Sobre Batman y el Problema del Poder Constituyente – David Graeber

Este artículo, cuyo título original es “On Batman and the Problem of Constituent Power”, fue traducido de su versión publicada como Apéndice en el libro The Utopia of Rules. On Technology, Stupidity, and the Secret Joys of Bureaucracy de David Graeber (2015), Melville House Publishing, USA. La traducción es de Leonardo Faryluk, publicada originalmente en el blog Palimpsestos.

Estoy añadiendo este texto, ostensiblemente en relación al film de Christopher Nolan The Dark Knight Rises –una versión larga de otro publicado bajo el título “Súper Posición” en The New Inquiry en 2012– ya que se explaya respecto a los temas de soberanía y cultura popular abordados en el tercer ensayo de este libro. En este texto, noto que existen tres elementos históricos independientes que, creo, están reunidos en nuestra noción de “Estado”, y que describo como soberanía, burocracia, y política (heroica). Mis pensamientos sobre soberanía, sin embargo, fueron mínimamente desarrollados, por lo que considero que puede interesar al lector ver algunas reflexiones adicionales sobre el tema, escritos en el mismo espectro y estilo discursivo.

El sábado 1 de Octubre de 2011, la policía de New York arrestó a setecientos activistas de Occupy Wall Street que intentaban marchar a través del puente de Brooklyn. El alcalde Bloomberg justificó el hecho argumentando que los manifestantes estaban bloqueando el tráfico. Cinco semanas más tarde, el mismo alcalde Bloomberg cerró al tráfico el cercano puente de Queensboro durante dos días seguidos para permitir la filmación de la última entrega de la trilogía de Christopher Nolan, Batman: The Dark Knight Rises.

Muchos notaron la ironía.

Hace unas semanas, fui a ver la película con algunos amigos de Occupy –muchos de los cuales habían sido detenidos en aquel puente en Octubre. Todos sabíamos que la película era básicamente una enorme pieza de propaganda anti-Occupy. No nos molestó. Fuimos al cine con la esperanza de divertirnos con este hecho, con el espíritu de alguien que no es racista, o un Nazi, y quiere ver una proyección respecto al Nacimiento de Una Nación o sobre el Triunfo de la Voluntad. Esperábamos que la película fuese hostil, incluso ofensiva. Pero ninguno esperaba que fuese mala.

Quisiera reflexionar aquí, por un momento, respecto a qué hizo tan horrible a la película. Porque, curiosamente, es algo importante. Pienso que la comprensión de muchas cosas –sobre las películas, la violencia, la policía, la verdadera naturaleza del poder estatal– puede ser lograda simplemente tratando de desentrañar qué, exactamente, hizo que The Dark Knight Rises sea tan mala.

Es una cuestión que creo deberíamos abordar desde el principio. La película es realmente una pieza de propaganda anti-Occupy. Algunos aún lo niegan. Christopher Nolan, el director, insistió que el guión fue escrito antes de que el movimiento se iniciara, y ha clamado que las famosas escenas de la ocupación de New York (Gotham) estaban realmente inspiradas en el relato de Dickens sobre la Revolución Francesa, y no por el mismo Occupy Wall Street. Me parece completamente falso. Todo el mundo sabe que los guiones son reescritos de forma continua a lo largo de la producción, muchas veces hasta el punto en que no se parecen nada al texto original; también, que cuando se trata de dar un mensaje, incluso detalles como la locación donde una escena está rodada (“¡Ya sé, vamos a enfrentar a los policías con los seguidores de Bane justo frente a la Bolsa de Valores de New York!”), o algún cambio menor en los diálogos (“Cambiemos ‘tomar el control’ por ‘ocupar’”) puede hacer una gran diferencia.

Luego está el hecho de que los villanos en realidad no ocupan Wall Street, sino que atacan la Bolsa de Valores.

Lo que quisiera argumentar es que precisamente este deseo de relevancia, el hecho de que los cineastas tengan el coraje para asumir los grandes temas del momento, es lo que arruina la película. Es especialmente triste, porque las dos primeras entregas de la trilogía –Batman Begins y The Dark Knight– tienen momentos de genuina elocuencia. Al realizarlas, Nolan demostró que tiene cosas interesantes que decir respecto a la psicología humana, y particularmente, respecto a la relación entre creatividad y violencia (es difícil imaginar un director de cine de acción que no la posea). The Dark Knight Rises es aún más ambiciosa. Se atreve a hablar en una escala y grandiosidad adecuada a estos tiempos. Pero el resultado, tartamudea en la incoherencia.

Momentos como este son potencialmente esclarecedores, por un lado porque proporcionan una especie de ventana, una manera de pensar respecto a las películas de superhéroes y respecto a los superhéroes en general, y que son simplemente eso. A su vez, ello permite responder otra pregunta: ¿Cuál es la razón de la repentina explosión de este tipo de películas –de forma tan dramática que parece que las películas basadas en cómics están reemplazando a la ciencia ficción como principal forma de éxitos de taquilla repletos de efectos especiales en las superproducciones de Hollywood casi tan rápidamente como las películas de policías reemplazaron a los Westerns como género de acción predominante en los setenta?

¿Por qué, en el proceso, los superhéroes que nos son familiares, de repente están siendo dotados de una compleja interioridad: antecedentes familiares, ambivalencia emocional, crisis morales, ansiedad, dudas sobre sí mismos? ¿O por qué (de igual forma, aunque menos marcada), el hecho de recibir un alma parece forzarlos también a elegir algún tipo de orientación política explícita? Se podría argumentar que esto ocurrió primero con un personaje ajeno al mundo de los cómics, con James Bond, quien en su encarnación tradicional, con su gran legajo de mentes maestras del mal, siempre fue una especie cinematográfica de lo mismo. Casino Royale dotó a Bond de profundidad psicológica. Y en la siguiente película, Bond estaba salvando comunidades indígenas de Bolivia de las garras de malvadas trasnacionales privatizadoras del agua.

Spiderman, también quebró a la izquierda, así como Batman lo hizo a la derecha. En cierto modo, tiene sentido. Los superhéroes son producto de sus orígenes históricos. Superman es producto de la época de la Depresión trasladado a un joven granjero de Iowa; Batman, el playboy multimillonario, es un descendiente del complejo industrial-militar creado, tal como él, a inicios de la Segunda Guerra Mundial; Peter Parker, un producto de los años sesenta, es un chico inteligente de clase trabajadora de Queens que se inyectó algo raro en las venas. Pero, nuevamente, en la última película, el subtexto se tornó sorprendentemente explícito (“No eres un vigilante”, dice el comandante de policía, “¡eres un anarquista!”): particularmente en el clímax, cuando Spiderman, herido por la bala de un policía, es rescatado por un brote de solidaridad de la clase obrera por docenas de operadores de grúas a lo largo de todo Manhattan, desafiando las órdenes de la ciudad al movilizarse para ayudarlo. La película de Nolan es políticamente la más ambiciosa, pero también la que se torna más obviamente chata. ¿Esto se deberá a que el género de superhéroes no se presta a un mensaje de derechas?

Ciertamente, esta no es la conclusión a la que han llegado los críticos culturales en el pasado.

Entonces, ¿qué podemos decir respecto a las posturas políticas en el género de superhéroes? Parece razonable comenzar por echar una mirada a los cómics, dado que es donde todo lo demás (series de televisión, dibujos animados, éxitos de taquilla) proviene. Los cómics de superhéroes fueron originalmente un fenómeno de mitad de siglo, y tal como todos los fenómenos de la cultura pop de mediados de siglo, son esencialmente freudianos. Es decir, en la medida en que una obra de ficción popular tenía algo que decir respecto a la naturaleza humana, o las motivaciones humanas, un cierto freudismo pop es esperable. A veces esto se hacía explícito, como enForbidden Plantet, con sus “monstruos del Ello”. Pero por lo general, se trata sólo del subtexto.

Umberto Eco ha remarcado que las historias del cómic operan un poco como los sueños; la misma trama básica se repite, de manera obsesiva-compulsiva, una y otra vez; nada cambia, aún cuando el telón de fondo de las historias pueda desplazarse desde la Gran Depresión a la Segunda Guerra Mundial o a la prosperidad de post-guerra, los héroes –ya sean Superman, Wonder Woman, Green Hornet o Dr. Strange– parecen permanecer en un eterno presente, nunca envejeciendo, siendo fundamentalmente siempre iguales. La trama básica tiene la siguiente forma: un tipo malo –posiblemente un jefe criminal, más frecuentemente un poderoso supervillano– se embarca en un proyecto de conquista mundial, destrucción, robo, extorsión o venganza. El héroe es alertado del peligro y se da cuenta de lo que está sucediendo. Después de algunas pruebas y dilemas, en el último minuto posible, el héroe frustra los planes del villano. El mundo vuelve a la normalidad hasta el próximo episodio, cuando sucede exactamente lo mismo una vez más.

No hace falta ser un genio para darse cuenta lo que está ocurriendo aquí. Los héroes son puramente reaccionarios. Con esto quiero decir “reaccionarios” en el sentido literal: simplemente reaccionan a las cosas; no poseen proyectos propios (o, para ser más precisos, como héroes no tienen proyectos propios. Como Clark Kent, Superman puede estar constantemente intentando, y fallando, entrar en los pantalones de Lois Lane. Como Superman, es puramente reactivo). De hecho, los superhéroes parecen casi totalmente carentes de imaginación. Bruce Wayne, con todo el dinero del mundo, parece no poder pensar en nada más que diseñar armamento de aún más alta tecnología y realizar caridad ocasional. Del mismo modo, a Superman nunca parece ocurrírsele que podría terminar fácilmente con el hambre del mundo o tallar mágicas ciudades libres. Casi nunca vemos a los superhéroes hacer, crear, o construir cosas. Los villanos, en contraste, son implacablemente creativos. Están llenos de planes, proyectos e ideas. Claramente, se supone que al principio, y sin conscientemente darnos cuenta, debemos identificarnos con los villanos. Después de todo, se están llevando toda la diversión. Luego, por supuesto, debemos sentirnos culpables, identificarnos nuevamente con el héroe, y divertirnos aún más viendo al Super Yo enviar al Ello nuevamente a su lugar de sumisión.

Por supuesto, al momento que empiezas a argumentar que puede haber cualquier mensaje en un cómic, es probable escuchar las objeciones habituales: “¡Pero si son apenas formas baratas de entretenimiento! Intentan enseñarnos algo respecto a la naturaleza humana, la política o la sociedad, tanto como, por ejemplo, la Rueda de la Fortuna”. Y por supuesto, hasta cierto punto, esto es cierto. La cultura pop no existe con el fin de convencer a nadie de nada. Existe en aras del placer. Sin embargo, si prestas atención, uno puede observar que la mayoría de los proyectos de la cultura pop tienden a hacer que el mismo placer sea una especie de argumento. Las películas de terror son un ejemplo particularmente poco sutil de cómo funciona esto. La trama de una película de terror es, por lo general, una especie de historia sobre trasgresión y castigo –en las películas slasher, quizás las más puras, despojadas y menos sutiles del género, siempre se observa el mismo movimiento en la trama. Como Carol Clover notó hace tiempo en su Men, Women, and Chainsaws, el público es inicialmente animado tácitamente a identificarse con el monstruo (la cámara toma, literalmente, el punto de vista del monstruo) mientras se aleja de las “chicas malas”, y sólo más tarde, la mirada pasa por los ojos de la heroína andrógina que finalmente lo destruye. La trama siempre es una sencilla historia de trasgresión y castigo: Las chicas malas pecan, tienen sexo, no reportan un accidente de tráfico, quizás simplemente son adolescentes estúpidas y desagradables; como resultado, son evisceradas. Entonces, la chica buena y virginal destripa al culpable. Todo muy cristiano y moralista. Los pecados pueden ser menores y el castigo absolutamente desproporcionado, pero el mensaje final es: “Por supuesto que se lo merecen; todos lo merecemos; cualquiera sea nuestro aspecto exterior civilizado, todos somos malos y corruptos. ¿La prueba? Bueno, mírate a ti mismo. ¿No eres malvado? Si no lo eres, entonces ¿por qué te obsesionas viendo esta mierda sádica?”

A esto me refiero cuando digo que el placer es una forma de argumentación.

En comparación, un cómic de superhéroes puede parecer bastante inofensivo. Y en muchos sentidos lo es. Si todo un cómic está diciéndole a un grupo de adolescentes que todo el mundo tiene un cierto deseo de caos por el caos mismo, pero que en última instancia, tales deseos deben ser controlados, las implicancias políticas no parecen ser particularmente graves. Especialmente porque el mensaje aún posee una buena dosis de ambivalencia, tal como ocurre con todos estos héroes contemporáneos de películas de acción que se pasan gran parte de su tiempo destrozando centros comerciales y suburbanos y cosas por el estilo. La mayoría de nosotros desearía destrozar un banco o un centro comercial al menos una vez en nuestras vidas. Y tal como expresó Bakunin, “el impulso por la destrucción es también un impulso creativo”.

Aún así, creo que hay razón para creer que al menos en el caso de la mayoría de los superhéroes del cómic, el caos tiene implicancias políticas muy conservadoras. Para entender por qué, tendré que entrar en una breve digresión respecto a la cuestión del poder constituyente.

Los superhéroes disfrazados en última instancia combaten contra criminales en el nombre de la ley –incluso si ellos mismos muchas veces operan fuera de un marco estrictamente legal. Pero en el Estado moderno, el propio status de ley es un problema. Esto es debido a una paradoja lógica básica: ningún sistema puede generarse a sí mismo. Cualquier poder capaz de crear un sistema de leyes no puede ser en sí obligado por ellas. Así que la ley debe provenir de otro lugar. En la Edad Media la solución era simple: el ordenamiento jurídico fue creado por Dios, un ser que, como el Antiguo Testamento deja muy claro, no está obligado por sus leyes o incluso cualquier sistema moral reconocible (nuevamente, esta es la razón: si ha creado la moral, no puede, por definición, estar atado a ella). Si no es por Dios directamente, entonces proviene del poder divinamente encomendado a los reyes. Los revolucionarios ingleses, norteamericanos y franceses cambiaron todo esto cuando crearon la noción de soberanía popular –declarando que el poder antes en manos de los reyes está ahora en una entidad que llamaron “el pueblo”. Esto creó un problema lógico inmediato, porque “el pueblo” es, por definición, un grupo de personas unidas por un cierto conjunto de leyes. Así que ¿de qué manera pudieron haber creado esas leyes? Cuando esta cuestión fue planteada por primera vez en el despertar de las revoluciones británicas, norteamericanas y francesas, la pregunta parecía obvia: por medio de las revoluciones en sí mismas. Pero esto crea un problema adicional. Las revoluciones son actos de violación de la ley. Es completamente ilegal levantarse en armas, derrocar a un gobierno, y crear un nuevo orden político. De hecho, posiblemente nada es más ilegal que esto. Cromwell, Jefferson o Danton fueron claramente culpables de traición, de acuerdo a las leyes con las que crecieron, tanto como lo habrían sido si hubiesen tratado de hacer lo mismo bajo el nuevo régimen que crearon, digamos, veinte años más tarde.

Así que las leyes surgen de una actividad ilegal. Esto crea una incoherencia fundamental en la idea misma de gobierno moderno, que asume que el Estado tiene el monopolio del uso legítimo de la violencia (sólo la policía, o los guardias de las prisiones, o la seguridad privada debidamente autorizada, tienen derecho legal a darte una paliza). Es legítimo que la policía use la violencia, ya que están haciendo cumplir la ley; la ley es legítima porque está arraigada en la Constitución; la Constitución es legítima porque proviene del pueblo; el pueblo crea la Constitución por actos de violencia ilegal. La pregunta obvia entonces, es: ¿Cuál es la diferencia entre “el pueblo” y una simple turba furiosa?

No hay una respuesta obvia.

La respuesta de la mayoría, es la respetable opinión de tratar de empujar el problema lo más lejos posible. La frase habitual es: la era de las revoluciones ya ha pasado (quizás excepto en lugares sumidos en la ignorancia como Gabón, o quizás Siria); ahora podemos cambiar la Constitución o las normas legales, mediante medios legales. Por supuesto, esto significa que las estructuras básicas nunca cambiarán. Podemos ver sus resultados en Estados Unidos, que continúa manteniendo su arquitectura del Estado, con su colegio electoral y su sistema bi-partidario, que –mientras fue muy progresista en 1789– ahora nos hace parecer, a los ojos del resto del mundo, el equivalente político de los Amish, aún dando vueltas a caballo y carros de paseo. También significa que basamos la legitimidad de todo el sistema en el consentimiento de las personas, a pesar de que las únicas que alguna vez fueron realmente consultadas al respecto vivieron hace más de doscientos años. En Estados Unidos, al menos, “el pueblo” lleva muerto hace mucho tiempo.

Hemos pasado de una situación donde el poder de crear un orden jurídico proviene de Dios, a uno que deriva de una revolución armada, a uno que se arraiga totalmente en la tradición –“Estas son las costumbres de nuestros antepasados, ¿por qué habríamos de dudar de su sabiduría?” (Y, por supuesto, un número nada insignificante de políticos estadounidenses han dejado claro que les gustaría que se lo devuelva nuevamente a Dios).

Esto, como dije, es cómo considera el asunto la mayoría. Para la Izquierda radical, y la Derecha autoritaria, el problema del poder constituyente está muy presente, pero cada uno tiene un enfoque diametralmente opuesto respecto a la cuestión fundamental de la violencia. La Izquierda, castigada por los desastres del siglo XX, se ha desplazado en gran medida fuera de su vieja celebración de la violencia revolucionaria, prefiriendo formas no violentas de resistencia. Los que actúan en nombre de algo superior a la ley pueden hacerlo justamente porque no actúan como una turba iracunda. Para la Derecha, por el otro lado –y esto ha sido así desde el ascenso del fascismo en los años veinte, la sola idea de que hay algo especial en la violencia revolucionaria, algo que la haga diferente de la mera violencia criminal, es poco más que tonterías. Violencia es violencia. Pero esto no significa que una turba furiosa no pueda ser “el pueblo” porque la violencia es la verdadera fuente de la ley y el orden político de todos modos. Cualquier forma de violencia es, a su modo, una forma de poder constituyente. Es por ello que, como señaló Walter Benjamín, no podemos dejar de admirar al “gran criminal”: porque, tal como se ha puesto en tantos carteles de películas a lo largo de los años, “él hace su propia ley”. Después de todo, cualquier organización criminal, inevitablemente, desarrolla –a menudo de modo muy elaborado– su propio conjunto de normas y reglamentos internos. Deben hacerlo, como una forma de controlar lo que de otro modo sería violencia completamente al azar. Pero desde la perspectiva de la Derecha, esto es todo lo que la ley jamás es. Es un medio de control de la misma violencia lo que lo trae a la existencia, y por medio de la cual en última instancia se aplica.

Esto hace que sea más fácil entender la sorprendente afinidad entre maleantes, bandas criminales, movimientos políticos de derecha, y representantes armados del Estado. En última instancia, todos hablan el mismo lenguaje. Crean sus propias reglas a base de la fuerza. Como resultado, estas personas suelen compartir las mismas sensibilidades políticas generales. Mussolini podría haber acabado con la mafia, pero los mafiosos italianos aún lo idolatran. En Atenas, actualmente, hay una colaboración activa entre los jefes criminales en los barrios de inmigrantes pobres, bandas fascistas y la policía. De hecho, en este caso se trató claramente de una estrategia política: frente a la perspectiva de los levantamientos populares en contra de un gobierno de derecha, la policía primero retiró la protección de los barrios cercanos a pandillas de inmigrantes, y a continuación comenzó a dar apoyo tácito a los fascistas (el resultado fue el rápido crecimiento de un partido abiertamente Nazi. Aproximadamente la mitad de la policía griega reportó haber votado por los nazis en la última elección). Pero esto es simplemente como funciona la política de derecha. Para ellos, es este el espacio donde las diferentes fuerzas violentas que operan fuera del ordenamiento jurídico (o en el caso de la policía, a duras penas en su interior) interactúan con las nuevas formas de poder, donde el orden, puede surgir.

Entonces ¿qué tiene todo esto que ver con superhéroes disfrazados? Bueno, todo. Debido a que este es exactamente el espacio en que tanto superhéroes como supervillanos habitan. Un espacio inherentemente fascista, habitado sólo por gángsters, aspirantes a dictadores, policías y matones, con líneas de separación muy borrosas entre ellos. A veces los policías son legalistas, a veces corruptos. A veces la misma policía cae en el vigilantismo. A veces persiguen al superhéroe, otras veces miran hacia otro lado, o lo ayudan. Villanos y héroes a veces forman equipo. Las líneas de fuerza siempre están cambiando. Si algo nuevo surgiera, sólo podría ser a través de esas fuerzas cambiantes. No hay nada más, dado que en los universos de DC y Marvel, Dios o la gente, simplemente no existen.

En la medida que exista entonces un potencial para el poder constituyente, sólo puede provenir de los proveedores de la violencia. Y de hecho, los supervillanos y malignos maestros del mal, cuando no sueñan simplemente con cometer el crimen perfecto o realizar actos aleatorios de terror, están siempre maquinando cómo imponer un Nuevo Orden Mundial de uno u otro tipo. Seguramente, si Red Skull, o Kang el Conquistador, o Doctor Doom alguna vez tuviesen éxito en apoderarse del planeta, una nueva serie de leyes sería rápidamente creada. No serían leyes muy bonitas. Su creador no estaría, sin dudas, atado a ellas. Pero uno tiene la sensación que de otro modo, ellos estarían muy estrictamente forzados. Los superhéroes se resisten a esta lógica. Ellos no desean conquistar el mundo –aunque quizás sólo porque no son monomaníacos o dementes. Como resultado, se mantienen como parásitos de los villanos de la misma forma que la policía lo es de los criminales: sin ellos, no tendrían razón de existir. Permanecen defensores de un orden legal y político que parece haber salido de la nada, y que, sin embargo, aunque defectuoso o degradado, debe ser defendido, porque la única alternativa es mucho peor.

No son fascistas. Son simplemente gente ordinaria, decente, pero súper-poderosa, que habita un mundo en que el fascismo es la única posibilidad política.

¿Por qué, podríamos preguntar, una forma de entretenimiento basada en tal peculiar noción de política emergió entre los inicios y mediados del siglo XX en Estados Unidos, justo en los momentos en que el fascismo real estaba en aumento en Europa? ¿Fue una especie de fantasía norteamericana equivalente? No exactamente. Es más bien que tanto el fascismo como los superhéroes fueron resultado de una situación histórica similar: ¿Cuál es el fundamento del orden social cuando uno ha exorcizado la idea misma de revolución? Y sobre todo, ¿qué ocurre con la imaginación política?

Se podría empezar considerando quienes son el público principal de los cómics de superhéroes. Principalmente, adolescentes o preadolescentes blancos. Es decir, las personas que están en el momento de sus vidas tanto más imaginativo como por lo menos un poco rebelde; pero que a la vez están preparándose para tomar eventualmente posiciones de autoridad y poder en el mundo, para ser padres, sheriffs, propietarios de pequeñas empresas, funcionarios intermedios, ingenieros. ¿Y qué es lo que aprenden de estos dramas eternamente repetidos? Bueno, para empezar, que la imaginación y la rebelión llevan a la violencia; en segundo lugar, que, como la imaginación y la rebelión, la violencia conlleva muchísima diversión; tercero, que, en última instancia, la violencia debe ser dirigida contra cualquier desbordamiento de la imaginación y la rebelión que se salga de cauce. ¡Estas cosas deben ser contenidas! Esta es la razón por la que los superhéroes no son imaginativos de ninguna manera, a excepción del diseño de sus trajes, sus coches, tal vez sus hogares, y sus accesorios varios.

Es en este sentido que la lógica de la trama de superhéroes es profunda, hondamente conservadora. En última instancia, la división entre sensibilidades de izquierda o de derecha depende de la actitud respecto a la imaginación. Para la Izquierda, la imaginación, la creatividad, por extensión la producción, el poder de crear nuevas cosas y nuevos arreglos sociales, es lo que siempre se celebra. Es la fuente de todo valor real en el mundo. Para la Derecha, esto es peligroso; en última instancia, es el mal. La necesidad de crear es también un impulso destructivo. Este tipo de sensibilidad era común en el freudismo popular: donde el Ello era el motor de la psique, pero también lo amoral; si realmente era desatado, daría lugar a una orgía de destrucción. Esto es también lo que separa a los conservadores de los fascistas. Ambos coinciden en que la imaginación sin frenos sólo puede conducir a la violencia y a la destrucción. Los conservadores desean defendernos de esa posibilidad. Los fascistas quieren desatarla de todos modos. Aspiran a ser, tal como Hitler se imaginó a sí mismo, grandes artistas pintando con la mente, la sangre y los tendones de la humanidad.

Esto significa que no es sólo el caos lo que se convierte en la culpa del lector, si no el mismo hecho de tener una vida de fantasía en absoluto. Y si bien puede parecer extraño que cualquier género artístico sea en última instancia una advertencia respecto a los peligros de la imaginación humana, explica el por qué, en los años cuarenta y cincuenta, todo el mundo parecía sentir que había algo sucio en su lectura. También explica cómo en los años sesenta de repente todo se veía tan inofensivo, permitiendo el arribo de superhéroes de TV tontos, cursis, tales como la serie Batman de Adam West, o los dibujos animados de Spiderman de los sábados por la mañana. Si el mensaje era que la imaginación rebelde estaba bien, siempre y cuando se mantuviese alejada de la política y simplemente se limitase a opciones de consumo (ropa, automóviles, accesorios otra vez), se había convertido en un mensaje que incluso los productores ejecutivos podrían fácilmente avalar.

* * *

Podemos concluir: el cómic clásico es ostensiblemente político (unos locos tratando de apoderarse del mundo), es realmente psicológico y personal (sobre la superación de los peligros de la adolescencia rebelde), aunque en última instancia, políticos, después de todo [1].

De ser así, las nuevas películas de superhéroes son precisamente lo contrario. Son ostensiblemente psicológicas y personales, muy políticas, pero en última instancia, psicológicas y personales después de todo.

La humanización de los superhéroes no se inició en el cine. En realidad, se inició en los años ochenta y noventa, dentro del propio género del cómic, con el Batman de Frank Miller, The Dark Knight Returns, y el Watchmen de Alan Moore –un subgénero que podría denominarse superhéroes noir. En ese momento, las películas de superhéroes continuaron trabajando desde la tradición heredada en los sesenta, como ser la saga de Supermande Christopher Reeve, o el Batman de Michael Keaton. Eventualmente, sin embargo, el subgénero noir, probablemente siempre un poco cinematográfico en su inspiración, también llegó a Hollywood. Uno podría decir que alcanzó su pico con Batman Begins, la primera parte de la trilogía de Nolan. En esa película, Nolan, en esencia, se pregunta, “¿Qué pasaría si alguien como Batman realmente existiese? ¿Cómo podría ocurrir? ¿Qué es lo que realmente se necesita para que un miembro, de otro modo respetable, de la sociedad decida vestirse como un murciélago y merodear por las calles en busca de criminales?”.

Como era de esperar, las drogas psicodélicas juegan un papel muy importante. Lo mismo ocurre con problemas graves de salud mental y cultos religiosos extraños.

Es curioso que los críticos de la película nunca parezcan notar el hecho de que Bruce Wayne, en las películas de Nolan, raya lo sicótico. Como él mismo, es casi completamente disfuncional, incapaz de formar amistades o relaciones románticas, poco interesado en el trabajo a menos que de algún modo refuerce sus obsesiones morbosas. El héroe está tan obviamente loco, y la película es tan obvia respecto a su batalla con la locura, que no es problema que los villanos sean solo una pandilla de apéndices de su ego: Ra’s al Ghul (el mal padre), el Jefe Criminal (un exitoso hombre de negocios), el Espantapájaros (que deriva del empresario loco). No hay nada particularmente atractivo en ninguno de ellos. Pero no importa –son todos meros fragmentos de la mente destrozada del héroe. Como resultado, no tendemos a identificarnos con el villano y luego retrotraer el odio a nosotros mismos; podemos simplemente disfrutar viendo a Bruce hacerlo por nosotros.

Tampoco hay un mensaje político obvio.

O al menos eso parece. Pero cuando creas una película llena de personajes tan densos en mitos e historia, ningún director controla de forma completa su material. El rol del director de cine es en gran parte ensamblarlos. En la película, el villano principal es Ra’s al Ghul, quien inicia a Batman en la Liga de las Sombras en un monasterio de Bután, y sólo entonces revela su plan de destruir Gotham para liberar al mundo de su corrupción. En los cómics originales, aprendemos que Ra’s al Ghul (un personaje introducido en 1971) es de hecho un Primitivista y eco-terrorista, decidido a restaurar el equilibrio de la naturaleza mediante la reducción de la población humana del planeta en un 99 %. La principal forma en que Nolan cambió la historia fue haciendo que Batman se inicie como discípulo de Ra’s al Ghul. Pero en términos contemporáneos esto, también, tiene sentido. Después de todo, ¿cuál es el estereotipo mediático que viene a la mente de forma inmediata –al menos desde las acciones directas contra la Organización Mundial del Comercio en Seattle– cuando uno piensa en un niño poseedor de un fondo fiduciario que, movido por un sentido insondable de la injusticia, decide ponerse ropa de color negro y una máscara, para salir a la calle a crear violencia y casos, aunque siempre de manera calculada para jamás matar realmente a alguien? Ni hablemos de aquel tan inspirado por las enseñanzas de un gurú radical que cree que necesitamos volver a la Edad de Piedra. Nolan hizo a su héroe un Black Bloc discípulo de John Zerzan, que rompe con su antiguo mentor cuando se dio cuenta lo que conllevaría la restauración del Edén.

De hecho, ninguno de los villanos en cualquiera de las tres películas desea gobernar el mundo. No desean tener poder sobre los demás, o crear nuevas reglas de algún tipo. Incluso sus secuaces son temporales –en última instancia siempre planean matarlos. Los villanos de Nolan son siempre anarquistas. Pero son anarquistas muy peculiares, de una especie que sólo parece existir en la imaginación del cineasta: anarquistas que creen que la naturaleza humana es fundamentalmente mala y corrupta. El Joker, verdadero héroe de la segunda película, hace todo esto explícito: es básicamente el Ello convertido en filósofo. El Joker es anónimo, no tiene otro origen más que el inventado caprichosamente en cualquier ocasión particular; ni siquiera es claro que poder posee o de dónde proviene. Sin embargo, es inexorablemente poderoso. El Joker es pura fuerza de auto-creación, un poema escrito por él mismo; y su único propósito en la vida parece ser una obsesiva necesidad de probar, en primer lugar a los demás, que todo es y puede ser poesía –y en segundo lugar, que la poesía es maldad.

Así volvemos a la trama central de los primeros universos de superhéroes: una prolongada reflexión sobre los peligros de la imaginación humana; cómo los deseos del propio lector de sumergirse en un mundo impulsado por imperativos artísticos es la prueba viviente de que la imaginación siempre debe ser tratada con cuidado.

El resultado es una película emocionante, con un villano querible –que obviamente terminas divirtiéndote con él– y genuinamente aterrador. Batman Begins simplemente estaba llena de gente hablando del miedo. The Dark Knight realmente lo produjo un poco. Pero incuso esa película comenzó a achatarse al momento de tocar cuestiones de política popular. La gente hace un pobre intento de intervenir en el comienzo, cuando imitadores de Batman aparecen por toda la ciudad, inspirados por el ejemplo del Caballero de la Noche. Por supuesto, todos mueren horriblemente y ese es el final del tema. A partir de entonces, son vueltos a poner en su lugar, como Audiencia, que al igual que la turba en el anfiteatro romano, existe sólo para juzgar el desempeño de los protagonistas: pulgares arriba para Batman, pulgares abajo para Batman, pulgares arriba para el Fiscal de Distrito… Al final, cuando Bruce y el Comisionado Gordon establecen el plan de Batman como chivo expiatorio y crean un falso mito alrededor del martirio de Harvey Dent, es nada menos que la confesión de que la política es idéntica al arte y la ficción. El Joker tenía razón. Hasta cierto punto. Como siempre, la redención radica sólo en el hecho que la violencia, el engaño, puede volverse sobre sí mismo.

Habían hecho bien en dejarlo allí.

El problema con esta visión de la política es que simplemente no es cierta. La política no es sólo el arte de la manipulación de imágenes, respaldada por la violencia. En realidad no es un duelo entre empresarios ante un público que se creerá casi cualquier cosa si se la presenta de forma artística. No hay duda que les debe parecer así a los directores de cine extraordinariamente ricos de Hollywood. Pero entre el rodaje de la primera y la segunda película, la historia intervino de forma bastante decisiva para marcar lo equivocada que está dicha versión. La economía se derrumbó. No a causa de una sociedad secreta de monjes guerreros, sino por un grupo de gestores financieros que, viviendo en la burbuja del mundo de Nolan, compartían sus supuestos acerca de la infinitud de la manipulabilidad popular, que resultó ser equivocada. Hubo una respuesta popular masiva. No tomó la forma de una frenética búsqueda de salvadores mesiánicos, mezclados con brotes de violencia nihilista; [2] sino que cada vez más, tomó la forma de una serie de movimientos realmente populares, incluso revolucionarios, derribando los regímenes de Medio Oriente y ocupando plazas en todos lados, desde Cleveland a Karachi, y tratando de crear nuevas formas de democracia.

El poder constituyente había reaparecido, y en formas imaginativas, radicales y no violentas. Este es precisamente el tipo de situaciones que un universo de superhéroes no puede abordar. En el mundo de Nolan, algo como Occupy sólo podía haber sido producto de un pequeño grupo de manipuladores ingeniosos (ya sabes, gente como yo) que en realidad está persiguiendo una agenda secreta.

Nolan realmente debería haber dejado estos temas a un lado, pero al parecer, no podía evitarlo. El resultado es prácticamente incoherente. Es, básicamente, otro drama psicológico disfrazado de político. La trama es complicada y apenas vale la pena relatarla. Bruce Wayne, nuevamente disfuncional sin su alter ego, se convirtió en un recluso. Un empresario rival contrata a Catwoman para robar sus huellas digitales y así usarlas para hacerse con todo su dinero; pero realmente el empresario está siendo manipulado por un supervillano mercenario enmascarado llamado Bane. Bane es más fuerte que Batman pero básicamente es una persona miserable, que llora por el amor no correspondido de la hija de Ra’s al Ghul, Talia, lisiado por el maltrato sufrido en su juventud en una prisión estilo calabozo donde fue encerrado injustamente, su cara invisible detrás de una máscara que debe usar continuamente para no colapsar bajo un dolor agonizante. La forma en que el público se identifica con un villano como este, solo puede ser con ausencia de simpatía. Nadie en su sano juicio querría ser Bane. Pero presumiblemente ese sea el punto: una advertencia contra los peligros de la simpatía indebida con los desafortunados. Dado que Bane es también un revolucionario carismático, quien, luego de eliminar a Batman, revela que el mito de Harvey Dent es una mentira, libera a los habitantes de las prisiones de Gotham, y libera a la cada vez más impresionante población para saquear y quemar las mansiones del 1%, y arrastrar a sus habitantes ante tribunales revolucionarios. (El Espantapájaros, graciosamente, reaparece como Robespierre). Pero en realidad en última instancia tiene la intención de matarlos a todos con una bomba nuclear reconvertida a partir de algún tipo de proyecto energético verde. ¿Por qué? ¿Quién sabe? Quizás él también es una especie de eco-terrorista Primitivista como Ra’s al Ghul. (Parece haber heredado el mandato de la misma organización). Tal vez sólo está intentando impresionar a Talia terminando el trabajo de su padre. O quizás es simplemente maligno y no hay necesidad de más explicaciones.

Contrariamente, ¿por qué desea Bane dirigir al pueblo a una revolución social, si va a hacer explotar una bomba nuclear en pocas semanas, de todos modos? Nuevamente, nadie lo sabe. Dice que antes de destruir a alguien, primero hay que darle esperanzas. ¿Así que el mensaje es que los sueños utópicos sólo pueden conducir a violencia nihilista? Es de suponer que algo así, pero es singularmente poco convincente, ya que el plan de matar a todos estuvo primero. La revolución fue una idea decorativa de último momento.

De hecho, lo que ocurre en la ciudad posiblemente sólo puede tener sentido como un eco material de lo que siempre ha sido más importante: lo que pasa en el cerebro torturado de Bruce Wayne. Después de que Batman es lisiado por Bane a mitad de la película, es enviado al mismo calabozo fétido donde alguna vez fue encarcelado el propio Bane. La prisión se ubica en el fondo de un pozo, donde la luz del sol siempre está burlándose de sus habitantes –pero el pozo es imposible de escalar. Bane se asegura que Bruce sea cuidado hasta recuperar la salud, simplemente para que pueda intentar escalarlo, y así saber que fue su fracaso lo que permitió que su amada Gotham sea destruida. Sólo entonces Bane será lo suficientemente misericordioso para matarlo. Esto es ingenioso, pero psicológicamente, al menos, tiene algún sentido. Llevado al nivel de una ciudad, no lo tiene en absoluto: ¿por qué alguien querría dar esperanzas a una población y luego vaporizarlos de forma inesperada? Lo primero es cruel. Lo segundo es azaroso. Y no sólo eso, los realizadores empeoran la metáfora al poner a Bane a jugar el mismo truco con el departamento de policía de Gotham, quienes –en un complot tan idiota que viola incluso los estándares de plausibilidad esperables en un cómic –son casi todos atraídos al subsuelo de la ciudad y luego encerrados allí por bombas bien emplazadas, excepto por el hecho de que por alguna razón pueden recibir comida y agua, presumiblemente para ser también ellos, torturados por la esperanza.

Otras cosas pasan, pero realmente todas tienen proyecciones similares. Esta vez Catwoman juega el rol por lo general asignado a la audiencia, primero identificándose con el proyecto revolucionario de Bane, luego, sin razón claramente articulada, cambiando de idea y huyendo. Batman y la policía de Gotham ascienden de sus respectivas mazmorras y unen fuerzas para luchar contra los Ocupantes del mal que están fuera de la Bolsa de Valores. Al final, Batman finge su propia muerte al deshacerse de la bomba y Bruce termina con Catwoman en Florencia. Un nuevo falso mártir nace y el pueblo de Gotham se apacigua. En caso de futuros problemas, se nos asegura que existe un potencial heredero de Batman, un desilusionado oficial de policía llamado Robin. Todo el mundo respira aliviado porque la película ha terminado.

¿Se supone que hay un mensaje que todos podamos llevar a casa en esto? Si lo había, debe haber sido algo como: “Es cierto que el sistema es corrupto, pero es lo que tenemos, y de todas formas, las figuras de autoridad son de confiar si primero han sido castigadas y soportaron terribles sufrimientos”. (Los policías normales dejan morir a los niños en los puentes. Pero la policía que ha sido enterrada viva por algunas semanas puede emplear legítimamente la violencia). “Es cierto que hay injusticia y sus víctimas merecen nuestra simpatía, pero dentro de límites razonables. La caridad es mucho mejor que la solución de problemas estructurales. Ese camino lleva a la locura”. Porque en el universo de Nolan, cualquier intento de abordar problemas estructurales, incluso por medio de la desobediencia civil no violenta, es en realidad una forma de violencia; porque eso es todo lo que podría ser. La imaginación política es inherentemente violenta, y por lo tanto, no hay nada inapropiado si la policía responde aplastando las cabezas de manifestantes aparentemente pacíficos de forma repetida contra el concreto.

Como una respuesta a Occupy, esto es nada menos que patético. Cuando The Dark Knight apareció en 2008, hubo mucha discusión si todo el asunto era en realidad una gran metáfora de la guerra contra el terrorismo: ¿hasta dónde está bien que los chicos buenos (que somos nosotros) adopten los métodos del malo? Posiblemente los cineastas de hecho pensaron en tales temas, y se arreglaron para producir una buena película. Pero entonces, la guerra contra el terrorismo en realidad fue una batalla de redes secretas y espectáculos manipulativos. Comenzó con una bomba y terminó con un asesinato. Casi se puede pensar esto como un intento, por ambos lados, de actuar realmente una versión cómic del universo. Una vez que el verdadero poder constituyente apareció en escena, ese universo se marchitó en la incoherencia, llegando incluso a parecer ridículo. Las revoluciones estaban barriendo Medio Oriente, y Estados Unidos estaba aún gastando cientos de miles de millones de dólares luchando contra un grupo variopinto de estudiantes de seminario en Afganistán. Desafortunadamente para Nolan, para todos sus poderes de manipulación, lo mismo le pasó a su mundo cuando apenas un atisbo del poder popular real arribó a New York.

David Graeber.

Fuente: http://grupogomezrojas.org/

NOTAS

[1] Noto al pasar que mi análisis aquí corresponde a la corriente principal de cómics de ficción, especialmente los de las primeras décadas. Cuando este texto salió por primera vez fue a menudo criticado por no analizar los ejemplos más sofisticados de la literatura: Batman de Frank Miller, la saga WatchmenV for Vendetta, y otras aún más explícitamente políticas. Incluso los cómics de la corriente principal se han tornado más explícitamente políticos con el tiempo (¡Lex Luthor, por ejemplo, se convirtió en presidente!). Aún así, si uno desea entender la esencia de un género popular, no examina sus variantes más sofisticadas. Si uno quiere entender la esencia de un género popular, mira lo común.

[2] A menos que quieras contar el caso del individuo que vio, claramente, demasiadas películas de Batman.

 

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