De los derechos y libertades

En la teoría política los derechos y libertades son motivo de especial debate. Cada teoría los conceptualiza de una manera particular que en ocasiones es contradictoria con otras teorías políticas, lo que sirve para explicar las razones que se esconden detrás de la lucha política. En tanto en cuanto los derechos y libertades han ocupado un lugar central en los debates políticos, y en las distintas aproximaciones que existen en torno a estos conceptos, ello ha hecho que a día de hoy sea considerado como algo normal la existencia de determinados derechos, así como de ciertas libertades. Sin embargo, puede darse la vuelta a este punto de vista, sobre todo en lo que afecta a los derechos, para descubrir que los derechos distan de ser lo que en numerosas ocasiones tratan de hacernos creer: algo positivo que es fruto de una conquista popular que limita al poder y que amplía la autonomía y libertad de quienes pasan a detentar los derechos.En el marco de la teoría política moderna nos encontramos con que diferentes autores concibieron los derechos y libertades de un modo distinto en función de la forma en la que conceptualizaron el denominado estado de naturaleza. Así, en el liberalismo clásico de John Locke el estado de naturaleza es presentado como un escenario positivo, de paz, buena voluntad, asistencia mutua y conservación. La teoría política de Locke implica la existencia de una serie de derechos naturales que son intrínsecos a la persona y que tienen prioridad sobre el derecho positivo. La razón de ser de la sociedad es, entonces, la protección de los derechos que le son anteriores a esta. Estos derechos naturales los lleva cada individuo a la sociedad en su propia persona, tal y como sucede con la energía física de su cuerpo. Por tanto, la sociedad y el gobierno no crean el derecho, sino que se ocupan de proteger el derecho natural anterior a ellos. La regulación de los derechos naturales por la sociedad sólo se produce hasta cierto punto en la medida en que ello sirve para darles efectiva protección. De esta manera los derechos como la vida, la libertad y las posesiones de una persona sólo son limitados para hacer efectivos estos mismos derechos para otras personas. Se trata, en definitiva, de una serie de derechos que son inviolables e innatos. Sin embargo, la validez de estos postulados filosóficos sobre la que se fundamenta la teoría política liberal son indemostrables, con lo que en la práctica sólo son un mero axioma del que son deducidos teoremas sociales y morales.

En el primer liberalismo los derechos son algo inalienable, natural, y que por ello mismo preexiste a la sociedad pero, sin embargo, no escapa a su regulación. El individuo conserva estos derechos consigo aún en sociedad, con lo que constituyen una esfera propia que el gobierno se ocupa de controlar y regular para hacer posible el bien común. Tanto sociedad como gobierno tienen una razón de ser puramente utilitaria, y su origen se encuentra en el consentimiento de quienes integran la sociedad. Tal es así que según Locke el poder civil no puede tener derecho a existir salvo en la medida en que procede del derecho individual de cada miembro de la sociedad a protegerse a sí mismo y a proteger su propiedad. Entonces, los poderes del gobierno para una mejor protección de los derechos naturales son el resultado del poder natural de cada individuo que es puesto en manos de la comunidad. Pero Locke matizó que la entrega del derecho individual era en todo caso condicional, tanto frente a la sociedad como frente al gobierno, pues el poder individual que encuentra su fundamento en los derechos naturales sólo es abandonado con la intención de que sea mejor preservado. Esto es hecho a través del contrato que, como pacto originario, da lugar a la sociedad y al gobierno.

Otra corriente dentro de la teoría política es la representada por quienes, como Thomas Hobbes, consideran que el estado de naturaleza se caracteriza por una situación de guerra generalizada de todos contra todos, y donde la vida está en permanente peligro debido a que en este estado se ve realizada la máxima de que el hombre es un lobo para el hombre. Este punto de vista tomó un carácter específico en las formulaciones políticas hechas por Hobbes quien partió de una filosofía mecanicista, de manera que el ser humano obedece a una serie de causas que provocan una serie de acciones y reacciones en su comportamiento, lo que inevitablemente se traslada al terreno social. Las condiciones de suma hostilidad propias del estado de naturaleza hacen que la vida esté permanentemente en peligro, y que las condiciones necesarias para una unión estable no son la justicia y la honestidad, como tampoco ningún ideal moral tal y como planteaban algunos defensores del iusnaturalismo, sino que hay que remitirse a unas causas específicas que son las que provocan un tipo de conducta cooperativa. De hecho la teoría política de Hobbes se inserta en el marco más amplio de su filosofía mecanicista de la que derivó una serie de leyes naturales en función de las que se conduce el comportamiento humano. En este punto es donde cobró una importancia crucial el llamado instinto de conservación que se fundamenta en las emociones de deseo y aversión, o más sencillamente de placer y dolor que, a su vez, se reproducen en la forma de estímulo y respuesta. Según Hobbes el instinto de conservación parte de ser considerado un hecho psicológico fundamental en tanto en cuanto todo estímulo afecta a la vitalidad, ya sea de una manera favorable o adversa. La norma general es que el cuerpo vivo instintivamente trata de conservar o aumentar su vitalidad, con lo que la propia conservación es el principio fisiológico que informa toda conducta humana. Por esta razón los valores securitarios cobran una importancia crucial en la teoría política de Hobbes al vincularlos de manera intrínseca a su propia concepción de la naturaleza humana. Así, el deseo de seguridad resulta estar unido de un modo inseparable al deseo de poder como medio para conseguir la seguridad necesaria con la que garantizar la propia conservación.

Como rápidamente podrá deducirse a tenor de todo lo hasta ahora expuesto, para Hobbes el estado de naturaleza es, por fuerza, una situación de lucha permanente en la que cada individuo busca más poder para garantizar su conservación, lo que hace necesario la existencia de un poder civil que regule su conducta para poner fin a la guerra de todos contra todos. Es así como surge el Estado, y como se supera un escenario en el que no hay justicia ni injusticia, derecho ni ilegalidad, debido a que la norma de la vida consiste en que únicamente pertenece a cada uno aquello que puede tomar, y sólo en la medida en que puede conservarlo. Hobbes, a partir de su filosofía mecanicista, introdujo la existencia de dos principios contrapuestos en la naturaleza humana como son el deseo y la razón. Si el deseo impulsa a los individuos a buscar aumentar su poder, lo que les conduce al mutuo enfrentamiento, la razón, por el contrario, constituye un poder regulador a través del que la búsqueda de la seguridad se hace más eficaz sin por ello abandonar la norma general de la propia conservación. De este modo la razón, como poder regulador, es la que permite el tránsito hacia una vida social y civilizada. Hobbes lleva a cabo una construcción racional de la sociedad al hacer de la razón la encargada de iluminar las previsibles consecuencias de las propias acciones en busca de la autoconservación, de tal manera que es capaz de crear la condición necesaria para que los individuos puedan unirse y cooperar. En este sentido la propia conservación se ve garantizada mejor a través de la cooperación en la medida en que todos consientan renunciar a ese derecho natural a todas las cosas, y a satisfacerse con la misma libertad frente a los demás. La sociedad es convertida, entonces, en un medio para satisfacer el egoísmo individual, y más concretamente la búsqueda de seguridad. Pero la inclinación antisocial del individuo sólo puede ser superada por medio de un gobierno eficaz capaz de castigar el incumplimiento de las leyes, y que por tanto se encargue de asegurar a través de la fuerza necesaria el mantenimiento de la paz, pues sólo así, según Hobbes, pueden domeñarse las inclinaciones antisociales. El temor al castigo, entonces, es considerado un medio de persuasión eficaz para conducir y regular la conducta social.

El fundamento del gobierno sobre el que se organiza la sociedad es la existencia de un pacto. Se trata, por tanto, de un acuerdo que, lejos de obligar al gobernante, se encarga de obligar a los individuos a que renuncien a tomarse la justicia por su mano y acepten someterse a un mismo soberano. Es, en definitiva, una renuncia voluntaria y expresa del individuo a gobernarse a sí mismo que es llevada a cabo de una forma concertada por todos los futuros miembros de la sociedad como condición sine qua non. Esto es lo que da origen al gran Leviatán encargado de asegurar la paz y la seguridad de los miembros de la sociedad. Así es impuesta una convivencia forzada en la que la permanente amenaza de la coerción constituye un elemento disuasorio a la hora de hacer cumplir la legalidad vigente, y sobre todo garantizar la existencia de la sociedad. De todo esto se deriva, entonces, la naturaleza profundamente artificial de la existencia colectiva que tiene su origen en la sumisión de las voluntades de todos a la voluntad de uno que actúa como soberano. La sociedad únicamente existe gracias a y a través de un soberano omnipotente que se encarga de utilizar la coerción para imponer la paz y el orden. Los miembros de la sociedad no tienen derechos salvo por delegación, pues estos dependen del soberano y más concretamente de su voluntad. De esto último se deriva que es el derecho positivo, y con este la capacidad de hacer cumplir las normas establecidas, lo que determina el derecho natural. Pero en última instancia Hobbes basó la justificación del gobierno en premisas puramente utilitaristas en la medida en que fuese capaz de garantizar la paz, la comodidad y seguridad de las personas y sus propiedades.

Las corrientes teóricas expuestas conducen a resultados similares en la medida en que comparten el mismo planteamiento básico sobre el ser humano y la sociedad. Este planteamiento no es otro que la imposibilidad del individuo y de la sociedad de autorregularse. En la teoría política de Locke esto es explicado a través del principio de eficacia que es el que justifica la creación de un gobierno que se encarga de garantizar los derechos naturales al hacerlos efectivos por medio del derecho positivo. En la teoría política de Hobbes, por el contrario, la imposibilidad de una autorregulación social se debe a que la naturaleza humana es intrínsecamente egoísta, y que la única forma de poner fin a la guerra de todos contra todos del estado de naturaleza es por medio de una autoridad central que detente la soberanía y que por medio de la coerción infunda el miedo necesario para hacer cumplir las leyes que son, en definitiva, las que determinan el derecho natural. En ambos casos los derechos son un instrumento por medio del que el gobierno regula la sociedad, y en último término la expresión de una relación de fuerzas entre gobernantes y gobernados en la que los primeros organizan y administran la existencia de los segundos.

A partir de diferentes planteamientos comprobamos que los derechos son en el marco de las sociedades con Estado una forma de administrar la vida de las personas. Los derechos son así un instrumento mediante el que el poder establecido se encarga de definir aquello que las personas pueden hacer, al mismo tiempo que se ocupa de regularlos y organizarlos conforme a sus propios y particulares intereses. Esto lo vemos reflejado en todas las constituciones modernas en las que formalmente se reconocen una innumerable cantidad de derechos, lo que lejos de ser una ventaja constituye un mecanismo de control y subordinación empleado por el poder establecido. A través de las constituciones los Estados se ocupan de determinar no sólo aquello que la sociedad puede hacer sino también las condiciones en que puede hacerlo, lo que generalmente implica que deba hacerse por medio del propio Estado que se encarga de brindar una innumerable cantidad de servicios como ocurre, por ejemplo, con la educación, la sanidad, etc. Por otra parte hay que tener en cuenta que los derechos son una concesión del poder, y que por ello pueden ser abolidos en el momento en que lo considere conveniente para sus intereses. Pero además de esto también son una forma de administrar su dominación sobre su población debido a que en esencia son capacidades que son atribuidas de un modo autoritario y arbitrario a los integrantes de la sociedad por una organización externa, el Estado, que concentra todos los medios de dominación.

Una sociedad que no es libre es una sociedad en la que abundan los derechos. Todo cuanto no está reconocido formalmente como un derecho en los textos legales y constitucionales sencillamente no existe, de manera que la autoridad, al definir qué es lo que pueden hacer los miembros de una sociedad y en qué condiciones, legisla sobre la esfera individual de las personas. De este modo nos encontramos ante un poder omnímodo que tiene la capacidad para intervenir en todas las esferas de la vida humana, y con ello legislarlas y regularlas mediante el establecimiento de derechos y sucesivas leyes que se encargan de desarrollarlos en el terreno legal. Es un poder omnímodo porque no se limita a determinar aquello que está prohibido, sino que también interviene en la vida social y privada al determinar qué puede hacerse y cómo debe hacerse. Las personas son desposeídas de la capacidad para gestionar sus propias acciones, y con ellas sus necesidades, pues los derechos las regulan y organizan al canalizarlas a través del entramado institucional del poder establecido. La autonomía del individuo se ve cercenada y reducida a través de este procedimiento en el que el poder dirige a la sociedad mediante la concesión de derechos. Por tanto, los derechos no constituyen nada positivo por sí mismos, sino que más bien son la expresión de una relación de fuerzas en la que el poder determina de un modo explícito qué es permisible y de qué manera es realizable.

Comprobamos, entonces, que cuando la gestión de la esfera pública recae en un organismo que detenta de un modo exclusivo la soberanía este no queda limitado por el reconocimiento de una serie de derechos que supuestamente lo constriñen. Este era, al menos en parte, el sueño de algunos de los fundadores de EEUU, quienes con el Bill of Rights aspiraron a limitar el gobierno federal a un ámbito muy específico que permitiera una amplia libertad y autonomía del individuo. Sin embargo, el establecimiento de derechos reconocidos es la consecuencia de la existencia de algún tipo de autoridad pública encargada de su administración, de forma que en la práctica estos no operan como un límite al poder establecido sino como una prolongación del mismo. El resultado es bastante trágico porque la inicial búsqueda de la preservación de la libertad conduce directamente a su pérdida, ya que el individuo pasa a estar a merced de la autoridad pública que controla, regula y fiscaliza los derechos formalmente reconocidos. Por esta razón cabe concluir a este respecto que la existencia de derechos implica, a su vez, la existencia de una autoridad encargada de administrarlos, de lo que inmediatamente se deduce que su existencia únicamente es posible en sociedades que no son libres.

Los derechos son, a la luz de lo hasta ahora expuesto, capacidades que la autoridad central atribuye al individuo o individuos de una sociedad. De este modo el individuo carece de capacidades propias, pues aquellas de las que dispone tienen un origen externo. Esto muestra claramente que los derechos expresan una relación de fuerzas, y consecuentemente una relación de poder entre gobernantes y gobernados. El poder establecido atribuye a sus gobernados unas capacidades determinadas lo que los mantiene en una situación de subordinación, pues aquellas capacidades que no son reconocidas oficialmente por el poder sencillamente no existen y por ello mismo no pueden ser ejercidas. De hecho la atribución de capacidades mediante el reconocimiento de derechos es una manera a través de la que la población es integrada y reintegrada en el sistema de dominación, debido a que estos sólo existen en el marco legal impuesto por el poder establecido y sólo en este marco pueden ser ejercidos. El condicionamiento y limitación de las capacidades de acción del individuo por medio del reconocimiento oficial de derechos consagra la desigualdad social, ya que el origen de los derechos que determinan las capacidades del individuo, tal y como ha sido indicado, es externo al proceder de una autoridad y responder a unas determinadas jerarquías sociales. Los derechos resultan ser un mecanismo jurídico y político mediante el que la autoridad y las jerarquías sociales son conservadas, al tiempo que contribuyen a pacificar la sociedad y mantener la gran cárcel que representa el orden social del sistema de dominación.

Todo lo anterior conduce a plantear algunas cuestiones fundamentales en relación al lugar que ocupa y la relación que tiene el individuo con la comunidad en una sociedad libre. Si el orden social estatista tiende por su propia naturaleza a una organización máxima de la sociedad para el control de sus integrantes, necesariamente el orden social en una sociedad libre deberá ir en sentido contrario y tender a una organización mínima para hacer posible una libertad máxima para sus miembros. En el contexto de una sociedad libre lo colectivo queda restringido a una esfera claramente delimitada a aquellas cuestiones relativas a la convivencia social sobre las que se funda la propia comunidad. En dicho ámbito colectivo es en el que son establecidos y desarrollados los acuerdos que organizan y hacen posible la convivencia, de tal manera que constituyen las obligaciones voluntariamente adoptadas por los miembros de la comunidad. Estas obligaciones libremente contraídas son la única limitación que el individuo encuentra a la hora de ejercer sus capacidades de acción. El individuo puede ejercer, entonces, todas sus capacidades únicamente hasta allí donde empiezan los acuerdos que afectan a la organización de la esfera colectiva, de manera que las decisiones que puedan afectar al ámbito colectivo exigen ser tratadas, a su vez, a nivel colectivo en la asamblea popular.

Una sociedad libre no regula el comportamiento de sus miembros ni determina sus capacidades de acción. Por esta razón una sociedad libre no promulga derechos y libertades ya que carece de cualquier prerrogativa para decirle al individuo lo que puede hacer, pues esto sería cercenar, y en última instancia socavar, su libertad personal. Una sociedad libre es una sociedad sin derechos debido a que el individuo conserva consigo mismo todas sus capacidades de acción, pues dispone de una esfera propia que sólo a él le corresponde administrar. Así, el individuo elige, según sus particulares preferencias, cómo y con quién relacionarse, y al mismo tiempo decide los compromisos u obligaciones que adquiere a nivel individual con otros individuos o grupos. En este sentido el individuo no admite ninguna obligación que no haya decidido asumir libremente. Rápidamente se deduce que una sociedad libre no es posible sin que sus integrantes también lo sean a nivel individual. Por todo ello una sociedad de estas características es, ante todo, una sociedad de obligaciones que, como decimos, son adoptadas libremente por sus miembros.

La existencia de derechos expresa una relación de tutelaje entre quien reconoce formalmente su existencia y a quien se le atribuyen dichos derechos. Los derechos, en última instancia, son el reflejo de una relación de fuerzas, de forma que la autoridad los concede para regular, ordenar y controlar la vida del individuo en una variada cantidad diferente de ámbitos. Digamos que por medio de los derechos el poder se encarga de delimitar el margen de acción del individuo y simultáneamente la forma en que puede desenvolverse en dicho margen de acción que le concede. Por tanto, el origen de los derechos está en una relación basada en la desigualdad que es la que se da entre la autoridad que concede los derechos y el individuo o individuos a los que les atribuye la capacidad para ejercerlos. De aquí se deriva la importancia de incidir en el hecho de que ese principio de desigualdad que se encuentra en el origen de los derechos niega al mismo tiempo la libertad. Esto se debe a que las relaciones entre el individuo y la comunidad, así como entre el individuo y los demás miembros de la comunidad, no se desenvuelven en unas condiciones de igualdad, pues no se desarrollan en unos términos equitativos y de mutua reciprocidad. La razón que explica todo esto es el hecho de que pese a que libertad e igualdad son cosas diferentes la una es imposible sin la otra. Libertad e igualdad únicamente son realizables mediante la abolición de toda forma de poder, y consecuentemente de todas aquellas estructuras e instituciones a través de las que este se organiza para gobernar al individuo y al conjunto de la sociedad.

Una sociedad libre sólo es posible en la medida en que esté compuesta por individuos libres. Las condiciones organizativas que hacen posible la existencia de individuos libres se dan con la ausencia de cualquier forma de poder que gobierne a la sociedad, pero también con la delimitación de la esfera pública. Así, la esfera pública es circunscrita únicamente a aquello que afecta a la convivencia social, de tal manera que el individuo conserva una autonomía máxima al disponer de todas sus capacidades de acción. En este sentido los antiguos derechos de las sociedades estatizadas se ven subsumidos en esas capacidades adquiridas por el individuo que, lejos de ser naturales, nacen de una conquista revolucionaria tras la destrucción de toda forma de poder. Todo esto implica la refundación de la sociedad sobre unos nuevos planteamientos organizativos opuestos a los que se dan en las sociedades con Estado.

Si las sociedades estatizadas se organizan sobre la base de una convivencia forzada, la fundación de una sociedad a partir de una convivencia no forzada exige el establecimiento de una nueva relación de fuerzas en el ámbito colectivo. Esto quiere decir que un proceso revolucionario auténticamente emancipador implica el fin de la concentración y centralización del poder en unas pocas manos para, por el contrario, generar un escenario en el que el poder esté distribuido de un modo igualitario entre la población. Sólo así puede producirse una refundación de la sociedad a partir de una asociación voluntaria entre individuos a través de un pacto o acuerdo social. Este pacto es el que determina la extensión de la esfera pública, y por tanto el que la limita en la medida en que es suscrito por la totalidad de quienes formarán parte de esa sociedad futura, es decir, por individuos libres e iguales, provistos de capacidades de acción semejantes y por ello soberanos en la misma medida. De esta manera la capacidad legisladora de la sociedad queda circunscrita a ese ámbito que es el que afecta a la convivencia social, mientras que la esfera privada, la que ataña a las capacidades de acción del individuo, únicamente es limitada por este pacto social y aquellos acuerdos que se ocupan de desarrollarlo.

De todo lo anterior puede concluirse que la existencia de derechos sólo puede ser entendida como la especificación de determinadas relaciones de fuerza, y por tanto de ciertas relaciones de poder. En una sociedad libre en la que el poder está repartido de manera igualitaria entre sus integrantes se vuelve innecesaria la promulgación de derechos, pues el fundamento de la sociedad es el libre pacto que la ha originado y en el que se encuentran recogidas las obligaciones contraídas por sus integrantes, las cuales definen las condiciones de la convivencia social al mismo tiempo que conforman la única limitación de las capacidades de acción individual. Entonces, la sociedad carece de cualquier prerrogativa para regular la esfera privada y el comportamiento de los individuos, y con ello carece de cualquier capacidad para determinar qué es lo que estos pueden hacer y las condiciones en que pueden hacerlo. En última instancia la comunidad carece de cualquier facultad para promulgar derechos de ninguna clase, pues cada individuo conserva todas sus capacidades de acción consigo mismo. La sociedad y los individuos que la integran se autorregulan a sí mismos, cada uno en su respectivo ámbito, lo que hace completamente superfluo cualquier derecho en tanto en cuanto todo el poder reside en los miembros de la sociedad al ser quienes lo poseen de manera igualitaria.

Sin embargo, nada de lo anterior quiere decir que en el contexto de las sociedades con Estado haya que renunciar de manera deliberada a las concesiones del poder, y consecuentemente a las pequeñas parcelas de autonomía que de una manera regulada se ocupa de establecer. Tampoco significa que los esfuerzos sociales deban encaminarse hacia un incremento y extensión de los derechos ya existentes, pues esto supone una creciente integración de la población en el orden social del sistema de dominación vigente, y con ello también la pacificación de la sociedad que es contentada con diferentes concesiones que en nada sustancial modifican el orden constituido. Por el contrario este tipo de dinámica sólo sirve para confirmar la existencia de la autoridad junto a sus estructuras de poder mediante las que gobierna a la sociedad. La alternativa a todo esto pasa por aprovechar en la medida de lo posible la autonomía que el sistema de dominación aún concede para, de esta manera, crear unas condiciones favorables para la ruptura revolucionaria con el orden establecido que permita la conquista de aquella capacidad a la que el sistema jamás estará dispuesto a renunciar debido a que conllevaría su desaparición. Esta capacidad es la soberanía en tanto en cuanto constituye un poder originario, no dependiente ni interna ni externamente, que supone la capacidad de tomar decisiones vinculantes para la población de un determinado territorio. La destrucción de las estructuras de poder y gobierno que sojuzgan a la sociedad, constituye el requisito imprescindible para la conquista popular de la soberanía y su posterior integración en un orden social libre e igualitario organizado a través de asambleas populares soberanas. Sólo así las capacidades que hoy son escamoteadas por el Estado y su elite dirigente podrán ser recuperadas y reapropiadas por el individuo junto a sus semejantes.

Esteban Vidal

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