Déficits y trampas: gobernantes culpables

Bancos1. Cuando nuestros gobernantes, lejos de los micrófonos, se refieren a las numerosas y draconianas medidas de ajuste que han desplegado en el último año y medio suelen echar mano casi siempre del mismo argumento: un eventual desplome de bancos e instituciones financieras provocaría un escenario de caos y de ausencia dramática de expectativas que haría que añorásemos una situación como la presente. El argumento en cuestión suele verse acompañado de otro de perfil similar: hay que hacer lo imposible para evitar un programa de rescate de la UE, y ello aun cuando los deberes consiguientes recuerden poderosamente a ese programa de rescate.

Importa subrayar lo que hay por detrás de semejante trama argumental: un manifiesto olvido de cómo esos mismos gobernantes han tolerado -mejor sería decir que han estimulado- conductas económicas lamentables que nos han situado al borde del precipicio. Primero nos colocan junto a éste para después contarnos que no queda más remedio que acatar unas medidas de ajuste que, por añadidura, son más de lo mismo, esto es, ratifican el acercamiento al precipicio. No sólo eso: ni siquiera han demostrado su utilidad en términos de las claves mentales que maneja la economía dominante en un escenario en el que -sobran los datos para confirmarlo- ninguna de las concesiones realizadas a la lógica de los mercados ha servido para frenar un ápice la codicia de éstos.  

Es verdad que en repetidas ocasiones habíamos pronosticado que todo esto iba a ocurrir. Debemos reconocer, sin embargo, que nunca pensamos que nuestros gobernantes iban a llegar tan lejos en su complicidad con obscenos intereses privados. El hecho de que algunos de ellos, y bien que con palabras cautelosas, se hayan atrevido a reconocer que la mayoría de las reglas del juego las determinan esos intereses retrata fidedignamente a dónde hemos llegado.

2. Tiene su sentido examinar tres de las manifestaciones precisas de todo lo anterior. Vaya la primera de ellas. Semanas atrás nuestros periódicos acogieron, a menudo en los titulares de portada, una noticia vanamente esperanzadora: los Gobiernos de varios de los Estados miembros de la Unión Europea, y entre ellos el español, habían decidido proscribir, para defender a los bancos, determinado tipo de operaciones de cortísimo plazo que inequívocamente escondían infumables prácticas especulativas.

La riqueza de la noticia era doble. En primer lugar, el lector descubría que al alcance de nuestros dirigentes estaba, en virtud de una decisión estrictamente legal, prohibir prácticas que habían dañado de forma visible el quehacer cotidiano de las economías de los países afectados, y que con certeza, y dicho sea de paso, habían acrecentado los déficits públicos de aquéllos. La pregunta estaba, entonces, servida: ¿cómo es posible que durante años se haya transigido, inopinadamente, con esas prácticas? ¿Hasta dónde no habrá llegado la idolatría dispensada al dios mercado que este último ha quedado, siempre, por encima de lo que cabía entender que era el bien común? De la noche a la mañana descubríamos, para descrédito de quienes nos gobiernan, que, frente al que ha sido su discurso monocorde, sí era posible -era fácil- establecer reglas del juego que frenasen la especulación.

Hay que prestar atención, aun así, a otra cara de la cuestión: tal y como los hechos se nos explicaban, los beneficiarios principales de la medida adoptada no eran sino los bancos. ¡Caramba! Ahora resulta que estos últimos nada tenían que ver con esas prácticas especulativas que repentinamente se trataba de combatir… Obligado está uno a certificar lo que a estas alturas se antoja evidente: nuestros gobernantes, que se han desentendido por completo de lo que sucede al ciudadano de a pie, siguen empeñados en rescatar a los bancos del abismo en que ellos mismos, voluntaria y gustosamente, nos han emplazado.

3. Rescatemos un segundo hecho de interés, que no puede ser otro que la decisión asumida por socialistas y populares en el sentido de reformar la Constitución para incluir en ella una mención expresa a límites infranqueables en lo que se refiere al déficit de las diferentes administraciones públicas. Como suele ocurrir con estas cosas, a primera vista el criterio abrazado parece muy razonable: qué mejor que alentar la austeridad y el equilibrio en esas administraciones. Pena es que, por detrás, todas las miserias exploten.

Por lo pronto, se nos invita a eludir cualquier consideración sobre el entorno de la medida en cuestión. ¿Para qué plantear una discusión seria en lo que se refiere a quién paga impuestos entre nosotros, al fraude fiscal o a la evaporación de recursos en exóticos paraísos? ¿Para qué formular alguna pregunta en lo relativo a cuál es -cuál ha de ser- el destino de los recursos públicos en un lugar que, indeleblemente lastrado por la corrupción y las obras faraónicas, se caracteriza por la ausencia de noticias que den cuenta de la apertura de causas legales contra quienes no han actuado como debían?

Por detrás lo que más llama la atención es, con todo, el designio de esquivar cualquier juicio relativo a los hechos que han conducido a una situación muy delicada como resulta ser, al cabo, la presente. Pienso al respecto en unas prácticas especulativas que en el mejor de los casos son condenadas retóricamente, en una burbuja inmobiliaria alentada por todos nuestros gobernantes, tirios y troyanos, o, en suma, en la tolerancia sin límites, cuando no el estímulo, con que esos mismos gobernantes han obsequiado el negocio fácil y la inmoralidad de las transacciones.

Nada de lo anterior tiene, con todo, el mismo relieve que corresponde a un hecho principal: encubierta tras sus ínfulas de saludable austeridad, la reforma constitucional que nos ocupa obedece al cristalino propósito de acometer impresentables recortes en un gasto social ya de por sí claramente por debajo del existente en los miembros de la UE a los que decimos querer homologarnos, y de alentar, al tiempo, nuevas privatizaciones. En su esencia lo que despunta es el designio de garantizar que gozarán de absoluta prioridad, en cuanto al pago, las deudas contraídas por las administraciones públicas con las instituciones financieras, de tal suerte que si ello implica -y lo implica- reducir sensiblemente el gasto en sanidad y en educación habrá que acatar sumisamente esta consecuencia. El escenario es dantesco: luego de haber asistido en los últimos años a formidables operaciones de inyección de recursos públicos en el sistema financiero, los beneficiarios de esas operaciones reciben, además, garantías de que sus intereses seguirán estando en primera línea, y ello sin que conste que hayan abandonado las prácticas a las que nos tienen acostumbrados. Y es que conviene agregar que son esas instituciones financieras las que muy a menudo se ocultan tras esos ignotos mercados que en la propaganda oficial nos estarían haciendo tanto daño.

En otras palabras, y para resumir lo que se avecina, quienes nos han emplazado en una crisis delicadísima se aprestan a obtener beneficios adicionales de la mano de la aplicación de las mismas recetas que nos han colocado en ese escenario. Curioso es, por cierto, que quienes tan remisos se han mostrado de siempre a la hora de reformar una Constitución que no tuvieron la oportunidad de refrendar la mayoría de quienes hoy disfrutan del derecho a voto se muestren ahora dispuestos a hacerlo con tanta prisa y sigilo en provecho, por añadidura, de la franca incorporación a la carta magna de una regla de oro que nace de una ideológica percepción de los hechos económicos. De poco consuelo parece al respecto la certificación de que son muchos los ámbitos en los que la Constitución no es objeto de respeto: a buen seguro que no será éste -el de los techos de déficit- uno de ellos.

4. No quiero dejar en el olvido una tercera manifestación de las miserias contemporáneas: la que se revela a través de las omnipresentes declaraciones del ministro Blanco. No acierto a entender quiénes han aupado a puestos de relieve a un personaje de semejante condición: cuando lo que se trata es de engañar a la ciudadanía lo suyo es que se pongan en funcionamiento las estrategias más sagaces desplegadas por las personas más inteligentes…

Blanco nos cuenta el lunes que mantiene en pie todas las promesas de finalización de las obras de nuevas líneas de alta velocidad ferroviaria. Nuestros gobernantes llevan dos decenios dilapidando recursos faraónicos para pertrechar un sistema de transporte público claramente volcado al servicio de las capas pudientes de la sociedad, y claramente encaminado a reducir las posibilidades de transporte al alcance de todos los demás. Para esto, y al parecer, ha habido y hay recursos, como si las obras correspondientes nada tuviesen que ver con el crecimiento espectacular del déficit de unas y otras administraciones.

El martes, en cambio, a Blanco le toca llamar a capítulo para que esas administraciones asuman draconianas estrategias de recorte del gasto que en algo coinciden, eso sí, con el proyecto maestro defendido el primer día de la semana: su traducción inmediata lo es, de nuevo, en provecho de reducciones en lo que se refiere al gasto social, en franco detrimento, una vez más, de las posibilidades al alcance de las clases populares. Si alguien se pregunta que hay por detrás de la obsesión de nuestros gobernantes por la alta velocidad ferroviaria, responderé rápidamente: el designio de no fallar a un puñado de grandes empresas de la construcción.

5. Tengo que volver sobre algo de lo que he hablado de manera demasiado rápida. Me refiero a la singularísima y metafísica condición que corresponde a los mercados . Éstos se nos presentan como nebulosas realidades detrás de las cuales no habría personas ni beneficiarios. Se trataría de una suerte de extraterrestres que operarían como virus por completo fuera de control. Nada se podría hacer contra ellos porque no parecen estar en ningún lugar y porque, dada su apersonal condición, en el hipotético caso de que la enfermedad que provocan se tradujese en eventuales delitos ninguna causa legal podría abrirse.

Salta a la vista que todo lo anterior es una ficción interesada e inteligentemente construida. Detrás de los mercados hay personas e instituciones de nombre conocido. Obligado parece aportar una explicación, urgente, de por qué conductas impresentables como las asumidas por esas personas e instituciones no han sido objeto de persecución alguna. Nos hallamos al respecto ante una de las secuelas inesperadas de la desregulación que lo ha marcado todo al calor de la globalización capitalista: si desaparecen las normas reguladoras que en el pasado -vamos a suponer que fue así- establecieron límites en la acción de capitales y capitalistas, desaparece el propio fundamento de un imaginable delito. No es, por una vez, que los jueces no estén haciendo su trabajo: es que no hay leyes en las cuales fundamentar el encausamiento legal de quienes moralmente no pueden describirse sino como genuinos delincuentes. Claro que al efecto es inevitable atribuir una responsabilidad central, de nuevo, a nuestros gobernantes, que son los que, al fin y al cabo, han dado alas a la desregulación de la que hablamos.

6. Lo dejo para el final y le dedico bien poco espacio, pese a que, acaso, es más importante que todo lo anterior. Las discusiones relativas a la trama de la crisis financiera en curso, o a la responsabilidad que al respecto recae sobre nuestros gobernantes, arrastran siempre una inquietante condición de corto plazo. Enfangados como estamos en la miseria del día a día, no acertamos a ver más allá. Y esto nos sucede a menudo también -no lo olvidemos- a quienes queremos contestar radicalmente el orden existente.

Digámoslo con rotundidad: cualquier análisis que merezca crédito, y cualquier propuesta alternativa al desorden que padecemos, además de colocar en primer plano, por lógica, el designio general de hacer frente a la explotación y a la alienación, tiene por fuerza que prestar atención a tres dimensiones inexcusables. Hablo de las que hacen referencia a las mujeres y su secular postración, a los derechos de las generaciones venideras –y a los de las otras especies que nos acompañan en el planeta– y a los habitantes de los países del Sur. No vaya a ser que, sin contestar los cimientos de la miseria que rodea al crecimiento, a la competitividad y a la productividad, nos empeñemos en reconstruir nuestros maltrechos Estados del bienestar en franco olvido de todo lo demás.

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