Orígenes y evolución del parlamentarismo

parlamentoEn la remota Antigüedad la comunidad de guerreros reunida en asamblea constituía la comunidad misma. Mujeres, niños, libertos, extranjeros y esclavos quedaban absolutamente excluidos del ámbito de decisiones políticas, y por tanto no formaban la comunidad. La progresiva aristocratización de esta institución contribuiría posteriormente a hacerla todavía más exclusiva, sin dejar por ello de considerarse a sí misma no una representación del pueblo sino el pueblo mismo.

Las conquistas de Roma sobre los pueblos vecinos y la importancia de la institución senatorial sirvieron para que esta última, compuesta por la nobleza patricia, fuera considerada el pueblo de Roma. A esto hay que sumar la progresiva decadencia de los comicios populares que finalmente, con la Constitución de Servio Tulio, fueron sustituidos por una nueva asamblea del pueblo basada en un criterio territorial y de diferencias de fortuna. De este modo quedó abolido el antiguo orden social fundado en los vínculos familiares de la gens romana.[1]

Con la desaparición del Imperio Romano se produjo una dispersión del poder político a lo largo de los antiguos territorios que eran de su dominio. A partir de ese momento fue la Iglesia la encargada de legitimar el poder temporal durante la Edad Media con la consagración de los reyes. Durante la Edad Media existieron los concilios eclesiásticos que constituyeron el origen de la formación de las asambleas representativas medievales, y que al mismo tiempo fueron el germen de los cuerpos representativos estamentales y parlamentarios en Europa.[2]

Si la Iglesia desempeñó una influencia decisiva en la formación de las asambleas formales del reino, como pudo ser, entre otros, el caso del Reino de los Francos donde las sesiones de la corte tuvieron su origen en dos sínodos eclesiásticos celebrados anualmente, también tuvo un papel fundamental la estructura social y política propia del periodo medieval. Así pues, la Edad Media se caracterizó por la división del poder estatal según su objeto: territorio y población, de manera que los elementos de cada reino constituían un Estado compuesto sobre la base de una unión personal bajo el rey que era quien mantenía unida en su persona a la totalidad.

La aparición de un estamento bélico profesional que se autoabastecía y se entrenaba a sí mismo hizo que el sistema político se sustentara en medios de dominación personales. Esta situación dio lugar a una falta de diferenciación entre el derecho privado y el derecho público, pues la organización política de la sociedad se articulaba por medio de contratos privados de vasallaje y beneficio. Así fue como hicieron su aparición los señoríos territoriales cuyos propietarios disfrutaban de la inmunidad del incipiente poder estatal encarnado en la figura del monarca, quien a su vez solía transmitir sus poderes a estas mismas personas con la consecuencia de una autonomía local. Todo esto dio lugar a la apropiación de los derechos soberanos con la formación de una jurisdicción y autoridad patrimoniales que hizo que los cargos fueran hereditarios. Esta situación hizo que el monarca fuera dependiente de los magnates territoriales, y que tuviera que servirse de estos poderes locales para prestaciones militares y financieras, convirtiéndoles de este modo en auxiliares del poder real en lo que históricamente han sido llamados estamentos.[3]

Los potentados feudales, en su interés por conservar sus libertades y privilegios dentro de la alianza estatal, tendieron a unirse en grupos y a exigir, generalmente por medio de la compensación, que por cada prestación que ellos hicieran se afianzasen sus privilegios. Esto se observa con más claridad cuando reaccionaban frente a las exigencias de más y mayores impuestos. Un ejemplo bastante ilustrativo de esta dinámica lo fue Inglaterra en el s. XVII, donde se desarrollaron una serie de conflictos que enfrentaron a la monarquía y a las fuerzas oligárquicas a causa de las cada vez mayores ambiciones de la casa real.

La debilidad inicial del monarca le obligaba a negociar con los señores feudales. Necesitaba de su acuerdo para conseguir recursos, ya fuese en la forma de efectivos militares o de dinero, para afrontar sus empresas políticas. El rey no podía gobernar sin la participación de estos señores que aportaban la riqueza y la fuerza que le eran necesarias. Este grupo privilegiado, a su vez, solía ser recompensado con concesiones y libertades de naturaleza política como así aparecen recogidas en los privilegios estamentales. A la larga significaba una creciente participación en los asuntos del gobierno. Esto creó las condiciones para el establecimiento de las constituciones estamentales primero y representativas después.

La desigualdad jurídica hacía que todas las competencias políticas se basasen en privilegios, al mismo tiempo que la desigualdad social y económica era su fundamento de hecho. Las organizaciones estamentales, en confluencia con los sínodos eclesiásticos, dieron origen a los consejos del reino, los parlamentos medievales, etc. De esta manera los estamentos eran identificados con el país al estar dotados de privilegios gracias a los que podían ser considerados elementos políticamente independientes y autorizados, hasta el punto de constituir el pueblo mismo.

La Iglesia contribuyó en gran medida a la formación del Estado estamental con la elaboración de su propia teoría de la corporación, y que constituye una concepción del Estado como una configuración orgánica, de un cuerpo místico secular, en el que la cabeza y miembros se pertenecen y forman así una unidad orgánica.[4] En este sentido los más destacados teóricos fueron Nicolás de Cusa y Marsilio de Padua.[5] Todo esto no serían más que intentos de reconfigurar las relaciones entre la corona y los estamentos sobre la base de una colaboración armoniosa.

El poder del primitivo Estado, encarnado por la figura del monarca, se afirmó por etapas continuas y sucesivas en las cortes y parlamentos medievales con la introducción de elementos afines que le prestaban apoyo social en detrimento de los barones que rivalizaban en la corte.[6] De este modo el monarca pudo progresivamente deshacerse de la dependencia que mantenía con los poderosos señores. A esto contribuyó de forma especial el contexto de guerra entre diferentes reinos, lo que significó un reforzamiento del poder real a través de la contratación de ejércitos mercenarios y el aumento de los impuestos, unido al desarrollo de una burocracia central. La racionalización y burocratización creciente sirvió para desarrollar una dominación intensiva con la formación de grandes Estados centralizados.[7] A partir de la figura del monarca se desarrolló todo el poder ejecutivo con la formación de una administración central que diversificó funcionalmente el ejercicio del poder real, y con ello dio lugar a un agrandamiento del Estado en su forma absolutista, aquella en la que todavía se conservaban los privilegios de los estamentos pero desprovistos de cualquier autoridad política.

Sin embargo, los persistentes intentos del monarca de gobernar y gravar prescindiendo de los parlamentos sirvió para que se produjeran choques con la estructura de clases establecida, y especialmente con aquellos grupos sobre los que recaía el peso financiero y militar para sostener al gobierno en sus empresas políticas. Este es el caso de Inglaterra, donde la corona chocó con los grupos oligárquicos que proveían de los medios materiales, humanos y económicos para sostener al gobierno y preparar la guerra. Fruto de estos choques se evolucionó del modelo absolutista de constitución estamental a un sistema de constitución representativa y parlamentaria. Tras las guerras civiles del s. XVII en Inglaterra el parlamento, que representaba a la nobleza, a los banqueros y a la burguesía, consiguió un mayor peso político al obtener del monarca aquellas concesiones con las que pasó a participar en el gobierno con la autorización de impuestos, la promulgación de leyes, etc., lo que a la larga significó la ampliación de la capacidad de intervención del Estado en un creciente número de ámbitos.

En cualquier caso el tránsito de la constitución estamental a la constitución representativa no alteró en nada la vieja idea en función de la cual los integrantes de las cortes o parlamentos, aunque sobre un nuevo acuerdo entre la corona y los grandes del país, constituían el pueblo mismo. Por medio de este proceso el Estado cooptó a aquellos grupos sociales que desde el punto de vista político, financiero, militar, económico y comercial eran necesarios para el ejercicio de su poder. De esta forma logró no sólo ampliar sus bases sociales y económicas, sino que sobre todo desarrolló un sistema que conseguía la cooperación de los grandes grupos oligárquicos en el sostenimiento del gobierno al mismo tiempo que conservaban y afianzaban sus privilegios y libertades.

La aparición de las teorías contractualistas sirvieron para justificar no sólo el poder del Estado en la sociedad, sino también la introducción del parlamentarismo moderno al reorganizar las relaciones de poder entre la corona y las elites sociales y económicas. Las nuevas constituciones representativas caminaron en este sentido al incorporar a las tareas de gobierno a estos grupos oligárquicos que, a partir de entonces, desempeñaron un creciente protagonismo dentro de un sistema político en el que el parlamento les otorgaba la representación de la nación. Sin embargo, no hay que olvidar que esa representación era ejercida a través del sufragio censitario por quienes reunían unas determinadas condiciones de fortuna, de manera que solamente un porcentaje mínimo de la población, el constituido por las clases privilegiadas detentadoras de poder financiero e inmobiliario, participaba en la política y en las funciones de gobierno.

Aunque históricamente la evolución de la constitución estamental a la constitución representativa se produjo de diferentes maneras en cada país, en general este cambio vino acompañado de cierta violencia en los procesos políticos y sociales que lo hicieron posible. Este es el caso de Inglaterra durante el s. XVII pero también el de Francia a finales del s. XVIII o el de España en el s. XIX. Pero la tendencia general refleja un proceso político en el que el poder constituido, a través de progresivas renovaciones, estableció aquellas instituciones con las que creó su propia legitimidad al integrar en ellas a grupos oligárquicos que al mismo tiempo eran oficialmente identificados con el pueblo.

En el caso de Francia la ruptura con el anterior régimen tuvo su punto de partida en los Estados Generales convocados en mayo de 1789. La asamblea nacional que emergió con el proceso revolucionario de ese mismo año supuso la implantación del régimen constitucional representativo, de tal modo que el nuevo parlamento asumió funciones tanto ejecutivas como legislativas. Asimismo, una vez roto el sistema estamental de privilegios y establecida la igualdad jurídica, las clases sociales ascendentes comenzaron a participar en el gobierno. Sin embargo, nada de esto significó la abolición de las desigualdades sociales y económicas que eran inherentes a la sociedad de aquel momento, sino que por el contrario sirvieron de base para el establecimiento de una nueva elite dominante que reforzó el poder estatal. Prueba de esto último fue la militarización de la sociedad francesa y la abolición de muchas de las libertades que los revolucionarios franceses se esforzaron en proclamar.

El parlamentarismo francés surgido tras la revolución de 1789, al  igual que en Inglaterra, consistía en el ejercicio del poder por una minoría económica y socialmente privilegiada, la cual se atribuía la representación de la voluntad del pueblo francés. Pero en la práctica únicamente se representaba a sí misma dado que el proceso de elección estaba restringido por sufragio censitario a las clases más pudientes, y que el simple hecho de decidir en el lugar del pueblo la convertía en algo distinto de este.

En España la implantación del régimen constitucional y parlamentario fue llevado a cabo principalmente por militares de alto rango, lo que pone de manifiesto que la esencia última del propio proceso político era militar.[8] Esta tarea política fue llevada a cabo en imitación del modelo desarrollado en Francia, y supuso un choque frontal contra el pueblo en la medida en que significó la extensión del ente estatal en perjuicio del régimen de autogobierno que existía en la sociedad rural de aquel entonces.[9] De este modo quedó anulado el derecho consuetudinario hecho por el pueblo en las asambleas concejiles, y fue progresivamente sustituido por el derecho del Estado que se erigió así en el único soberano al monopolizar la capacidad legislativa en el parlamento. Esto fue posible mediante la extensión del ejército, la creación de la Guardia Civil, el establecimiento de nuevos y más potentados tribunales, la ampliación del fisco para una mayor recaudación de impuestos, la expropiación de las tierras comunales, etc…

El marco político implantado por las sucesivas constituciones liberales en España conllevó no sólo el aumento del poder del Estado, sino que fundamentalmente sirvió para crear el directorio político parlamentario que, como en las cortes de Cádiz de 1812, se identificaba a sí mismo como el pueblo. Esta identificación entre el parlamento, o más exactamente de la minoría económica y socialmente privilegiada que lo componía, y el propio pueblo pasó a ser una constante en la historia de los regímenes constitucionales, en tanto en cuanto el pueblo pasó a ser la principal fuente de legitimidad del poder establecido una vez perdió vigencia la legitimidad divina de los reyes absolutistas.

Asimismo, a finales del s. XIX y principios del XX hizo irrupción la política de masas que se desarrolló progresivamente a medida que se ampliaba el derecho de sufragio. Esto se encontraba implícitamente unido a la universalización del servicio militar obligatorio que se estableció en los países de Europa occidental entre 1871 y 1914.[10] Con la política de masas aparecieron los partidos políticos y se extendieron los medios de propaganda y adoctrinamiento como la prensa, lo que dio un poderoso impulso a los medios de propaganda sobre los que se basa la mayor parte de la acción política de los partidos.

La necesidad del sistema de dominación de crear una mayor legitimidad para facilitar el consentimiento social al orden establecido le llevó a integrar y canalizar la participación social en sus instituciones. Esto coincidió con un momento en el que los medios de adoctrinamiento y propaganda estaban relativamente desarrollados, al mismo tiempo que se había producido un incremento sustancial de la presencia del Estado en un creciente número de ámbitos al haberse agrandado su poder infraestructural, es decir, los medios materiales, humanos, organizativos, económicos y financieros que proveen al ente estatal de una capacidad mayor de intervención en la sociedad.[11] En estas condiciones el directorio político de los parlamentos ha constituido desde entonces un elemento muy importante en la dirección de los mecanismos de poder del Estado, ya que tiene a su disposición los instrumentos de coerción necesarios para hacer valer su voluntad. En este contexto político los partidos son el elemento de intermediación entre la sociedad y las instituciones del Estado, cuya principal función es integrar dentro del sistema de dominación las demandas y aspiraciones de los diferentes sectores de la sociedad a la que afirman representar, además de la legitimación social de las decisiones adoptadas por esas mismas instituciones oficiales de las que forman parte.

El partido como tal constituye una facción de la sociedad, por lo demás muy minoritaria, cuya razón de ser se funda en una premisa despótica que es gobernar a quienes no son miembros del partido. De esta forma sus integrantes constituyen la clase política, una clase aparte no sólo por sus objetivos sino por el hecho de ejercer el poder, en mayor o menor grado, desde el momento en el que logra participar en las instituciones representativas del Estado. Es entonces cuando pasa a tener acceso al poder infraestructural del Estado y con ello a imponer sus decisiones al resto de la sociedad. Así pues, la lucha partidista es esencialmente una lucha por el poder político, y consecuentemente para hacerse con el control de los principales resortes del poder del Estado. Por este motivo los partidos también son agentes de cooptación y reclutamiento de personal político, con lo que facilitan la permanente renovación de las elites dominantes y la reproducción del sistema establecido con sus estructuras de poder.

Los partidos políticos, como elemento reproductor del sistema y de sus dinámicas de poder, únicamente desempeñan una actividad reformadora que se circunscribe a la realización de meras mejoras parciales, y siempre en su propio interés, dentro del marco general que define y estructura al sistema de dominación del que se benefician. La acción partidista, en tanto que reformista, retroalimenta y renueva al sistema establecido y contribuye a perfeccionarlo con la creación de una nueva legitimidad después de cada proceso electoral.

Por otro lado el parlamentarismo contribuye, a través de la acción de los partidos políticos, a anular la diversidad que es inherente a toda sociedad. En la medida en que la sociedad está constituida por personas con diferentes opiniones, orígenes, ideas, creencias, etc., el partido político, por el contrario, está compuesto por gentes que tienen los mismos intereses, puntos de vista, opiniones, cultura, creencias, etc., cuya acción está encaminada de un modo u otro a imponer o extender a través de la conquista del poder político sus ideas, doctrinas, intereses, etc. Los partidos políticos son, en definitiva, grupos de poder que cuentan con sus propios intereses y que tratan de llevarlos a cabo a través de la conquista del poder del Estado.

Dentro del sistema parlamentario los partidos políticos no sólo ejercen la función de representación con la que sustituyen al pueblo a la hora de tomar decisiones políticas. Al mismo tiempo articulan la voluntad del pueblo de la que supuestamente deberían partir. Esto se manifiesta no sólo en las instituciones sino también en la propaganda de un sistema demagógico en el que los medios de comunicación (prensa, radio, televisión, Internet, etc…) están dirigidos a manipular la conciencia del individuo para conseguir su voto, o bien para obtener el consentimiento social de las decisiones adoptadas en las instancias del poder político estatal. En el marco político que establece el parlamentarismo la sociedad es un instrumento de las facciones que se enzarzan en la lucha por el poder político.

Pero lo definitorio del sistema parlamentario es el hecho de que la autoridad política, y más específicamente la capacidad legislativa, está en manos del parlamento. Esto significa que sus integrantes son soberanos, es decir, disponen de la capacidad para tomar decisiones vinculantes para la población del territorio de su jurisdicción y cuentan, asimismo, con el derecho al uso de la violencia para aplicar dichas decisiones. Son detentadores de un poder originario, no dependiente ni externa ni internamente de ninguna otra autoridad. Poseen el monopolio del derecho y de la violencia, de forma que pueden, y de hecho así lo hacen, imponerse a cualquier otra fuente de autoridad.[12] Ocupan una posición de poder que los sitúa por encima del resto de la población, y cuentan asimismo con la inmunidad que concede el ejercicio del mando. Esa posición es la que permite a los parlamentarios tomar decisiones en el lugar del pueblo, y es ahí donde radica la principal desigualdad, y por tanto el principal privilegio, inherente a cualquier sistema parlamentario: la capacidad de decidir por los demás en su propio nombre. De esta forma el parlamento constituye una institución altamente exclusiva que impide al pueblo el ejercicio de la política y que monopoliza y usurpa la soberanía del pueblo.

Así pues, donde gobierna el parlamento no lo hace el pueblo, pues los integrantes de esta institución, además de ser una minoría, constituyen una elite política que no es el pueblo sino un grupo altamente exclusivo que ejerce el mando sobre el pueblo. La elite política, gracias al privilegio de gobernar a los demás, establece un orden social a la medida de sus intereses, pues la tendencia inherente de quien detenta el poder es la de conservarlo para continuar ejerciéndolo. En este sentido el poder, dada su naturaleza egoísta, lleva a quien lo posee a buscar su propio interés que igualmente se define en términos de poder: económico, político, cultural, intelectual, militar, etc… Por tanto, las instituciones oficiales lejos de existir para prestar un servicio a la sociedad existen para servirse de la sociedad de cara a conseguir sus propios y particulares intereses.

El crecimiento del Estado con la ampliación y desarrollo de su aparato burocrático, el aumento del tamaño del ejército y del gasto militar, la expansión de los cuerpos policiales junto a la generalización de los servicios secretos, la ampliación del sistema judicial con más tribunales y cárceles, la implantación de un sistema fiscal más intensivo con el que extraer crecientes recursos económicos de la sociedad, el establecimiento de un sistema de adoctrinamiento con las instituciones educativas, la aparición de empresas estatales y de órganos reguladores de la economía y de las finanzas son, en definitiva, una muestra del poder colosal que ha adquirido la institución estatal, y que pone a disposición del parlamento unos inmensos recursos con los que intervenir en la sociedad para imponerle su voluntad. En estas condiciones resulta imposible que los intereses de un parlamento se correspondan con los del pueblo, pues la pertenencia a semejante entramado de poder institucional hace que tenga sus propios y particulares intereses, y que en último término se reduzcan a conservar el orden político con el que mantiene una posición de poder sobre el pueblo.

Asimismo, el poder necesita de una justificación de tipo moral y legal que se base en las creencias e ideas aceptadas en la sociedad.[13] Requiere, entonces, de una legitimidad que haga aceptables sus decisiones y el orden establecido. En el sistema parlamentario las elecciones sirven para este propósito al ser el parlamento la institución encargada de representar al pueblo que, en dichos procesos, elige a sus representantes.[14] Pero en la medida en que la sociedad se organiza a través del Estado y que este cuenta con un elevado poder, estas elecciones son realizadas en un contexto de falta de libertad al estar sometidas a la supervisión y vigilancia de la coerción del aparato militar y policial del propio Estado.[15] A esto se suma el carácter propagandístico y tremendamente demagógico de un sistema de elecciones en el que se vulnera la libertad de conciencia, y que trata por todos los medios de manipular al individuo para conseguir su voto. En estas circunstancias los diferentes partidos o coaliciones no parten de una misma posición de igualdad de oportunidades, pues finalmente son aquellos que son capaces de costearse la campaña electoral más cara quienes ganan las elecciones. Unido a lo anterior se encuentra todo el sistema de subvenciones y ayudas gubernamentales para los partidos políticos, sin olvidar los créditos de la banca y de las grandes empresas que contribuyen a situar en una mejor posición de partida a sus respectivos candidatos.

Por otra parte las elecciones al parlamento consisten en que cada diputado ejerza la representación de los miles, e incluso cientos de miles, de habitantes de una determinada circunscripción electoral. Esto significa la ausencia de cualquier tipo de lazo orgánico popular del parlamentario con los electores al ser considerado un representante de todo el pueblo junto a los demás parlamentarios. Desde el momento en que recibe los votos el parlamentario se hace, junto a sus colegas, con el monopolio de la soberanía y comienza a decidir en el lugar del pueblo. A través del proceso electoral no sólo se contribuye a crear una legitimidad, y dado el caso a renovar a una parte de la elite política, sino que se produce una usurpación y monopolización de la soberanía del pueblo.

La importancia de los parlamentos no sólo se debe a su poder decisorio, sino que también al modo en que se forman a través de unas elecciones. Tal es la importancia de esta institución para hacer aceptable el orden establecido que incluso los regímenes abiertamente totalitarios y dictatoriales han llegado a dotarse de algún tipo de cámara parlamentaria. Este es el caso de la URSS, país en el que existía el denominado soviet supremo de la Unión Soviética cuyos miembros eran elegidos a través de elecciones directas no competitivas, y donde el PCUS ejercía un férreo control sobre esta institución. Pero algo similar ocurría en la Italia fascista con el Estado corporativo o la España franquista. En este último caso las cortes integraban a los tercios sindical, familiar y municipal cuyos representantes eran elegidos de manera indirecta y no competitiva. Unido a esto se encuentra el recurso al referéndum y al plebiscito, utilizados en los regímenes totalitarios pero también en los parlamentaristas, que en esencia constituyen la forma de represión dictatorial máxima y más dura al restringir la expresión de la voluntad popular a una pregunta que sólo admite como posibles respuestas un Sí o un No, lo que, a su vez, impide la justificación de cualquiera de ambas respuestas y con ello explicar qué quiere cada persona que se manifiesta en un sentido o en otro.

Pero el parlamentarismo es, en contra de toda la teoría política que lo inspira y justifica, un sistema político dictatorial que concentra el poder en unas mismas instancias a semejanza de los regímenes totalitarios. Esto viene dado por el hecho de que el parlamento, pese a la ficción jurídica que establecen las constituciones, no es sino la representación del partido o coalición de partidos vencedores en unas elecciones, pues los titulares de los escaños son los representantes de sus respectivos partidos, y por tanto de los intereses, opiniones, ideas, etc., de quienes los componen. A esto se suma el hecho de que en la mayoría parlamentaria es sobre la que recae el poder ejecutivo, lo que pone en tela de juicio su función de control del gobierno. De esta forma el poder ejecutivo y el poder legislativo se funden y dan lugar a un sistema profundamente despótico.

En los regímenes parlamentarios quienes ejercen la representación del conjunto de la sociedad son los que en la práctica la constituyen en sí misma, pues son los únicos que participan en la política al estar facultados para tomar decisiones vinculantes en nombre de toda la sociedad. Esta es una constante a lo largo de la historia del parlamentarismo. Mientras tanto la sociedad es relegada a la más absoluta pasividad al quedar excluida de la participación política, pues esta se reduce a depositar un papel en una caja de cristal cada unos cuantos años, siempre bajo la ilusión de que con un cambio en las caras de los puestos de gobierno puede producirse una mejora.[16]

Por otro lado el parlamentarismo ha demostrado ser un sistema político muy funcional tanto para la conservación de las estructuras de poder establecidas como para su legitimación. En lo que a esto respecta ha servido para canalizar los conflictos sociales dentro de las instituciones, y con ello no sólo ha gestionado dichos conflictos sino que también ha diluido las contradicciones sociales latentes al constituir un medio para la colaboración entre clases y la paz social.

Con el parlamentarismo la elite dominante atenúa la lucha de clases al subordinarla a los partidos políticos, pues el delegacionismo ha servido para la desaparición de cualquier noción de oposición entre las clases, pero también para que se haya perdido la conciencia de clase como tal al diluirse en el ciudadanismo imperante. Asimismo, la delegación, tanto en los comités de los partidos políticos como en los parlamentos, significa la desvinculación de la clase sometida de sus problemas al dejar en manos de las instituciones y de otros agentes ajenos a ella su gestión y resolución. Todo esto conlleva el aburguesamiento y el conformismo al aceptar las jerarquías del parlamentarismo, y consecuentemente a esperarlo todo de esas estructuras de poder. En la medida en que la clase sometida deja de estar involucrada con su propia problemática la lucha de clases se diluye en las instituciones, pero con ella también todo sentimiento de lucha al ser ahogado por esas mismas instituciones a través de la intermediación política de los partidos, lo que contribuye a crear así un clima de paz social.

La intermediación que establece el parlamentarismo conlleva igualmente que las organizaciones populares y de clase pierdan su autonomía y queden supeditadas a los partidos políticos que capitalizan sus luchas. De esta forma la intermediación política no sólo resta autonomía, sino que además contribuye a la generación y renovación de oligarquías profesionales de la política que perpetúan la explotación de las masas. A la larga esto se manifiesta en un predominio tanto de la mediación como del regateo y del compromiso, de manera que el parlamento se convierte en un espacio de mercadeo de intereses y prebendas de todo tipo.

La evolución del sistema parlamentario en las últimas décadas ha estado condicionada en gran medida por el crecimiento en flecha de los aparatos del Estado, fundamentalmente sus fuerzas militares y policiales junto a su burocracia tecnoeconómica. En lo que a esto se refiere el directorio político ha perdido cierto peso en el proceso decisorio institucional, lo que se ha reflejado en la alteración de las relaciones de poder en el seno de la propia elite dominante con el mayor peso adquirido por los generales de los Estados Mayores, pero también por los altos funcionarios y miembros de las corporaciones económicas.[17] Este fenómeno forma parte del proceso de formación y desarrollo del Estado moderno a través de la guerra y de toda aquella estructura económica, burocrática, financiera y tecnológica necesaria para prepararla y hacerla. En este mismo proceso las mejoras organizativas en la conducción de la guerra contribuyeron en gran medida a que los generales contaran con su propia burocracia, una administración altamente especializada con personal muy cualificado lo que, unido al aumento de recursos humanos, económicos y materiales de los ejércitos, sirvió para que ganaran un peso específico en el seno del Estado.[18] Esto ha servido para desplazar la importancia y el protagonismo de la clase política como tal y del parlamento como institución central del sistema de dominación. A esto habría que sumarle las dinámicas conducentes a la aparición de formas de mando personalizadas en las que se da una elevada concentración de poder.[19]

Las condiciones políticas de falta de libertad creadas por el parlamentarismo con su usurpación y monopolización de la soberanía del pueblo hace legítimo que los pueblos luchen a través de la revolución popular contra esta tiranía con rostro democrático, y destruyan los instrumentos que niegan su voluntad. Asimismo, todo esto requiere una labor preparatoria y formativa del pueblo en el terreno moral que lo faculte para llevar a cabo dicho proceso de ruptura revolucionaria, pero sobre todo para formar una sociedad compuesta de hombres y mujeres libres capaces de conducirse por sí mismos. Pues, tal y como señaló Sorel: “¿cómo cabría la formación de una sociedad de hombres libres, si no se supusiera que los individuos actuales hubieran adquirido ya la capacidad de gobernarse por sí mismos?”.[20]

No cabe duda de que un mundo nuevo será viable cuando haya sido realizada esa tarea de regeneración moral que siente las bases éticas y culturales necesarias. Un mundo sin parlamentos, y por tanto sin Estado ni capitalismo, en el que hayan quedado abolidas las clases sociales y toda forma de autoridad, será aquel mundo en el que la libertad, en todas sus vertientes, se vea realizada y permita el desarrollo de las mejores y más altas cualidades del espíritu humano. Pero ese mundo nunca saldrá de los votos depositados en las urnas que están destinadas a ser destruidas, porque ese mundo sólo podrá conseguirse con la lucha, esfuerzo y espíritu de sacrificio que serán necesarios para su mantenimiento y desarrollo una vez conquistado, pues todo lo grande se logró con esfuerzos y sacrificios colectivos, y ese mundo nuevo no será la excepción.

Esteban Vidal

[1] Engels, Federico, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Madrid, Editorial Fundamentos, 1970, pp. 151-163

[2] Hintze, Otto, Feudalismo – Capitalismo, Barcelona, Editorial Alfa, 1987, pp. 90-91

[3] Ídem, Historia de las formas políticas, Madrid, Editorial Revista de Occidente, 1968, pp. 109-111

[4] Estos planteamientos organicistas se reproducirían bajo formas nuevas durante el s. XIX como así lo refleja el pensamiento del sociólogo Durkheim, quien abogaba por la organización de corporaciones y federaciones profesionales bajo la acción general del Estado, y que el propio líder de los socialistas franceses, Jean Jaurès, hizo suya. Se trata, en definitiva, de cosas viejas con nombres nuevos. “¿Qué es todo ello, sino viejas teorías disfrazadas con vestidos bellos y brillantes? La unificación de los cuerpos de oficios en el municipio parece ser un puro recuerdo de la historia medieval. Si se trueca el término nación por el de realiza, se encontrará una noción, tradicional entre los conservadores”. Sorel, Georges, El sindicalismo revolucionario, Barcelona, Ediciones Nueva República, 2004, p. 82

[5] Sabine, George H., Historia de la teoría política, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2002, pp. 236-238

[6] Jouvenel, Bertrand de, Sobre el poder. Historia natural de su crecimiento, Madrid, Unión Editorial, 2011, pp. 251-253

[7] Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, Madrid, Alianza, 1992; Parker, Geoffrey, La revolución militar. Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente, Madrid, Alianza, 2002; Roberts, Michael, “The Military Revolution, 1560-1660” en Clifford J. Rogers (ed.), The Military Revolution Debate: Readings on the Military Transformation of Early Modern Europe, Colorado, Westview Press, 1995, pp. 13-36; Duffy, Michael (ed.), The Military Revolution and the State 1500-1800, Exeter, University of Exeter, 1980; Parker, Geoffrey, “Military Revolutions, Past And Present” en Historically Speaking Nº 4, Volumen 4, Abril 2003, pp. 2-7; Ídem, “The “Military Revolution, 1560-1660”- A Myth?” en Clifford J. Rogers (ed.), The Military Revolution Debate: Readings on the Military Transformation of Early Modern Europe, Colorado, Westview Press, 1995, pp. 37-54; Mcneill, William, La búsqueda del poder. Tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1000 D.C., Madrid, Siglo XXI, 1988; Anderson, M. S., Guerra y Sociedad en la Europa del Antiguo Régimen 1618-1789, Madrid, Ministerio de Defensa, 1990; Finer, Samuel, “State- and Nation-Building in Europe: The Role of the Military” en Charles Tilly (ed.), The Formation of National States in Western Europe, Nueva Jersey, Princeton University Press, 1975, pp. 84-163; Hintze, Otto, “La organización militar y la organización del Estado” en Josetxo Beriain Razquin (coord.), Modernidad y violencia colectiva, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 2004, pp. 225-250

[8] Son abundantes los nombres de importantes militares liberales que participaron de un modo u otro en el establecimiento del régimen constitucional en España a lo largo del s. XIX, estos pudieran ser entre otros Espartero, Riego, Prim, Narváez, O’Donell, Serrano y Domínguez, etc…

[9] Rodrigo Mora, Félix, Naturaleza, ruralidad y civilización, Editorial Brulot, 2011

[10] Best, Geoffrey, Guerra y sociedad en la Europa revolucionaria 1770-1870, Madrid, Ministerio de Defensa, 1990

[11] Mann, Michael, “El poder autónomo del Estado” en Relaciones internacionales: Revista académica cuatrimestral de publicación electrónica Nº 5, Noviembre 2006

[12] Vallès, Josep M., Ciencia Política. Una introducción, Barcelona Ariel, 2004, p. 161

[13] Mosca, Gaetano, La clase política, México, Fondo de Cultura Económica, 2002, pp. 131 y 133

[14] Para ser más exactos deberíamos decir que en la mayor parte de los casos no los elige, ya que son los partidos políticos por los cuales se presentan los que previamente hacen esa elección, sino que más bien los ratifica.

[15] Rodrigo Mora, Félix, Seis estudios. Sobre política, historia, tecnología, universidad ética y pedagogía, Editorial Brulot, 2010, p. 25

[16] “Los hombres siempre están dispuestos a cambiar de señor, creyendo que así van a mejorar”. Maquiavelo, Nicolás, El Príncipe, Madrid, Espasa, 2003, p. 39

[17] Wright Mills, Charles, La elite del poder, México, Fondo de Cultura Económica, 1957. Carroll, James, La casa de la guerra. El Pentágono es quien manda, Barcelona, Memoria Crítica, 2006. Finer, Samuel, The man on horseback. The role of the military in politics, Londres, Pall Mall Press, 1962

[18] Strachan, Hew, Ejércitos europeos y conducción de la guerra, Madrid, Ediciones Ejército, 1985

[19] Jouvenel, Bertrand de, El principado, Madrid, Ediciones del Centro, 1974

[20] Sorel, Georges, Reflexiones sobre la violencia, Madrid, Alianza, 2005, p. 287

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