Freud, una aportación revolucionaria sobre el concepto del ser humano

Freud no pudo ser ajeno a las grandes revoluciones del pensamiento científico, social y político que estaban desarrollándose  durante el siglo XIX; pero tampoco pudo librarse ni quiso liberarse de las influencias religiosas y filosóficas de la tradición. Bajo estas influencias tradicionales elaboró su concepto de civilización, equivalente a conceptos de bien común, moral universal, Estado hobbesiano o hegeliano,  voluntad general roussoniana o imperativo categórico kantiano.

Esta concepción tradicional de la civilización entraba en conflicto con sus propias teorías revolucionarias porque el individuo, al mismo tiempo que aspiraba a la felicidad debía renunciar, sacrificarse cristiana, hobbeniana, rusoniana o kantianamente, al bien común porque éste es la garantía de seguridad para toda la sociedad. Parece que estamos leyendo el Leviatán de Hobbes.

Su propia contradicción la reelaboró en términos dialécticos bajo la influencia, consciente o no, de esas revoluciones teóricas. Las dos primeras teorías se desarrollaron paralelamente. Por una parte, el positivismo de Comte y por la otra, negando todo lo que decía la anterior, la fenomenología del espíritu de Hegel. Mientras que el espíritu hegeliano va tomando conciencia de sí mismo en un proceso triádico de negación y síntesis, para Comte las leyes sociales no tienen nada que ver ni con espíritus ni con providencia divina o astral alguna. La sociedad tiene sus propias leyes materialistas.

Lo importante de estas dos teorías es que las dos están presentes en Freud. De Hegel, o incluso de Marx, tomó el proceso dialéctico de su método de análisis y de la estructura de la personalidad, según él mismo describió. De Comte o de Marx tomó su concepción materialista de la Historia o de las sociedades. El individuo está sometido a estas sociedades. No depende de los dioses. La idea de dios es ajena a la teoría freudiana. Esta es una de sus aportaciones al estudiar la naturaleza del ser social. De cada individuo. Posición suficiente para que sus libros fueran condenados por la Iglesia católica y todas las religiones monoteístas. Ya lo habían dicho los ateos y materialistas, pero él lo aplica al concepto de un ser biológico, el ser humano, que se desarrolla en relación con sus instintos y con la sociedad y como ser social con la política y la cultura. Los ateos y Marx hablan de la sociedad y de las clases sociales, Comte de leyes sociales, los liberales de libertades individuales, las religiones de un individuo formado solamente por un alma que está atrapada en un cuerpo, maldito, como un estorbo para aquélla.

Sólo Bakunin había entendido el individuo como un ser social, negación de toda forma de dominación. Enemigo, por tanto, de dios. De cualquier dios. Y Schopenhauer y Nietzsche lo entendieron como voluntad frente a todo determinismo. Divino o positivo. Católico, hegeliano o comtiano. Pero Freud, como Hegel, como Marx, como Comte, no pudo superar este concepto determinista porque el instinto debía someterse a la tradición o civilización como garantía de seguridad de toda la sociedad. La voluntad de poder individual debía quedar sometida a la voluntad de Poder de la Civilización. El Estado, Dios, la Moral institucional.

La presencia de Darwin en sus teorías está presente en su concepción biológica y materialista del ser humano. No existe presencia religiosa en éste. Porque no existe alma. Si hubiera existido, la historia de dios sería un fracaso. Porque la sociedad, hasta el día de hoy, evoluciona dominada por unas minorías que someten a las mayorías a la explotación, analfabetismo y fanatismo. Freud ignoró completamente la idea de dios. Porque el ser humano sólo es un animal químico, biológico, impulsado por un instinto de supervivencia, que le ha permitido desarrollarse en sociedad y adquirir su capacidad neurológica para pensar y para tener placer.

Es más, en su ensayo “El porvenir de una ilusión” habla de las religiones como instrumentos represivos y concluye, como ya hizo Hegel, que el catolicismo había dejado de ser útil al Poder porque sus súbditos no cumplen las leyes morales que deben regular sus vidas. Otra cosa es el Islam, cuyos súbditos tienen regulados todos sus actos y pensamiento por las leyes coránicas. Viven psicológica e intelectualmente atrofiados por estas leyes.

Volviendo a Darwin, como para éste, su concepto biológico y materialista del ser humano, le ayudo a elaborar el concepto de instinto. Y llamó al instinto “principio de placer”. Si para Marx la lucha de clases es el motor de la Historia, como para el catolicismo los es la Providencia divina, en una duelo dialéctico y maniqueísta con el Mal, para Freud el motor de la Historia es este principio del placer. Este será la tesis, en términos hegelianos, faltaba por definir cuál sería su antítesis. Y la síntesis en la que se resolvería este conflicto.

Si para el catolicismo la síntesis del conflicto se encuentra en el Caos, llamado Apocalipsis, según San Juan, como solución final al fracaso de la presencia de dios en el mundo, o para Marx en el fin de la Historia, como desaparición de las clases sociales, para Freud, la síntesis se encuentra en los conceptos de “sublimación” y “Yo”, que, siendo diferente del concepto marxista de “superestructura”, sin embargo, remite a su influencia, porque contienen lo mismo: todos los elementos, y profesiones, con los que se construye la civilización: el arte, la ciencia, el derecho, la religión…

Es en este espacio profesional, y en el Yo, en el que Freud resuelve el conflicto dialéctico entre el principio del placer y el principio de la realidad. Este principio lo identifica con los contenidos de la cultura tradicional. Su sistema de valores, sus religiones, sus normas. Una reminiscencia intelectual de los conceptos russonianos de la “voluntad general” o kantianos del mandato imperativo.  El problema para Freud es que no da una solución coherente con su teoría y metodología dialéctica sino que entra en conflicto con sus propias conclusiones. Porque, en lugar de resolver la contradicción mediante la superación del principio de la realidad, que es el causante de un yo reprimido, consecuencia final del conflicto dialéctico entre civilización y placer, y esta es otra de sus revolucionarias aportaciones, decide que el individuo, como en Hobbes, debe renunciar a parte su libertad o felicidad individual en beneficio de la seguridad colectiva. Debe renunciar a ser plenamente feliz, debe renunciar a no aceptar límites a su deseo de placer, debe renunciar a su plena satisfacción para garantizar el orden de la civilización. Como si, al igual que para Sócrates, existiera un orden moral universal que el individuo debe acatar. De esta manera, Freud encuentra la síntesis de su teoría dialéctica tanto en la “sublimación” como en la aceptación residual de un “Yo” reprimido por la civilización u orden moral universal. El “Yo” y la “sublimación” son dos aspectos de su proceso dialéctico, presentados desde dos puntos de vista complementarios.

El “Yo” es el estado de consciencia del individuo. Momento en el que el individuo, como en el Espíritu hegeliano, toma consciencia de su identidad por identificación o sumisión de su personalidad a la cultura dominante. A la conciencia social dominante, que es la conciencia de la clase dominante. El individuo no se libera, porque no adquiere conciencia crítica de ser dominado, sino que se enajena, al someter su voluntad a la voluntad del Poder.

En ese momento, el individuo es socializado culturalmente por el Poder. Perdiendo todos los rasgos de lo que debería haber sido su identidad personal, como sujeto de derechos y libertades. Y se le hace creer que sólo es sujeto de deberes. En el cumplimiento de esos deberes y no en el ejercicio de sus derechos, que los ignora, el individuo es socializado moralmente. Identificado anónimamente con la voluntad general. El Poder socializa a los individuos para impedir que tengan personalidad propia. Para impedir que tengan derechos. Porque entonces podrían ser libres.

Sin embargo, y este es otro de los errores e incoherencias de Freud, el estado de inconsciencia, subconsciente, para algunos, el “illo”, espacio mental en el que se encuentran, el principio del placer y residualmente atrapados, como en un baúl de los recuerdos, los deseos de placer como deseos no satisfechos, nunca se libera. Por lo que el “Yo”, o estado de conciencia individual, nunca es un yo liberado sino reprimido.

Y el caso es que esta es la gran aportación revolucionaria de Freud, porque muestra su “principio de la realidad”, a la civilización, la religión, su moral y la tradición como el gran Leviatán de Hobbes, un monstruo represivo. Pero a Freud debió darle miedo su propia teoría revolucionaria porque no se atrevió a llevarla a sus propias consecuencias. Al optar por reprimir parte de los deseos de placer, evitando su plena satisfacción.

Resulta incomprensible, paradójico, que el mismo Freud rechazara sacar las consecuencias revolucionarias de su teoría revolucionaria. Freud prescindió, absolutamente, de los dos principios universalmente aceptados por las civilizaciones o culturas monoteístas, judeo-cristiana-musulmana, la concepción de que el ser humano tiene alma, que es donde, desde Sócrates, reside la conciencia y pensamiento individual, y la concepción biológica y moral de que el placer sexual es, sobre todo en la tradición monoteísta judeo-cristiana, una perversión.

Para los mitos religiosos del judeo-cristianismo el libre pensamiento, la voluntad individual como negación de la voluntad divina, es negada desde los orígenes de la Biblia, cuando el deseo de conocimiento humano, el acceso al árbol de la sabiduría, origen del pecado original,  es condenado por dios con la expulsión del paraíso, y el deseo de placer está calificado, en el libro sagrado, en la doctrina cristiana y en las encíclicas papales, como perversión, ya que el placer sexual, junto con el conocimiento crítico, es el mayor obstáculo para ir al cielo. En el Eclesiastés todo, lo que no sea  resignación, mortificación, sufrimiento y sumisión a la voluntad divina, es vanidad. Un libro escrito por un sadomasoquista.

Durante todo el cristianismo la sexualidad, como placer, ha sido condenada.  No existe sexualidad porque sólo se concibe ésta como instinto de reproducción de la especie y con esa exclusiva finalidad biológica. No existe diferencia ninguna entre una oveja, una vaca, un elefante… y un ser humano, para estas religiones. Entiéndase.

Lo mismo ocurre con el pensamiento crítico y científico que debe ser sustituido por la obediencia ciega al magistrado eclesiástico. Fundamentado, éste, a su vez, en la fe y la revelación. Estas religiones han condenado y condenan las dos cualidades que nos identifican como seres humanos y no como animales: la capacidad para pensar, y no para obedecer, y la capacidad para el placer, y no para la reproducción biológica.

Los animales ni piensan porque obedecen los rituales instintivos de la especie, ni conocen el placer sexual porque se reproducen biológicamente, una vez al año, inconscientemente y cuando cambia el clima. Si no hubiera primavera no se reproducirían nunca, pero el ser humano se relaciona sexualmente porque él quiere y cuando él quiere. A cualquier hora del día, de la noche y del año. Sea invierno o verano. Sobre el mar o sobre la tierra. En un avión o en un tren. En el prado o en un pajar…Le da lo mismo. Eso lo decide él y su pareja o el colectivo.  Si tiene pareja. Si lo hace solo, todavía tiene más razones porque el sexo no tiene nada que ver con la reproducción instintiva.

La doctrina cristiana dice sobre la castidad que “es indispensable para salvarse, por ley divina, natural y positiva”. El placer sexual es una perversión que obstruye ese proceso de salvación. Y es, precisamente, que, sólo como perversión, el placer encuentre su única razón de ser para la religión. Aunque no deja de ser esperpéntico, por no decir delirante o patológico, patológico desde luego sí que es, la única razón para la que existe el placer sexual no es otra que la de “ser un obstáculo” que el cristiano está obligado y empeñado en superar como condición necesaria para alcanzar la vida eterna. El placer es un obstáculo que debe superarse. Y debe superarse obsesivamente. Y Freud les demuestra que el placer es todo lo contrario: el motor de la personalidad. Sin ese motor funcionando no podemos funcionar. Claro que Freud es un científico y la Iglesia es un anacronismo residual del Paleológico.

Por esa razón cuando la Iglesia católica, o el judaísmo o el Islam especialmente para las mujeres,  habla de educación sexual no está hablando de educación para aprender a disfrutar con el sexo, sino todo lo contrario, como educación para luchar contra el placer. Concibe la educación sexual como educación contra el placer. Como negación del placer. No en vano, el clero jura voto de castidad porque considera que ese estado de ausencia de placer es superior al de disfrutar con el placer. Según esta concepción, los eunucos se encuentran en estado de perfección.

En la encíclica del papa Pío XI, “Castii connubii”, que hoy día, junto con la separación de sexos sigue tratando de imponer la Iglesia no sólo en sus centros educativos sino en todos, este papa decía, entre otras maravillosas cosas: “Pero gravemente se engañan los que creen que, posponiendo o menospreciando los medios que exceden a la naturaleza, pueden inducir a los hombres a imponer un freno a los apetitos de la carne con el uso exclusivo de los inventos de las ciencias naturales (como la biología, la investigación de la transmisión hereditaria, y otras similares). Lo cual no quiere decir que se hayan de tener en poco los medios naturales, siempre que no sean deshonestos; porque uno mismo es el autor de la naturaleza y de la gracia, Dios, el cual ha destinado los bienes de ambos órdenes para que sirvan al uso y utilidad de los hombres. Pueden y deben, por lo tanto, los fieles ayudarse también de los medios naturales. Pero yerran los que opinan que bastan los mismos para garantizar la castidad del estado conyugal, o les atribuyen más eficacia que al socorro de la gracia sobrenatural.”

            “SUMISIÓN A LA IGLESIA

  1. Pero esta conformidad de la convivencia y de las costumbres matrimoniales con las leyes de Dios, sin la cual no puede ser eficaz su restauración, supone que todos pueden discernir con facilidad, con firme certeza y sin mezcla de error, cuáles son esas leyes. Ahora bien; no hay quien no vea a cuántos sofismas se abriría camino y cuántos errores se mezclarían con la verdad si a cada cual se dejara examinarlas tan sólo con la luz de la razón o si tal investigación fuese confiada a la privada interpretación de la verdad revelada. Y si esto vale para muchas otras verdades del orden moral, particularmente se ha de proclamar en las que se refieren al matrimonio, donde el deleite libidinoso fácilmente puede imponerse a la frágil naturaleza humana, engañándola y seduciéndola; y esto tanto más cuanto que, para observar la ley divina, los esposos han de hacer a veces sacrificios difíciles y duraderos, de los cuales se sirve el hombre frágil, según consta por la experiencia, como de otros tantos argumentos para excusarse de cumplir la ley divina.

Por todo lo cual, a fin de que ninguna ficción ni corrupción de dicha ley divina, sino el verdadero y genuino conocimiento de ella ilumine el entendimiento de los hombres y dirija sus costumbres, es menester que con la devoción hacia Dios y el deseo de servirle se junte una humilde y filial obediencia para con la Iglesia. Cristo nuestro Señor mismo constituyó a su Iglesia maestra de la verdad, aun en todo lo que se refiere al orden y gobierno de las costumbres, por más que muchas de ellas estén al alcance del entendimiento humano. Porque así como Dios vino en auxilio de la razón humana por medio de la revelación, a fin de que el hombre, aun en la actual condición en que se encuentra, pueda conocer fácilmente, con plena certidumbre y sin mezcla de error[80], las mismas verdades naturales que tienen por objeto la religión y las costumbres, así, y para idéntico fin, constituyó a su Iglesia depositaria y maestra de todas las verdades religiosas y morales; por lo tanto, obedezcan los fieles y rindan su inteligencia y voluntad a la Iglesia, si quieren que su entendimiento se vea inmune del error y libres de corrupción sus costumbres; obediencia que se ha de extender, para gozar plenamente del auxilio tan liberalmente ofrecido por Dios, no sólo a las definiciones solemnes de la Iglesia, sino también, en la debida proporción, a las Constituciones o Decretos en que se reprueban y condenan ciertas opiniones como peligrosas y perversas[81].”

Posteriormente, finalizando el siglo XX, el Pontificio consejo para la familia en su declaración sobre:  “Sexualidad humana: verdad y significado. Orientaciones educativas en familia (8 de diciembre, 1995), repetía, ratificando el odio patológico contra el placer sexual:

“El dominio de sí.  La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado «.2 Toda persona sabe, también por experiencia, que la castidad requiere rechazar ciertos pensamientos, palabras y acciones pecaminosas, como recuerda con claridad San Pablo (cf. Rm 1, 18; 6, 12-14; 1 Cor 6, 9-11; 2 Cor 7, 1; Ga 5, 16-23; Ef 4, 17-24; 5, 3-13; Col 3, 5-8; 1 Ts 4, 1-18; 1 Tm 1, 8-11; 4;12). Por esto se requiere una capacidad y una aptitud de dominio de sí que son signo de libertad interior, de responsabilidad hacia sí mismo y hacia los demás y, al mismo tiempo, manifiestan una conciencia de fe; este dominio de sí comporta tanto evitar las ocasiones de provocación e incentivos al pecado, como superar los impulsos instintivos de la propia naturaleza.

Cuando la familia ejerce una válida labor de apoyo educativo y estimula el ejercicio de las virtudes, se facilita la educación a la castidad y se eliminan conflictos interiores, aun cuando en ocasiones los jóvenes puedan pasar por situaciones particularmente delicadas. Para algunos, que se encuentran en ambientes donde se ofende y desacredita la castidad, vivir de un modo casto puede exigir una lucha exigente y hasta heroica. De todas maneras, con la gracia de Cristo, que brota de su amor esponsal por la Iglesia, todos pueden vivir castamente aunque se encuentren en circunstancias poco favorables. El mismo hecho de que todos han sido llamados a la santidad, como recuerda el Concilio Vaticano II, facilita entender que, tanto en el celibato como en el matrimonio, pueden presentarse –  incluso, de hecho ocurre a todos, de un modo o de otro, por períodos más o menos largos -, situaciones en las cuales son indispensables actos heroicos de virtud.3 También la vida matrimonial implica, por tanto, un camino gozoso y exigente de santidad….

La educación a la castidad. 22. La educación de los hijos a la castidad mira a tres objetivos: a) conservar en la familia un clima positivo de amor, de virtud y de respeto a los dones de Dios, particularmente al don de la vida;9 b) ayudar gradualmente a los hijos a comprender el valor de la sexualidad y de la castidad y sostener su desarrollo con el consejo, el ejemplo y la oración; c) ayudarles a comprender y a descubrir la propia vocación al matrimonio o a la virginidad dedicada al Reino de los cielos en armonía y en el respeto de sus aptitudes, inclinaciones y dones del Espíritu….”

Nadie mejor que Orwell, tal vez Eric Fromm en su libro “El miedo a la libertad” o W. Reich en los suyos “La revolución sexual” y “psicología de masas del fascismo”, entendió mejor que nadie esta obsesión del Poder, especialmente del clerical y religioso, por condenar el placer y exaltar la obediencia, sufrimiento y resignación.

Orwell en su novela “1984” escribe un diálogo entre el verdugo y su víctima, Winston, magistral para entender la relación entre el sufrimiento y el Poder, comienza así: “El verdadero poder, el poder por el que tenemos que luchar día y noche, no es poder sobre las cosas, sino sobre los hombres…Vamos a ver Winston, ¿cómo afirma un hombre su poder sobre otro?

Winston pensó un poco y respondió: Haciéndole sufrir.

Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre, ¿cómo vas a estar seguro de que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti. Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y de tormento, un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado. El progreso de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio.

En nuestro mundo no habrá más emociones que el miedo, la rabia, el triunfo y el autorebajamiento. Todo lo demás lo destruiremos, todo…El instinto sexual será arrancado donde persista. La procreación consistirá en una formalidad anual de renovación de la cartilla de racionamiento. Suprimiremos el orgasmo. Nuestros neurólogos trabajan en ello. No habrá lealtad; no existirá más fidelidad que la que se debe al Partido, ni más amor que el amor al Gran Hermano. No habrá risa, excepto la risa triunfal cuando se derrota a un enemigo. No habrá arte, ni literatura, ni ciencia. No habrá ya distinción entre la belleza y la fealdad. Todos los placeres serán destruidos.

Pero siempre, no lo olvides, Winston, siempre habrá afán de poder, la sed de dominio, que aumentará constantemente y se hará cada vez más sutil. Siempre existirá la emoción de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo indefenso. Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano…incesantemente…

Recuerda que será para siempre. Siempre estará ahí la cara que ha de ser pisoteada. El hereje, el enemigo de la sociedad, estarán siempre a mano para que puedan ser derrotados y humillados una y otra vez. Todo lo que tú has sufrido desde que estás en nuestras manos, todo eso continuará sin cesar. El espionaje, las traiciones, las detenciones, las torturas, las ejecuciones y las desapariciones se producirán continuamente. Será un mundo de terror a la vez que un mundo triunfal.

Mientras más poderoso sea el Partido, (la Iglesia, el Poder), menos tolerante será. A una oposición más débil corresponderá un despotismo más implacable…Cada día, a cada momento, serán derrotados, desacreditados, ridiculizados, les escupiremos encima, y, sin embargo, sobrevivirán siempre…siempre tendremos al hereje a nuestro albedrío, chillando de dolor, destrozado, despreciable y, al final, totalmente arrepentido, salvado de sus errores y arrastrándose a nuestros pies por su propia voluntad. Ese es el mundo que estamos preparando.”

Antes de continuar, es necesario no olvidar que esta es la doctrina que contra la sexualidad ha creado la Iglesia católica al servicio del Poder, para poder valorar, como he dicho, la importancia revolucionaria de las teorías freudianas. Si tenemos en cuenta la brutalidad de esta concepción religiosa que se ha impuesto durante más de dieciséis siglos a la especie humana bajo su influencia y en el caso del Islam por lo que afecta especialmente a la mujer, considerada solamente como una máquina de placer para el hombre, placer que ella contribuye a producir al hombre pero del que ella misma no pude disfrutar – el judeo-cristianismo niega y condena el placer sexual a todos los seres humanos-.

Si tenemos en cuenta la brutalidad de esta represión sexual impuesta doctrinalmente durante siglos a cientos de millones de seres humanos, para tenerlos dominados, podremos valorar la enorme aportación revolucionaria de Freud al afirmar que el placer por el placer no sólo no tiene nada que ver con la reproducción biológica de la especie, sino que su satisfacción es un rasgo distintivo del ser humano.

Sustituyó, simplemente, el alma por la mente como producto bioquímico del cerebro y de la cultura del medio o civilización en el que vive cada individuo. La mente o conciencia del individuo es producto de la civilización represiva no de los dioses.  Ajeno, por completo, a algo inoculado en el cuerpo por los dioses. Y separó el deseo de placer del instinto de supervivencia o creación biológica. La reproducción biológica no tiene nada que ver con el deseo de placer. Lo que ya se había hecho en términos de ciencias sociales y políticas, secularizando la sociedad y las teorías del poder, ahora Freud lo lleva al terreno del individuo, secularizando, absolutamente su mente y su sexualidad. Algo completamente ajeno a los dioses.

Es de justicia no olvidar las especulaciones que tuvo, a principios del siglo XIX, el francés Fourier, porque se anticipan, intuitivamente, al concepto revolucionario de la sexualidad, según Freud. En un artículo magnífico de Sergio Vilar, “Fourier y la revolución del placer, El Viejo Topo, nº53, pg. 15, 1976, escribe: “Con una notable capacidad de invención terminológica, Fourier criticó la “civilización” (la sociedad de su tiempo que, en la dimensión erótica, sigue siendo del nuestro) y cantó las excelencias de la futura formación social, a la que conceptuó como “Armonía” y acerca de la cual a veces escribía como si ya viviera en ella.

Sus críticas y sus argumentaciones para el porvenir, Fourier las concentra en la “teoría de las pasiones”. En sus construcciones fantásticas surgen aquí y allá criterios lúcidos que se proyectan con energía hasta los actuales partidarios de la máxima liberación sexual, de la revolución a través del placer. A este respecto, de su “Teoría de los Cuatro movimientos y de los Destinos generales”, donde una de sus afirmaciones fue que: “…no puede haber progreso social sin liberación sexual de la mujer”, Engels añadió “Fourier introduce en el estudio de la historia el fin verdadero de la Humanidad”. Fue, sin embargo Freud, quien elaborara una teoría científica sobre la sexualidad.

Freud, parece ser que entendió, algo que R. Turner expuso brillantemente en su investigación sobre “Las grandes culturas de la Humanidad”, que tanto la capacidad para pensar y tener conciencia, como la capacidad para el placer sin tener que estar vinculado a la reproducción biológica, son productos de la evolución humana. Darwin, cuya presencia intelectual se adivina en Freud, ya había dado el primer gran paso al demostrar que la evolución de las especies no dependía de los dioses sino de factores biológicos en relación con el medio. Había secularizado el devenir de las sociedades.

Y, sin embargo, Freud, que concibió la sexualidad como deseo de placer por el placer e incluso le dio tanta importancia como para creer que es el motor de la Historia, en lugar de la lucha de clases o la providencia divina, definió erróneamente el concepto de instinto. Pero sus discípulos han seguido cometiendo su mismo error. Especialmente incoherente y grave en pensadores de la escuela de Frankfurt, como Marcuse.

Tanto Freud como para Marcuse, según expone en su magnífico estudio sobre las teorías freudianas, “Eros y civilización”, el deseo de placer lo califican de instintivo. Es una contradicción, repetida por todos, porque si el placer es un deseo de la voluntad que no tiene más finalidad que el placer por el placer, tal vez una de las cosas más hermosas, humanas y satisfactorias para cada individuo, si el placer no está vinculado a la reproducción de la especie, no puede ser un instinto. Como está suficientemente demostrado, desde el origen de las civilizaciones urbanas, hace 5.000 años. Y recogido en todas las mitologías no monoteístas donde el placer por el placer es la voluntad del deseo de los dioses. Y no una perversión divina.

No se comprende este error de Freud. Porque el instinto no es otra cosa que un acto reflejo, autónomo, biológico, inconsciente…, que reacciona irracionalmente impulsado por un solo objetivo: la supervivencia. De la especie, de la vegetación e incluso, hasta del propio universo, que se multiplica permanentemente como si pretendiera reconstruirse después de cada destrucción de cada galaxia. Los animales sobreviven por instinto. No tienen conciencia porque no tienen lenguaje.

El instinto de supervivencia es todo, aunque se muestra de diferentes maneras. Persiguiendo a un animal para comérselo, o huyendo del que te quiere comer para que no te coma. La reproducción es un acto instintivo y biológico, inconsciente y necesario, para la supervivencia de las especies. No es un acto de la voluntad, a diferencia del sexo que sí lo es.  El instinto nada tiene que ver ni con la capacidad para pensar ni con la capacidad para el placer. Estos son cualidades superiores en la civilización humana.

Junto con la gran revolución freudiana, en la que hemos visto las influencias de los pensadores de su tiempo, al elaborar una metodología y teoría dialéctica de la estructura de la personalidad y de ésta con la civilización, es necesario observar algunos de sus errores de orígenes mitológicos. Es cierto que estos errores él mismo los situó en el espacio especulativo de su “metasicología”.

Ya he hablado de su error al definir el instinto, ahora quisiera destacar otros dos: el de atribuir al patriarcado el origen de la represión sexual y el de concebir el complejo de Edipo como una conducta propia en el proceso de madurez de la sexualidad humana.

Con respecto al primero, Freud se deja llevar por sus simpatías hacia los mitos judíos y griegos, en lugar de hacer un estudio riguroso del origen de la represión. Lo primero que debemos distinguir es entre el control biológico de la sexualidad por razones económicas o, incluso de poder, de la represión moral de la sexualidad como perversión de la conducta humana. Los conocimientos antropológicos de Freud no debieron tener otra fuente que el mito. Y él identificó el patriarcado con Moisés y de ahí sacó su cuestionada opinión. Como el mismo reconoció.

Lo que está claro es que la sexualidad nunca se había controlado por razones morales porque nunca se había considerado una perversión, sino un placer divino. Y es así como lo exponen todas las mitologías. En el caso de la griega hasta las mujeres participaban, libremente, en sus relaciones sexuales. Les ponían los cuernos a sus maridos, dioses, y les importaba un carajo. Porque el placer era objeto del placer. Todos deseaban disfrutar. Y nadie tenía sentimiento de culpa. No fue hasta el judaísmo cuando el placer se consideró una perversión que, al menos, debería limitarse a los ámbitos familiares.

Pero es que el judaísmo se creó como una religión al servicio del Poder y éste necesita reprimir la sexualidad para dominar. No existe forma más eficaz de dominación que la represión sexual. Pero de esto ya hablaron Freud, Fromm, Reich, Marcuse. Los orígenes de la represión moral y condena del placer no están en el patriarcado, sino en Moisés y el judaísmo. Transmitido al cristianismo. Ni el mundo griego, ni el romano ni el asiático tenían un concepto represivo de la sexualidad. Era un deseo universal.

En segundo lugar, el complejo de Edipo. Es un complejo de que todo el mundo habla como si fuera una verdad científica. Y sin embargo, el mismo Freud no lo pudo dar por cierto sino como una ocurrencia metasicológica de origen mitológico, porque nunca nadie ha demostrado ni sicológica ni sociológicamente su existencia. No puede demostrarse. Aunque sólo sea porque las culturas africanas, nada tienen que ver con las musulmanas, ni éstas con las indias o chinas, ni todas juntas con las precolombinas. Ni ninguna con las culturas cristianas post-romanas.

El complejo de Edipo sólo hubiera sido posible en los modelos de familia cristiana machistas, autoritarios, antifeministas y homófobos, porque sólo en ese escenario sociológico hubieran podido darse ese tipo de relaciones entre los miembros de la familia. Inconcebible en los modelos tribales en los que se integran los modelos de familia de todas las demás culturas.

Y es que se trata de una reminiscencia judeo-cristina. Donde no se habla de complejo de Edipo, pero sí de sentimiento de culpa causado por el pecado original. Es, en definitiva, esta desobediencia mitológica a dios, que engendra una condena universal y a todo el género humano hasta el fin de la Historia, a lo que Freud llamó complejo de Edipo. Todo un divertido mito. Errores que nada quitan a la profunda contribución revolucionaria de Freud sobre la sexualidad como placer y liberación y las consecuencias sociopolíticas de su represión moral por las anacrónicas religiones judeo-cristianas.

Javier Fisac Seco

 

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