fondos para pagarle el mismo dinero del jornal si aceptaba y dejaba su trabajo como temporero. Además, don Felipe le aseguró que si así lo deseaba, le ayudaría a ingresar en el seminario de Sevilla cuando fuera el momento.

Anselmo se quedó perplejo y pensativo, no podía esperar un ofrecimiento como aquel. Por un lado no le desagradaba el trabajo como jornalero y sabía que era lo que su madre quería. Sin embargo, por otro lado estaba la dureza del campo y las incesantes ganas de aprender cosas nuevas del chaval, además, don Felipe siempre lo había tratado con mucho cariño, ¿cómo iba a esforzarse tanto por darle una oportunidad como aquella si realmente no fuera buena para él?

– Mamá, sé que quieres que no me aleje de ti, pero si acepto, podré tener oportunidades en la Iglesia y nunca más pasaremos dificultades. Por eso, creo que debería probar un tiempo con don Felipe y si la cosa no va bien, me vuelvo al campo madre, lo prometo – Terminó de argumentar Anselmo mientras su madre fruncía el ceño y el viejo cura esbozaba una sonrisa de satisfacción.

– Muy bien, no se hable más, mañana mismo te quiero en la Iglesia a primera hora – Dijo el cura mientras se agarraba la sotana e iniciaba el paso firme hacia la calle. Juana, como siempre, quedó callada.

De esta forma fue como Anselmo se convirtió en el monaguillo y ayudante de don Felipe. Por las mañanas las pasaba rezando, leyendo y vigilando a los niños más pequeños de la escuela. Por la tarde siempre asistía al cada vez más torpe cura en la misa, una misa a la que empezó a ir Juana desde el primer día que estuvo allí Anselmo.

El joven estaba cada vez más a gusto en la Iglesia, la obligada lectura de la Biblia y su asistencia a las celebraciones, le hacía observar con buenos ojos la posibilidad de, en un futuro, poder asistir al seminario. Además, el dinero nunca faltaba puntual a final de mes por un trabajo que le parecía un juego.

Fueron pasando los años y Anselmo continuó en la Iglesia Mayor, formándose y esperando que don Felipe le ayudara a dar el paso definitivo enviándolo al seminario de Sevilla. Sin embargo, su relación era cada vez más distante y fría con el viejo cura. Trataba de evitarlo cada vez que podía y ya no existía en su cara esa encendida sonrisa de antaño cada vez que cruzaba la puerta de la Iglesia.

Juana se fue percatando de aquella situación, la mujer, cada vez más enferma y sumida en la tristeza, miraba a su hijo preocupada, mientras a su silencio le respondía Anselmo con más silencio. Realmente el joven nunca dijo nada, pero los rumores de los vecinos del pueblo hablaban de que don Felipe era especialmente cariñoso con Anselmo. También decían que todos los favores que le había hecho el cura eran por simple interés de tenerlo cerca. Juana sabía la existencia de esos rumores, algo que no hacía más que aumentar su sufrimiento.

Un día, cuando Anselmo estaba cerca de cumplir los 18 años, don Felipe se le acercó en la sacristía. El joven agachó la cabeza y miró con ojos recelosos, el cura sonrió mientras le tocaba el hombro.

– Creo que ha llegado tu momento Anselmo. Has sido siempre un buen chico y un buen cristiano, con Dios, con el pueblo y conmigo. Ya he hablado con el vicario y te esperan la próxima semana en Sevilla. La Iglesia Mayor de Fuentecabral y sus benefactores han hecho todo lo posible por que así sea – Expresó don Felipe.

– Es una buena noticia don Felipe, usted sabe que haré todo lo posible por no defraudarle – Aseveró Anselmo sin retirar la vista del suelo.

– Claro que no me defraudarás, claro que no. Corre a decirle la noticia a tu madre, seguro que se pone muy contenta ¿verdad? Mañana te espero aquí a primera hora – Terminó diciendo don Felipe.

Anselmo recogió sus cosas y se dirigió raudo a su casa. Cuando llegó, había un hombre que salía por la puerta, le resultaba familiar, aunque no sabía exactamente de quién se trataba.

– Anselmo, ¡cómo has crecido en estos años! Me alegro de verte chaval – Dijo aquella persona mientras se marchaba, mirando a un lado y a otro de la calle y levantándose el cuello de su abrigo.

El joven quedó pensativo. – Ya está – pensó. Se trataba de aquel jornalero que le hizo unas preguntas cuando estaba almorzando debajo del olivo… – Pero, ¿cómo se llamaba? y ¿qué hacía aquí? –  se preguntaba Anselmo en el zaguán de su casa sin que se terminara a entrar. Finalmente abrió su casa mientras le seguía dando vueltas, sin apenas acordarse ya de que en una semana marcharía durante mucho tiempo a casi 100 kilómetros de su casa y de su debilitada madre.

Al entrar pudo comprobar que Juana estaba apoyada contra una puerta, de espaldas, con aparentes dificultades para mantenerse en pie.

– ¡Mamá! – Gritó Anselmo mientras corría para socorrer a su madre.

– ¿Qué te ha pasado mamá? Háblame ¿qué te ha pasado? – Le preguntaba a Juana, que parecía a punto del colapso. El joven ayudó a su madre a dar unos pasos hacia su cama.

– Mamá, acuéstate aquí, voy a ir a buscar al médico, ya verás que pronto te pondrás bien – Dijo Anselmo que rápidamente salió corriendo en busca del doctor.

Después de reconocerla, el médico habló en privado con Anselmo.

– Mira, tu madre esta muy enferma Anselmo, ha sufrido mucho y está muy débil. No sé bien qué le pasa, la medicina a veces no puede hacer nada por quien no quiere seguir viviendo – Le dijo el doctor a un atento e incrédulo Anselmo.

– ¿Qué me quiere decir con eso doctor? ¿Qué le está pasando a mi madre? Esta mañana la dejé perfectamente – Respondió el joven.

– Yo ya no puedo hacer más por ella. Le he dado un medicamento para que pueda descansar. Déjala que duerma, estate atento a ella y si ves que empeora no dudes en avisarme – Le recalcó el médico mientras recogía su instrumental.

Anselmo, con lágrimas en los ojos, se sentó en una silla al lado de su madre, le cogió la mano y rompió a llorar.

A la mañana siguiente, Juana abrió los ojos. Anselmo estaba dormido sentado junto a ella pero al poco tiempo se percató y se levantó bruscamente de la silla para comprobar el estado de su madre.

– ¿No tendrías que estar en la Iglesia hijo mío? – Dijo con un hilo de voz Juana.

– No te preocupes mamá, ya hablaré con don Felipe. ¿Cómo te encuentras? ¿Qué te ha ocurrido? ¿Qué quería ese hombre que vi salir ayer? – Le preguntaba preocupado Anselmo a su madre.

– Estoy bien hijo mío – Dijo Juana mientras giraba su cabeza en la almohada, evidenciando que no saldría ni una palabra más por su boca.

Desde aquel mismo instante, Anselmo no quiso separarse ni un minuto de su madre. Al poco tiempo de despertarse, llegaron dos vecinas que venían a ver, como cada día hacían, cómo se encontraba su amiga Juana. Después de llevarse un gran disgusto al ver el estado de Juana, Anselmo aprovechó para decirles que avisaran a don Felipe que no podría ir a la Iglesia en unos días, que esperaba que fuera el tiempo suficiente para que su madre se recuperara.

Pasaron tres días más y Anselmo continuaba al pie de la cama donde continuaba postrada su madre sin apenas comer, beber, ni hablar. Anselmo, profundamente preocupado, no quería agobiarla con más preguntas y se limitaba a estar pendiente de que su madre estuviera lo mejor posible.

De repente y en plena madrugada, Juana se indispuso. Anselmo le ayudó a recuperar la compostura, entonces, entre sollozos, Juana le hizo una terrible confesión:

– Hijo mío, el hombre que estuvo aquí era Jacinto, un compañero de tu padre. No le fue nada fácil venir sin levantar sospechas. Jacinto me dijo una cosa terrible, terrible –

– ¿Qué te dijo mamá? – Preguntó Anselmo.

– Me dijo que Mateo, tu padre, llegó a la aldea de El Segarral con otros dos jornaleros. Allí fueron a la casa de Jacinto para que los ocultara porque sabían que los iban a matar – Siguió contando Juana entre lágrimas. – Esto fue justo antes de que tú nacieras hijo mío. Tu padre siempre fue un hombre muy bueno y Jacinto no dudó en ayudarle, como él había hecho otras veces –

– ¿Y qué pasó con papá? ¿Dónde está? – Decía el joven cada vez más angustiado.

– Jacinto pudo conseguir una vía de escape, estaba todo preparado para que Mateo y los demás pudieran abandonar El Segarral con destino a Barcelona, pero los franquistas ya habían entrado en el pueblo – Explicaba Juana.

– Continúa mamá, ¿qué pasó entonces? – Decía Anselmo.

– No podían echarse atrás y fueron a la casa de otro compañero que los tendría que sacar en coche de allí. Sin embargo, nada más salir a la calle, se encontraron de frente a un pelotón, ellos le miraron pero tu padre y los demás continuaron andando. De repente un hombre señaló a Mateo y empezó a gritar que los cogieran, que ahí había un rojo de mierda… – Dijo Juana mientras cogía aire a duras penas.

– Hijo mío, el hombre que gritaba era don Felipe que reconoció rápidamente a tu padre. El cura estaba acompañando al pelotón de reconocimiento y no dudó en delatarlo –

– ¿Qué dices madre?, ¿qué estás diciendo? – Añadió estupefacto Anselmo.

– Sí hijo sí. Jacinto nunca se había metido en líos y después de 10 años pudo salir de la cárcel, pero Mateo, mi Mateo… dicen que puede estar enterrado en el olivar del puente de piedra… ¡y don Felipe es el responsable! – Culminó Juana mientras la pena se le apoderaba.

Anselmo cayó de rodillas y después de un considerable rato, mientras su madre continuaba llorando desconsolada, se levantó y se dirigió hacia la puerta, Juana lo llamaba desesperadamente.

Eran las 5 de la madrugada. Anselmo recorría las calles de Fuentecabral sin dirección fija, en su cabeza no dejaban de sucederse los pensamientos obsesivos. Pensaba en su padre que nunca conoció, pensaba en su madre y en la vida de sufrimiento que había llevado por estar señalada y sobre todo pensaba en don Felipe, en los abusos sufridos, en el dinero que le pagaba manchado de sangre, en lo que tuvo que aguantar de una mente enferma y asesina que mientras sabía que había sido el causante del asesinato de un padre, tocaba a su hijo de forma impúdica.

A las 8 de la mañana, como cada día, don Felipe estaba arrodillado bajo un cristo crucificado rezando en el altar mayor de la Iglesia. Se abrió la puerta violentamente, don Felipe se giró y reconoció rápidamente la figura de Anselmo, se volvió a girar y empezó a levantarse poco a poco mientras hablaba:

– ¡Menos mal Anselmo! Tenemos muchas cosas que hacer antes de tu partida a Sevilla. He estado hablando con el señor vicario de ti y está deseando conocerte, cree que puedes llegar lejos, quién sabe, incluso te podrías quedar en la capital. Por cierto, ¿y tú madre? –

En ese momento se giró y se encontró a un palmo de Anselmo quién, con evidentes signos de inquietud, le empujó sin mediar palabra, tirándolo al suelo.

– Lo sé todo, tú eres el responsable de la muerte de mi padre y has arruinado mi vida y la de mi madre – Dijo Anselmo mientras cogía una cruz metálica que presidía la mesa del altar.

– Déjame que te explique, no sé qué te habrán dicho, pero tranquilo – Suplicó el cura que continuaba en el suelo.

Sin pensárselo, Anselmo se tiró violentamente encima del cura, apuñalándolo brutalmente en el cuello y la cabeza mientras lo insultaba vehementemente.

Cuando pudo recuperar la cordura, se levantó y miró fijamente al cura tendido en un gran charco de sangre, soltando la cruz ensangrentada que todavía sostenía. Antes de que nadie se percatara de lo sucedido, Anselmo abandonó la Iglesia y se dirigió a su casa, encerrándose violentamente en su habitación, mientras su madre, muy débil, se sobresaltaba en su lecho al oír el portazo.

Juana comenzó a gritar – ¡Anselmo, Anselmo! hijo contéstame – mientras bajaba como podía de la cama. Poco a poco fue arrastrándose por el suelo, sin fuerzas para andar, hasta llegar a la puerta de la habitación de su hijo.

Cuando logró girar el pomo de la puerta, pudo comprobar, a través del gran espejo que había frente a la cama, a su hijo, a Anselmo, acostado agonizando tras haberse practicado severas heridas en el pecho y el cuello.

– ¡Ay Dios! ¡Ay Dios! – se lamentaba amargamente Juana mientras abrazaba a su hijo delante de aquel gran espejo, un abrazo como el que nunca había dado a nadie antes.

Juana estaba en shock, aunque en lo más adentro de su ser, sabía, sin ninguna duda y después de haberle contado aquello, que el final de esa historia no sería nada agradable, pero ¿quién imaginaría este desenlace fatal?

Juana cerró los ojos, acurrucando a su hijo en su pecho mientras éste ya apenas podía respirar. Juana dejó la mente en blanco, pensó profundamente en Mateo y todo acabó.

Al cabo de un par de días y entre gran consternación, don Felipe fue enterrado con todos los honores en la propia Iglesia Mayor como un mártir del cristianismo. Los terratenientes rumoreaban que nunca debió fiarse del hijo de un depravado rojo con genes patológicos.

Al poco tiempo, Juana también fue enterrada prácticamente en secreto en el cementerio local. A su hijo Anselmo, como al resto de los suicidas, se le enterró a las afueras del cementerio y Mateo…, Mateo continúa en los olivares del puente de piedra.

Koopiloto G.R.
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