La dictadura de lo políticamente correcto

Las convenciones sociales son un elemento inherente al ser humano, pues estas surgen con él. Son una construcción social en la medida en que forman parte de la cultura. De hecho constituyen una parte importante de la cultura debido a que moldean la cotidianidad de las personas que viven en una determinada sociedad. Estas convenciones las componen las costumbres, los códigos de conducta, los usos establecidos, las reglas, etc. Digamos que las convenciones sociales constituyen las formas específicas de una sociedad, y más concretamente las formas del comportamiento de sus integrantes. Estas convenciones varían de una sociedad a otra y tampoco permanecen inmutables, sino que cambian a lo largo del tiempo. Por esta razón lo que es considerado socialmente aceptable en una sociedad no lo es en otra, y lo mismo ocurre a lo largo de diferentes épocas dentro de una misma sociedad.

Las sociedades son como los individuos, cambian a lo largo del tiempo como consecuencia de sus diferentes experiencias. Y con ese cambio también son modificadas las convenciones sociales que forman parte de la cultura que diferencia a esa sociedad, lo que indudablemente afecta a su identidad. Un individuo en su madurez es muy distinto de cuando era un niño o un adolescente. Ciertamente en un sentido muy literal estamos ante el mismo sujeto sólo que considerado en diferentes momentos. Son los cambios que el individuo experimenta a lo largo de su vida los que le transforman y le convierten con el paso del tiempo en otra persona. Estos cambios le moldean y pese a que siga siendo Juan o María no es, en definitiva, el mismo Juan o la misma María de hace 10 ó 40 años. Lo mismo ocurre con las sociedades.

Así pues, las sociedades primarias se caracterizan por no tener mucha cultura en tanto en cuanto las convenciones sociales que organizan su vida son limitadas. Su escasa complejidad hace que la cultura tenga un papel limitado mientras el individuo se encuentra en un estado de naturaleza. En este tipo de sociedad las necesidades son limitadas al circunscribirse fundamentalmente al mantenimiento y reproducción de la vida, de manera que las convenciones sociales existentes además de ser escasas están adaptadas a esas necesidades y al mantenimiento de las formas a través de las que esa sociedad las satisface. En este tipo de sociedades uno es dueño de todo y nadie es dueño de nada, de lo que se deducen una serie de relaciones no mediadas por el dinero ni sometidas a coacción alguna que, sin embargo, facilitan la satisfacción de las necesidades humanas, tanto materiales como inmateriales. Pero el proceso de civilización imprime en este tipo de sociedades unos cambios drásticos que las alteran completamente, y esto se refleja claramente en el terreno de la cultura y más específicamente en el de las convenciones sociales.

Ciertamente la civilización corrompe. El paso de una sociedad primaria, relativamente simple, a una sociedad compleja en el marco del estadio de desarrollo histórico que representa la civilización conlleva, a su vez, unas profundas transformaciones en todos los ámbitos de la vida humana, pero de manera muy particular en el de la cultura. La complejidad social, derivada en gran parte de la existencia de clases sociales en las que determinados grupos llevan una vida ociosa a costa del trabajo ajeno, genera unas condiciones de creciente heterogeneidad social para satisfacer las también crecientes necesidades del sistema de dominación que la articula. La división del trabajo y la excesiva especialización conlleva la aparición de una gran diversidad de grupos sociales, hasta el punto de que la cultura se convierte en una cuestión exclusiva de ciertos grupos que se dedican a ella de manera profesional y deja de ser así una creación popular para convertirse en el monopolio de unos pocos.

En el marco de la civilización la cultura desempeña una función específica dirigida a conseguir varios objetivos complementarios. Uno de estos es el consentimiento de la población al orden constituido, de manera que la mentalidad de la sociedad es moldeada de tal forma que vea como aceptable el sistema de dominación que la gobierna. La otra gran función de la cultura es el control de la población mediante la imposición de unas convenciones sociales que adaptan el comportamiento de las personas a las exigencias del poder establecido. Como consecuencia de esto último en las sociedades civilizadas la cultura se ha convertido en una industria de consumo para las masas, pero sobre todo en un artefacto para controlar a la población en la medida en que se da un exceso de cultura, entendido esto como un exceso de convenciones sociales que coartan la libertad de las personas y las someten a unos cánones impuestos por el poder.

La cultura deviene en un elemento de alienación que deshumaniza a las personas al estar más pendientes de satisfacer unas determinadas convenciones sociales, y por ello unas expectativas sociales culturalmente determinadas, que no en satisfacer sus propias necesidades. El comportamiento, entonces, es orientado según las exigencias del poder cultural que domina la sociedad y que la adapta a las necesidades del sistema de dominación. El resultado de todo esto es la deshumanización a través de la generalización de la hipocresía, pues las personas actúan de un determinado modo para cumplir con unos códigos de conducta, unas reglas, unas expectativas, etc., que constituyen lo que hoy se conoce como lo políticamente correcto. Se trata de una forma de coerción desarrollada por la cultura, y sobre todo por un exceso de cultura debido a que esta ya no ocupa una esfera limitada sino que se ha vuelto omnipresente para organizar el comportamiento humano de una forma total.

Las convenciones sociales, en el contexto histórico que representa la civilización, se convierten en un instrumento por medio del que las personas ocultan sus verdaderas intenciones. La dictadura de lo políticamente correcto que genera el exceso de cultura, junto al elevado peso de las convenciones sociales, hace que la imagen pública que las personas proyectan de sí mismas sea, por el contrario, muy diferente de la real. La persona actúa del modo en el que lo hace no por convicción interior, sino que por el contrario la mayoría de las ocasiones lo hace para evitar romper las convenciones imperantes y con ello eludir las consecuencias que ello provocaría, como es el rechazo, la crítica, la estigmatización, etc. La hipocresía se normaliza, y con ella la falta de sinceridad y la deshonestidad se generalizan. A todo esto le sigue la sospecha y la desconfianza entre las personas que en su hipocresía no toman en serio el comportamiento ajeno, y que por ello lo consideran un fingimiento. De este modo comprobamos que la civilización, con sus convenciones, ahoga la libertad y tiraniza a las personas que se ven obligadas a satisfacer unas exigencias culturales, generalmente impuestas, en detrimento de su integridad moral y de la satisfacción de sus propias necesidades. El individuo, y la sociedad misma, es sacrificado por las convenciones.

El peso de las convenciones sociales aplasta al individuo y a la comunidad al arrebatarles la libertad. Es el precio de la civilización que da más importancia a una serie de apariencias, de formas y refinamientos, que van en claro perjuicio de cuestiones más importantes que afectan a la dimensión específicamente humana de las personas como es la honestidad, la sinceridad, la espontaneidad, etc. Si las formas que son inherentes a esas convenciones tienen tanta importancia es porque son una herramienta de control que adapta a las personas y al conjunto de la sociedad a las necesidades, definidas en términos de poder, del sistema de dominación y de su elite dirigente. Pero además de esto generan un problema de fondo que afecta de lleno a la convivencia, pues el sentido asignado a determinados comportamientos, usos, reglas, etc., cambia completamente cuando no son tomados en serio, lo que da lugar a que el significado que oficialmente tienen asignado en la sociedad difiera del que finalmente reciben cuando son aplicados por los individuos. Esto genera incomunicación, incomprensión y desencuentro en las relaciones personales, de manera que la cohesión social se ve resentida.

La civilización quita más de lo que da a cambio. Ciertas mejoras materiales y comodidades se pagan a un precio muy alto que es la pérdida de la libertad, la alienación y la deshumanización. No sin razón Julio Camba, en su etapa anarquista, abogó por un ser humano en un estado natural, ajeno a los condicionamientos de la civilización. La civilización lo que hace es domesticar al ser humano, pues no sólo somete su entendimiento mediante el adoctrinamiento, sino que sobre todo reprime su instinto de rebeldía y sus ansias de libertad al generar en este una visión fatalista de su existencia. Es por eso que Julio Camba se mostró favorable a desandar ese camino a la civilización para recuperar el instinto de libertad propio de las sociedades primitivas.[1]

Una sociedad libre, por necesidad, es una sociedad en la que la cultura ocupa una esfera limitada, y que por ello mismo sus integrantes disponen de una amplia autonomía al no verse sometidos al peso de unas convenciones sociales excesivas. No se trata, entonces, de eliminar por completo las convenciones sociales, pues estas son inseparables del ser humano. Sino más bien de limitarlas en lo posible para que no sean las personas las que estén a su servicio sino, por el contrario, que dichas convenciones estén al servicio de las personas para facilitar la satisfacción de sus necesidades humanas, tanto materiales como inmateriales. De lo contrario sólo estaríamos reproduciendo una nueva dictadura de lo políticamente correcto bajo unas formas distintas. Se trata, en definitiva, de recuperar la libertad pero sobre todo de conservarla y engrandecerla, lo que únicamente es posible si la espontaneidad y la autenticidad son la sintonía general de las relaciones que establecen los miembros de una comunidad.

Esteban Vidal

Nota:

[1] Camba, Julio, “Seamos bárbaros” en El Rebelde Nº 11, 5 de marzo de 1904

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