El Marx tardío sobre el Estado

«Estado y poder» y «El experimento bolchevique», dos apartados del capítulo «Conclusiones» del libro «Marx y Rusia. Un ensayo sobre el Marx tardío» de Carlos Taibo (Catarata, 2022).

ESTADO Y PODER

No es tarea sencilla la que invita a perfilar algunas conclusiones relativas a la visión del poder, y con ella la de los hechos políticos, que se revela en el Marx tardío. Aun así, bien pueden formularse observaciones sobre dos materias interesantes. Mientras la primera la aporta la herencia derivada de la Comuna de París de 1871, la segunda, más nebulosa, la proporcionan las consideraciones de Marx sobre la comuna rural rusa.

Se ha dicho a menudo que ese opúsculo que he mencionado ya en alguna ocasión, La guerra civil en Francia, en el que Marx se ocupa de la Comuna parisina, refleja la inflexión libertaria, o libertarizante, de la obra de nuestro autor y abre, en cierto sentido, la última década de vida de Marx. En sus páginas se subraya que ya no se trata de apoderarse, de controlar, una maquinaria burocrático-militar, la del Estado, sino de aplastarla [257]. Se habla de una revolución contra el Estado, que debe permitir que el pueblo recupere su vida social. “El instrumento político de su esclavitud no puede servir como instrumento político de su emancipación” [258]. Señala Marx en paralelo que la Comuna fue “un reasumir, por el pueblo y para el pueblo, su propia vida social. No fue una revolución para transferir el poder desde una fracción de la clase dominante a otra, sino una revolución para destruir la propia maquinaria horrenda de la dominación de clases” [259]. En La guerra civil en Francia se aprecia con facilidad, en fin, el propósito de identificar en el Estado un organismo ostentosamente separado de la sociedad, y enfrentado a ella. No pueden estar más lejos estas percepciones de las que, de la mano del concepto de “Estado proletario”, blandieron los bolcheviques medio siglo después.

Rubel y Janover han subrayado que La guerra civil en Francia sirvió a Marx para compensar lo que en el momento de redacción de la obra debía resultarle evidente: sabía que a duras penas estaba en condiciones de escribir un libro sobre el Estado que hubiese hecho frente a las visibles carencias que el tratamiento de este último exhibía en El capital. No se olvide que en este último la mención del Estado apenas trascendía la consideración de su papel como garante de la legislación laboral [260]. No sólo eso: el librito de 1871 permitía dejar atrás el programa de estatización que Marx y Engels habían defendido, casi un cuarto de siglo antes, al calor del Manifiesto comunista [261]. Siempre en la opinión de Ruber y Janovel, La guerra civil en Francia respondía a otra dimensión subterránea: la de ajustar cuentas, en el marco de la Internacional, con los detractores anarquistas de Marx, inmersos, en la opinión de este último, en juegos de retórica, sometidos al aventurerismo individualista, desconocedores de la realidad histórica y alejados del movimiento proletario realmente existente [262].

Ya he sugerido que se antojan más nebulosas, y en su caso más discutibles, las secuelas políticas de los escritos de Marx sobre la comuna rural rusa. No creo equivocarme, aun así, cuando concluyo que de por medio se halla lo que a menudo es, pese a lo que ya he señalado, y en virtud de lo que se antoja una inercia insorteable, una defensa de la descentralización —la realidad propia de la comuna rural— frente a la lógica del Estado y frente a los atavismos que arrastraba el propio Marx. La postulación de instancias asamblearias y, hoy iríamos, autogestionarias se halla manifiestamente de por medio. El mundo de la obshina estaba muy lejos, por otra parte, de la democracia liberal representativa que Marx había defendido, siquiera fuera instrumentalmente, en varios momentos. Más allá de lo anterior, y merced a cambios en el sujeto revolucionario —acaso lo razonable es afirmar que este último se amplía y pasa a incorporar al campesinado, o al menos a segmentos significativos de este último—, lo suyo es aseverar, con cautelas, que Marx estaba rompiendo el esquema, más bien cerrado, de las revoluciones articuladas en torno a los centros de poder político radicados en las ciudades, con las jerarquías esperables. Resulta difícil esquivar la conclusión de que, también aquí, hay un guiño hacia posiciones que fueron defendidas, en abierta confrontación con Marx, por gentes como Proudhon y Bakunin. Cabe suponer que el Marx tardío se sentiría moderadamente incómodo al recordar las tesis que había defendido en algunos momentos en la Internacional y, más aún, el tono con que había descalificado a sus detractores. Pese a que admito —lo reitero— que las consecuencias políticas de los escritos de Marx sobre la comuna rural rusa son cualquier cosa menos claras, no deja de sorprender que Rubel y Janover apenas se sirvan de esos escritos postreros para apuntalar muchas de las tesis que defienden en lo relativo a un Marx anarquista [263]. El muy respetable intento de estos dos autores en lo que respecta a perfilar un Marx libertario conduce en algún momento, por cierto, a la conclusión de que quien defendió posiciones anarquistas en el marco de la Internacional fue Marx, y no Bakunin [264].

Tal vez un nexo importante entre las consideraciones marxianas sobre la Comuna parisina y las relativas a otra comuna, la rural rusa, lo ofrecen las notas etnológicas de Marx. Rezuman un antiestatismo que es visiblemente mayor que el del pasado. A tono con lo que acabo de señalar en el párrafo anterior, Rosemont asevera que, aunque no por ello Marx se había convertido en un anarquista, los últimos escritos del autor de los Grundrisse sentaban las bases de una reconciliación histórica entre libertarios y marxistas [265]. Marxistas, ahora, sin cursiva.

EL EXPERIMENTO BOLCHEVIQUE

Aunque este libro reduce sus consideraciones a los años postreros de Marx, con alguna incursión en acontecimientos inmediatamente posteriores, perdonará el lector que incluya aquí una somera consideración sobre la relación entre elMarx tardío y el derrotero del sistema que cobró cuerpo en lo que al cabo se llamó Unión Soviética luego de la revolución bolchevique de 1917.

Por razones que entiendo obvias, en esa Unión Soviética la obra del Marx tardío, y en realidad no sólo la del tardío, se vio sometida a una manifiesta censura en provecho de la vulgata oficial. Bastará con que rescate el texto con que un manual soviético glosaba la visión de la historia de Marx. Dice así: “Todos los pueblos viajan por el que básicamente es el mismo camino. El desarrollo de la sociedad se produce sobre la base de la sustitución consecutiva, conforme a leyes definidas, de una formación socioeconómica por otra. Por añadidura, una nación que vive en las condiciones de la formación más avanzada muestra a las otras naciones su futuro, al igual que estas últimas muestran a esa nación su pasado” [271]. Lo que en el terreno de los hechos se perfiló fue la imposición, en condiciones ciertamente anómalas, y para hacer frente al atraso del país, del modo de producción capitalista. Semejante apuesta exigió la disolución de la comuna rural y de instancias afines, al amparo de una tarea que no había estado al alcance del zarismo, algunos de cuyos equilibrios dependían precisamente de la preservación de una comuna subordinada a los intereses del sistema en vigor. En la trastienda, y a partir de 1917, se hizo valer la intuición de que hacía falta una vía propia de  introducción del modo de producción capitalista que no reclamase la primacía del capital europeooccidental o norteamericano [272]. Creo que se equivoca, y palmariamente, Enrique Dussel cuando afirma que “lo cierto es que Rusia siguió el camino previsto por Marx. Sin agotar el ‘pasaje’ por el capitalismo, realizó su revolución permitiendo que la ‘comuna rural rusa’ pasara, en gran medida, directamente de la propiedad comunal a la propiedad social del socialismo real, desde la revolución de 1917” [273]. Si, por un lado, y nominalismos al margen, cabe aseverar que la apuesta bolchevique lo fue en provecho de lo que antes he descrito como una construcción sui generis de un modelo capitalista, por el otro no está en modo alguno claro qué significa eso de la “propiedad social”. Lo que germinó —ahí está el falso colectivismo, impuesto, despótico y autoritario, alentado por Stalin— fue, antes bien, una propiedad burocrática estatalizada, y nunca socializada.

Porque son muchos los argumentos que invitan a concluir que Lenin se inclinó por abrazar una interpretación acrítica, mecánica y determinista de las teorizaciones del Marx maduro. Una interpretación, por cierto, que, azares de la vida, arrinconó el vigor de la propia de los mencheviques que, muy acorde con los tópicos manejados al amparo de ese Marx maduro, entendía sin más que Rusia no estaba preparada para una revolución socialista. En un marco de manifiesta idolatría del desarrollo de las fuerzas productivas, la comuna rural quedó en el olvido, cuando no fue reprimida con saña, al calor de la defensa de una forma de capitalismo de Estado. Con un proletariado muy poco numeroso y muy débil, engordado  ideológicamente y reemplazado en los hechos por la burocracia dirigente, se trataba de quemar etapas en el desarrollo de las fuerzas productivas, con el modelo capitalista en la trastienda. En ese sentido parece que puede afirmarse que Lenin, Trotski y Stalin, tal y como lo recuerda Louis Janover, se sumaron a la lista de los marxistas con los que Marx, en sus años finales, declaraba no simpatizar [274].

Las consecuencias fueron muchas. Por lo pronto, los bolcheviques en el poder no sólo cancelaron el horizonte de una revolución burguesa, stricto sensu, en Rusia. El partido, el Estado y la burocracia dirigente se ofrecieron como sustitutos de la democracia liberal y de la burguesía correspondiente. Acabaron también con la comuna rural y, al poco, con los soviets como instancias autónomas, e hicieron lo propio, a la postre, con la perspectiva de una revolución social. Al amparo de lo anterior se asentó una ideología de partido y de Estado que, esclerotizada, se volcó al servicio de una nueva dominación. Y se ratificó un escenario en el que los expertos, los savants —ahí está el “socialismo de los intelectuales” de Machajski— se encargaban de liberar al pueblo gracias a su conocimiento superior e inaccesible. Con el marxismo convertido en una prosaica ideología del desarrollo de las fuerzas productivas [275], lo que cobró cuerpo fue una rara avis, muy alejada de lo que Marx entendía por socialismo y más próxima de lo que parece, merced al trabajo asalariado, a la mercancía y a la explotación, al capitalismo liberal.

Es obvio que, en todos los terrenos, conviene rebajar el ascendiente de las opiniones de unos o de otros en la configuración de procesos históricos complejos. Si los textos postreros de Marx hubieran sido conocidos, y asimilados, por Lenin o por Mao, ¿habría cambiado el escenario o este obedecía a claves más profundas y asentadas? Aun con ello, ¿no es legítimo concluir que muchos de los textos del Marx tardío habrían alentado el despliegue, en los países del Sur y en el siglo XX, de revoluciones mucho menos serviles al dictado de Moscú y de la Tercera Internacional? [276] Aunque lo ocurrido en Rusia en las décadas siguientes a la muerte de Marx no confirmó las percepciones de este —cierto es que en ello tuvieron alguna responsabilidad los marxistas rusos, incluidos Plejánov y Lenin—, esas percepciones bien pueden servir de cimiento, uno entre muchos, para la consideración de procesos revolucionarios que están por venir. Siempre sobre la base, ciertamente, de la certificación de que el proletariado no es el único y necesario sujeto de la revolución [277]. La discusión al respecto, con hitos relevantes como la obra de Mariátegui —los indígenas en Perú no son proletarios, pero no por eso permanecen ajenos a un proceso revolucionario socialista [278]— o el despliegue contemporáneo del zapatismo en Chiapas y del confederalismo democrático en Rojava, no puede ser más actual, de la mano de una sugerente combinación de sociedades precapitalistas y movimientos anticapitalistas.

Carlos Taibo
Enlace del libro: https://catarata.org/libro/marx-y-rusia_136027

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2 comentarios en “El Marx tardío sobre el Estado”

  1. hay un problema con este comentario que tiende a ser bastante común a los anarquistas: el idealismo. La pregunta de si Lenín hubiera leído al Marx tardío la revolución rusa hubiera evolucionado en otro sentido es casi pueril. Claro que Lenin había leído el Marx tardío (Trotsky me consta porque lo comenta), y se supone que había leído el Estado y la Revolución que el mismo escribió, fuertemente antiestatalista. La cuestión es que el discurrir de los procesos sociales depende de muchas circunstancias e influencias. El pretender que el problema es que el marxismo político tiene una tendencia autoritarismo (independientemente de que sea así o no) es la causa del que el estalinismo se consolidará es simplista. La Revolución traicionada de trotsky ofrece una explicación más solida aunque matizable. Claro que noes una obra popular entre los anarquistas.

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