¿Nos equivocamos? – Murray Bookchin

Texto de Murray Bookchin publicado en Telos, vol. 65, otoño de 1985, págs. 59-74, titulado «Were we wrong?». Traducción del original por Tía Akwa.

Boockchin¿Es posible que la izquierda se haya equivocado sobre el desarrollo capitalista y el cambio revolucionario? ¿Es posible que el capitalismo del siglo XX no esté «moribundo» y que la Revolución Rusa no marcó el comienzo de una “era de guerras y revoluciones”, como predijo Lenin?; ¿Que el capitalismo no se desenvuelve según una dialéctica «inmanente» en la que se encuentran las «semillas» de su propia destrucción? ¿Será que estamos en una incesante “fase ascendente” del capitalismo?

Con desesperación procedemos —Hungría en 1956, París en 1968, Checoslovaquia en 1969, Polonia a principios de la década de 1980— a la búsqueda de pruebas de un proletariado revolucionario sin ver la trágica marginalidad de estos acontecimientos. Recurrimos a China, Cuba, el sudeste de Asia, Portugal y Nicaragua en busca de evidencia de una «era revolucionaria» o los conflictos de Corea y Vietnam en busca de evidencia de una «era asolada por la guerra» sin ver sus limitaciones nacionalistas. Tratamos de reconocer cuán ambiguos son en relación con el hecho más amplio de un capitalismo enormemente expandido, la medida en que el mercado ha profundizado su alcance en los aspectos más íntimos de la vida social, la sorprendente estabilidad del sistema como un todo, su escalofriante sofisticación tecnológica que ha hecho sin sentido todas las imágenes de revoluciones insurreccionales en los principales centros del capitalismo.

Tampoco podemos seguir usando «traiciones» para explicar los fracasos de las cuatro generaciones pasadas. Un patrón de traición tan consistente sugiere una debilidad interna en la “perspectiva” socialista tradicional del capitalismo, y la revolución que plantea más preguntas de las que responde. El proyecto socialista es realmente frágil si la traición puede ocurrir con tanta facilidad y si el «éxito» produce rasgos burocráticos tan constrictivos y reaccionarios que la historia es mejor por sus fracasos. La Revolución Rusa fue una catástrofe cuya sombra ha ensombrecido todo el siglo y vive en nuestros sueños más como una pesadilla que como una visión de esperanza.

Las respuestas no se encuentran en el quietismo y la derrota. No es derrotista reconocer que nuestras expectativas eran injustificadas y los análisis que las alimentaron fueron igualmente erróneos. Tampoco es posible la acomodación si el capitalismo sigue siendo irracional hasta la médula; que siempre ha sido así (a pesar de los argumentos de Marx sobre su «papel progresista» en sentido contrario); y que siempre ha estado en desacuerdo con un potencial permanente de libertad y equilibrio ecológico. Pero antes de que se pueda ver ese potencial y se desarrolle una práctica relevante a partir de los esfuerzos por realizarlo, debemos despejar la niebla ideológica que oscurece nuestro pensamiento. Esta niebla surge de una coyuntura de fuerzas que ha sido seriamente mal juzgada por los radicales durante más de un siglo y de una mala interpretación de los fenómenos que abarcan los últimos cuatro siglos.

Los fracasos del análisis clásico

Ya sea que se elija llamar al capitalismo «progresista» y «permanentemente revolucionario», para usar las palabras de Marx, o un «mal históricamente necesario», para usar las de Bakunin en lo que respecta al Estado, el hecho es que la Primera Guerra Mundial abrió una era completamente nueva en la teoría social radical. El terrible derramamiento de sangre de la guerra planteó serios desafíos a la exuberante creencia en el progreso que el siglo anterior asoció con el nuevo orden social. Al mismo tiempo, las convulsiones revolucionarias del período 1917-23 despertaron nuevas esperanzas sobre la inminente probabilidad de una sociedad racional: del socialismo y la emancipación humana. El universalismo y el humanismo del proyecto socialista tal como fue formulado en ese momento no tienen ningún simil en el nuestro. Claramente, se acordó, el capitalismo había dejado de ser «progresista» o «históricamente necesario» independientemente de si era «malvado» o no. Si tuvo una “fase ascendente” caracterizada por avances dramáticos en la tecnología y la desmitificación de todos los vínculos humanos tradicionales, y entre la humanidad y la naturaleza, definitivamente no había entrado en una “fase descendente” que garantizara su autoextinción.

El proyecto socialista fue muy específico sobre el cambio en el ciclo del desarrollo capitalista. En su «fase ascendente», el capitalismo presumiblemente había establecido las precondiciones técnicas para el socialismo. Parecía fomentar el internacionalismo secularizando todos los lazos y experiencias humanas, dando pasos de gigante en el desarrollo cultural y político, ampliando la productividad y las necesidades humanas, racionalizando la experiencia y la producción y, sobre todo, creando una clase especial, el proletariado, cuyos intereses y aflicciones la condujeron inexorablemente hacia la abolición del sistema salarial, el capitalismo y la sociedad de clases como tal. Incluso si fuera razonable suponer que sin conciencia de clase el proletariado no podría convertirse en una «clase hegemónica» más que el campesinado más quietista, los teóricos socialistas enfatizaron que los «eventos objetivos» –y en opinión de Lenin, un partido de revolucionarios conscientes– proporcionarían la autorreflexión que podría haber hecho posible una revolución proletaria exitosa.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial proporcionó evidencia concluyente del fracaso de este enquistado análisis. Por casi diez años antes de la guerra, el capitalismo mundial había alcanzado un período sin precedentes de estancamiento y declive. La economía estaba congelada en crisis que parecían crónicas e intratables. El nivel de vida, el empleo, las esperanzas de recuperación y la creencia en la legitimidad del orden social había caído a un mínimo histórico en comparación con la era anterior a la Primera Guerra Mundial. Tras el colapso financiero de 1929, el proletariado emergió de manera casi explosiva como fuerza social. Aunque en gran medida a la defensiva, las insurrecciones obreras lideradas por socialistas estallaron en Austria y España (1934); las huelgas generales barrieron Francia, marcadas por el izado de banderas rojas sobre las fábricas (1935); Las ocupaciones de plantas y las luchas combativas con la policía en los Estados Unidos crearon la ilusión de una crisis casi insurreccional, reforzada por el malestar agrario en el que los agricultores armados cerraron las subastas y obstruyeron el movimiento de productos durante las huelgas de los agricultores con barricadas en las carreteras. A pesar de reveladores fracasos, este movimiento podría reclamar éxitos definitivos aunque ilusorios: la elección del Frente Popular en Francia y España; el reconocimiento de los sindicatos industriales en Estados Unidos; y, finalmente, los efímeros logros de la Revolución española en 1936-37, que dieron un ejemplo sin precedentes de autogestión obrera y campesina. Rara vez un movimiento de masas insurgente había logrado tanta perseverancia y militancia. De hecho, el fascismo no sólo parecía una expresión de una crisis general en el orden social capitalista que exigía una vigorosa imposición de controles totalitarios, sino también una reacción defensiva de una burguesía tradicional ante un creciente y cada vez más amenazador movimiento obrero cuya militancia parecía estar al borde de la revolución social absoluta.

El capitalismo en la década de 1930 también parecía ser un ejemplo de libro de texto “materialista histórico” de un orden social que había sobrevivido a su legitimidad. No solo la década estuvo estancada económicamente y devastada por el conflicto de clases; también estaba tecnológicamente estancada. A juzgar por la literatura de la época, se podría argumentar de manera convincente la noción de Marx de que «las fuerzas materiales de producción» habían «entrado en conflicto con las relaciones de producción existentes». La tecnología estaba sujeta a fuertes restricciones corporativas y monopolísticas que impedían la innovación. El capitalismo, al parecer, ya no podía realizar su función «históricamente asignada» de promover las «condiciones previas materiales» para la libertad; de hecho, parecía bloquear su desarrollo. Presumiblemente, se necesitaba una revolución socialista para devolver a la sociedad a la historia, es decir, para restaurar el impulso de los avances tecnológicos que el orden social burgués ya no podía sostener.

Finalmente, el estallido de la Segunda Guerra Mundial fue visto como la culminación de la “crisis crónica del capitalismo”, su clímax y literalmente el campo de batalla para una resolución de la llamada “cuestión social”. La deserción masiva de los liberales de izquierda a la causa militar aliada no provocó desesperación entre los movimientos radicales ya contraídos de los años cuarenta. La Segunda Guerra Mundial, decían los marxistas tradicionales, era simplemente una continuación de la Primera Guerra Mundial, una aventura imperialista que reabriría todas las heridas que causaron que su predecesora terminara en una revolución social. De hecho, esta segunda guerra se visualizó ahora como un conflicto de corta duración. Las masas proletarias de la década de 1940, presumiblemente más educadas por sus experiencias durante el período de entreguerras de decadencia capitalista, conflicto social, revoluciones, la dieta habitual de «traiciones calculadas [treachery]» y «traiciónes [betrayal]» servida por la socialdemocracia y el estalinismo, y un sentido ampliado de la solidaridad de clase y el internacionalismo, actuarían para cambiar la sociedad con mayor determinación que la generación anterior. Dado un período de tiempo razonable, los bloques imperialistas contendientes en el conflicto mundial revelarían su “bancarrota” y un movimiento obrero subterráneo, incluso en la Alemania fascista (para algunos, especialmente en la Alemania fascista) retomaría los hilos colgantes de 1917-18 y pronto terminará la guerra en revolución social.

Es difícil transmitir cuán tenazmente este escenario fue sostenido por la generación de radicales de entreguerras. Casi toda la teorización radical de un siglo alimentó estas visiones de cambio social y la secuencia detallada de pronósticos que el movimiento socialista revolucionario proyectó para el futuro en 1940 y hasta bien entrada la guerra misma. Del mismo modo, las dudas sobre este análisis y su resultado dieron lugar a reacciones igualmente trascendentales. Trotsky, más que cualquiera de los bolcheviques, mantuvo la perspectiva clásica de la época, de hecho, del propio movimiento obrero tradicional. Poco antes de su muerte, afirmó que la guerra planteaba desafíos muy convincentes a la tradición radical. Después de expresar la confianza ritualista habitual en el escenario anterior y las certezas de su resultado, se centró en las implicaciones de un resultado alternativo. Si el capitalismo salía intacto de la guerra, advirtió, el movimiento revolucionario tendría que reexaminar sus premisas más fundamentales. Su asesinato en 1940 excluyó la posibilidad de tal reevaluación por parte de sus seguidores. Pero sus palabras persiguen obstinadamente todo el proyecto revolucionario tal como se desarrolló desde los días de las primeras insurrecciones obreras. La escalofriante confrontación de Trotsky con el fracaso del proyecto le permitió ver la Segunda Guerra Mundial como una prueba de una visión tradicional marxista y leninista de toda la historia del desarrollo capitalista.

La Segunda Guerra Mundial no terminó temprano. Duró casi seis años. No terminó en revoluciones. Los trabajadores alemanes lucharon hasta las puertas del búnker de Hitler en Berlín sin siquiera un motín significativo. Lejos de exhibir alguna evidencia significativa de solidaridad de clase e internacionalismo, la guerra se libró en términos mayoritariamente nacionalistas y por ideales que recuerdan al “patriotismo” del siglo XVIII, a menudo descendiendo a un irredentismo salvaje e incluso al racismo, sin los cánones racionalistas y utópicos de la Ilustración.

Lo que es aún más notable: el capitalismo emergió de la Segunda Guerra Mundial en una posición más fuerte que en generaciones pasadas. Aunque la guerra devoró entre 40 y 60 millones de vidas, el orden social que cobró este número sin precedentes nunca fue cuestionado seriamente. Con la excepción de Rusia y España, países cuyo «proletariado» consistía en gran parte en campesinos con overoles, el socialismo y el anarquismo no habían logrado orientar al proletariado europeo hacia la revolución social. En los 50 años que siguieron al último de los levantamientos obreros, no hay evidencia de que la larga experiencia del socialismo proletario haya fomentado algún avance en la libertad humana. De hecho, en nombre del socialismo, los Estados totalitarios gobiernan hoy una inmensa porción del mundo con una crueldad tan funesta como la de sus antecedentes.

La innovación tecnológica, a su vez, adquirió un impulso que ha hecho añicos todas las limitaciones, tanto morales como económicas, que la sociedad podría plantear contra su elevación a la preeminencia en la mente humana. Señalar una maduración de las condiciones materiales para el socialismo, el comunismo o el anarquismo como justificación de este avance raya en el humor negro. Hoy en día se puede presentar un caso sólido a favor del ludismo de Adorno en Minima Moralia; de hecho, quizás uno más fuerte que lo que propuso. Nunca antes la innovación tecnológica ha surgido tanto como una fuerza por derecho propio para detener cualquier tendencia hacia la realización de la «verdadera sociedad». La sofisticación del armamento actual reduce los modos insurrectos de cambio social al romanticismo, mientras que las esperanzas de hegemonía del proletariado son poco más que mera nostalgia. Pero lo que hoy acecha al socialismo proletario incluso más que el final de la barricada como algo más que un símbolo es el declive numérico del propio proletariado industrial: el cambio en la personalidad misma de lo que una vez se llamó trabajo asalariado. Este proletariado se enfrenta ahora a una casi extinción a causa de la cibernetización, una realidad que es quizás un testimonio más persuasivo del carácter arcaico del socialismo clásico y el anarcosindicalismo que el mito de que esta clase jugará un papel central en el cambio social. Atrás quedaron los días en que la tecnología podía verse como una fuerza promotora del socialismo. La innovación tecnológica ha cobrado vida propia y puede aducirse no solo como un medio de regulación económica y política, sino como un factor causal del colapso ecológico. Está formando una historia que se puede escribir en gran parte de manera autónoma: como la historia de una avalancha de dispositivos que hacen impotente al ciudadano, sofocan la expresión individual y sumergen la creatividad personal. El capitalismo claramente se ha estabilizado, asumiendo que alguna vez fue inestable. Y lo ha hecho al establecerse como un dato social que ahora es tan incuestionable como lo era el feudalismo en el siglo XII. Es decir, el capitalismo disfruta ahora de una validez psicológica que hace que sus funciones estén tan libres de desafíos, de hecho, de la conciencia, como las operaciones del sistema nervioso autónomo. El fracaso del análisis clásico es igualmente completo y perturbador, ya que también ha tenido un papel significativo en la legitimación del capitalismo mediante su propia interpretación de los orígenes y la evolución del capitalismo.

El fracaso de la historiografía clásica

La contribución del análisis clásico a la legitimación del capitalismo es más evidente en la forma en que el socialismo ha asumido las formas institucionales del capitalismo reciente. Existe una inquietante similitud entre la centralización del Estado bajo el capitalismo y los objetivos socialistas clásicos. Esto se remonta al propio El capital de Marx, que a pesar de su brillante análisis de la mercancía, proyecta el desarrollo capitalista en una fase tan afín a la concepción del socialismo de su autor que la obra deja de ser auténticamente crítica en el sentido de proporcionar un punto de partida en favor de la liberación social. Al contrario: la obra entra en complicidad inconsciente con el desarrollo del capitalismo hacia su “maduración” aún desconocida. No es el análisis de Marx lo que pone la mercancía en la mano, sino que la mercancía que toma posesión del análisis y la sutileza de Marx lo lleva a reinos implícitos que él nunca podría haber anticipado o considerado deseables.

Pero el verdadero fracaso del «materialismo histórico» es mucho más profundo. El «análisis de clase» de Marx, una dimensión todavía activa de su corpus teórico, plantea problemas que no han sido tratados adecuadamente por la mayoría de sus acólitos. Su «análisis de clase» se estructura en torno a la noción fundamental de que la «dominación de la naturaleza» no puede lograrse sin la «dominación del hombre por el hombre», una visión implícita de la naturaleza cuyas implicaciones prácticas han moldeado profundamente la tradición clásica.

En la visión social más amplia de Marx, las clases eran indispensables para separar a la humanidad del «salvajismo», para traerla a la historia y formar las condiciones materiales previas para la liberación: la liberación no solo del dominio del hombre por el hombre, sino del dominio de la naturaleza que hizo el dominio humano «históricamente necesario». Dentro de esta dialéctica enrevesada, el socialismo clásico permaneció ciego a los problemas ecológicos y de género, los cuales están vinculados no solo con el surgimiento de clases y la explotación, sino que están arraigados aún más fundamentalmente en el surgimiento de la jerarquía y la dominación. En consecuencia, los intentos de formular una ecología socialista y un feminismo para seguir el ritmo de los movimientos sociales de nuestros días tienden a ser meras invenciones. Aunque los socialistas sectarios critican estos movimientos por carecer de un análisis de clase, todavía estamos inundados de destellos de Marx sobre ecología y mujeres que rozan la caricatura. El análisis de clase de Marx refleja una noción de mercado muy victoriana, de hecho burguesa, de la naturaleza como un reino de dominación, ceguera, rivalidad y recursos escasos que alguna vez definieron todas las disciplinas importantes de la época, desde la economía hasta la psicología. La imagen ecológica más contemporánea de la naturaleza, particularmente de los ecosistemas, como no jerárquica, autoformativa, mutualista y fecunda ha eludido la perspectiva marxista con el resultado de que los socialistas estadounidenses de hoy se sienten más cómodos con el periodismo de André Gorz, para quien los problemas «ecológico» surgen de la “caída de la tasa de ganancia” que con los trabajos de ecofilosofía más incisivos que precedieron a su Ecología como política.

Este problema va mucho más allá del peso que las nociones del siglo XIX imponen al análisis socialista clásico. Tampoco puede ser visto sólo como el resultado de una remodelación del marxismo con conceptos que son ajenos a sus ideas centrales. Más bien, lo que es más relevante aquí es el daño que ha causado el “análisis de clase” de Marx al formular una nueva interpretación del desarrollo capitalista y la política necesaria para enfrentarlo. Nos vemos obligados a preguntarnos si la teoría radical está bien servida por una imagen del desarrollo social basada principalmente en intereses económicos en conflicto basados ​​en la propiedad o el control de la propiedad. Como alternativa a esto, podríamos considerar la posibilidad de que el capitalismo en sí mismo represente una excepción a un desarrollo social más generalizado basado en el estatus y las formas en que el proceso de socialización y la sociedad en su conjunto definen la posición del individuo en la comunidad humana y mantienen el lugar del individuo en él.

¿De hecho, ha revelado el capitalismo realmente el interés personal material que presumiblemente ha guiado a la sociedad bajo la máscara de la ideología durante miles de años, como afirma Marx, o más bien ha creado ese interés en una dispensación social básicamente diferente que reemplazó los acuerdos de estatus con clases? Como observa Karl Polanyi, el hombre “no actúa para salvaguardar su interés individual en la posesión de bienes materiales; actúa para salvaguardar su posición social, sus reivindicaciones sociales, sus activos sociales”. Por tanto, el núcleo del análisis social es el lazo social primordial para el cual las relaciones económicas son simplemente un medio muy variable en lugar de la «base» de la interacción social. Para ir más allá de la observación de Polanyi, podemos ver que su vínculo social puede seguir un camino libertario o autoritario. De hecho, una vez que las primeras sociedades igualitarias comenzaron a derrumbarse, el camino libertario, entrelazado con el autoritario, surge de las profundidades subterráneas en períodos de agitación social y luego se sumerge en eras de estabilidad social.

La noción de que la sociedad precapitalista era principalmente una sociedad de órdenes, no simplemente de clases, no es nueva, pero sus implicaciones, así como sus premisas, aún no se han explorado completamente. La propia comunidad y el lugar que ocupamos en ella es uno de los atributos más humanos que poseemos. También es la forma en que nos situamos largo de nuestra vida, la forma en la que se proyecta el cuidado familiar más allá de la familia en el contexto más amplio de zumbidos una relación. Así, casi todas las sociedades precapitalistas proyectaban las relaciones familiares y de parentesco en la vida social. A pesar del crecimiento de un concepto puramente jurídico de ciudadanía y un concepto racionalista de la política, el linaje mantuvo una enorme importancia en las comunidades seculares. Las monarquías trataron los territorios bajo su control más como patrimonios que como naciones o culturas, y fue por estas normas biosociales que la gente “ordenó” su vida económica en órdenes sociales, no de acuerdo con elementos económicos que los habrían estructurado como clases.

Debemos tener claramente presente esta distinción entre una sociedad de órdenes y una sociedad de clases, en la medida en que tiene importantes implicaciones políticas y prácticas. Un análisis de clase basado exclusivamente en intereses económicos confunde la historia y desvía la práctica. Las distorsiones y regresiones sociales ya no pueden explicarse principalmente por las relaciones de propiedad, ni pueden rectificarse únicamente con medidas socioeconómicas, como la nacionalización, la colectivización o la «democracia en el lugar de trabajo». Porque lo que hace estallar todas estas soluciones ofrecidas a la naturaleza contaminada de la sociedad moderna es el legado abultado de las relaciones de mando y obediencia; en una palabra, la jerarquía como el sustrato más básico de todas las relaciones de clase.

Para desarrollar más plenamente el contraste entre sociedades de estatus y sociedades de clases, es necesario rechazar por completo la idea de que el capitalismo como sociedad de clases podría haber surgido orgánicamente dentro del “útero” del feudalismo, una sociedad de órdenes. La singularidad del capitalismo debe hacerse clara a la luz de la sociedad tradicional en su totalidad, orientada en torno a la familia y el estatus. Ningún mundo precapitalista estaba equipado para hacer frente a la formidable irresponsabilidad social y cultural que fomentaría una economía de mercado descontrolada. No es necesario aceptar los cánones del laissez-faire para reconocer que un mercado sin restricciones éticas, culturales e institucionales habría horrorizado a la gente incluso en el mundo comercial del Renacimiento, con sus matizados estándares para el comercio. La identificación del mercado con el capitalismo, de hecho, sólo resulta de una reelaboración sumamente engañosa del hecho histórico. Los mercados existieron durante siglos en muchas formas diferentes, pero se integraron cuidadosamente en comunidades más grandes, más exigentes y socialmente más legítimas que estructuraban la vida en torno a órdenes, unidos en gran medida por lazos de parentesco y artesanía. Estos elementos del tribalismo temprano y de las sociedades aldeanas nunca desaparecieron por completo del mundo precapitalista. Fue precisamente el capitalismo, el mercado descontrolado, el que se convirtió en sociedad o, más precisamente, comenzó a devorar a la sociedad como un cáncer, una malignidad que amenazaba la existencia misma del vínculo social. Solo en el siglo XX, especialmente en los Estados Unidos posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo emergió de su posición como fuerza predominante en la sociedad para convertirse en un sustituto de la sociedad, corroyendo todos los lazos familiares y de parentesco, y reduciendo a la población en su conjunto a compradores y vendedores en un mercado universal en constante expansión.

El capitalismo, siempre un sistema dormido en el contexto más amplio de los órdenes sociales precapitalistas, irrumpió esencialmente en el mundo en un período de decadencia social radical. El sistema feudal de órdenes que las monarquías absolutistas de Europa aparentemente mantenían unidas había caído en completa decadencia. En el siglo XVIII, Europa existía en lo que era poco más que un vacío social dentro del cual el capitalismo podía crecer y, en última instancia, florecer, un período en el que hubo una erosión general de todas las costumbres, entre ellas las tradiciones que inhibían el crecimiento y la autoridad de los propios estratos burgueses. El capitalismo comenzó a emerger como una economía predominante que se alimentaba de los cadáveres en descomposición de todas las sociedades tradicionales orientadas al estatus. Complació a los vicios de una nobleza decadente, ante el despilfarro de una corte maligna, ante las indulgentes pretensiones de las nuevas riquezas y sobre la miseria de las masas abandonadas –campesinos, obreros, gremiales y lumpenproletarios– que el feudalismo había dejado de lado para valerse por sí mismos con los decadencia del sistema patronal y su tradicional nexo de derechos y deberes. Los buenos «burgueses» del mundo feudal en decadencia y la era del absolutismo –la llamada «burguesía naciente»– no estaban menos orientados hacia el estatus, y posteriormente no menos pro-realeza [royalists], que las «clases» a las que se suponía que debían oponerse y desplazar. No hay nada que demuestre que estos burgueses nacientes fueran capitalistas en un sentido único que no sea su deseo de acumular capital con miras a comprar títulos que los convertirían en parte de la nobleza o adquirir tierras que validarían su estatus noble.

Tampoco hay mucha evidencia de que los burgueses nacientes tuvieran aspiraciones políticas que “históricamente” los enfrentaran a las estructuras de estatus tradicionales del Antiguo Régimen. Muy al contrario: su hostilidad se dirigió principalmente contra la arrogancia de la nobleza, contra ella exclusivamente, no contra el principio de ennoblecimiento y oligarquía como tal. Tampoco la burguesía mostró inclinaciones republicanas, mucho menos democráticas. Su aborrecimiento por las masas no era menos salvaje, de hecho a menudo más, que el de la nobleza, que a menudo incluía individuos urbanos ilustrados acribillados por un sentimiento de culpa por su riqueza y prerrogativas. Inglaterra, no Estados Unidos, era el ideal político de la burguesía francesa: una monarquía constitucional estructurada en torno a una aristocracia colaborativa unida a una clase media industrial y comercial socialmente móvil. El republicanismo fue considerado casi universalmente por la Ilustración como la puerta a la licencia política y la democracia simplemente se equiparó con «anarquía», una palabra que moteó el vocabulario de los políticos revolucionarios a lo largo de la década de 1790.

El énfasis de los historiadores radicales en París durante la Revolución Francesa hace que sea difícil llevar la revolución a una perspectiva clara. París era el centro administrativo de la monarquía y el patio de recreo urbano de la aristocracia francesa, una ciudad que albergaba prósperos establecimientos financieros que complacían a la corte y empresas familiares dedicadas a la producción de artículos de lujo. Los verdaderos centros de la vida burguesa francesa, en particular la industria textil en torno a la cual se desarrollaría la revolución industrial, eran ciudades como Lyon y Amiens, que, junto con los centros comerciales como Burdeos y los principales puertos marítimos como Marsella y Toulon, reflejaban con mayor precisión que París el espíritu burgués del período revolucionario, un imán para los elementos más radicales de la intelectualidad [intelligentsia] y los barrios miserables y los tugurios en decadencia ocupados por una enorme pequeña burguesía compuesta por profesionales, comerciantes, impresores, artesanos y una masa socialmente amorfa de jornaleros y lumpenproletarios, los conocidos sans culottes.

Todas estas ciudades eran amargamente antijacobinas y, a menudo, militantemente pro-realeza. La supresión de los sans-culottes de Lyon en mayo de 1793 fue obra, en palabras de Lefebvre, de “la burguesía que había permanecido monárquica” así como de los partidarios del antiguo orden de otros estratos de la población. “Amiens nunca se volvió sólidamente republicana”, señala Lynn Hart en su libro sobre la cultura política de la revolución. De hecho, aún en 1799, cinco años después de que los termidorianos contrarrevolucionarios hubieran despachado a Robespierre y los jacobinos, la ciudad fue desgarrada por disturbios contra el reclutamiento que resonaron con denuncias como “¡Abajo los jacobinos! ¡Larga vida al rey! ¡Viva Luis XVIII! Incluso los estólidos burgueses termidorianos encontraron en Amiens una vergüenza. Los puertos marítimos girondinos y las ciudades comerciales de Marsella y Toulon reprimieron a los jacobinos (de ninguna manera la facción más radical de la revolución) con el mismo vigor con que París reprimió a los girondinos. De hecho, Toulon se había vuelto tan pro-realeza en 1793 que esa ciudad se entregó a los ingleses en lugar de someterse a la autoridad del París revolucionario.

La imagen de la revolución francesa o, para estos efectos, de las revoluciones inglesa o estadounidense como “burguesas” es una proyección simplista de los prejuicios ideológicos actuales sobre el pasado[1]. No es útil simplemente notar que la burguesía se benefició a largo plazo de estas revoluciones. Esto nos dice muy poco sobre las fuerzas, los motivos y los ideales de la era revolucionaria, una era abierta por los puritanos ingleses en la década de 1640 y finalizada por los anarcosindicalistas españoles en la década de 1930. Labradores ingleses, los granjeros estadounidenses y, sobre todo, los campesinos franceses fueron los beneficiarios inmediatos de estas revoluciones, nada menos que la burguesía primitiva. Sin duda, la burguesía se convirtió en última instancia en la mayor beneficiaria de las revoluciones, pero la supremacía total le llegó de manera muy desigual a lo largo del tiempo y de forma muy mixta. La «Revolución de 1800» jeffersoniana fue en gran parte una victoria política de los estratos agrarios estadounidenses: los intereses de la burguesía estadounidense estaban más directamente vinculados al autodenominado «Partido Federalista» de Hamilton que al Partido Republicano de Jefferson, y el poder político en Estados Unidos como en Inglaterra se mantuvo por la nobleza, ocasionalmente en conflicto directo con los financieros, comerciantes e industriales que no iban a obtener el control completo de la república hasta la Era de la Reconstrucción. Decir, como hace Hunt, que “la Revolución Francesa colocó a la burguesía en la silla política porque los funcionarios revolucionarios… eran comerciantes con capital, profesionales con habilidades, artesanos con sus propias tiendas o, más raramente, campesinos con tierra” es para hacer una bolsa de sorpresas con la palabra “burgués” –de hecho, para usar la palabra más en un sentido feudal como burgueses que en un sentido moderno, como capitalistas. Este tipo de “burguesía” no fue en ningún sentido una clase estable, sino un popurrí de estratos muy dispares que se unificó más por lo que no era (es decir, nobles y sacerdotes) que lo que parecía ser. Era simplemente el Tercer Estado. Agregar, como hace Hunt, que era “antifeudal, antiaristócrata y antiabsolutista” es plantear la cuestión de qué constituye una auténtica burguesía. Es de suponer que no los industriales de Amiens y los comerciantes de Toulon, si Hunt tiene razón. Menos de todos los termidorianos parisinos que tan voluntariamente entregaron el estado francés a Napoleón, quien, en palabras del propio Lefebvre, “se reconcilió con la Iglesia, perdonó a los emigrados y tomó a su servicio a todos ellos, aristócratas y burgueses, personas pro-realeza y republicanos, que estaban dispuestos a apoyarlo”.

El hecho es que los teóricos radicales decidieron calificar las revoluciones de la Ilustración como burguesas y abordar el absolutismo monárquico como preparatorio para el surgimiento de un capitalismo predeterminado. Perry Anderson debía tratar el absolutismo como un fenómeno básicamente feudal para apoyar una teoría muy infundada de las etapas de la historia. Esta es la teleología con fuerza, una teleología que niega cualquier espontaneidad a la historia clavándola en la dura y astillada cruz de la necesidad. Que la historia puede tener sentido y dirección se vulgariza en un concepto de ley natural histórica que opera en los asuntos humanos con la siniestra causalidad que se atribuye a su operación en imágenes de la naturaleza socialmente condicionadas. El capitalismo, en efecto, deja de ser el resultado de un proceso social y se convierte en su sustancia misma. El hecho de que el capitalismo sea el sistema más asocial y maligno que ha surgido en la experiencia humana es en gran parte el resultado de la decadencia de la historia y no un producto de la elaboración de la historia mundial. Es un «orden social» que florece cancerosamente sobre los cadáveres de las sociedades tradicionales. Hoy, la interacción entre los centros tradicionales del capitalismo y el mundo no capitalista difiere significativamente de períodos anteriores, cuando el contacto entre los dos era más equitativo. Como una célula metastásica, la mercancía ha hecho su trabajo y las puertas de las sociedades tradicionales se han abierto de par en par a la explotación sin restricciones.

Esta larga discusión sobre las llamadas revoluciones burguesas, el desarrollo capitalista y la distinción entre sociedades de estatus y de clases no ha sido guiada por una preocupación abstracta por el registro histórico, sino por razones explícitamente políticas. Considerar las revoluciones inglesa, estadounidense y francesa como “burguesas” ha sido muy dañino políticamente, lo que ha resultado en una exploración altamente economicista de la era revolucionaria. George Rude, para tomar un ejemplo, ha correlacionado tan estrechamente las fluctuaciones del precio del pan con el comportamiento de la multitud en la Revolución Francesa que los sans culottes emergen más como estómagos que como seres humanos vitales y políticamente preocupados. El tratamiento bien intencionado de Charles Beard de la Revolución Americana está tan sesgado por la preocupación por el interés de clase que su perspicaz corrección de relatos históricos puramente ideológicos adolece de un crudo determinismo económico. Tales oscilaciones del péndulo pueden ser necesarias para corregir las exageraciones de ambos relatos (un idealismo de ojos estrellados en un extremo y un crudo interés propio en el otro), pero han ido demasiado lejos. El hecho de que hombres como el inglés Leveler, John Lilburne o el terrateniente estadounidense radical Dan Shays se preocuparan por cuestiones sociales más importantes que el costo del pan o las ejecuciones hipotecarias agrícolas tiende a perderse en una maraña de datos estadísticos destinados a demostrar el predominio de los intereses materiales sobre los ideológicos y culturales. Shays ‘Rebellion, de David P. Szatmar, señala que Shays y los campesinos que lo siguieron a la insurrección en 1787 se levantaron contra los Estados Unidos recién fundado para preservar una forma de vida compleja, no solo para intimidar a los comerciantes de Boston que amenazaban con despojarlos de sus tierras.

El lado siniestro de la historiografía radical se ha explorado repetidamente. Si la historia usa a la humanidad para cumplir sus propios fines, entonces el sufrimiento, la crueldad y el despotismo pueden justificarse en nombre del progreso y, en última instancia, de la libertad. La ideología, la ética, la cultura, la política y, por supuesto, los líderes, se sienten movidos a actuar más allá de su propia comprensión de los eventos por la “astucia de la razón” de Hegel. Lenin, al suponer el partido y su conciencia política al movimiento objetivo de la historia —una historia que tiene una previsión, una legitimidad y un fin propios— no negó este concepto hegeliano del Espíritu en la historia. Simplemente burocratizó el Espíritu con un aparato de revolucionarios profesionales auto-ungidos que ejecutaron conscientemente los designios de la historia en el interés último de las masas ignorantes. El resultado de esta lógica autoritaria fue la usurpación de la Revolución Rusa por un partido que profesaba representar los intereses objetivos del proletariado, a menudo en el curso mismo de la represión del proletariado.

Hemos pagado este “materialismo” sofocando todas las dimensiones éticas y humanistas de la historia. Hemos contado las estadísticas de crecimiento económico y productividad en «sociedades socialistas» en yuxtaposición con las estadísticas de asesinatos en masa y la formación de poblaciones enteras de trabajadores esclavos para emitir nuestro veredicto final sobre el «éxito» o el «fracaso» de estas instituciones presuntamente “socialistas”. La libertad no juega ningún papel en este recuento. Más que cualquier otra ideología moderna que no sea el fascismo, el socialismo ha cambiado la libertad por la “justicia distributiva”, un intercambio que ha envenenado su propia imagen de todo lo humano , convirtiendo a la sociedad misma en una mera máquina de conquista de la naturaleza. Lo que es más desconcertante hoy es la interpretación y la política que se derivan de esta visión desastrosa de la historia. Si las revoluciones inglesa, estadounidense y francesa no son revoluciones burguesas, ¿qué son? Si la era revolucionaria clásica ha llegado a su fin, ¿qué tipo de política se sigue de esto? Finalmente, si el proletariado no es una clase revolucionaria, ¿cuál es el “sujeto histórico” que transformará una sociedad jerárquica y explotadora en una igualitaria, sin clases y libre?

Hacia una nueva agenda radical

El capitalismo es un sistema permanentemente contrarrevolucionario, a pesar de las opiniones de Marx en sentido contrario. Ahora bien, aquí rescató o impulsó el espíritu de cooperación humano que existía en las sociedades más despóticas y las comunidades más parroquiales del pasado; en ningún momento su sentido de la caridad se extendió más allá de una manipulación utilitaria de las masas. Pocos de sus beneficios materiales, avances técnicos o riqueza se utilizaron para mejorar la condición humana. El capitalismo fue una plaga para la sociedad desde el momento en que comenzó a surgir. Casi todos los intentos de detener el desarrollo del capitalismo desde el principio fueron más progresistas que el papel progresista imputado al modo de producción burgués. Los luditas tenían esencialmente razón. No fueron reaccionarios cuando intentaron detener el avance rapaz de la Revolución Industrial. También lo eran los socialistas y comunistas crítico-utópicos, los proudhonianos y los fourieristas, sobre los que Marx y Engels colmaron su desprecio en el Manifiesto Comunista. Incluso la aristocracia inglesa que redactó la Ley de tierras de Speenham de 1795 tenía razón, por más egoístas que fueran sus motivos, cuando intentaron evitar que el campesinado se entregara en masa al sistema salarial. Y los populistas rusos tenían razón cuando intentaron rescatar la aldea, en particular sus características mutualistas, de las tribulaciones del industrialismo capitalista.

La lista es casi interminable. En gran parte, consiste en la tendencia libertaria oculta en la historia que trató de proporcionar una alternativa a la tierra de Speenham, así como al sistema salarial, al trabajo manual agotador y al trabajo en las fábricas que corroe el alma, al parroquialismo y al mercado mundial. sistema. Pensar que la miseria urbana actual es la única alternativa a la pobreza rural es caer en una trampa que paraliza tanto el pensamiento creativo y la práctica que la teoría radical ya no puede distinguir lo que es de lo que podría ser. Movimientos hicieron existen de que las sociedades opuestas de estado, así como las sociedades de clases, el feudalismo y el capitalismo, estancamiento tecnológico, así como la innovación tecnológica sin sentido. En el siglo XX, uno piensa en Rusia y España, los populistas y los anarquistas, como ejemplos sorprendentes de movimientos sociales altamente morales que intentaron eludir el desarrollo capitalista sin acceder a las características opresivas de las sociedades autocráticas y cuasi feudales. La “tercera vía” que ofrecían estos movimientos fue simplemente reprimida, no solo por el estado (estalinista y fascista) sino por los propios historiadores radicales, cuya historia de izquierda fue a menudo muy selectiva y sesgada hacia el socialismo convencional de nuestro tiempo.

En cualquier caso, esto está claro: debemos reconocer la naturaleza permanente y retrógrada del capitalismo desde sus inicios. Debemos verlo como un sistema saprofítico[2] que es por definición asocial, y reconocerlo como un mecanismo que morirá por sí solo como un cáncer que destruye a su huésped. Tenemos que entender que la interpretación económica de la historia y la sociedad es la extensión del espíritu burgués en la totalidad del zumbido de una condición. El capitalismo no decaerá. O destruirá la sociedad tal como la conocemos, y posiblemente gran parte de la biosfera junto con ella, o será corroída, debilitada y vaciada por las tradiciones libertarias. Sería difícil explicar por qué el «Cuarto Mundo» ha ofrecido una resistencia tan masiva a las «bendiciones» del industrialismo a menos que invoquemos el poder de tradiciones sólidas, formas de vida arraigadas, valores, creencias y costumbres profundamente arraigadas. Sería difícil explicar por qué los campesinos proletarios de Barcelona quemaron dinero y despreciaron todos los atractivos de la opulencia después de que la ciudad cayó en sus manos sin invocar el poder moral de sus creencias libertarias, una sensibilidad que a menudo contrastaba con la pragmática mentalidad de sus líderes.

La única era revolucionaria en la que podemos prever un futuro para un cambio radical es la que yace detrás de nosotros. Ningún ciclo de revolución socialista o anarquista seguirá el llamado ciclo «burgués» iniciado hace unos tres siglos. El arsenal de nuestro tiempo se ha desarrollado mucho más allá de los modelos insurreccionales clásicos en los que se ha fijado la teoría radical tradicional que hace impensable la recurrencia de otra España o Rusia. De hecho, ninguna discusión creativa sobre una política radical puede comenzar sin reconocer el cambio que este simple hecho técnico ha introducido en el “arte de la insurrección”, para usar las palabras de Trotsky.

Del mismo modo, el único agente sobre el que podemos prever un cambio radical futuro surge de la fusión de los grupos tradicionales en una esfera pública, un cuerpo político, una comunidad imbuida de un sentido de continuidad y renovación cultural y espiritual. Esta comunidad, sin embargo, se constituye sólo en el acto siempre presente de un esfuerzo siempre dinámico de público y autoafirmación que produce un agudo sentido de individualidad. Así la colectividad se funde con la individualidad para producir seres humanos equilibrados (rounded) en una sociedad equilibrada (rounded). La acción directa asume la forma de democracia directa: las formas participativas de libertad que descansan en asambleas presenciales, rotación de funciones públicas y, cuando sea posible, consenso.

Dicha comunidad debe suponer que la solidaridad supera el estatus o los intereses de clase, que su forma de vida puede absorber los intereses centrífugos que separan al ser humano del ser humano, que una ética compartida imparte la conciencia, la conciencia y la simpatía necesarias para anular el sentido de la individualidad, que corre el riesgo de degenerar en egoísmo y esa ansia por las preocupaciones privadas tan característica de la era terapéutica contemporánea. Ningún proletariado se ha ajustado jamás a estos estándares de propiedad social y política como fenómeno de clase. De hecho, la clase está tan íntegramente ligada al interés que excluye la capacidad de expresar preocupaciones ampliamente humanas. Por lo tanto, nunca existió la posibilidad de que el proletariado, particularmente el hereditario que tenía una larga tradición de clases detrás, pudiera hablar en nombre del interés general de la sociedad. Es de notar que el individuo, que se conglomera tan fácilmente en una existencia de clase mediante la historiografía radical, tiende a comportarse con mayor decencia que la masa. La negación del papel del individuo en la historia ha tenido el siniestro efecto de negar la integridad moral de la persona en contraste con el papel asignado a las masas como fuerzas en la historia y de demoler el único brazo que tiene el pueblo contra los efectos degradantes de la «civilización»: la ética personal, la etiqueta simple, la singularidad psicológica y la intimidad humana del cuidado y la comprensión que pueden desafiar los excesos monstruosos con la resistencia y la deslegitimación personal, del día a día.

Esto nos lleva de vuelta a lo que no era burgués en las llamadas revoluciones burguesas: la dimensión utópica de la libertad humana, la igualdad y la fraternidad que aterrorizó al burgués real en las conspiraciones pro-realeza de Hamilton en Estados Unidos y, finalmente, la disolución de la república en la Autocracia napoleónica en Francia. Los campesinos estadounidenses y los parisinos sans culottes no se levantaron contra sus gobernantes porque estuvieran interesados ​​en liberar el comercio o fomentar la acumulación de capital. Se levantaron para defender su propia concepción de un ideal claramente ético: libertad de la autoridad arbitraria, un mundo intensamente comunitario que fomentaba las relaciones entre su gente, humanidad en el trato con los individuos independientemente de su estatus y riqueza, de hecho, un retorno a la regulación del comercio (como lo demuestran las demandas de los sans culottes de controles de precios y la creencia de Shays en el derecho de los terratenientes a la tierra independientemente de las implicaciones legales). Según todos los estándares del materialismo histórico, eran reaccionarios que creían en una economía moral y trataban de aferrarse a los derechos y deberes tradicionales tal como los interpretaban. Rebelarse significaba literalmente restaurar antiguas libertades, formas de vida comunales y responsabilidades. En la medida en que estas revoluciones fueron invariablemente más allá de las instituciones privilegiadas del constitucionalismo inglés, no fueron más burguesas de lo que fue proletaria la toma del poder por los bolcheviques. Fueron, ante todo, revoluciones republicanas o democráticas impuestas a la burguesía, una clase que resistió vigorosamente sus rasgos libertarios. La burguesía no hizo estas revoluciones; cargó con ellas hace dos siglos.

La tensión entre la tradición revolucionaria a la que incluso la burguesía debe hacer sus reverencias y la realidad corporativa que se opone a ella constituye el mayor obstáculo para la supremacía desenfrenada del capital. Como las haciendas generale que bloquearon la monarquía francesa en 1789, la burguesía lleva sobre sus hombros la herencia de sus inicios como un peso de plomo. Más importante aún, esta herencia ajena es también la mística que da legitimidad moral a la realidad de la burguesía, por lo demás incolora y prosaica. La aversión de los estadounidenses por el Estado, su mitología de autosuficiencia, control local e individualismo son a la vez el disfraz de la rapacidad burguesa y la espada de Damocles que pende sobre la burguesía. La identificación de la familia con la granja familiar, de la individualidad con la propiedad, de la autosuficiencia con el trabajo por cuenta propia, de la libertad con el control local y la tiranía con el Estado, el servicio militar obligatorio, la vigilancia y la intervención policial en la política: todo limita a la empresa capitalista en Estados Unidos y son tan obstructores como egoístas.

Así, se puede argumentar con fuerza la necesidad de reconocer el contenido libertario oculto del Sueño Americano: la posibilidad de democratizar la república y radicalizar la democracia. Aquí yace una agenda radical, arraigada en la tensión entre corporativismo y republicanismo, centralismo y democracia, sociedad burguesa y sociedad libertaria, que puede crear desde las fallidas “perspectivas” del pasado una nueva lectura del futuro. Una nueva política libertaria debe surgir de los escombros de la izquierda clásica. La política en su sentido original presuponía una esfera pública muy distinta –la comunidad, ya sea un pueblo, un barrio o una ciudad articulada en barrios– en la que los residentes pasivos podrían transformarse en ciudadanos activos en virtud de su acceso directo a las palancas de poder. Por tanto, la política no puede separarse de una escala operativa que la fomenta: la comunidad. Al carecer de esta escala operativa, se marchita o, peor aún, se transforma en parlamentarismo y delegación de todo el poder a políticos profesionales. La política, así concebida, es municipalista o no existe en absoluto.

El municipalismo es una política estructurada en torno a la asamblea del cuerpo ciudadano, no en torno a sus representantes. Colectiva e individualmente, debe adquirir un sentido de sí mismo, su personalidad social, su forma. Es una política que no solo debe involucrar a los ciudadanos en la administración comunal; también debe educarlos en la vida pública.

Política, así concebida, es el núcleo comunizador [communizing core] de la comunidad, el proceso de formación-ciudadana, la escuela en la que se desarrolla el carácter, así como el arte de la ciudadanía. Es el medio para expandir la propia competencia en el sentido plenamente humano del término y no solo en el sentido de habilidades en el desempeño de responsabilidades.

La recreación de la polis tiene muchos aspectos. Baste decir que la sensibilidad ecológica se fomenta por la interdependencia de un padre y un hijo, de los niños entre sí y con los adultos, por una producción concebida como una relación simbiótica, no dominante, con herramientas que se mueven con la veta de la sustancia y sus variadas posibilidades, no forzándose a sí mismos en la “materia prima” y torturándola sin piedad hasta convertirla en meros objetos de utilidad. Finalmente, una sensibilidad ecológica incluye una política de ciudadanía creativa que abre una nueva esfera tanto para la educación como para la administración, una política de autorrealización y solidaridad.

En última instancia, la democratización de la república y la radicalización de la democracia solo se pueden lograr como un movimiento municipalista unido confederalmente en oposición al Estado-nación centralizado. Por lo tanto, se moverá hacia una forma radical de municipalismo libertario o degenerará en otra forma de parlamentarismo liberal que terminará en la política corporativa imperante. El contraste entre la política y el parlamentarismo, entre la gestión de la polis y el arte de gobernar, no puede delinearse de manera demasiado tajante. En esta distinción, el papel de la conciencia es decisivo. La política consiste tanto en el logro de la autorreflexividad de las metas y procesos como en las funciones sociales que desempeña y las formas de libertad que institucionaliza.

Con este fin, la polis debe crearse a partir de unidades más pequeñas, grupos de personas para quienes el cultivo de la conciencia es una vocación por derecho propio. La educación dentro de este grupo es tanto un esfuerzo por realizar la autorreflexividad que entra en una ciudadanía auténticamente creativa como el medio de movilizar a las personas para una nueva praxis. La autoreflexividad no puede ser separada de la autoadministración sin reducir el grupo a una academia celular en un extremo o un grupo de afinidad en el otro. La formación de un sujeto colectivo que no esté agobiado por el bolchevismo autoritario se logra así en la elaboración de la subjetividad como emprendimiento participativo. En última instancia, esta nueva agenda radical es tan significativa como el campo de fuerza y ​​la confrontación que crea entre dos poderes: el Estado corporativo centralizado y los municipios descentralizados.

Si la disolución del Estado no es una posibilidad inminente, la creación de un contrapoder en la forma de la confederación municipalista libertaria es una posibilidad razonable en algún momento en el futuro. En cualquier caso, el problema de la discriminación entre política y arte de gobernar, la naturaleza de la participación de uno en los movimientos de liberación y, finalmente, la distinción entre el municipio y el Estado mismo, plantean problemas que deben resolverse teniendo debidamente en cuenta la naturaleza del desarrollo capitalista.

El capitalismo no es un orden social en decadencia; es un orden en constante expansión que crece más allá de la capacidad de cualquier sociedad para contener sus estragos y hacer frente a sus actividades depredadoras. Si el capitalismo no es abolido de una forma u otra, aniquilará la vida social como tal o, al menos, hará un excelente trabajo para socavarla junto con la biosfera de la que depende toda la vida. Las revoluciones que tan fácilmente designamos como burguesas, es decir, las revoluciones que crearon suficiente inestabilidad social para eliminar las restricciones tradicionales al crecimiento del capitalismo, no fueron apreciadas por la burguesía. Más bien, lo cargaron con una herencia que ahora constituye un obstáculo importante para su dominio completo y sin control.

Lo que atrae a los estadounidenses hoy no es el lado decorativo de su sueño, sino su lado auténticamente libertario. La ideología todavía cuenta lo suficiente en los Estados Unidos para unir a una sociedad altamente industrializada y cada vez más centralizada en la camisa de fuerza de una constitución en gran parte agraria, individualista y todavía algo federal con todas las tradiciones que apoyan esta imagen. La propiedad nacionalizada o incluso colectivizada puede resultar tan onerosa para la mayoría de los estadounidenses como la propiedad corporativizada y monopolística. El control municipal de los recursos económicos, en cambio, es mucho más fácil de aceptar. La actual retirada del Estado-nación de la participación con las localidades, tanto económica como políticamente, plantea el tema del control municipal de manera más conmovedora que en cualquier otro momento de la historia estadounidense, y la inquietud pública que acompaña al crecimiento del poder estatal es un desiderátum en un mundo cada vez más totalitario.

Murray Bookchin

Notas

[1] Pérez Zagorin desinfla con desdén la descripción de Eric Hobsbawm de la Revolución Inglesa como una «revolución burguesa» resultante de una crisis crónica dentro del feudalismo que forma el correlato materialista histórico de la «crisis crónica» dentro del capitalismo. Lo que está mal con la tesis de Hobsbawn, dice Zagorin, «es la ausencia de evidencia que pueda demostrar la actualidad de una crisis general en los términos descritos». Los detalles de la crítica de Zagorin son demasiado numerosos para repetirlos aquí. Tampoco es posible abordar aquí las libertades que Hobsbawn toma al tratar con los movimientos precapitalistas, en particular su atroz tratamiento del anarcosindicalismo español en Primitive Rebels. Cf. Pérez Zagorin, Rebels and Rulers, 1500-1660 (Cambridge: Cambridge University Press, 1982) y mi The Spanish Anarchists (Nueva York: Harper and Row, 1977).

[2] Que se alimenta de materia orgánica muerta. [Nota de la traductora]

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