Los dos anarquismos. Legalismo e ilegalismo libertarios a finales del siglo XIX

Anselmo Lorenzo
Anselmo Lorenzo
Dos convenciones falsas han dominado hasta hoy en la historiografía libertaria. La primera es la que considera al periodo anarquista español entre 1868 y 1910 como una especie de prehistoria de la CNT. Manuel Buenacasa la inventó en 1927 y Juan Gómez Casas la completó en 1968. Según el tópico en cuestión, el tridente CNT‑FAI‑FIJL fue la culminación de un movimiento que venía progresando linealmente desde la visita de Fanelli. La segunda, es el supuesto carácter único del caso espafíol y su particular genealogía, fruto de la imaginación administrativa de la familia Urales y de Santillán. Para estos próceres el anarquismo ibérico sería un fenómeno casi racial, más hijo de Pi y Margall que de Bakunin; que arrancaría con Anselmo Lorenzo, Farga Pellicer y Serrano Oteiza, pasaría por Llunas y Tárrida y acabarla con Mella y los editores de “La Revista Blanca”. Todos ellos antiguos republicanos y representantes de una tendencia legalista, doctrinaria y liberal que prácticamente siempre fue minoritaria y a menudo rechazada por los obreros revolucionarios, Así queda fuera o casi el anarquismo de acción, el de González Morago, Salvochea y Vallina, basado en grupos de afinidad, ilegalista y conspirador, dominante en el medio libertario e influyente en el movimiento obrero durante mucho tiempo. De éste se habla poco; del otro, el anarquismo de certamen, pacífico y burocrático, se cantan romances. La contradicción puede empezar a deshacerse mediante sólidos trabajos históricos que pongan a cada uno en su sitio, pero su principal causa nunca ha sido el vacío crítico de la investigación sino la inercia de un movimiento que nunca ha hecho balance de nada. Pocos momentos de su dilatada historia han sido escritos con rigor, pasión y objetividad, siendo la mayoría de estudios caldo de cocido universitario. De dicho cocido hay que sacarlo.

El hecho más sorprendente del anarquismo decimonónico es su conversión de una táctica insurreccional de masas en una ideología separada y exterior a la clase trabajadora, lo que sucedió entre 1877 y 1889, en el espacio de tiempo que va del Congreso de Verviers a la Conferencia Internacional de París. Si algo tiene de especial el caso español es que, debido a los más sólidos lazos de los anarquistas con las sociedades obreras, la mencionada transformación tardó dos o tres años más en realizarse, Es un reflejo de los problemas aflorados por la praxis en un contexto de decadencia del movimiento obrero, principalmente de los problemas de la organización, de la acción y de la formación de la conciencia revolucionaria. Las soluciones insatisfactorias hicieron perder peso social al anarquismo y menguaron su capacidad revolucionaria. De resultas, el reformismo sindical y político ganó terreno y agravó las contradicciones de aquél, dividido en opciones encorsetadas e inconciliables. Por, un lado estaban los partidarios de la organización a ultranza sostenida exclusivamente en la propaganda oral y escrita; por el otro, los incondicionales de la agitación violenta, quienes identificaban organización con autoridad y todo lo fiaban a la ejemplaridad de la propaganda por el hecho. Para unos, una vez convencida y organizada la mayoría, la revolución vendría por sí sola en paz y gloria; para los otros, los actos de fuerza protagonizados por pequeños grupos o por un solo individuo, bastarían para desencadenar levantamientos espontáneos que en mitad de la catástrofe acarrearían la revolución. Las dos posiciones petrificadas se reforzaban mútuamente, pues una era reacción contra la otra, degradándose ambas a partir de 1890 en inmovilismo de capilla e individualismo amoral y agresivo respectivamente, La exorbitada represión de los Estados llevará a cabo lo que los anarquistas más lúcidos no consiguieron, a saber, acabar con tanta locura sectaria, pero pagando muy alto precio: el sacrificio de una generación luchadora. El impasse teórico y práctico no pudo superarse con saltos hacia adelante que, al ignorar la acción ‑desde la lucha cotidiana a la llamada “expropiacíón”- especulaban con la sociedad futura y daban a entender que la anarquía sería fruto de una evolución ineludible dependiendo más del progreso científico que de la voluntad de los individuos (toda la obra de Kropotkin y Mella va por ahí), Tampoco el activismo sin ideas contribuyó a librar al anarquismo del pacifismo pedagogista y contemplativo, y menos aún el último rebote del individualismo, la moda nietschiana o stirneriana, negación intelectualista y elitista de la lucha de clases. El anarquismo salió realmente de los márgenes de la historia cuando se introdujo en los sindicatos y comenzó a pregonar el sabotaje y la huelga general, cerrando así su peor momento de confusión.

El anarquismo obrero nace en la AIT como corriente antiautoritaria que defendía la posibilidad inmediata de la revolución social por medio de la destrucción del Estado y las clases, según el modelo de La Commune. Pronto entró en conflicto con las corrientes autoritarias, escindiéndose y manteniéndose unida hasta 1878. Después, a causa de la persecución, del fracaso de las tentativas de insurrección y del reflujo del movimiento obrero, el anarquismo se volvió minoritario y quedó aislado del medio proletario, mientras los partidos “obreros”, con frecuencia dirigidos por tránsfugas, experimentaban un auge. El despertar revolucionario de las masas no se produjo y los anarquistas se replantearon su táctica. La lucha de los trabajadores por mejoras parciales -“la lucha económica”- fue desestimada por considerarse una manifestación de egoísmo que desviaba a la clase de los objetivos revolucionarios. Sin embargo se creía ciegamente en la espontaneidad revolucionaria de las masas obreras, fácil de alumbrar con unos cuantos hechos ejemplares. Cualquier otro tipo de propaganda era tenido por ineficaz. La organización, antes elemento fundamental del internacionalismo, pasó a considerarse una traba de la libertad que, además, conducía a la moderación y al liderismo. Los pequeños grupos de afinidad debían bastar para la acción; cualquier intento de organizarse más allá de los grupos se volvía sospechoso de autoritarismo. El Congreso de Londres (1881) confirmó este radical cambio de perspectiva. Cada cual sacaba a relucir la libertad cuando alguien hablaba de organización, como si las dos cosas fueran incompatibles. El hecho mismo de celebrar congresos, nombrar delegados y tomar acuerdos parecía obstaculizar la libre iniciativa de los individuos y coartar el empuje de las masas. Se insistió en la fabricación de explosivos hasta extremos sospechosos ‑después se confirmó la presencia de confidentes de la policía francesa detrás de estas propuestas‑ y la “moral revolucionaria” fue objeto de irrisión. En conclusión, las tácticas basadas en la organización de masas y en la instrucción mediante la propaganda y la “perturbación económica” eran desaconsejadas en beneficio del método bastante más sencillo de la propaganda por el hecho y la vía insurreccional.

En la Península las cosas pasaron de otro modo. Cuando Fanelli llegó, se encontró con una clase obrera lo bastante madura como para separarse del radicalismo burgués que representaban los republicanos y para elaborar unos objetivos y un ideario propios. Ésta fue la obra de la Federación Regional Española de la Internacional. La FRE quiso asociar a los trabajadores a través de la “resistencia” y de la “cooperación” de cara a la revolución social, El arma adecuada era la “huelga científica”, pero ésta exigía un nivel organizativo y una normativa verdaderamente exagerados. Por entonces la idea de organización primaba sobre cualquier otra, Era el elemento básico de la táctica internacionalista, la materialización de la solidaridad de clase y la matriz de la sociedad futura, Podía decirse que cuando estuviese a punto, la revolución comenzaría, Ésta no tenia por qué ser cruenta: los internacionalistas decían “Paz a los hombres, guerra a las instituciones”. A pesar de todo la ilegalización de la FRE a raíz de los acontecimientos de 1873 forzaron un cambio radical de táctica. Por un lado, las insurrecciones de Sanlúcar, Alcoy y Cartagena habían desgastado a la organización, exacerbando de paso la tendencia legalista de algunas sociedades miembros, Por el otro, la vieja casta terrateniente y las clases medias industriales y comerciantes habían unido sus puntos de vista en defensa de la propiedad privada y de la religión. El proletariado tenían enfrente a la burguesía unificada, dispuesta a europeizarse al menos en el refuerzo del aparato represivo del Estado. El congreso de Madrid (1874) dejó de lado la “resistencia” y la huelga y se pronunció por la insurrección y las “represalias”: “La situación es tal que toda acción política no puede ser ya sino conspiración y revolución violenta”. La FRE pasó a la clandestinidad, precisando no reconocer la legalidad burguesa:, “La Internacional está por encima de la ley”; se transformó en una organización “secreta” y sus secciones y uniones se disolvieron en “grupos de acción revolucionaria”, adoptando un programa bakuninista. Al no tener fuerzas suficientes, la Comisión Federal quiso aprovecharse de las de los republicanos, tratando de secundar un levantamiento que al final no se produjo. La oposición entre la voluntad revolucionaria de los internacionalistas y el entusiasmo frío y pasivo de las masas se hizo insuperable, facilitando la emergencia entre sus filas de una fracción reformista. En 1881 la FRE estaba agotada y los partidarios del retorno a la legalidad, anunciada por la prosperidad económica y por el turno de los liberales, llegaron a ser mayoría, En consecuencia, la CF fue destituida y la Internacional, disuelta y cambiada por otra, la Federación de Trabajadores de la Región Española.

La táctica de la FTRE puede calificarse de legalismo y burocratismo completos. Aprovechamiento de todos los medios legales, rechazo de la acción al margen de la ley, consideración de la acción como el ejercicio de un derecho y de las reformas como un avance, Condena de la violencia -“El progreso es la enseñanza, no la vio1encia”‑ y de cualquier alteración del orden: las huelgas, por ejemplo, habían de someterse a una reglamentación tan complicada que en la práctica eran imposibles, Se buscaba una mejora gradual de las condiciones económicas mediante la “práctica de la legalidad”, las cooperativas y los contratos de aparcería, sin descartar las alianzas con partidos “para defender la libertad”, y sin desdeñar el. concurso de “toda persona culta” de origen burgués. Con lo cual no resultará extraño que la nueva organización se abstuviese difundir las conclusiones, contrarías a su proyecto, del Congreso de Londres. La “política demoledora” de la FTRE, inspirada “en el Progreso” con mayúscula, sería “tan variable como lo permitan las circunstancias y las necesidades lo exijan”, en realidad pretendía la restauración de las condiciones políticas de la Primera República, es decir, de la legalidad burguesa más favorable, desde donde conseguir reformas escalonadas. Propugnando la modificación de las condiciones económicas del proletariado a través de leyes, y desolidarizándose de cualquier movimiento revolucionario e incluso de las víctimas de la represión, confesaba no aspirar a poner fin al dominio burgués, sino a jugar el papel de la socialdemocracia. La contradicción con el anarquismo proclamado en los estatutos era aparente, puesto que se trataba de un anarquismo solamente formal. Separado del pragmatismo alimentario de las luchas obreras, era un “ideal” confeccionado lejos de la clase y enseñado por intelectuales adheridos a la organización. No constituía como en tiempos de la Internacional el resultado de la práctica obrera cotidiana, la cristalización de su experiencia social, sino el producto de la especulación de unos ideólogos. Los legalistas fueron los primeros en separar teoría y práctica, relegando el anarquismo al estatus de “filosofía”.

Tanto el reformismo de la FTRE como el retroceso revolucionario de la clase trabajadora, favorecieron el desarrollo de un anarquismo burgués, que se colocaba por encima de las clases, Las ideas bakuninistas fueron abandonadas, rompiéndose precisamente los puentes con la filosofía, con la historia y con la dialéctica. La crítica bakuniniana de la cultura burguesa y del fetichismo de la ciencia fue ignorada olímpicamente, y se echó mano de pensadores burgueses como Büchner, Comte o Rousseau, con el objeto de inventar una ideología positivista que pasara como anarquismo. Ésta no divisaba en el proletariado ningún movimiento específico ni ninguna iniciativa histórica, y buscaba en el cientifismo, en el optimismo antropológico y en la propia naturaleza, las leyes sociales creadoras de las condiciones materiales de emancipación. Para estudiar la cuestión social habla que hacer como los entomólogos cuando estudian a las mariposas, es decir, tratarla como un hecho biológico. Obviando la determinación histórica de la sociedad -y de los individuos que viven en ella‑ y desconociendo la relación entre la producción de medios de vida y las formas de organización social, la nueva ideología libertaria concebía los hechos sociales como resultados de leyes naturales interpretables por la ciencia. Estas leyes eran eternas; para llegar a la anarquía era necesario tan sólo descubrirlas y dejar que la sociedad se dirigiese por ellas. La anarquía no era otra cosa que la naturaleza gobernándose según sus propias leyes, reducibles todas a una: la ley del progreso, El progreso y la libertad eran pues sinónimos. Con independencia de la voluntad de los individuos, el progreso implicaría el desarrollo social hasta desembocar por ley natural en la anarquía. La creencia eminentemente burguesa en el progreso era tan fuerte que para un ideólogo como Mella la revolución era simplemente el final de la evolución, proceso que se daba tanto en la sociedad como en la naturaleza, en la historia, en la moral o en el arte. Revolución y evolución eran realidades convergentes. En definitiva, se trataba de un anarquismo vulgar que idealizaba el desarrollo económico y social de la burguesía y que correspondía, como un guante con la mano, al reformismo perpetrado por la FTRE. La distancia entre la burguesía real y la ideal era tan enorme que permitía que un liberalismo filantrópico de cuanta categoría pasara por anarquismo del auténtico.

Aislado del movimiento obrero en muchos países, el anarquismo dejaba de ser la expresión más radical del movimiento histórico que disolvía las condiciones dominantes. Prácticamente bloqueado en la acción, a duras penas se desarrollaba a nivel teórico, si exceptuamos la formulación del comunismo libertario y los intentos kropotkinianos de fundamentación naturalista. Ocurrían grandes contradicciones entre la teoría y la práctica, como demuestran los escasos frutos de la proclamación de la propaganda por el hecho y la insurrección; en verdad los anarquistas estaban divididos en todas las cuestiones. Un intento fallido de congreso en Ginebra (1882) había hecho exclamar a uno de los presentes: “estamos unidos porque estamos divididos”. El intento de Barcelona (congreso “cosmopolita” de 1885) acabó mucho peor, “debido a la intemperancia de algunos delegados, que con sus protestas interrumpen a cada momento la discusión”.

Predominaba ‑sobre todo en Francia‑ un espíritu antiorganizativo que Malatesta tildaba de “amorfia”. Verdadero espíritu bakuninista, Malatesta era de los pocos convencidos de que la viabilidad de una revolución dependía de la existencia de fuerzas organizadas internacionalmente. La mayoría de anarquistas dudaban de la legitimidad de un congreso para establecer una línea de conducta, y más todavía si se trataba de promover una reorganización, en un momento en que la menor coordinación ya se consideraba coactiva. Para muchos los congresos no tenían utilidad ni razón de ser, pero para otros éstos eran necesarios para evitar la dispersión y la marginación del movimiento, y había quien acudía incluso a los que convocaban los partidos socialistas. No obstante, cuando Clement Duval y Vittorio Pini reivindicaron en sus juicios respectivos el derecho al robo, el proceso de descomposición ideológica alcanzó su mayor cota. La Conferencia Internacional de París (julio 1889) se hizo eco. El anarquismo tocaba fondo: la cuestión social se transformaba en cuestión existencial. El individuo sustituía a la clase como sujeto revolucionario. El mundo y el individuo dejaban de pensarse juntos, interrelacionados; el conflicto social no se interpretaba como una lucha de clases sino como una lucha entre el individuo solo y la sociedad burguesa. Las masas no contaban ya que no se tenían por revolucionarias. Se pasaba sin transición del optimismo espontaneista al pesimismo derrotista. Si leemos, por ejemplo, “El Ladrón” ‑la novela de Georges Darien‑. veremos descritas a las masas como cobardes, imbéciles y serviles, dispuestas a trabajar para enriquecer al explotador, a ofrecer la espalda al ambicioso y a doblegarse ante el fuerte. El enemigo ya no eran las instituciones sino los hombres; todos los burgueses, hasta el más insignificante, y todos los esclavos, por indignos. Nada era debido a la Humanidad porque no quedaban hombres. Las normas de conducta ya no valían. Quien se las saltara todas era más revolucionario que nadie, Surgiendo de una moral invertida, la mentalidad ¡legal contemplaba en toda moral, prejuicio y debilidad. La figura del bandido, de aquél que tomaba a la fuerza lo que la sociedad le negaba, como en la época romántica, fue objeto de admiración. Incluso un acto de supervivencia como el robo se elevaba a la categoría de hecho revolucionario. En vano alegaba Kropotkin que el robo o “expropiación individual” no abolía la propiedad privada sino que la reforzaba. Como los amoralistas culpaban de todo a la sociedad y como que se limitaban a hacer su particular revolución, no reconocían contradicción alguna entre fines y medíos. Es más, les medios usados estaban en consonancia con los fines buscados.

La especifidad del caso español hará que la psicosis ilegalista empiece como una reacción contra el legalismo de la FTRE, cuestionando radicalmente su concepción organizativa. Apenas constituirse ésta ya se produjo una primera disidencia, la de “Los Desheredados”, que defendía la continuidad de las tácticas de la antigua FRE, o sea, la organización secreta descentralizada, la acción revolucionaria insurreccional y las llamadas represalias. La respuesta vino de la policía con el montaje,de La Mano Negra, asunto que llevó a la cárcel a centenares de obreros andaluces. Mientras el gobierno de Sagasta aprovechaba la ocasión para declarar ¡legal a la FTRE, su Comisión Federal condenaba los supuestos delitos atribuidos a la fantasmal organización sin dudar de la versión policial, entregando así a sus militantes andaluces a los torturadores y los sícaríos. Entonces la federación local de Gracia convocó un congreso secreto (1884) en el que decidieron la disolución de la FTRE y el paso a la clandestinidad (la “retirada al Aventino”). Los enfrentamientos entre viejos dirigentes (“vendidos” y “traidores”) y contestatarios “aventinos” (“jacobinos”, “perturbadores” y “charlatanes”) se repitieron en el Congreso “cosmopolita” del año siguiente. La disolución pudo evitarse en el Congreso de Madrid de 1885 pero a cambio de la dimisión de la CF y de unos estatutos menos jerarquizadores. El equilibrio entre tendencias era demasiado débil y la nueva orientación de las secciones catalanas decidió la suerte de toda la Federación. Todas las propuestas iban dirigidas contra las bases del edificio burocrático levantado en 1881. Se quería disolver la CF, suprimir los congresos y los estatutos, permitir la existencia de más de una sección del mismo oficio o de una federación local en la misma localidad, eliminar la exigencia de adhesión a los principios de la Federación como condición de afiliación, renunciar al mandato imperativo de los delegados, etc. Las Conferencias de Estudios Sociales celebradas en Barcelona (en 1887 y 1888) llegaron a recomendar el rechazo de la misma sección, el elemento básico de todo el sistema organizativo obrero (lo que más tarde se llamaría sindicato), porque su creación obedecía al deseo de obtener mejoras laborales. inmediatas y, como eran casi imposibles, había que concentrarse en la realización de los ideales revolucionarios. Por lo tanto las secciones habían de sustituirse por agrupaciones de trabajadores sin distinción de oficio. La “resistencia” como producto de una organización perfeccionada, resultaba óptima sobre el papel, pero impracticable en la realidad. Era preferible la resistencia “espontánea y natural”, sin reglas, al calor de una solidaridad no premeditada ni calculada. La fórmula organizativa más adecuada a la nueva perspectiva no podía ser la FTRE, sino una federación en la, que los individuos, sociedades y secciones fuesen completamente autónomos, es decir, en la que cada uno de los elementos constitutivos conservasen su ideario específico, sus objetivos particulares y la independencia de acción. Más que de una nueva federación se trataba de un pacto de unión sin estatutos, ni dirección, ni acuerdos vinculantes. El nuevo sistema liberaba a las huelgas de toda carga burocrática pero no las tenía ni por arma de la revolución ni por escuela de anarquismo. La cuestión revolucionaria quedaba pues sin resolver: los que parieron el Pacto de Unión y Solidaridad quisieron hacer algo semejante con una especie de partido anarquista (la OARE), separando de esta manera la “resistencia al capital” de la lucha “por la anarquía”. El anarquismo se sustraía al combate social porque el suyo era un combate aparte, de mayor altura. Así pues llegaban a las mismas conclusiones que los reformistas: los proletarios eran incapaces de ir más allá de la “resistencia”, a menos que asimilasen una ideología facturada por grupos al exterior de la clase.

El segundo factor que preparó el camino al ilegalismo fue la batalla teórica librada en tomo a la distribución del producto del trabajo en la sociedad futura. El altercado entre colectivismo y comunismo se superponía sobre las fuertes discrepancias relativas a la organización y a la acción, que eran el verdadero meollo del problema. En realidad se trataba de dos formas opuestas de anarquismo. La fórmula de “a cada uno según sus necesidades”, que resume al comunismo anárquico, apareció en 1876 en Italia y pocos años después fue adoptada por la mayoría de anarquistas europeos. La represión en Francia e Italia ‑sobre todo después del Proceso de Lyon en 1883‑ provocó la dispersión de muchos anarquistas, algunos de los cuales se refugiaron en España y se instalaron en Barcelona, contactando con el sector crítico de la FTRE y propagando las ideas comunistas. Los anarquistas de Gracia eran los más radicales e inmediatamente se hicieron eco de las nuevas ideas en su portavoz “La Justicia Humana”, redactado por Emilio Hugas y Martín Borrás, empezando un debate con los partidarios de la fórmula colectivista “a cada cual el producto íntegro de su trabajo”, la de la vieja Internacional, Pero los trabajos de Kropotkin empezaron a traducirse con extraordinario éxito de lectores y los colectivistas retrocedieron hasta refugiarse en el término medio que Tárrida formuló en el Segundo Certamen Socialista de Reus (1889): el anarquismo “sin adjetivos”, o “a secas”, o dicho con mayor propiedad el anarquismo “indefinido”. El folleto de Malatesta, “Entre Campesinos”, que propugnaba, también se editó en castellano y cinco años más tarde todos los anarquistas españoles eran comunistas. La diferencias entre unos y otros no se limitaban a hipótesis futuristas. Los anarcocomunistas españoles negaban la organización, de acuerdo con Kropotkin y los franceses (y en contra de Malatesta): las secciones, las federaciones, los delegados mandatados, las votaciones, las actas, las mayorías, los cargos electos, cte. Solamente aceptaban la existencia de grupos informales, sin compromiso entre sus miembros. Afirmaban que, más que cualquier reglamento o circular, el trato fraternal entre compañeros sería suficiente para crear las relaciones necesarias para la propaganda y la acción, Partían de la idea según la cual para hacer la revolución no se necesitaban acuerdos ni normas, ni una estrategia, ni menos aún organización; la revolución era una explosión de furia popular que se produciría, espontáneamente, gracias a que determinados hechos violentos levantarían el ánimo abatido de las masas oprimidas. Por consiguiente, “en vez de repudiar actos personales, en los que el individuo paga con su vida la consecución de un acto heroico y justiciero, al contrarío, ensalzarlo para que tenga imitadores, y estos actos, generalizándose, son los que pueden llevar la espontánea revolución” (en “Tierra y Libertad”, Gracia, 1899, periódico continuador de “La Justicia Humana”). El método para desatar la revolución no podía ser más simplista: en lugar de preparativos, que, claro está, implicaban organización, la ejemplaridad hipertrofiada de acciones individuales impactantes. La violencia era alegremente exaltada: “La fuerza se repele con la fuerza. Para eso se inventó la dinamita” (lema de “La víctima del Trabajo”, 1889). La acción y la propaganda por el hecho eran lo mismo, llevando implícitas la violencia y el ilegalismo: “aprovechar todas las ocasiones… para empujar al pueblo a atacar y apoderarse de la propiedad, a ofender la autoridad y a despreciar y violar la ley…” (en “La Revolución Social”, 1889, dirigida por Francesco Serantoni; la misma publicación hizo un legio de la conducta de Pini). La efectividad de todo ello para despertar el espíritu de rebelión en los trabajadores quedaba por demostrar, lo contrario era más cierto. Las explosiones de petardos se venían sucediendo desde 1886, relacionadas con conflictos laborales sin que la combatividad obrera subiera enteros y sin que nadie se preguntara si el riesgo valía la pena. Ese era el punto más débil de la táctica espontaneísta: la evaluación fantástica de la utilidad de las acciones violentas y la ignorancia insensata de sus previsibles consecuencias. Sin saberlo, la negativa a sacar inventario de sus palabras y obras empujaba a los anarquistas españoles más decididos por la pendiente del caos ideológico y del aventurerismo irresponsable, en la que ya resbalaban sus homólogos europeos.

El movimiento obrero se recuperó un momento con las manifestaciones del Primero de Mayo y la lucha por la jornada de ocho horas, declinando acto seguido. Entonces se manifestó por primera vez el individualismo anárquico en versión ultraviolenta en las publicaciones “El Revolucionario” y “El Porvenir Anarquista” (Gracia, 1891) hechas por Paolo Schichi, Paul Bernard y Sebastián Suñé, Malatesta, que vino a Barcelona por aquellas fechas fue mal recibido por el sector comunista, especialmente por Schichi, editor en el pasado reciente de un periódico de título harto significativo (“Pensiero e Dinamita”), y tuvo que emprender su gira española acompañado de colectivistas. Las secuelas de las bombas de la Plaza Real llevaron a la cárcel al grupo de Schichi y Bernard, pero otros continuaron su trabajo. Todos los trazos del anarquismo ilegalista se propagaron en efímeras publicaciones: el amoralismo, “para conseguir el fin todos los medios son buenos” (“La Cuestión Social”, 1892, redactada en Valencia por refugiados); el optimismo irreal “como ya nadie la respeta, la autoridad se derrumba” (“La Revancha”, 1893, redactada en Reus por Bernard); el individualismo triunfalista, “la propaganda individual es y será siempre la más vivaz y la de más resultados” (“La Controversia”, 1893, también redactada en Gracia por refugiados); el culto a la violencia, “la ciencia ha puesto a nuestro servicio lo necesario para volar los más sólidos castillos” (“El Eco de Ravachol”, de Sabadell, 1893); la fobia hacia la organización, “la organización engendra sumisión” (“La Unión Obrera” de Sant Martí de Provençals, 1891), “organización, y revolución son dos palabras que rabian de verse juntas” (“Ravacho1”, de Sabadell, 1893), “La organización es hija de la autoridad” (“La Controversia”), “es la escuela de la pereza” (“El Eco del Rebelde”, Zaragoza, 1892), etc., A la arbitraria represión del motín de Jerez (1892) se le sumé el eco del juicio de Ravachol en Francia, personaje ensalzado hasta convertirse en una víctima de la sociedad y un mártir de la idea a ambos lados de los Pirineos. Los sentimientos de venganza por el ensañamiento de Jerez encontraron en las bombas de Ravachol un ejemplo a medida, cuando ya se respiraba un aire propicio al terrorismo. Para muchos, el sadismo de la represión burguesa legitimaba cualquier acto por temerario y sangriento que fuese. Así, a un deseo de venganza contra la burguesía y sus verdugos, obedecieron el atentado fallido de Pallás contra el general Martínez Campos y las bombas de Salvador en el Liceo. Ya no eran propaganda por el hecho; eran acciones desesperadas que pretendían “dar una dura lección” a la clase dominante, demostrarte que su victoria no era completa, que en lo sucesivo la guerra era a muerte. Desgraciadamente los anarquistas nunca fueron conscientes del hecho de que se enfrentaban con una clase reaccionaria atrincherada en el caciquismo y la religión que ni siquiera autorizaba el menor reformismo, y que con tal de no perder sus privilegios y sus propiedades era capaz de diezmar la clase obrera sin pestañear. Atemorizarla sin causarle daños de gravedad fue el peor de los errores porque la represión que desencadenó para responder a los ataques sobrepasó de mucho los objetivos, llegando a afectar a sus sectores más progresistas. El Estado promulgó dos leyes contra el anarquismo a la vez que creaba el cuerpo policial ‑la “brigada políticosocial”‑ encargado de servirse de ellas, No debió ser suficiente porque recurrió a la suspensión de garantías y a la provocación. En efecto, mediante confidentes infiltrados en el medio libertario la policía preparó un atentado en el que sólo habían de morir inocentes: la bomba lanzada en la procesión del Corpus de Barcelona al paso por la calle de Cambios Nuevos (1896). De inmediato se abrió la veda contra todos los anarquistas por más pacíficos que hubieran sido; después contra los obreros militantes, fuesen o no fuesen anarquistas; y finalmente la persecución se extendió sin demasiada lógica a periodistas, a republicanos, a intelectuales e incluso a simples burgueses liberales. Todo dio en los Procesos de Montjuich, montajes que se convirtieron en símbolos de la injusticia criminal y de la crueldad sin límites de los inquisidores burgueses, En materia de ilegalidad la burguesía española había ganado el pulso a la anarquía. La ejecución de Cánovas en 1897, responsable último del drama de Montjuich, fue una magra compensación moral.

Volviendo a la concepción “grupista” sobre la que descansa la agitación del periodo 1890‑97, veremos que la ausencia de controles ideológicos, responsabilidades y reglas expuso los grupos a delincuentes y vividores, atraídos por los beneficios posibles de la acción ilegal, y abrió la puerta a los iluminados y polizontes que usasen un lenguaje violento, No dejaban de tener razón los anarquistas pacíficos cuando acusaban al medio ilegalista de estar repleto de ignorantes y fanáticos en connivencia con ladrones, provocadores y chivatos, La idea peliculera de la revolución pudo ser en un primer momento el pecado sentimental de los revolucionarios en lucha con los reformistas, pero llegados a un cierto umbral, la idea no podía valorarse sino como inconsciencia culpable. Los resultados inmediatos de esta táctica pueril fueron la confusión y el desastre. Las sociedades obreras se desagregaron, se perdieron vidas inútilmente y una parte de la población se colocó al lado de los gobernantes. Los grupos y los periódicos, muy numerosos, desaparecieron sin dejar rastro, despejando el camino a los partidos políticos. Muchos militantes se alejaron de la anarquía para siempre y los que quedaron eran demasiado pocos para ir solos, habiendo de confiar en republicanos y burgueses filántropos. La campaña por la. revisión de los procesos de Montjuich, Jerez y La Mano Negra fue un éxito, pero la revolución quedo más lejos que nunca. Falto fatalmente de estrategia, el anarquismo había perdido la guerra social a las primeras escaramuzas. Pudo recuperarse históricamente con la entrada en los sindicatos pero jamás del todo. Demasiadas veces la palabra “libertad” sirvió, para sabotear los esfuerzos por concretarla y, demasiadas veces las “circunstancias” fueron excusa para la capitulación: el voluntarismo sin ideas y el oportunismo sin principios fueron siempre sus enfermedades crónicas.

Miguel Amorós
(Conferencia dada en la Biblioteca Arús, el 7 de octubre de 2003, organizada por el Ateneu Enciclopédic Popular)
http://www.nodo50.org/ekintza/article.php3?id_article=104
¡Haz clic para puntuar esta entrada!
(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio