Informe Coronavirus. Análisis comparativo de las políticas de gestión de la pandemia en Europa y una aproximación al fenómeno de la epidemia desde la ciencia política

El presente informe tiene como finalidad realizar un análisis comparado de las diferentes formas en las que ha sido gestionada la epidemia de coronavirus en los principales países europeos. No pretende ser exhaustivo, sino presentar de manera general los distintos modos de abordar esta situación, y las razones que explican esa variedad de gestiones. Además de esto también pretende efectuar una aproximación a la problemática que representa esta pandemia desde una perspectiva politológica, y esclarecer así el impacto de las medidas adoptadas.

Por Esteban Vidal

Índice de contenido:

PRIMERA PARTE

1. Introducción a las políticas de gestión de la pandemia en Europa

2. Modelo de intervención mínima

3. Modelo de intervención máxima

4.  El caso del Reino Unido: el modelo de intervención moderada

5. Razones que explican las dispares políticas sanitarias en Europa para afrontar la epidemia del covid-19

6. La gestión de la epidemia en Alemania y Suecia

SEGUNDA PARTE

7. La epidemia del covid-19 desde una perspectiva politológica

8. La pandemia: una cuestión política y no sanitaria

9. La biopolítica de la nueva normalidad

10. El controvertido uso de las pruebas PCR

11. Dominación: miedo y vigilancia

12. Sumisión

13. Una nueva sociedad

14. La economía

15. La vacuna

16. Conclusiones

APÉNDICE

17. Event 201

18. Referencias

PRIMERA PARTE

1. Introducción a las políticas de gestión de la pandemia en Europa

El análisis que sigue a continuación va a centrarse en las medidas iniciales que tomaron los países europeos, lo que inevitablemente va a dejar de lado la posterior evolución de sus respectivas políticas. En este sentido pretende ser más una fotografía de lo que los Estados europeos hicieron al comienzo de la pandemia.

En primer lugar hay que constatar que la Unión Europea carece de competencias en materia sanitaria.

Dicho esto, es preciso destacar que la gestión de la pandemia ha recaído en la política sanitaria de cada país. En este sentido hay que subrayar que dichas políticas han sido, en general, bastante dispares en diferentes aspectos, a pesar de lo cual pueden identificarse varios elementos comunes que pasaremos a enumerar a continuación.

El rasgo común de todas estas políticas ha sido la restricción, e incluso suspensión a efectos prácticos, del derecho de reunión en espacios públicos, pero también privados. El modo en el que han sido impuestas este tipo de restricciones a este derecho fundamental ha variado considerablemente en cada país. En unos casos el proceso ha sido progresivo, y en otros fue inmediato con la declaración del estado de alarma. Entre los países que se encuentran entre los que optaron por una restricción gradual están Suiza o el Reino Unido, mientras que entre aquellos otros que se decantaron por una restricción inmediata y drástica encontramos a España. Si bien es cierto que a día de hoy las restricciones a este derecho han sido reducidas parcialmente.

En otro lugar debemos constatar la alteración significativa de las relaciones sociales como otro elemento común de las diferentes políticas de gestión de la epidemia. En lo que a esto se refiere el proceso y los procedimientos por los que dicha alteración, e incluso transformación, tuvo lugar variaron. A pesar de todo esto la acción de los Estados significó un cambio significativo en la manera de relacionarse las personas entre sí. A pesar de que algunas de las restricciones que afectaron a las relaciones sociales han sido suprimidas o reducidas en algunos países, en otros no, sino que por el contrario se persigue una transformación permanente e irreversible de las mismas.

Otros aspectos de menor importancia relacionados con la gestión de la epidemia, y que son comunes a todas las políticas sanitarias de los países europeos, es el uso de tests, generalmente los conocidos como PCR, aunque en muchos casos combinados con pruebas serológicas. A esto cabe añadir el control del material sanitario, hasta el extremo de que en algunos casos las autoridades efectuaron confiscaciones o retenciones de este tipo de material, generalmente como consecuencia de la escasez a nivel nacional y las graves dificultades para abastecerse en los mercados mundiales por la elevada demanda (Gómez 2020; Contrainformación 2020). Asimismo, las recomendaciones en materia de salud han sido la regla general en absolutamente todos los casos, y se ha caracterizado por la vehemencia y persistencia de las mismas, todo lo cual ha sido articulado en un discurso oficial hábilmente diseñado y, sobre todo, difundido a través de los medios de comunicación. Juntamente con esto, y como parte de la estrategia de comunicación de las autoridades, se produjeron comparecencias públicas regulares de los portavoces y representantes de los órganos coordinadores de la gestión de la epidemia en cada caso.

Aunque las diferencias en la política sanitaria de los distintos países europeos son significativas en algunos aspectos, esto no nos impide establecer dos categorías diferenciadas que reflejan, por lo demás, dos modelos distintos de abordar la epidemia. Así, identificamos, por un lado, los países en los que se produjo una intervención mínima del Estado y, por otro lado, aquellos países que, por el contrario, desarrollaron una política sanitaria que significó una intervención máxima del Estado.

En un lugar intermedio, como caso de intervención moderada del Estado, se encuentra el Reino Unido, que integró en su política sanitaria elementos pertenecientes a ambos modelos. Acerca de este país haremos una breve mención de aquellas características que lo diferencian de los restantes modos de abordar la gestión de la epidemia.

2. Modelo de intervención mínima

Las características generales de este modelo se concretan en la forma en que las autoridades no sólo abordaron la propagación del covid-19, sino también la manera en que interactuaron con la población a la hora de aplicar su política sanitaria. En lo que a esto respecta, los Estados que pueden agruparse en esta categoría optaron por perturbar lo menos posible la vida de sus ciudadanos. Este planteamiento inicial les condujo a poner el peso de la contención de la pandemia en la responsabilidad del individuo, de manera que las instituciones depositaron la confianza en los ciudadanos al mismo tiempo que procedieron a hacer una serie de recomendaciones en términos de higiene, salud, etc., que fueron difundidas de un modo sistemático y persistente a través de todos los canales de comunicación con la ciudadanía. En general, puede apreciarse un escaso uso de la coerción, sobre todo si comparamos estos países con aquellos que optaron por una intervención máxima del Estado en materia sanitaria.

¿Qué países adoptaron este modelo de intervención mínima? Nos referimos fundamentalmente a Suecia, Países Bajos, Suiza, Islandia, y en diferente medida también a Alemania. Esto ya nos deja bastante claro que el enfoque basado en una intervención limitada del Estado en el ámbito de la salud, y con unos niveles relativamente bajos de coerción para aplicar las medidas dirigidas a aplacar la epidemia, ha sido minoritario en Europa.

¿En qué tipo de medidas se concretaron las políticas sanitarias de estos países? Hay que apuntar que en todos los casos las medidas adoptadas por los países evolucionaron de acuerdo a la situación sanitaria en cada lugar, razón por la que a continuación serán expuestas las más destacadas de ellas. Así pues, algunas de estas medidas han dejado de estar en vigor, y otras sencillamente han sido modificadas.

En primer lugar cabe apuntar que en ninguno de estos casos hubo confinamiento obligatorio para la población. Esto significa que los Estados no optaron por utilizar la coacción para forzar a la población a mantenerse recluida en sus casas, ni tampoco fue impedido el libre movimiento en el territorio nacional. Este constituye probablemente el aspecto más relevante de este modelo si lo comparamos con aquellos otros países que, por el contrario, forzaron a sus respectivas poblaciones a permanecer encerradas en sus domicilios.

Otra medida reseñable es que en estos países se produjo una restricción progresiva del derecho de reunión en espacios públicos. En este sentido, a medida que la epidemia del covid-19 se extendió, procedieron a limitar el número de personas que podían reunirse en lugares públicos. Se pasó de limitaciones de 1.000 personas a 5 ó incluso a 2, como es el caso de Suiza (Burci y Hasselgard-Rowe 2020). Sin embargo, estas restricciones, una vez superado lo peor de la epidemia, han sido reducidas mediante una ampliación paulatina del número de personas que pueden reunirse en espacios públicos (O’Dea 2020). A pesar de esto, en la mayoría de los casos hay que constatar que el derecho de reunión ha sido considerablemente dañado en la medida en que este tipo de restricciones no han sido eliminadas por completo.

Una medida que fue adoptada por casi todos estos países, y que coincide con los Estados de intervención máxima, es el control o cierre, total o parcial, de las fronteras, aeropuertos y puertos. Esta medida incluyó en muchos casos cuarentenas para los viajeros procedentes de determinadas regiones, como sucedió en Alemania (Wieler et alii 2020), pero también en Islandia (Iceland Review 2020; Kolbert 2020), y que posteriormente fue extendida a todos los extranjeros e incluso a nacionales procedentes de zonas especialmente afectadas por la epidemia. Una excepción a todo esto es el caso de Suecia, que en ningún momento cerró el acceso a su territorio nacional (Paterlini 2020; Forsberg 2020; Svahn 2020).

Unido a lo anterior hay que añadir el cierre parcial de la economía, como es el caso de tiendas, bares, restaurantes, gimnasios y demás sectores no esenciales. En estos países predominó, entonces, una paralización limitada de la economía que afectó fundamentalmente a ámbitos que no eran esenciales, y que por ello no constituían un problema para el desarrollo del conjunto de la actividad económica. En cualquier caso hay que apuntar que Suecia e Islandia no efectuaron cierres de ningún tipo. En el caso de Alemania se procedió a cerrar locales de hostelería y pequeños comercios abiertos al público, pero la mayoría de las empresas, generalmente mediante el teletrabajo, y las fábricas continuaron trabajando (Wieler et alii 2020; Chazan 2020). Algo similar ocurrió en Países Bajos, donde el sector de la hostelería se vio obligado a cerrar, así como museos y prostíbulos, mientras que los comercios permanecieron abiertos.

Otra de las medidas adoptadas por estos países fue el cierre de los centros educativos. Aunque a este respecto hay que apuntar que esto únicamente ocurrió en Alemania y Suiza de un modo semejante a lo sucedido en los restantes países europeos como Italia o España, a pesar de lo cual reiniciaron la actividad antes de la finalización del curso. Las excepciones son Suecia, Islandia y Países Bajos. Las razones para esta decisión son diferentes. Así, por ejemplo, Islandia descubrió a partir del estudio del impacto de la enfermedad en su población de poco más de 360.000 habitantes (Bilbao tiene aproximadamente 340.000 habitantes) que no existe transmisión de la enfermedad de niños a adultos (McLaughlin et alii 2020), aunque sí se dan casos de contagios de adultos a niños (Highfield 2020). De hecho, el epidemiólogo británico y profesor Mark Woolhouse afirmó que no hay hasta la fecha ni un sólo caso confirmado de infección de un maestro por un alumno en todo el mundo (McLaughlin et alii 2020). La experiencia en Suecia demuestra que no hubo diferencia en las tasas de infección entre los niños (Soderpalm 2020). Tal es así, que un reciente estudio hecho en Alemania ha llegado a la conclusión de que los niños pueden operar como freno a la propagación del covid-19 (Locke 2020). Y en una línea parecida se manifestó recientemente una investigación suiza según la cual los niños no desarrollan síntomas debido a su frecuente contacto previo con otros coronavirus, lo que contribuye a crear una inmunidad de grupo (Franks y Rocklöv 2020). En general, los niños son menos propensos a contagiarse y a manifestar síntomas de la enfermedad comparados con los adultos (Park et alii 2020). El jefe médico de enfermedades infecciosas en el hospital Sankt Gallen y profesor suizo Pietro Vernazza destacó que no existe evidencia médica de la eficacia de los cierres de escuelas al constatar que los niños, en general, no desarrollan la enfermedad covid-19, lo que hace que no estén entre los vectores de propagación de la enfermedad, a diferencia de lo que ocurre con la gripe (Vernazza 2020b).

En cambio, tanto en Suecia como en Países Bajos el criterio utilizado para mantener los colegios abiertos fue diferente. En Suecia los centros educativos continuaron funcionando con normalidad debido a que las autoridades consideraron que su cierre podía afectar negativamente al personal sanitario con hijos pequeños, lo que hubiera significado la pérdida de una fuerza de trabajo de varios miles de personas (Jakobson 2020; Folkhälsomyndigheten 2020). Aunque también tuvieron en consideración otros factores, como el hecho de que muchos niños reciben sus comidas en el colegio, o que tampoco detectaron una transmisión de la enfermedad de niños a adultos (Fund y Hay 2020; Sander 2020; Fernstedt y Karlsson 2020). En Países Bajos, por su parte, siguieron un criterio parecido aunque realizaron un cierre parcial para no afectar a trabajadores de servicios esenciales (Tullis 2020).

En lo que se refiere a la denominada distancia social esta ha sido establecida en el 1,5 m en la mayoría de los casos, y en 2 metros en Islandia (Rigillo 2020). Las autoridades han hecho persistentes recomendaciones a mantener esta distancia, salvo en Países Bajos y Alemania donde esta es obligatoria por ley, de manera que su incumplimiento puede acarrear multas. Naturalmente estas medidas no se aplican a quienes conviven en el mismo domicilio.

En la medida en que estos países han optado por una autorregulación de las propias personas a la hora de gestionar la epidemia, la actividad de las autoridades ha estado orientada sobre todo a realizar multitud de recomendaciones que han sido articuladas en un discurso único y sencillo que ha sido, y todavía es, repetido constantemente desde todas las instancias. Entre estas recomendaciones destacan las habituales medidas de higiene indicadas por los altos funcionarios de los departamentos de sanidad, el autoaislamiento, el teletrabajo, etc. (CBS 2020)

El uso de aplicaciones de rastreo para detectar infectados y agilizar los procesos de aislamiento y testeo han sido poco frecuentes. En el caso de Islandia se utilizaron fundamentalmente rastreadores, y más concretamente al departamento de policía. A pesar de esto, actualmente disponen de una aplicación que únicamente utiliza el 40% de los islandeses. Alemania y Suiza también tienen aplicaciones de rastreo basadas en un sistema descentralizado de gestión de los datos de sus usuarios. La privacidad y anonimato han sido las grandes preocupaciones para los suizos en lo que se refiere al uso de estos programas, pero también entre los alemanes.

En cuanto al uso de mascarillas esta es, por regla general, la excepción, al igual que en la mayor parte de Europa occidental. Su uso es obligatorio en determinadas situaciones como el transporte público, tal y como sucede en Suiza, o cuando no es posible garantizar la distancia de seguridad, tal y como ocurre en Islandia, pero en otros lugares, en cambio, su uso tan sólo es recomendado, e incluso desaconsejado, como sucede en Suecia y Noruega.

3. Modelo de intervención máxima

Este modelo es el mayoritario en Europa y, por ello, es el que ha definido la manera en que los Estados han abordado la gestión de la epidemia de coronavirus. Así, en este caso, el Estado asume toda la responsabilidad de garantizar la salud de la población, para lo que adopta un enfoque securitario en el que la epidemia es convertida en un asunto de seguridad nacional. De este modo, la actuación del Estado está oficialmente dirigida a preservar la seguridad de sus ciudadanos, para lo que interviene en todos los ámbitos de la vida de estos. En este modelo el Estado se presenta como protector, al mismo tiempo que desarrolla toda una política basada en la desconfianza hacia el ciudadano que combina con unos elevados niveles de coerción para aplicar sus nuevas y mayores regulaciones.

Este enfoque es el mayoritario entre los países europeos, de entre los que destacan como sus máximos exponentes España e Italia, y en diferente medida también Bélgica y Francia. Otros países del centro y Este de Europa, pero también del norte como son Dinamarca, Finlandia y Noruega (Doig 2020), han adoptado políticas que han conllevado elevados niveles de coerción, e incluso el afianzamiento de dinámicas abiertamente dictatoriales con la restricción de los controles sobre el poder ejecutivo y el establecimiento de un estado de excepción permanente (Csaky 2020; Toprakci 2020).

Una de las principales medidas adoptadas por los países de este modelo de gestión de la epidemia es el establecimiento de un confinamiento obligatorio de toda la población, o de una parte significativa de la misma, tal y como sucedió inicialmente en Italia. Esto significa la aprobación de leyes, o el recurso a leyes de emergencia ya existentes, para forzar a la población a permanecer encerrada en sus domicilios bajo la amenaza del uso de la fuerza con diferentes tipos de sanciones. A esto cabe sumar el despliegue de un poderoso aparato policial encargado de la supervisión de este tipo de medida, con una restricción severa de la movilidad en el territorio nacional. En algunos casos, como los de España e Italia, esta medida estuvo acompañada de la militarización del orden público. Pudo presenciarse, entonces, la utilización del ejército para labores de tipo policial y de carácter represivo para garantizar el cumplimiento del confinamiento mediante el despliegue de patrullas, controles en calles y carreteras, etc.

Si bien es cierto que fueron contempladas algunas excepciones al confinamiento, como acudir a supermercados, el uso de cajeros automáticos, las citas médicas mientras estas no fueron sustituidas por consultas telefónicas, etc., cabe apuntar que, por lo general, fueron muy pocas y bastante limitadas. Esta circunstancia hizo que la movilidad fuese reducida drásticamente mientras duró el confinamiento.

Además del confinamiento obligatorio de la totalidad de la población, la suspensión del derecho de reunión en espacios públicos y privados ha sido un rasgo característico de esta manera de abordar la gestión de la epidemia. En lo que a esto respecta el principal objetivo ha sido un aislamiento de los miembros de la sociedad para impedir su interacción y, de esta manera, impedir, o dificultar, la propagación del virus con la esperanza de su definitiva extinción. Son notables las manifestaciones de diferentes expertos y especialistas defensores de esta aproximación a la epidemia, quienes no dudaron en subrayar la importancia de paralizar durante semanas toda actividad. Esto ha incluido, tal y como hemos comprobado en los últimos meses, la prohibición y persecución de la vida social del individuo y de las unidades familiares, para lo que la suspensión del derecho de reunión ha sido un mecanismo esencial.

Así pues, no ha bastado con impedir las reuniones en los espacios públicos entre personas no convivientes en el mismo domicilio, sino que la implementación de esta medida también ha incluido la prohibición, o severa limitación, del derecho de reunión en espacios privados. Esto ha significado una creciente presión de los aparatos de poder del Estado, como los departamentos de sanidad, la burocracia y los cuerpos policiales, sobre la esfera privada de las personas de la que no se tiene constancia en tiempos recientes en el marco de los regímenes constitucionales. En este sentido, el principal antecedente de este tipo de medidas únicamente lo encontramos en los regímenes totalitarios del s. XX, así como en aquellos otros que aún hoy perduran en diferentes países.

La promulgación de estados de alarma o de emergencia ha constituido una herramienta legal fundamental para la adopción de medidas tan drásticas, y que han conllevado el incremento de la discrecionalidad de los funcionarios, sobre todo de los agentes policiales, en su ejecución. Esta circunstancia ha facilitado la suspensión práctica de otros derechos y libertades, y con ello de gran parte del ordenamiento jurídico, habiendo socavado gravemente el imperio de la ley y el llamado Estado de derecho consustancial a todo régimen constitucional. Tampoco puede ignorarse que las constituciones establecen salvaguardias de este tipo, como son los estados de alarma, para situaciones excepcionales y de manera temporal.

Lo anterior conecta con la noción de excepcionalidad subrayada por el jurista y teórico político alemán Carl Schmitt (2003). Este autor subrayó que la soberanía reside en la capacidad de decidir sobre la excepción, y que hace que quien la detente, esto es, el soberano, esté por encima del ordenamiento jurídico al ostentar la capacidad para tomar la decisión última. De esta manera el Estado total, como resultado del proceso histórico de la modernidad en el que esta entidad ha expandido sus poderes sobre una cantidad creciente de ámbitos, dispone de los instrumentos precisos para hacer valer su voluntad frente a cualquier actor social, entidad o institución al afirmar su soberanía en un contexto de excepción. Así, la situación de emergencia, de supuesto peligro para la existencia del conjunto de la comunidad, constituye el pretexto político para que las constricciones que habitualmente limitan al Estado en unas condiciones normales pierdan vigencia, y disponga de un margen de acción mucho mayor. El Estado total débil, representado por el Estado constitucional, refuerza su poder a través de esas salvaguardias como son el estado de alarma, de excepción o de sitio que contemplan las constituciones, y que permiten el establecimiento de una dictadura constitucional (EFE 2020d).

Unido a todo lo hasta ahora expuesto, hay que destacar el cierre de la práctica totalidad de la economía como una de las más importantes medidas adoptadas por los países de este modelo. Esta medida afectó sobre todo al sector de la hostelería, como es el caso de hoteles, bares y restaurantes, pero igualmente a otros servicios como comercios y a sectores profesionales que mantienen un contacto directo con la población. Únicamente continuaron su actividad económica aquellos sectores que eran esenciales para garantizar el abastecimiento, como sucedió con el transporte de mercancías, las entidades financieras y aseguradoras, los supermercados, las farmacias y ópticas, así como otros establecimientos relacionados con el sector tecnológico y el mantenimiento de infraestructuras críticas o servicios relacionados con los sectores antes mencionados. El cierre de la economía llegó a ser prácticamente total en algunos casos, como es el de España entre los días previos a la semana santa y el final de esta festividad, es decir, entre el 30 de marzo y el 9 de abril. El resto de sectores optaron, en la medida de sus posibilidades, por el teletrabajo cuando esto les fue posible para desarrollar sus respectivas actividades económicas.

Las restricciones económicas antes apuntadas fueron acompañadas, a su vez, de otras en el momento de aliviar dichas limitaciones con el establecimiento de diferentes aforos para los establecimientos abiertos al público, además de otro tipo de medidas de control que dificultaron en muchas ocasiones el normal desarrollo de sus actividades. En el caso español esto fue muy palpable en el comercio, pero también en la hostelería y en sectores similares.

En el plano económico también hay que destacar el cierre de lugares públicos, como museos, pero también de edificios del Estado y la limitación o suspensión a efectos prácticos de numerosos servicios. La propagación del coronavirus sirvió como pretexto para que el Estado redujese sustancialmente sus servicios a todos los niveles administrativos, desde el central hasta el local, pasando por el regional. Asimismo, la declaración del estado de alarma, como sucedió en el caso de España, implicó la paralización de diferentes procesos administrativos ligados a estos mismos servicios, y su correspondiente aplazamiento. En líneas generales se produjo una suspensión de la totalidad de los servicios públicos no esenciales en todos los países de este modelo de gestión de la epidemia (Goedl 2020; Doig 2020).

Otra medida que tuvo un importante efecto en la sociedad fue el cierre de todos los centros educativos, desde guarderías hasta universidades, pasando por colegios, institutos, etc. En muchos casos este cierre fue sustituido por clases impartidas online, lo que no estuvo exento de dificultades a la hora de llevar a cabo las correspondientes evaluaciones.

Asimismo, es notable el cierre de fronteras, puertos y aeropuertos que fue aplicado al tránsito de personas. Todo esto se combinó, también, con el establecimiento de una distancia social obligatoria que osciló entre los 2 metros y 1,5 m. El incumplimiento de esta medida puede conllevar multas cuantiosas en algunos casos.

No menos importante es el cierre de lugares públicos como parques, playas, el acceso a montes, etc. Este tipo de medida ha estado acompañada, asimismo, con crecientes labores de supervisión de las fuerzas policiales para garantizar su cumplimiento mediante el despliegue de drones, vallados y precintados de estos lugares. En algunos casos, como Italia, se ha llegado a utilizar satélites para vigilar el cumplimiento del confinamiento por la población (ANSA 2020).

4. El caso del Reino Unido: el modelo de intervención moderada

El Reino Unido constituye un caso especial debido a que no entra en ninguna de las dos categorías anteriores, sino que por el contrario comparte algunos aspectos comunes a ambas. Así pues, dilucidaremos los rasgos que le son singulares y que han hecho de este país un ejemplo de intervención moderada del Estado en la gestión de la epidemia.

Así, como primer dato a resaltar es la posición inicial de las autoridades británicas en relación al modo de gestionar la epidemia en su territorio. Inicialmente se optó por un enfoque orientado hacia una intervención mínima del Estado para, de esta manera, propiciar la convivencia de la población con la enfermedad y favorecer la inmunidad de grupo. Sin embargo, el transcurso de los acontecimientos en Europa continental y la elevada presión mediática, unida a presiones de ciertos miembros de la comunidad de expertos, condujeron a un cambio significativo de la política sanitaria en relación al coronavirus.

Reino Unido impuso, al igual que en la mayor parte de Europa continental, un confinamiento obligatorio (Parliament 2020). Sin embargo, a diferencia de sus vecinos, este confinamiento recogía una gran variedad de excepciones que permitían a la población salir de sus domicilios. Esta circunstancia impidió en términos prácticos la supervisión de su cumplimiento, a lo que cabe añadir el poco celo policial en este sentido. Esta circunstancia hizo que la eficacia de esta política dependiese mayormente de la autorregulación de los ciudadanos, y consecuentemente en su confianza en las directrices lanzadas por las autoridades. A pesar de esto, el gobierno británico no dudó en utilizar de manera persistente la amenaza de endurecer el confinamiento con medidas más restrictivas y la acción policial, lo que fue combinado, a su vez, con severas advertencias tanto en los medios públicos como a través del envío de mensajes de texto a los teléfonos de los británicos, el envío de cartas a diferentes sectores de la población, muy especialmente a quienes hacen uso de los servicios del NHS (Cellan-Jones 2020). Por tanto, puede constatarse una actitud intimidatoria del gobierno para tratar de garantizar el cumplimiento de su política, sin llegar a emplear de un modo abierto y rotundo elevados niveles de coerción directa.

Si lo anterior es, de alguna manera, lo que hace que el Reino Unido esté relativamente más cerca de los modelos de intervención mínima del Estado, por el contrario, reúne algunos elementos que aproximan a este país a la respuesta de los países de intervención máxima. Esto es especialmente evidente en la restricción del derecho de reunión en espacios públicos, pero especialmente en espacios privados. En lo que a esto se refiere, el gobierno británico decidió prohibir cualquier tipo de reunión, sin importar el número de participantes, en los espacios privados, a excepción de aquellas personas que convivan en un mismo domicilio. Esta medida es la que ha facultado a las autoridades británicas para suspender, al menos a efectos prácticos, el principio de inviolabilidad del domicilio. Las intervenciones efectuadas en la zona de Manchester son bastante ilustrativas de esta práctica bajo el pretexto de impedir la propagación de la enfermedad (Simmie 2020; BBC 2020e).

Al igual que el resto de países europeos, el Reino Unido también llevó a cabo un cierre de gran parte de su economía, tal y como ocurrió con los sectores de la hostelería y del turismo: hoteles, bares, restaurantes, pubs, etc. A esto también se sumaron otro tipo de actividades económicas consideradas no esenciales, como peluquerías, salones de belleza, gimnasios, etc. Todo esto fue combinado, a su vez, con la extensión del teletrabajo en aquellos servicios en los que era factible.

Por otra parte, hay que señalar que la gestión de la epidemia en el Reino Unido fue descentralizada, con lo que cada territorio, como Escocia, Norte de Irlanda, etc., tuvo la capacidad para desarrollar su propia gestión (McGee 2020). De esta forma las medidas que se adoptaron en Inglaterra se diferencian de las de sus vecinos más próximos, aunque hay que apuntar que es esta región en la que se concentra la mayor parte de la población del Reino Unido.

5. Razones que explican las dispares políticas sanitarias en Europa para afrontar la epidemia del covid-19

Después de todo lo hasta ahora expuesto cabe preguntarse cuáles son los motivos que explican que unos países hayan adoptado un enfoque dirigido a perturbar lo menos posible la vida de los ciudadanos, mientras que otros países, en cambio, han optado por abordar la problemática representada por la epidemia desde una perspectiva diametralmente opuesta. Indudablemente podrían aducirse razones históricas, la cultura política de estos países, las circunstancias específicas de los mismos, etc. Pero esto sólo serían respuestas que resolverían de un modo parcial la incógnita que esta pregunta plantea.

Indudablemente la cultura liberal de los Países Bajos, o de Suiza, que congenia en cierto modo con la cultura política de la Alemania posterior a 1945, y que guarda cierta conexión con la mentalidad de los ciudadanos de países nórdicos, como sucede con Islandia y Suecia, es un factor que no debe ser pasado por alto pero que por sí mismo no explica todo lo acontecido. Sin embargo, la respuesta más plausible es diferente, y ni siquiera guarda relación con la falta de competencias de la UE en materia sanitaria. Al fin y al cabo esto no terminaría de explicar la actitud adoptada por las autoridades en Islandia, país que no forma parte de la UE.

Entonces, ¿cuál es la razón por la que los países europeos han desarrollado políticas sanitarias tan dispares? Las estructuras de poder que gobiernan a las sociedades europeas arrastran en su mayor parte un serio déficit de legitimidad, lo que explica que la mayoría de los Estados en esta región optasen por un enfoque de intervención máxima. Esta falta de legitimidad se refleja en la poca o nula confianza que los ciudadanos tienen en sus instituciones, así como en sus dirigentes políticos. Inevitablemente esta circunstancia dificulta la cooperación entre la población y las autoridades debido a que no existe una disposición a cumplir las directrices establecidas pues, al fin y al cabo, los ciudadanos no se sienten especialmente identificados con sus instituciones. Esto explica, entonces, que estos países hayan recurrido a elevados niveles de coerción para aplicar sus respectivas políticas sanitarias. A pesar de esto, no hay que ignorar, a su vez, que estos países recurrieron a una campaña mediática dirigida a sembrar el pánico e intimidar a su población con los peligros, reales o imaginarios, de la nueva enfermedad.

La falta de legitimidad de las instituciones políticas se ve reflejada claramente en multitud de ejemplos de aquellos países que optaron por un confinamiento duro, y cuya política se basó en la desconfianza hacia los ciudadanos. Este es, por ejemplo, el caso de Bélgica que es, sin duda alguna uno de los países que más problemas de legitimidad tiene con su población, y más concretamente con la comunidad flamenca. Esta circunstancia es la que ha hecho que la supervivencia de este Estado dependa de cada vez más de la coerción, pero también de la presencia de instituciones supranacionales, como el parlamento europeo, todo lo cual explica la política sanitaria tan dura adoptada con el covid-19.

Pero, tal y como decimos, Bélgica no es otra cosa que un caso más entre muchos otros. Países como Italia, España o Francia, en Europa occidental, destacan por contar con unas instituciones que arrastran un importante déficit de legitimidad por diferentes razones. La corrupción y partitocracia mafiosa en Italia son factores explicativos de la poca confianza de los italianos en las estructuras de poder que les gobiernan (Landman 2020). Algo similar hay que decir de España, que arrastra unos niveles considerables de corrupción combinados con un descrédito generalizado tanto de las instituciones oficiales como de la clase política. Así se explica, entonces, que durante el estado de alarma fueran impuestas casi 1,2 millones de sanciones, y hubiera más de 9.000 detenidos (Lázaro 2020). Asimismo, en Francia la situación no es muy diferente, especialmente si nos remitimos a las recientes movilizaciones de los chalecos amarillos y el persistente rechazo de una gran parte de la sociedad francesa al proyecto de integración europea.

Incluso en el Reino Unido observamos cómo las instituciones oficiales han perdido gran parte de su credibilidad ante el público, todo ello en un periodo de tiempo relativamente corto como resultado de la gestión de la salida de este país de la UE. El nivel de crispación política desatado por el Brexit ha sido de proporciones épicas, al igual que el papel de la clase política que únicamente ha ahondado la crisis social y política producida en torno a esta cuestión con la división del país. Todo esto ha redundado en un rechazo popular de las medidas adoptadas por la clase gobernante británica con persistentes protestas y una confrontación social considerable que fue escenificada en las calles. Indudablemente este contexto político y social relativamente convulso, que ha conducido a un deterioro de la imagen pública de las instituciones y de sus dirigentes, algo que, dicho sea de paso, la epidemia ha ahondado, es lo que explica en gran medida que el Reino Unido, un país con una longeva cultura política liberal, adoptase un enfoque en el que amenazas y considerables niveles de coerción han sido aplicados sobre la población.

En los países de Europa central y oriental vemos prácticas similares a las de los casos antes citados, y en su totalidad se han utilizado medidas coactivas mediante las que los Estados han impedido a la población moverse libremente, o directamente trabajar. Esto se combina con unos altos índices de corrupción, como sucede en Bulgaria, pero en diferente medida también en Rumanía y Serbia (RFE 2020; Yotova 2020; Toprakci 2020). No hay que olvidar que la práctica totalidad de los países que en el pasado contaron con regímenes del llamado socialismo real, (aunque aquí sería más apropiada la expresión “socialismo de cuartel” utilizada por el filósofo alemán Robert Kurz (2016)), han conservado la mayor parte de las estructuras de poder que imperaron durante la guerra fría, a lo que hay que añadir que el grueso de su clase política procede de diferentes estratos de la nomenclatura comunista. En la práctica son regímenes dictatoriales que se lavaron la cara en la década de 1990 para poder ingresar en la UE, pero que, a la vista de su trayectoria política y las prácticas que todavía persisten en el terreno gubernamental, poco o nada tienen que ver con los regímenes constitucionales y el imperio de la ley.

Juntamente con esto no son nada desdeñables las tendencias crecientemente autoritarias adoptadas en países como Hungría y Polonia, que también adoptaron un modelo de intervención máxima como respuesta a la epidemia de coronavirus. En el caso de Hungría el estado de emergencia ha sido claramente aprovechado para afianzar esa dinámica autoritaria a través del reforzamiento del poder ejecutivo, además de la suspensión de aquellas limitaciones que le hacen rendir cuentas ante el parlamento y la opinión pública (Csaky 2020). Por ejemplo, la “ley del coronavirus”, aprobada el 30 de marzo, ha dado al gobierno poderes prácticamente ilimitados al extender de manera indefinida la validez de los decretos emitidos por esta autoridad bajo el estado de emergencia. Esto permite al gobierno desarrollar su labor ejecutiva por decreto sin ninguna supervisión parlamentaria y sin una fecha predefinida que ponga fin a esta situación de excepción. Aunque en teoría el parlamento conserva su capacidad para revocar los poderes de emergencia de los que ha sido investido el gobierno, esto es poco probable al estar controlado por el partido gubernamental, el Fidesz. Además de esto, la mencionada ley introdujo cambios permanentes en el código penal, entre los que destaca el castigo con penas de cárcel de hasta 5 años (8 años en caso de muerte) para quienes interfieran en la ejecución de órdenes de cuarentena, así como la inclusión del delito de propagar información falsa en relación a la epidemia, que también contempla penas de cárcel de hasta 5 años (Csaky 2020).

En Rumanía la falta de confianza de la población en sus instituciones, y más concretamente en el ministerio de sanidad, son si cabe aún más manifiestas (Vladescu et alii 2016; Dascalu 2019; Ungureanu et alii 2017). La elevada corrupción en el aparato burocrático-ministerial del sistema sanitario tiene importantes consecuencias en la sociedad. Esto se ha reflejado en la falta de recursos, con el menor gasto en materia sanitaria de los países de la UE, tanto en términos del porcentaje del PIB como en gasto per cápita (OMS 2020f). A esto hay que sumar la percepción negativa de la población hacia este sistema corrupto, lo que ha generalizado la perspectiva de no recibir atención médica esencial en caso de necesidad, o incluso el temor de correr el peligro de infectarse en caso de hospitalización, todo lo cual ha disuadido a los rumanos de buscar asistencia médica (Digi24 2020).

Esto explicaría, entonces, que el Estado rumano aplicase elevados niveles de coerción contra su población (Digi24 2020b; Barberá 2020). Así es como fueron adoptadas medidas de restricción del derecho de reunión en espacios públicos y en los movimientos de la población, hasta el punto de establecer el confinamiento general (Dascalu 2020b). A esto le siguieron otras medidas que han puesto en peligro la libertad de prensa, pues la declaración del estado de emergencia facultó al gobierno a eliminar informes y páginas web sin permitir recurso judicial o establecer mecanismos de reparación (Barberá 2020b; Toprakci 2020). En la práctica el Estado decide qué es verdad y qué es mentira, lo que le permite catalogar como “fake news” aquellas informaciones que no son políticamente convenientes, algo que daña el derecho de la población a la información (Nikolic et alii 2020). En este sentido es notable, por ejemplo, que el ministerio de salud delegase en el ministerio del interior cuestiones que le eran planteadas por la opinión pública, o que directamente rechazase proveer información a los periodistas alegando para ello la lucha contra el coronavirus (Nikolic et alii 2020; Toprakci 2020).

En España también han sido habituales medidas coercitivas similares a las antes citadas. Esto es lo ocurrido con la censura y persecución practicada contra quienes de un modo u otro cuestionaron la política del Estado en la gestión de la epidemia (Ollero 2020). Son reseñables las afirmaciones hechas por el general de la Guardia Civil José Manuel Santiago en una rueda de prensa ante los medios, quien constató que parte de la actividad policial llevada a cabo tenía como finalidad mitigar el clima de oposición al gobierno existente en la población en medios digitales como páginas web, redes sociales, etc. A esto hay que sumar la colaboración entre la policía y diferentes redes sociales como Twitter, Whatsapp, Facebook, Youtube, etc., en la supresión de las denominadas noticias falsas, o simplemente de aquellos mensajes que eran considerados una amenaza para la seguridad del Estado, y que podían interferir en la ejecución de la política sanitaria debido al impacto que podían llegar a tener en la opinión pública (Ollero 2020; Gil 2020; Pixel 2020). En este caso el Estado español también se erigió en autoridad para determinar qué es cierto y qué es falso, e impedir de esta forma que las personas llegasen a sus propias conclusiones a partir de la información disponible. Quedó perfectamente claro que lo que se perseguía era mantener intacto el discurso oficial como único referente para la población, y de esta manera moldear la opinión pública con la que crear el correspondiente consentimiento a las medidas adoptadas.

Todo lo hasta ahora expuesto en relación a los países que optaron por una intervención máxima del Estado en la vida social, y consecuentemente la aplicación de niveles elevados de coerción, que en muchos casos fueron combinados con una campaña mediática a través de la que imponer un discurso oficial que facilitase la cooperación de la población, contrasta con el modo en que la epidemia fue abordada por los países que se decantaron por una intervención mínima.

En lo que a esto respecta cabe constar los altos índices de confianza en las instituciones que existen en sociedades como Islandia, Países Bajos, Suecia, Suiza y Alemania. Estamos hablando de países en los que las estructuras de poder que gobiernan a la población gozan de unos considerables niveles de legitimidad, lo que necesariamente hizo preciso que el modo de plantear la gestión de la epidemia del covid-19 fuera completamente distinto al resto de países. En lugar de recurrir a una regulación extensiva de la población y el establecimiento de severas restricciones, las autoridades de estos países optaron por la realización de recomendaciones, el establecimiento de unas guías generales, y confiaron así en la autorregulación de los propios ciudadanos. De esta forma el Estado en estos países buscó el apoyo de la población para gestionar la epidemia de una manera que no supusiese una profunda perturbación de la vida de las personas. Todo esto fue posible gracias a la existencia de unos niveles altos de confianza mutua, tanto de la población en sus instituciones, como de las propias instituciones y sus representantes en los ciudadanos.

Incluso después de la fase inicial de la epidemia, los niveles de confianza de la población de estos países en sus instituciones siguen siendo particularmente elevados. Así, en el caso de Suecia, que estos niveles ya eran muy altos antes de la pandemia, se han resentido levemente y el grado de confianza ciudadana es superior al 60% en su sistema sanitario. Algo similar ocurre en Alemania, donde, a pesar de las protestas contra las restricciones impuestas por el gobierno federal, los niveles de aceptación de las instituciones siguen siendo altos. Lo mismo cabe decir de Países Bajos, Suiza e Islandia.

Aunque todo esto es cierto, y demuestra jugar un papel relevante a la hora de explicar esta divergencia entre países a la hora de gestionar la epidemia, limitarnos a estas observaciones sería tanto como quedarnos en un plano de la realidad un tanto superficial. Por este motivo es necesario preguntarse qué condiciones han hecho posible esta confianza, y por tanto cooperación, de los ciudadanos de estos países con sus gobernantes. Pero también, qué es lo que explica que las propias autoridades no hicieran un mal uso de ese capital político de las instituciones, y procedieran a abusar de esa confianza ciudadana, sino que, por el contrario, limitaron el grado de intervención del Estado en la vida de las personas. No puede negarse la trayectoria histórica de algunos de estos países, tal y como sucede con Países Bajos y Suiza, naciones que históricamente han contado con una cultura liberal en el plano político que, por el contrario, muchos de sus vecinos no han demostrado tener. Sin embargo, remitirnos a la historia política de estos países tampoco resolvería mucho, y prueba de ello es que respuestas similares se han producido en países con trayectorias históricas que son divergentes en muchos aspectos. Suecia, por ejemplo, se caracterizó hasta bien entrado el s. XX por contar con una monarquía en la que el rey conservaba notables poderes ejecutivos, mientras que Alemania, tras su unificación en el s. XIX, fue una monarquía absoluta hasta después de la Primera Guerra Mundial para, más tarde, atravesar por la tortuosa y nefasta experiencia totalitaria. Por esta razón es preciso examinar con un poco más de detalle la respuesta de estos dos países a la epidemia de coronavirus.

6. La gestión de la epidemia en Alemania y Suecia

En el caso de Alemania nunca ha existido una cultura o tradición política liberal, sino que por el contrario han imperado las tendencias más autoritarias propias del absolutismo, lo cual ha variado en diferente medida según la región a la que nos refiramos. A este respecto las regiones más occidentales históricamente han estado bajo la influencia de sus vecinos más inmediatos, y ello ha contribuido en gran medida a formar una sensibilidad política bastante próxima a los postulados liberales. Algo similar puede decirse de la región hanseática como consecuencia de su pasado histórico ligado al comercio, a formas de autogobierno local, etc. Sin embargo, la influencia del reino de Prusia, con su desbordante militarismo, y la del imperio austro-húngaro, de carácter absolutista, han marcado de manera decisiva la mentalidad política autoritaria que floreció en esta región central de Europa, y que alcanzó su máxima expresión durante el nazismo. En este punto la experiencia de la república de Weimar fue un breve y efímero interludio que, dicho sea de paso, creó las condiciones políticas y constitucionales que hicieron posible el advenimiento del nazismo. Lo que en términos de Carl Schmitt significó la transición del Estado total débil a un Estado total fuerte (Wolin 1990).

La derrota de 1945 fue decisiva para la implantación de un sistema constitucional en Alemania, lo que en gran medida fue el resultado de presiones exteriores, algo que guarda semejanzas con Japón, pero con la diferencia de que en Alemania sí había sectores políticos que tenían cierto bagaje político constitucional y liberal. Con la redacción de la ley fundamental se produjo un cambio en la cultura política que, a través de las décadas, se manifestó como el resultado de un revulsivo en relación a la catastrófica y nefasta experiencia totalitaria. Sin embargo, lo decisivo para el establecimiento de una cultura política de corte más o menos liberal y constitucional no fue tanto el establecimiento de la ley fundamental para la República Federal de Alemania, sino la actualización y adaptación del concepto de Estado de Bienestar, creado por Bismarck y el militarismo alemán, a las nuevas circunstancias históricas y socio-políticas de la Alemania de postguerra (Hennock 2007; Taylor 1955: 203; Feuchtwanger 2002: 221).

La creación del Estado de bienestar respondió a una necesidad ideológica en la Alemania reunificada del s. XIX, y que no fue otra que la de conseguir la identificación de la clase trabajadora con el Estado para, de esta manera, conseguir su cooperación con las autoridades y disponer de buenos soldados en caso de guerra (Bismarck 1884; Goltz 1889). Esto es lo que condujo a desarrollar políticas paternalistas de carácter asistencial con las que el Estado comenzó a ofrecer una gran variedad de servicios en salud, educación, pensiones, etc. De esta manera muchos servicios que la sociedad había satisfecho por sí misma en el pasado comenzaron a ser provistos por el Estado, que los convirtió en su responsabilidad al mismo tiempo que creó una relación de dependencia con la población (Beck 1995). Por tanto, el bienestar de la población comenzó a depender del bienestar del Estado, lo que indudablemente creó una identificación con este último. Todo esto se inscribió en un contexto en el que el naciente país necesitaba ampliar sus bases sociales para disponer de la legitimidad y cooperación necesarias, de forma que el Estado de Bienestar fue el mecanismo con el que facilitar la creación de ese vínculo ideológico, de identificación, entre la sociedad y el Estado.

La República Federal de Alemania siguió el mismo patrón que Bismarck estableció en su día para, así, dotarse de la correspondiente base social que la hiciera viable a largo plazo. La reconstrucción posterior a 1945 fue la oportunidad política para la materialización de esta intervención de los gobernantes, lo que se concretó en una renovada expansión del Estado con el establecimiento de diferentes servicios, entre los que se encuentra la sanidad. En lo que a esto se refiere no puede ignorarse la gran capacidad médica en términos de hospitales, camas, material sanitario, pero también laboratorios y servicios de farmacia con los que cuenta Alemania (Tikkanen et alii 2020; Banco Mundial; The Economist 2020). Y que los servicios sanitarios no sólo no colapsasen en el punto álgido de la epidemia del covid-19, sino que mantuvieran disponible una gran capacidad de respuesta para hacer frente a un empeoramiento de la situación.

Sin embargo, nada de lo anterior explica por sí mismo el enfoque adoptado por las autoridades alemanas y la limitación de la intervención del Estado. En este sentido es interesante destacar una peculiaridad del sistema sanitario en Alemania, y es su elevado grado de descentralización en su gestión al mismo tiempo que son mantenidos los mismos estándares de atención en toda la red sanitaria (Chazan 2020).

Así, por ejemplo, los hospitales en las ciudades están bajo el control de los alcaldes locales en lugar del sistema burocrático del gobierno central o regional. Esta descentralización hace que los responsables a cargo de los hospitales no reciban órdenes de arriba en la gestión, sino que asumen la responsabilidad de gestionarlos de manera autónoma y de tomar decisiones independientes. Por tanto, existe un interés en que esta gestión responda a las expectativas de la población dado que periódicamente tienen que rendir cuentas ante los votantes. En el contexto de la pandemia del covid-19 fueron creados equipos de gestión civil en estos hospitales integrados tanto por funcionarios locales como por médicos senior de todos los hospitales regionales. Esta forma de abordar la epidemia les permitió adaptar la respuesta del sistema sanitario a las condiciones reales a nivel local con la asignación de recursos, la distribución de pacientes, la ampliación de las capacidades existentes, etc. Las decisiones fueron hechas a nivel local, y no hubo instrucciones desde Berlín (Chazan 2020).

¿Cuáles son las ventajas más evidentes de este modelo de organización y gestión? En primer lugar la descentralización facilita una respuesta a situaciones de crisis, como la pandemia del coronavirus, que se adapta a las condiciones que existen a nivel local, y que permite una respuesta proporcionada e incluso más rápida en la medida en que las decisiones son tomadas localmente. Esto supone una ventaja comparativa respecto a los sistemas sanitarios basados en un control centralizado y burocratizado, tal y como sucede en otros países.

Asimismo, el principio de responsabilidad de los encargados de tomar las decisiones, o que en su caso asumen la responsabilidad política de las mismas, constituye un factor a tener en cuenta al vincular la continuidad en los cargos de dirección con el bienestar de la población, y consecuentemente con el éxito en la gestión de estas situaciones de crisis.

Por otro lado hay que constatar que este modelo opera como un elemento limitante de la capacidad del Estado para intervenir en la sociedad, de tal forma que las decisiones tomadas en este ámbito obedecen a razones de orden práctico dirigidas a resolver un problema inmediato a un nivel local muy concreto. Y no tanto a razones políticas ligadas a una estructura burocrática que despliega su intervención a una escala nacional que, por razones de su propio funcionamiento interno, tiende a desarrollar una política uniforme acostumbrada a ignorar las condiciones particulares que existen a nivel local.

Dadas estas condiciones es comprensible que los alemanes tengan una gran confianza en sus instituciones, y más concretamente en su sistema sanitario. Esto hace que las estructuras de poder que gobiernan a la sociedad alemana cuenten con altos índices de legitimidad. Gracias a esto las autoridades, tanto a nivel federal como regional y local pudieron contar con el apoyo de la población, lo cual buscaron activamente al depositar su confianza en los propios ciudadanos, y en su responsabilidad para autorregularse. Una confianza mutua que se articula en torno al principio de responsabilidad en virtud del cual los funcionarios electos responden de sus acciones ante la opinión pública. Todo esto se tradujo, por tanto, en una intervención mínima del Estado que evitó en gran medida perturbar la vida de la población, y que hizo que los niveles de coerción aplicados por las autoridades fueran considerablemente más bajos en comparación con países como Italia, España, Francia o Bélgica.

Suecia tiene algunas similitudes con Alemania en lo que se refiere a la historia política. Esto puede constatarse, por ejemplo, en la larga tradición militarista de este país que se remonta al s. XVI durante el reinado de Gustavo Adolfo. Asimismo, Suecia contó con una potente monarquía absoluta que sometió a los campesinos a la servidumbre para, rápidamente, convertirlos en efectivos soldados de la maquinaria de guerra sueca. Aunque desde el s. XVIII en adelante Suecia ha visto cómo el monarca iba perdiendo muchas de sus prerrogativas, y el país entraba en la senda política del constitucionalismo y el parlamentarismo, lo cierto es que este proceso no culminó hasta el s. XX cuando finalmente el rey quedó relegado a la condición de una mera figura ceremonial. En cualquier caso, ya para entonces había tenido lugar la nacionalización de la población sueca, lo que se refleja en su identificación con el Estado y sus instituciones.

Pese a que la respuesta sueca al covid-19 ha recibido agrias y duras críticas, sobre todo desde el exterior y con muy poco fundamento (Karlsten 2020), han sido obviadas por completo las condiciones políticas y constitucionales que han hecho posible una gestión que, en algunos aspectos, ha demostrado ser muy diferente a las de sus vecinos. En lo que a esto se refiere es necesario destacar que la ley en Suecia estipula que la responsabilidad de no propagar una enfermedad recae en el individuo, lo que está regulado por la “Smittskyddslagen” (Library of Congress 2020; Sveriges Riksdag 2004). Las leyes vigentes en este país impiden el cierre de ciudades o el establecimiento de confinamientos a gran escala, únicamente para pequeñas áreas como puertos, aeropuertos, etc. (Paterlini 2020; Winberg 2020) Únicamente contempla la posibilidad de aislar a individuos durante un periodo máximo de 3 meses. Al margen de esto, tanto la cuarentena y el aislamiento son considerados, en general, una violación de los derechos humanos, de forma que la ejecución de una medida de estas características exige la previa autorización de un tribunal, o en caso de una emergencia una rápida revisión por un juez (Winberg 2020).

Como consecuencia de esta particularidad del ordenamiento jurídico, la ley regula cómo debe ser manejada por los médicos, y por los propios pacientes, una situación en la que estos últimos son portadores de una enfermedad infecciosa. En este sentido la ley estipula que la persona que esté potencialmente enferma tiene la obligación de buscar asistencia médica para determinar si es portadora de alguna de las enfermedades contagiosas recogidas en la ley (Library of Congress 2020). Así, la ley recoge una lista de diferentes enfermedades que deben ser comunicadas en caso de ser diagnosticadas, entre las que se encuentran las enfermedades respiratorias, categoría en la que entra el covid-19. Juntamente con esto, el paciente está obligado a informar del posible origen de la enfermedad e indicar si otros individuos han podido ser infectados. Además de esto, la transmisión intencionada de una enfermedad es castigada con penas de cárcel de hasta 6 años. La propagación negligente de una enfermedad contagiosa es castigada con una multa o con pena de cárcel de hasta un año. También es castigada con pena de hasta dos años de cárcel los comportamientos de riesgo que, adoptados de forma consciente por el individuo, puedan conllevar la transmisión de una enfermedad de las recogidas en la ley, incluso si dicho contagio no tiene lugar (Sveriges Riksdag 2004).

Por otro lado no puede perderse de vista otro hecho no menos relevante, y es que la constitución de Suecia no permite al gobierno declarar el estado de emergencia. La libertad de movimiento es un derecho fundamental, y la limitación del mismo requiere la decisión del parlamento sueco. Y esto último es algo del todo excepcional en la vida política de Suecia. Lo anterior explica, entonces, la razón por la que Suecia no impuso en última instancia un confinamiento obligatorio, aunque no explica totalmente el enfoque de intervención mínima del Estado y los bajos niveles de coerción aplicados por las autoridades. No cabe duda de que todos estos elementos han contribuido de forma decisiva a perfilar la respuesta sueca a la epidemia del coronavirus, lo que a ojos de medios extranjeros, y de otros países, ha resultado un tanto chocante, pero es necesario añadir algo más.

La constitución de Suecia establece que las agencias gubernamentales, como es el caso de la Agencia de Salud Pública, deben funcionar de manera independiente del gobierno, siendo su cometido el de emitir consejo antes de llevar a cabo cualquier acción gubernamental dentro del ámbito de la agencia (Health Europa 2020; Cederblad 2020). Esta circunstancia hizo que desde el principio de la propagación del virus la estrategia de Suecia para afrontar esta crisis estuviese en manos exclusivamente de expertos, y que los políticos no estuvieran implicados en su diseño. Sin embargo, la agencia carece de capacidad para aprobar leyes, y únicamente emite recomendaciones acerca de cómo cumplir la legislación existente en el ámbito de la salud (The Local 2020b). Esto explica en gran medida que Suecia optase por un enfoque basado en las recomendaciones y el establecimiento de una serie de directrices generales en materia de salud, pues no existe un marco legal que permita a una agencia gubernamental, como es la Agencia de Salud Pública, imponer sanciones por ir en contra de sus recomendaciones (Boverket 2020; Svenska Institutet 2020). De otro modo estas tampoco serían recomendaciones, sino mandatos. Por así decirlo, la actuación del Estado se basó más en la autoridad de la Agencia de Salud Pública y de los expertos al frente de la misma, y no en la potestad del ministerio de salud. En este sentido puede decirse que la salud de las personas no fue sometida a un proceso de politización semejante al de otros países en la medida en que la intervención del Estado fue mínima.

Así se entiende, entonces, que el enfoque sueco en la manera de abordar la epidemia se haya basado en ese capital político de instituciones y figuras públicas que cuentan con el respeto de la sociedad y, en general, un alto grado de confianza del público. De esta manera el Estado ha buscado el apoyo de su estrategia en la propia población al recurrir a esa confianza en sus instituciones, lo que se tradujo en el amplio seguimiento de las recomendaciones hechas en materia sanitaria para controlar la propagación del coronavirus.

Por todo esto se entiende que la promulgación de leyes especiales, o incluso el recurso a la coerción, no haya sido parte de la estrategia sueca para afrontar el coronavirus. A esto cabe sumar un planteamiento más realista que el de otros países en la medida en que las autoridades sanitarias llegaron a la conclusión de que, tal y como manifestó Anders Tegnell, el covid-19 es una enfermedad que no puede ser parada o erradicada, de lo que se extrae como lógica conclusión que es preciso convivir con ella dentro de unos niveles decentes de infecciones (Paterlini 2020; UnHerd 2020). Juntamente con esto las autoridades sanitarias suecas tuvieron en cuenta los efectos negativos del confinamiento en términos de salud, en la medida en que el deterioro de la economía repercute en la salud de las personas (AFP 2020e).

En la misma línea que Tegnell se pronunció el virólogo alemán Hendrik Streeck, quien se mostró partidario de un enfoque pragmático a la hora de abordar el desafío que representa el nuevo coronavirus. Por este motivo abogó por medidas específicas dirigidas a personas con alto riesgo. Desde su punto de vista la supresión a largo plazo del virus y la esperanza de una posible vacuna no son estrategias sensatas (Gambarini 2020). Igualmente el profesor Carl Heneghan, director del Centro de Oxford de Medicina Basada en la evidencia, considera que la estrategia de la erradicación permanente del virus no es sensata y causa grandes daños a largo plazo (UnHerd 2020b). Esto mismo es lo que Tegnell afirmó en más de una ocasión, que no era sensato establecer confinamientos y estados de emergencia hasta que se tuviese una vacuna que ni siquiera se sabe cómo resultaría (Milne 2020). Todo esto tiene bastante lógica desde un punto de vista médico y sanitario, pues es la manera de permitir que el sistema inmunológico aprenda a producir anticuerpos contra el virus, y que esto produzca una inmunidad en el individuo y, por extensión, también en el grupo. Lo contrario, buscar la erradicación del virus, termina siendo una inagotable fuente de males para la sociedad y para la salud de las personas.

SEGUNDA PARTE

7. La epidemia del covid-19 desde una perspectiva politológica

A la hora de abordar la pandemia del coronavirus desde la perspectiva que ofrece la ciencia política descubrimos que posee al menos dos dimensiones claramente diferenciadas. Por un lado está el modo en el que este acontecimiento ha sido encuadrado en el discurso público, es decir, cómo ha sido construido ante la población, tanto por las autoridades como por los medios de comunicación. Y por otro lado la naturaleza política que ha adoptado la epidemia como resultado de las decisiones tomadas.

En cuanto a la dimensión discursiva cabe apuntar que por sí misma deja entrever el carácter político de la propia epidemia. Esto se refleja en el modo en el que la propagación del virus fue presentada ante la opinión pública como un problema de seguridad, y por tanto como una responsabilidad del Estado para proteger la vida de sus ciudadanos ante una amenaza grave que creó una situación de emergencia. Al menos este es el planteamiento imperante entre los países que optaron por una intervención máxima del Estado en la gestión de la pandemia. Mientras que en los países en los que la intervención del Estado fue mínima, las autoridades, lejos de minimizar la gravedad que le fue atribuida a la enfermedad, recurrieron a constantes mensajes y recomendaciones con los que condicionar, y en última instancia alterar, el comportamiento de la población para garantizar su seguridad sin trastornar demasiado su vida cotidiana.

Asimismo, el discurso público construido por las autoridades ha demostrado ser un instrumento por medio del que estas han presentado la gestión de la epidemia como una cuestión sanitaria, y no como lo que realmente es, una cuestión política. Inevitablemente esto nos conduce a la otra dimensión de este acontecimiento que es, como hemos dicho, su naturaleza política. Esta se manifiesta en el impacto de las medidas que han sido adoptadas, pues han tenido graves y serias consecuencias en el modo en el que ha sido rearticulada la convivencia social, reorganizadas las relaciones sociales, desestructurada la economía y alterada drásticamente la relación de poder entre el Estado y la sociedad.

Por tanto, la gestión de la pandemia ha tenido unos amplios y profundos efectos en el plano político que hacen de ella, precisamente, una cuestión política. Sin embargo, la legitimidad de dichas decisiones se ha basado en la finalidad para la que supuestamente han sido tomadas: preservar la salud de la población. Sin embargo, hay razones suficientes como para pensar que dichas decisiones no fueron adoptadas conforme a lo públicamente afirmado por las autoridades, sino de acuerdo a intereses de otro tipo, fundamentalmente políticos, pero que fueron presentados como si, por el contrario, obedecieran a un criterio objetivo y científico, acorde con la realidad que entraña el covid-19.

Así pues, lo que a continuación siguen son un conjunto de preguntas que van a servir de guía para conducir las ulteriores reflexiones acerca de la naturaleza política de esta pandemia, algo que, como tendremos ocasión de examinar más tarde, contrasta con otras pandemias recientes que, por el contrario, no llegaron a tener un carácter político.

8. La pandemia: una cuestión política y no sanitaria

Como ya ha sido avanzado antes, la naturaleza política de la epidemia viene dada por los efectos de las decisiones que esta ha motivado, y cuyo impacto se ha manifestado en el conjunto de la sociedad, y más concretamente en la convivencia y organización de las relaciones sociales, lo que ha sido el resultado de una nueva redistribución de poder entre el Estado y la sociedad. El acontecimiento de la pandemia ha servido, por tanto, para tomar una serie de decisiones que han alterado significativamente las relaciones de poder, lo que inevitablemente hace que las consideraciones de carácter sanitario ocupen un lugar secundario y que, por el contrario, tan sólo sean la justificación de dichas decisiones políticas ante la opinión pública.

En cualquier caso la primera pregunta que debe ser formulada y respondida es ¿cómo esta epidemia ha adquirido un carácter político? La respuesta pasa primero por constatar que el Estado, desde su mismo origen, ha justificado su existencia como una institución encargada de proveer seguridad a sus gobernados, y garantizar de este modo la vida (Tilly 1975, 1985, 1992; Poggi 1978; Strayer 1981; Creveld 1999; Jouvenel 2011), algo que, dicho sea de paso, se ha reflejado en las teorías de los principales pensadores políticos defensores del Estado como, por ejemplo, Thomas Hobbes (2018; Sabine 2002). Así pues, el Estado ofrece seguridad a sus gobernados a cambio de obediencia. Todo esto explica, aunque únicamente de forma parcial, por qué el Estado asumió la responsabilidad de gestionar la propagación de esta enfermedad. Sin embargo, otra pregunta igual de importante es ¿por qué esta epidemia devino en un asunto político que requirió la intervención de los Estados, y no así otras epidemias previas?

Para responder a la pregunta anterior debemos remitirnos a los registros históricos en los que encontramos otras epidemias con efectos devastadores en términos de letalidad que, por el contrario, no propiciaron la intervención de los Estados. Un caso de esto es, por ejemplo, el de la gripe hongkonesa de 1968-1969 que se calcula que produjo entre 1 y 4 millones de muertos en todo el mundo (Rogers 2010; Chang 1969; Cockburn et alii 1969; Hong Kong Museum of Medical Sciences Society 2006; Rodríguez 2020). Nada de esto impidió que la vida siguiera su curso sin ninguna alteración, como fue el caso de EEUU y la celebración del festival de Woodstock en 1969 (Spitznagel 2020). Pero tampoco es el único ejemplo. Una década antes, entre 1957 y 1958, se produjo la pandemia de la gripe asiática que, se calcula, mató alrededor de un millón de personas en todo el mundo (Rogers 2010b; Clark 2008: 72; Jackson 2009; Strahan 1994; Zeldovich 2020; CIDRAP 2005; Kutzner 2020; CDC 2019). También cabe mencionar la epidemia de gripe que se produjo en diciembre de 1974 en Bilbao, y en la que murieron una media de 30 personas todos los días en esta ciudad sin que por ello se hubiera impedido la celebración de eventos multitudinarios, y sin que se produjera apenas cobertura de los medios de comunicación. En esta misma ciudad, 20 años antes, también se produjo una epidemia de gripe que provocó una media de 18 muertos cada día durante varias semanas, y tampoco fueron adoptadas medidas especiales por el Estado (Rivas 2020).

Incluso si pasamos por alto los registros históricos de pandemias previas a la del covid-19, no podemos ignorar los datos de otras enfermedades contagiosas que todos los años producen cientos de miles e incluso millones de muertos, y que no han sido razón suficiente para crear un contexto de emergencia a escala planetaria, todo ello a pesar de que, dada la movilidad de las personas, estas enfermedades se extienden por diferentes países y entrarían dentro de la definición de pandemia de la OMS. Nos referimos concretamente a la gripe estacional que produce en torno a 650.000 muertes todos los años y entre 3 y 5 millones de infectados (OMS 2017, 2018). La tuberculosis, que también es una enfermedad respiratoria contagiosa al igual que el covid-19, produce 1,5 millones de muertes al año y en torno a 10 millones de infectados (OMS 2020, 2019). La neumonía produce alrededor de 2,56 millones de muertos en todo el mundo (Dadonaite 2019). En general, se estima que las enfermedades respiratorias contagiosas producen alrededor de 4 millones de muertos al año (Forum of International Respiratory Societies 2017; Rouskanen et alii 2011), lo que incluye la neumonía, la gripe y el virus respiratorio sincitial. Las infecciones respiratorias agudas producen 2,37 millones de muertos al año en todo el mundo (Troeger et alii 2018).

Por tanto, existen enfermedades más mortíferas que el covid-19 que causan epidemias pero que, al contrario que el coronavirus, no han sido motivo suficiente como para desencadenar una intervención de los Estados a gran escala con la adopción de importantes y muy graves medidas políticas. Incluso si ignoramos todos los datos anteriores, no nos queda más remedio que constatar la, por lo demás, baja mortalidad que produce el covid-19 si nos atenemos a los datos oficiales provistos por las autoridades sanitarias de los diferentes países. Así, según estos datos, el índice de supervivencia a esta enfermedad es del 94,1% de los infectados en España, pero las cifras en el resto de Europa no son muy diferentes. Así, por ejemplo, en Suecia es del 93,1%, en Países Bajos es del 91,3%, en Alemania la cifra de supervivientes asciende al 96,2%, en Austria es del 97,4%, en Portugal y Polonia es del 96,9% y 97% respectivamente, mientras que en Irlanda es del 93,9% (Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias 2020). Según los datos disponibles, el índice de letalidad del coronavirus oscila entre el 0,1% y el 0,5% de la población total (DESTATIS 2020; German Network for Evidence-based Medicine 2020; Haimes 2020; InProportion2 2020; Swiss Policy Research 2020), lo que la hace semejante a una gripe fuerte. De hecho, algunos investigadores han afirmado que el riesgo de morir de covid-19 es similar al de morir en un accidente de coche (Ioannidis et alii 2020).

Tal vez podría aducirse que dicho índice de supervivencia no se corresponde con la alta mortalidad de la enfermedad al comienzo de la epidemia, lo que es cierto, aunque parcialmente. Hay que recordar que para el caso español, aunque también en otros países, la enfermedad afectó sobre todo a la población más mayor que, además, arrastra problemas de salud como enfermedades crónicas, un sistema inmune dañado, unas malas condiciones de vida, patologías previas, etc. Tal es así que inicialmente la edad media de los infectados en España estaba en torno a los 70 años (Nova 2020; Instituto de Salud Carlos III 2020). Posteriormente, hasta el 11 de mayo, bajó a los 62 años para, después, situarse en los 54 años, lo que fácilmente puede explicarse por el elevado número de sanitarios contagiados, no menos del 20% del total de los infectados (Güell 2020; Nova 2020b), y que en la mayoría eran casos leves. Asimismo, más del 95% de los fallecidos por esta enfermedad tenían más de 60 años, lo que deja bien claro a qué grupo de la población ha afectado fundamentalmente (Pichel y Matey 2020). A nivel internacional puede observarse que la edad media de los fallecidos por coronavirus está por encima de los 65 años en la mayoría de los países occidentales. Generalmente se ubica en los 80 años (Department of Health 2020; Santé Publique 2020; NHS 2020; RKI 2020; ISS 2020; Fund y Hay 2020; BAG 2020; Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias 2020b: 3). Esto no era algo desconocido a principios de marzo a tenor de la información que llegaba de otros países, sobre todo de Italia que, no lo olvidemos, es el segundo país con más ancianos del mundo, después de Japón, al representar en torno al 22% de su población (BBC 2020).

De hecho, el coronavirus es cinco veces más común y menos mortífero de lo que se ha asumido equivocadamente (Bröhm 2020). No faltan los estudios que muestran que mucha más gente de la que se había pensado ha tenido contacto con el virus, de lo que inevitablemente se desprende que es menos mortífero. Este es, por ejemplo, el caso de un reciente estudio de investigadores de inmunología de la universidad de Zurich, quienes descubrieron que personas que estuvieron expuestas al coronavirus, y que presentaron un cuadro clínico leve, desarrollaron anticuerpos en la membrana mucosa nasal (Cervia et alii 2020). Debido a que los tests de anticuerpos no cubren todos los casos, y sólo analizan los que se encuentran en la sangre, se estima que la proporción de personas que han pasado el covid-19 puede ser cinco veces superior a la inicialmente pensada, lo que se explicaría en su mayor parte por ser casos leves o asintomáticos. De hecho, menos de una quinta parte de los infectados por coronavirus caen gravemente enfermos (Bröhm 2020).

Asimismo, la epidemióloga y profesora de Oxford Sunetra Gupta afirmó que la letalidad del covid-19 es del 0,1% y es un virus que está muy extendido (Sayers 2020). Esto podría guardar relación con otros hallazgos que afirman que hasta un 60% de las personas pueden tener algún tipo de inmunidad celular al nuevo coronavirus debido al contacto con versiones previas de esta enfermedad, lo que cuestionaría la suposición inicial de que no existe ninguna inmunidad contra el covid-19 (Grifoni et alii 2020). Un reciente estudio hecho en Alemania concluyó, en la misma línea de la investigación anterior, que hasta el 81% de las personas que aún no han tenido contacto con el nuevo coronavirus ya tienen células-T de reacción cruzada y, por lo tanto, una cierta inmunidad de fondo (Nelde et alii 2020). Si bien este tipo de afirmaciones requieren ulteriores investigaciones que las confirmen o desmientan, no es menos cierto que entre el 7 y 15% de las enfermedades respiratorias severas son coronavirus, tal y como ha manifestado el doctor Wolfgang Wodarg (2020).

Todo esto muestra que el grado de letalidad de esta enfermedad es, por lo demás, relativamente baja en relación al total de infectados. Asimismo, su letalidad con respecto al total de la población no sobrepasa al de una gripe fuerte. De este mismo parecer es la viróloga alemana y directora del instituto médico de virología en la universidad de Zurich, Karin Mölling, quien comparó el coronavirus con la gripe en un invierno normal (Gräser 2020). El inmunólogo suizo Beda Stadler, por su parte, explicó en un artículo que el covid-19 es una enfermedad muy selectiva que sólo representa un riesgo real para muy pocas personas. Por el contrario, los medios se centraron en unos pocos casos individuales atípicos que existen con cada enfermedad pero que realmente no demuestran nada, y que tampoco son representativos (Swissinfo 2020).

Pablo Goldschmidt, virólogo argentino y profesor de farmacología molecular en la universidad Marie Curie en París, también es coincidente con estos puntos de vista. En su opinión el pánico es injustificado, pues no hay pruebas que indiquen que la letalidad o la morbilidad del covid-19 sean superiores a las provocadas por los virus de la gripe o del resfriado común. Textualmente afirmó: “Las opiniones mal fundamentadas expresadas por expertos internacionales, replicadas por medios de comunicación y redes sociales repiten el pánico innecesario que ya vivimos anteriormente. El coronavirus identificado en China en el 2019 provoca ni más ni menos que un resfrío fuerte o gripe, sin diferencia hasta hoy con el resfrío o la gripe tal como la conocemos”. A lo que añadió: “No hay ninguna prueba que demuestre que el coronavirus del 2019 es más letal que los adenovirus respiratorios, los virus influenza, los coronavirus de años anteriores o los rinovirus responsables del resfrío común”. (Agencia CyTA-Leloir 2020) Esta información cuestiona la conveniencia de la mayoría de las medidas adoptadas durante este periodo, y de forma especial las que fueron puestas en marcha en aquellos países que optaron por una intervención máxima del Estado.

Sin embargo, y a pesar de lo que se conocía acerca del virus, las decisiones tomadas a la hora de gestionar la pandemia no estuvieron dirigidas a proteger al grupo más vulnerable por sus condiciones de salud y su avanzada edad. Todo parece indicar que esto hubiera sido lo más recomendable y lógico desde un punto de vista sanitario con la información disponible. En este sentido es interesante destacar lo comentado por Adolfo García Sastre, del Instituto Global de Salud y Patógenos Emergentes en la Escuela de Medicina de Icahn en el Hospital Mount Sinai, cuando le preguntaron, a principios de marzo de 2020, qué recomendaría hacer ante esta situación. Textualmente afirmó: “Lo primero es tener cuidado con la gente mayor y la gente inmunosuprimida. En residencias de ancianos hay que poner medidas, porque si entra el virus el nivel de mortalidad es mucho mayor. Lo más importante es intentar evitar la enfermedad en ese sector. En cuanto al resto del mundo, seguramente tenga una gran probabilidad de ser infectado y una probabilidad muy pequeña de tener enfermedad severa”. (Pichel 2020)

Con los datos disponibles y las recomendaciones de algunos expertos acerca de cómo afrontar la propagación de una enfermedad que hace estragos en un grupo muy específico de la población, cabe pensar que las decisiones que finalmente fueron adoptadas no obedecían a un criterio médico o científico, y tampoco a lo que hubiera exigido la lógica a la vista de la experiencia de Italia. Por el contrario, la premisa sobre la que aparentemente se basaron las decisiones que coordinaron la gestión de la epidemia fue la de considerar a toda la población igual de vulnerable, y por tanto igual de susceptible de desarrollar un cuadro clínico grave de la enfermedad. De todo esto se deduce que las decisiones y, en general, la política adoptadas no respondieron a un criterio de proporcionalidad respecto al peligro real que entrañaba la enfermedad, ni tampoco, como decimos, a un criterio científico. En lugar de esto nos encontramos con que las semanas previas a la declaración del estado de alarma, tanto en España como en el resto de países de Europa, se produjo una campaña mediática que sobredimensionó la peligrosidad de la enfermedad. Esta campaña estuvo acompañada de los mensajes no menos tranquilizadores del ministerio de sanidad de España, que contribuyeron a sembrar el pánico al instar a la población a acudir a las salas de urgencias de los hospitales en caso de presentar síntomas compatibles con el coronavirus, lo que produjo hacinamiento en las salas de espera y, finalmente, la propagación de la enfermedad a través del sistema sanitario (Soto 2020; Brunat 2020). Más tarde se rectificó al recomendar permanecer en casa a aquellos que podían estar enfermos de covid-19, pero para entonces el mal ya estaba hecho.

Cabe añadir que el caso de España no es excepcional, en el resto de países los hospitales jugaron un papel relevante como factor central en la propagación del virus. Así, para el caso de Wuhan existe un estudio que mostró que alrededor del 41% de los pacientes hospitalizados por covid-19 había contraído la enfermedad en el hospital (Wang et alii 2020; Tepper 2020). En el norte de Italia y en Inglaterra los centros hospitalarios se convirtieron en un foco de transmisión del virus a personas ya debilitadas, siendo este un problema que ya había sido observado previamente durante el brote de SARS de 2003 (Ho et alii 2003). Todo esto pone en duda la conveniencia del confinamiento general de la sociedad como medida para impedir la transmisión del virus.

Las semanas previas a la declaración del estado de alarma en España fueron un claro ejemplo de operación psicológica dirigida a exaltar el miedo y el temor en la sociedad con el fin de influir en las opiniones, actitudes y conducta de esta (Frade 1982: 10). De esta forma fue creada una atmósfera de pánico al presentar el virus como una amenaza inminente y muy peligrosa que exigía una respuesta rápida y contundente de las autoridades. Las decenas de ataúdes en Italia con los tanatorios colapsados, los contenedores refrigerados, las pistas de hielo utilizadas como cámaras frigoríficas improvisadas, los cadáveres acumulados y las fosas comunes en Nueva York, así como las noticias procedentes de China fueron, sin duda, imágenes que alimentaron el miedo en la población. Así, a través del miedo infundido desde el poder mediático y las instancias ministeriales, se creó una situación de emergencia que hacía aceptable a ojos de la opinión pública un conjunto de decisiones políticas que en otras circunstancias jamás hubieran sido aceptadas (Ryan 2020). Estas decisiones implicaron un aumento drástico del poder del Estado a expensas de la libertad de la sociedad, siendo la amenaza del virus el pretexto que hizo aceptables dichas medidas al presentarlas como necesarias para proteger la vida de toda la población.

No puede ignorarse que el miedo ha desempeñado un papel decisivo a la hora de facilitar el consentimiento de la sociedad a las medidas adoptadas con motivo de la epidemia. Es de sobra sabido que el miedo impide la reflexión en la medida en que una amenaza inminente, real o imaginaria, es utilizada para determinar la respuesta de quien es atemorizado por ese peligro. El miedo facilita la obediencia. Por esta razón puede afirmarse que la población no ha sido informada por los medios de comunicación, sino que por el contrario estos han moldeado la opinión pública a través del uso extensivo e intensivo de un mismo discurso basado en el miedo, y que ha excluido completamente puntos de vista diferentes, así como informaciones que pudieran conllevar un cuestionamiento de la política del Estado (Ioannidis 2020; Brown 2020; Freeman 2020). La exageración de los riesgos de esta enfermedad son una prueba del uso mediático del miedo, para lo que no se dudó en utilizar tergiversaciones y afirmaciones falsas (Gasche 2020; Hopkins 2020). Lo que se pretendía en todo momento, a tenor del tratamiento mediático de la pandemia, era conseguir la aceptación de las medidas finalmente adoptadas, que no fueron cuestionadas, además de la cooperación de la población mediante la imposición de un único punto de vista (Jarren 2020; Toursinov 2012).

Por todo esto podemos afirmar que se ha producido una manipulación de la población a través de la imposición de un discurso único y monolítico que, a través de la agitación de las pasiones humanas, en este caso de un miedo infundado si nos atenemos a los datos disponibles y a los hechos contrastados, en el que unas elites simbólicas, un grupo de expertos designados por el ministerio y los medios de comunicación, dispusieron de un acceso preferencial a la elaboración del discurso público, lo que les permitió manipular a la población en beneficio de sus propios intereses, tanto personales como institucionales, y en contra del interés del conjunto de la sociedad. Esto no ha hecho sino reproducir la dinámica inherente a toda forma de manipulación discursiva en la que, a través del discurso dominante que es impuesto, son formados e implantados modelos mentales y representaciones sociales que construyen la realidad de acuerdo a los intereses de quienes determinan cómo debe ser entendida la pandemia, qué medidas hay que tomar, qué es falso y qué es verdadero, que es saludable y qué no lo es, etc. Esta labor recrea las dinámicas de dominación discursiva típicas de los procesos de manipulación y de las operaciones psicológicas, esto es, hablantes poderosos y receptores pasivos a los que se les impone una representación determinada de la realidad que están obligados a acatar al carecer de recursos específicos, es decir, conocimiento para resistir la manipulación (Dijk 2005).

Al igual que en otras ocasiones del pasado, el Estado ha recurrido a la ciencia como un instrumento legitimador de su política. No olvidemos, por ejemplo, la frenopatía o las doctrinas racistas. Pero lo cierto es que el Estado no hace ciencia, sino política, y en este sentido es un maximizador de poder (Mearsheimer 2014). Por esta razón el Estado favorece a unos determinados expertos y especialistas, así como sus respectivos puntos de vista, en la medida en que son útiles para sus propios fines. Estos son presentados ante el público como los más competentes, al igual que sus directrices son establecidas como las idóneas. La fuente de legitimidad de estas medidas es el prestigio del que son investidos quienes las recomiendan, en tanto que son presentados como los más capaces para pronunciarse acerca del modo de abordar la epidemia adecuadamente, a lo que se unen una serie de explicaciones que tratan de argumentar racionalmente su idoneidad. Se trata de un proceso de justificación de decisiones políticas que beben de diferentes fuentes de legitimidad como son el carisma, el rendimiento y la racionalidad (Vallès 2004: 41-42).

La epidemia ha resultado ser una ventana de oportunidad política para el Estado, y por ello un pretexto hábilmente utilizado para aumentar su poder a expensas de la población. Esto es, en definitiva, lo que hace que la epidemia sea una cuestión esencialmente política, lo que se refleja en lo siguiente: el criterio utilizado en las decisiones para su gestión; el procedimiento utilizado para lograr el consentimiento de la población a dichas decisiones por medio de una política de comunicación y manipulación psicológica muy hábil que ha utilizado el miedo; y por el impacto político de las medidas adoptadas. Por tanto, la pandemia del covid-19 es el instrumento a través del que los Estados han extendido su control sobre sus respectivas sociedades, lo que, a la vista de los efectos de estas medidas se refleja en: la expansión de su poder regulador y supervisor; la reorganización de las relaciones sociales; y el empobrecimiento de las clases populares junto a la eliminación física de sectores de la población que son considerados una carga para el Estado.

En el caso español, con menos de 200 fallecidos en todo el territorio nacional desde que se produjo el primer fallecido por esta enfermedad el 13 de febrero de 2020 (Rivera 2020), fue declarado el estado de alarma, proclamada la crisis sanitaria, el ejército puesto a patrullar las calles, paralizada la práctica totalidad de la economía, la suspensión a efectos prácticos del derecho de reunión y establecido el confinamiento obligatorio que supuso la prohibición de trabajar para una gran parte de la población, o directamente el desempleo. No es, a tenor de lo hasta ahora expuesto, una respuesta proporcional, ni tampoco razonable desde el punto de vista sanitario. En lo que a esto último se refiere el enfoque adoptado fue el de impedir la propagación del virus mediante el aislamiento de la población y, de este modo, evitar el colapso del sistema sanitario que finalmente ocurrió en algunos lugares (Madrid, Barcelona, Albacete, etc.). Mientras tanto, las residencias de ancianos se convirtieron en cementerios para miles de personas mayores que el Estado decidió que debían morir al negarles atención médica (Peinado 2020; El Confidencial 2020; Pérez Giménez 2020; García 2020). El colectivo de mayor riesgo no sólo no fue protegido, sino que fue el que más muertes concentró como resultado de una política criminal que propició su muerte en unas condiciones de extrema crueldad, tal y como se desprende del informe publicado por Médicos Sin Fronteras (MSF 2020; Sosa 2020). En cambio, la población de menor riesgo permaneció encerrada en casa, ignorando lo que sucedía en las residencias de ancianos e incapaz de reaccionar.

Es difícil determinar todavía la proporción de fallecidos por covid-19 en las residencias de ancianos. El gobierno de España no ha hecho públicas cifras oficiales, lo que en parte puede deberse a las disparidades que existen en la manera de contabilizar los fallecidos por esta enfermedad en las distintas comunidades autónomas. Hasta la fecha únicamente disponemos de especulaciones e información procedente de los medios de comunicación. Así, en algunos de estos medios se ha llegado a estimar que el 67% de los fallecidos por esta enfermedad se concentró en las residencias de ancianos, alcanzando un total de algo más de 20.000 personas (Villarreal y Escudero 2020; Europa Press 2020). Algunos estudios calculan que la proporción de fallecidos en estas residencias alcanzaría el 68,1% de todas las muertes por covid-19 en España, siendo un total de 19.553 personas. Si son excluidas las personas que no dieron positivo en los tests, el número de muertos se reduciría al 34,1% de las cifras totales de fallecidos por coronavirus, lo que significaría 9.679 personas (Comas-Herrera et alii 2020). Aunque estas cifras fueran las más aproximadas a la realidad, esto no negaría los niveles asombrosos de mortalidad que en tan poco tiempo se concentraron en las residencias de ancianos durante la pandemia. Esa sobremortalidad de ancianos que no murieron por el coronavirus en estas instalaciones se explicaría por la acción del Estado a través de la desatención médica y las medidas de aislamiento, tal y como se desprende del informe publicado por Médicos Sin Fronteras (MSF 2020), así como por lo expuesto en el informe del Círculo Empresarial de Atención a la Dependencia (CEAP 2020), sin olvidar otros factores que también pudieron haber influido, como el miedo, e incluso pánico, que se extendió entre los ancianos provocándoles estrés, ansiedad, angustia, etc.

Las cifras en otros países europeos, e incluso en otros continentes, no son muy diferentes de las que existen para el caso de España. En general, los fallecimientos por covid-19 se han concentrado en las residencias de ancianos, habitualmente en una franja que va del 30 al 60% del total de fallecidos por coronavirus (Comas-Herrera et alii 2020). En Suecia, por ejemplo, la proporción es incluso considerablemente mayor al ascender al 75% de las muertes totales (AFP 2020; Farr 2020). En Canadá, y en algunos Estados de EEUU, como Dakota del Norte o New Hampshire, las cifras han alcanzado el 80% del total de fallecidos (Coletta 2020; Girvan y Roy 2020). En líneas generales se observa que las muertes por coronavirus se han concentrado en residencias de ancianos en todo el mundo. Aunque no está del todo clara la cifra exacta de personas fallecidas en estas instalaciones por covid-19, no deja de ser evidente el elevado grado de mortandad que se ha producido en ellas durante la pandemia, lo que diferentes investigadores relacionan con el estrés extremo y las medidas de aislamiento a las que fueron sometidos los ancianos (Devlin 2020; West 2020).

El enfoque de la gestión de la epidemia ha demostrado no sólo ser equivocado en relación a la información disponible, sino que es irrealista y absolutamente contraproducente. Es irrealista pretender acabar con una enfermedad, en lugar de asumir que a corto y medio plazo ello es imposible, tal y como reconocieron las autoridades sanitarias suecas (Paterlini 2020), razón por la que es preferible convivir con ella en la medida en que únicamente afecta gravemente a una porción pequeña de la población que, dadas sus circunstancias, generalmente se encuentra al final de su vida tanto por la edad como por su mala salud.

Aunque el miedo como instrumento puede ser muy conveniente políticamente para conseguir la obediencia de los gobernados (Maquiavelo 2003), no lo es en el plano de la salud dado que debilita a las personas. Esto ya lo señalaron en su momento los filósofos estoicos, como Epicteto, Séneca o Marco Aurelio entre muchos otros, quienes abogaban por resistir al miedo como medida de autofortalecimiento (Epicteto 2010; Marco Aurelio 2000). No hay que olvidar que el miedo, al fin y al cabo, debilita el sistema inmune (Pérez 2020; Espejo público 2020). Además, genera muchos problemas mentales que en no pocas ocasiones repercuten en la salud física fruto de la ansiedad, el estrés, etc. No sin razón el profesor de la universidad de Buckingham, Karel Sikora, afirmó en una entrevista que en última instancia el miedo matará a muchas más personas que el virus, lo que incluiría los pacientes no tratados de corazón y cáncer (UnHerd 2020c).

Por otra parte, el confinamiento de la totalidad de la población constituye un mal mayor que la propia enfermedad. La paralización de la vida social y económica al prohibir a la población trabajar, o al menos a una gran parte de esta, es tanto como condenarla a muerte al perder sus trabajos, quedarse sin ingresos, no poder pagar las facturas, degradar sus condiciones de vida y, de esta forma, crear el caldo de cultivo para enfermar y morir, o simplemente enloquecer y llegar al suicidio. No son pocos los epidemiólogos, y también algunos médicos, los que han propuesto el confinamiento como solución para erradicar el coronavirus, lo que es tanto como plantear matar al paciente para curar la enfermedad. En general, las medidas adoptadas para abordar la epidemia han repercutido en la disminución de la esperanza de vida en varios años en la mayoría de los países.

A pesar de que el mainstream está dominado por los expertos y especialistas favorables a medidas draconianas para controlar la epidemia, y que abogan por la erradicación de la enfermedad, existen otros puntos de vista totalmente diferentes. Por ejemplo, el profesor Paul Moynagh, inmunólogo de la Universidad Nacional de Irlanda, destacó que el confinamiento ha demostrado tener un impacto pequeño en la contención de la pandemia, lo que a su juicio cuestiona el cierre completo de la economía (Farsaci 2020).

Los profesores en medicina y salud pública Eran Bendavid y Jay Bhattacharya de la universidad de Stanford no dudaron en afirmar que un confinamiento universal no compensa los costes que esta medida conlleva en la economía, la comunidad y la salud física y mental del individuo (Bendavid y Bhattacharya 2020).

Richard Schabas, doctor retirado que fue jefe médico de salud de Ontario, además de jefe de personal en el hospital central de York durante la crisis del SARS en 2003, señaló que la cuarentena es propia de la Edad Media, y que este tipo de medida puede ser peor que el propio coronavirus (Schabas 2020).

El ya mencionado Anders Tegnell, por su parte, afirmó que el confinamiento es innecesario si se siguen dos reglas básicas: aislar a las personas mayores con problemas de salud; y que cualquier persona con síntomas permanezca en su casa (Stichler 2020).

El especialista en microbiología e infección epidemiológica, además de profesor emérito de la universidad Johannes Gutenberg de Mainz, Sucharit Bhakdi, no dudó en considerar las medidas tomadas contra el covid-19 en Alemania como grotescas, absurdas y muy peligrosas, pues supondrán el acortamiento de la esperanza de millones de personas, y tendrá un impacto horripilante en la economía al amenazar la existencia de muchísima gente (Fetzer 2020; Bhakdi 2020). No olvidemos que Alemania decidió parar una parte de su economía. Ante esta situación, el propio Bhakdi escribió una carta abierta a la canciller Angela Merkel para que reconsiderase con urgencia la respuesta que Alemania estaba dando a la pandemia (Bhakdi 2020b)

El profesor de la universidad Karolinska de Estocolmo, y antiguo epidemiologuista del Estado sueco, Johan Giesecke, afirmó que un confinamiento duro no protege a las personas mayores y vulnerables que viven en las residencias de ancianos, así como tampoco contribuye a reducir la mortalidad del coronavirus (Giesecke 2020; Sayers 2020b).

El director del departamento de epidemiología en el Centro Helmholtz en Braunschweig, Gérard Krause, no dudó en señalar que el confinamiento puede provocar más enfermedad y muertes que el coronavirus (Zimmermann 2020).

El que fuera presidente de la Asociación Médica Alemana y de la Asociación Médica Mundial, además de radiólogo, Frank Ulrich Montgomery, constató que el confinamiento no reduce la transmisión del coronavirus (Quadbeck 2020).

El profesor de la universidad de Stanford y premio Nobel de química Michael Levitt afirmó que los confinamientos no salvaron vidas, sino que costaron muchas, dejando claro que este tipo de medida ha resultado ser contraproducente (Morgan 2020).

El que fuera director del ministerio de sanidad de Israel, el profesor Yoram Lass, afirmó que las medidas de confinamiento han sido totalmente desproporcionadas y son una amenaza grave para cientos de millones de personas. A su juicio el covid-19 es comparable a una epidemia de gripe, hecho que no justifica la destrucción política de los medios de vida de mucha gente. En relación a la histeria generada en torno a la pandemia no dudó en afirmar que la población ha sido intimidada y que los medios de comunicación han lavado el cerebro a sociedades enteras (Myers 2020).

El profesor y director del Centro para la Investigación de Enfermedades Infecciosas y Política de la universidad de Minnesota, Michael T. Osterholm, se mostró contrario al confinamiento y abogó por una inmunidad natural. Desde su punto de vista era preferible mantener en marcha la economía y tomar medidas preventivas para evitar que las personas de alto riesgo se infectasen, y al mismo tiempo aumentar las capacidades del sistema sanitario con el objetivo de construir una inmunidad de grupo sin destruir la base económica de la vida de la gente (Osterholm y Olshaker 2020).

Es conocido que un aumento del 1% del desempleo en EEUU produce en torno a 37.000 muertes (Thomas et alii 2015; Bluestone et alii 1981; Crudele 2020) entre suicidios, ataques al corazón, ingresos en psiquiátricos, ingresos en la cárcel y homicidios. Si bien es cierto que las cosas pueden haber variado desde que se hicieron los primeros estudios serios acerca de esta cuestión en la década de 1980, no por ello dejan de ser orientativos en relación a los efectos devastadores que el desempleo genera en términos de mortalidad, y sobre todo de salud. De todo esto se deduce, entonces, las nefastas consecuencias colaterales que el confinamiento, y por tanto prohibir trabajar a gran parte de la población, supone. De hecho, como resultado de dicha medida, se calcula que aproximadamente 1.600 millones de personas corren peligro de perder su medio de vida (Inman 2020), algo que indudablemente repercutirá en su salud (Katz 2020).

La Organización Internacional del Trabajo arrojó unos informes bastante sombríos en este sentido al afirmar que, como consecuencia de las medidas adoptadas, sólo en el segundo trimestre de 2020 se redujeron las horas de trabajo en un 6,7%, el equivalente a 195 millones de trabajos a tiempo completo. Tal es así, que en sus estimaciones calcula que el 81% de la fuerza de trabajo mundial, es decir, 3.300 millones de trabajadores, se veran afectados por cierres parciales o completos de sus respectivos centros de trabajo. Los pronósticos son realmente oscuros en este sentido, con un aumento drástico del desempleo y un descenso igual de significativo de los salarios (ILO 2020).

La propia ONU ha alertado de la posibilidad de que se produzcan grandes hambrunas que afectarían a alrededor de 225 millones de personas en los países en vías de desarrollo (Newey 2020). Sólo en EEUU, como consecuencia del confinamiento, 28 millones de personas pueden quedarse sin hogar (Nova 2020), y se calcula que más de 16 millones de personas perdieron sus trabajos debido al cierre de la economía, lo que representa en torno al 10% de la población activa (The New York Times 2020). A lo que cabría añadir el agravamiento de la mala salud de personas que padecen problemas cardiovasculares, son diabéticos, tienen artrosis, o problemas mentales de diferente tipo como, por ejemplo, el autismo, por citar uno de tantos otros.

Asimismo, no podemos perder de vista la gran cantidad de problemas mentales que el encerramiento forzoso de la población ha desencadenado, unido a la campaña mediática de miedo y pánico sembrado en las sociedades europeas, cuestión que el doctor Luis de Benito ha subrayado en repetidas ocasiones (Benito 2020), y que recientes informaciones de otros lugares, como EEUU, así parecen corroborarlo (DePompei 2020), a lo que habría que sumar el desarrollo de nuevas adicciones. No son menos relevantes los suicidios provocados por la propagación del miedo en los medios de comunicación. Este es el caso de los llamados “corona suicidios” en Alemania, donde personas que tenían miedo de poder estar infectadas decidieron quitarse la vida. El profesor Michael Tsokos criticó la actitud irresponsable de los medios y de algunos virólogos con la difusión del pánico a través de escenarios horripilantes que, desde su punto de vista, van a producir una pandemia de problemas mentales (Bürkner 2020). Así, por ejemplo, los suicidios e intentos de suicidio en Berlín han crecido dramáticamente con la epidemia del covid-19 (Tichys Einblick 2020).

Juntamente con esto debemos añadir las muertes colaterales del confinamiento. Esto es lo ocurrido a causa de la disrupción en el sistema sanitario con la reducción drástica de los servicios a la hora de tratar a pacientes que padecían enfermedades y dolencias que no eran prioritarias (Nuki 2020). También hay que mencionar el miedo de los pacientes a acudir a los hospitales o clínicas por temor a contagiarse de covid-19, circunstancia esta que ha hecho que el tratamiento de los ataques al corazón e infartos disminuyera hasta un 60% (Krumholz 2020). Los fallecimientos adicionales por razones distintas del covid-19, pero indirectamente relacionadas debido a los efectos disruptivos de las medidas tomadas durante la pandemia, podrían ascender a un 30% de los fallecidos totales en este periodo (Ceely 2020). Los diagnósticos que no serán hechos a tiempo, o que simplemente no se harán, acarrearán la muerte de una considerable cantidad de personas al haberse limitado la atención médica y reorientado hacia el tratamiento del covid-19. En general hay pruebas bastante evidentes de que el confinamiento deteriora la salud, tal y como ha podido comprobarse en las residencias de ancianos donde las medidas de aislamiento provocaron la muerte de los residentes (MSF 2020b). No podemos olvidar que, al fin y al cabo, la soledad es un acelerador de la muerte en las personas mayores, lo que explica que en las sociedades esquimales los más mayores se alejen voluntariamente del grupo de pertenencia para dejarse morir en soledad.

A tenor de lo hasta ahora expuesto se deduce que las decisiones tomadas en la gestión de la epidemia siguieron un criterio político, y no médico o sanitario como inicialmente trató de hacerse creer a la población para legitimar las medidas adoptadas. De esta manera la epidemia ha sido un pretexto a través del que el Estado ha aumentado su poder y expandido su control social. Al menos así queda patente para el caso español, y en diferente medida también en el resto de países que optaron por un enfoque de intervención máxima del Estado.

9. La biopolítica de la nueva normalidad

Las pandemias han tenido a lo largo de la historia unas implicaciones políticas considerables, tal y como puso de manifiesto el historiador canadiense William H. McNeill (2016). En su investigación sobre el papel de las plagas en la historia estableció esta interrelación entre política y enfermedades contagiosas, lo que a su juicio explicaría, por ejemplo, la caída de los imperios americanos y la desaparición de las civilizaciones precolombinas. La constatación de esta conexión es acertada y ayuda a explicar muchas cosas, aunque McNeill concluyó que las crisis de las civilizaciones son desencadenadas por las pandemias, cuando realmente las condiciones previas a la propagación de estas enfermedades son las que hicieron posible las epidemias y, con ellas, el declive de las civilizaciones. En lo que a esto respecta, el déficit de legitimidad que arrastran las estructuras de poder que gobiernan a las sociedades europeas, unido a las condiciones socioeconómicas de una crisis crónica en la que numerosos Estados acumulan una inmensa deuda, y tienen por ello importantes problemas fiscales, ha sido el caldo de cultivo perfecto para el escenario desencadenado con la pandemia.

Tal y como venimos afirmando, la epidemia ha sido una ventana de oportunidad política para muchos Estados para aumentar su poder bajo el pretexto de proteger a la población. Prueba de esto es el carácter de las decisiones tomadas y de las medidas implementadas, tal y como se ha expuesto antes. Ahora es el momento de analizar el impacto de dichas decisiones en términos políticos y sociales para, así, dilucidar el sentido e intencionalidad que albergan.

En primer lugar estamos asistiendo a una expansión del control social del Estado a través del control de la salud. Esto nos lleva inevitablemente a hablar de la biopolítica. Este término hace referencia al control exhaustivo de la vida por medio del control, a su vez, de la población gracias a la regulación y supervisión de diferentes aspectos de la vida, tal y como sucede con las políticas de sanidad, la categorización de lo normal y anormal, la definición de sano y enfermo, etc. Aunque el término en sí fue acuñado por el politólogo sueco Rudolf Kjellén (1905; Gunneflo 2015), tuvo su posterior desarrollo en la obra y pensamiento de Michel Foucault, quien lo combinó con su noción de biopoder (Foucault 1997; 2007; 2014).

Así pues, la biopolítica tiene que ver con las estrategias y mecanismos por medio de los que los procesos de la vida humana son gestionados bajo regímenes de autoridad sobre el conocimiento, el poder y los procesos de subjetivización. Viene a ser una tecnología mediante la que son gestionados y ordenados los humanos en grandes grupos para el control de poblaciones enteras, lo que incluye no sólo el control de los cuerpos, sino de la vida misma en su aspecto biológico, lo cual tiene repercusión en otros muchos ámbitos: el político, social, económico, cultural, etc. Todo esto encuentra su cristalización en un conjunto de prácticas sociales y comportamientos que las instituciones disciplinarias establecen, entre las que se encuentra la medicina (Foucault 1998, I: 140). De esta manera es ordenada, regulada, gestionada y sometida la existencia física y biológica de la población, cuyos cuerpos son desposeídos y convertidos en un espacio de poder en el que el Estado, a través de sus instituciones médico-sanitarias, ejerce su dominación por medio de sus leyes, normativas, reglamentos, etc. (Foucault 2007: 378, 397).

Todo esto encuentra, asimismo, su correlación en la noción de cuerpo político, de comunidad política, que tiene en el s. XVII, coincidiendo con la emergencia de las filosofías racionalistas y de los primeros avances notables del pensamiento científico moderno en contraposición a los saberes populares, un claro desarrollo en términos históricos y políticos. Nos referimos a la formación del Estado moderno como ente regulador de la sociedad, justamente en un momento en el que cobraron fuerza planteamientos como el de Thomas Hobbes y su leviatán (Hobbes 2018). Igualmente son notables las investigaciones en el terreno médico durante este siglo, sobre todo con la observación, por vez primera, de bacterias y microorganismos por Antonie van Leeuwenhoek, lo que dio comienzo a la microbiología. Tampoco deben olvidarse las conceptualizaciones mecanicistas de Descartes en relación al cuerpo humano, y que afectaron al modo de concebir el funcionamiento del aparato biológico de las personas con su correspondiente influencia en el ámbito médico (Robinson y Garratt 2000). El s. XVII es un momento de transformaciones y cambios a todos los niveles que, al menos en la medicina, supusieron la emergencia de una nueva episteme, un nuevo régimen de verdad que comenzó a dictar el modo de entender el cuerpo humano, la salud, la enfermedad, la higiene, etc. (Foucault 1997b, 1979; ver también las interesantes observaciones recogidas en Federici 2017).

Como resultado de lo anterior hicieron su aparición los especialistas, los expertos, y en general todos los que de un modo u otro se convirtieron en exponentes de un saber especializado. Su posición dominante no viene dada tanto por su autoridad en un campo determinado, sino por el poder que detentan al ostentar la dirección de las estructuras de gobierno de la sociedad. Esto les convierte en un grupo elitista encargado de la producción de nuevas subjetividades, o más concretamente de “formaciones discursivas” tal y como las denominó Foucault (Foucault 1997b; 1979). Estas formaciones articulan los diferentes sistemas de conocimiento y de pensamiento en diferentes épocas, y establecen las condiciones subyacentes de lo que es verdad al determinar el modo en el que debe interpretarse la realidad. En el ámbito de la salud esto se refleja en la medicina del Estado, y consecuentemente en la producción de saberes acerca de la salud, la enfermedad, lo normal, etc., que son privilegiados por el ente estatal en la medida en que le son útiles para gobernar al individuo.

En general, la institucionalización y desarrollo de la medicina moderna ha ido de la mano de la formación y evolución histórica del Estado moderno. Esto la ha convertido, desde sus mismos comienzos, tal y como se desprende de las explicaciones de Foucault, en un mecanismo de dominación a través del que el Estado se ha apropiado de la vida del individuo, y por extensión también de la vida de la población. Foucault no sólo subrayó el surgimiento de técnicas de poder centradas en torno al cuerpo del individuo, sino también todos los dispositivos utilizados para garantizar una distribución espacial de los cuerpos individuales por medio de su separación, alineamiento, estandarización, vigilancia, etc. Técnicas, en definitiva, que implican la reorganización de las relaciones sociales gracias a todo un sistema de vigilancia, jerarquías, inspecciones, registros, informes, etc. (Foucault 1997; 1979). De esta manera la salud de las personas, o más bien sus cuerpos y vidas, se han convertido en un espacio que el Estado, con las instituciones médico-sanitarias, ordena, regula, controla, supervisa, administra, ejecuta, disciplina, interviene y fiscaliza en el ejercicio de su dominación.

En la medida en que el Estado asume la responsabilidad de preservar la vida de la sociedad, y esta comienza a estar en peligro, es cuando cualquier cosa puede ser justificada. A esto le sigue la identificación de grupos de la población, pero también de comportamientos, como una amenaza a la existencia de la nación o incluso de toda la humanidad, lo que exige su erradicación con total impunidad por medio de la suspensión de las restricciones normales propias del imperio de la ley. Esto tiene su correlato directo en la pandemia del coronavirus, acontecimiento cuya gravedad, a la luz de los datos y hechos antes expuestos, fue intencionadamente magnificada con el propósito de crear una situación de miedo y alarma entre la población que hizo aceptable la declaración, según cada país, del estado de alarma o de emergencia, lo que en muchos aspectos supuso a efectos prácticos el establecimiento de un estado de excepción. La suspensión del derecho de reunión, de la inviolabilidad del domicilio, y el encerramiento obligatorio de poblaciones enteras son la expresión de un proceso de disciplinamiento de la sociedad.

Inevitablemente esto nos conduce directamente a hacer algunas breves consideraciones acerca del poder en el marco de la pandemia del covid-19. En este sentido Foucault entendía que el poder no sólo se vale de la represión y de la ideología, lo que no es sino una forma bastante limitada de concebir su funcionamiento interno. Por esta razón recurrió al concepto de disciplina, que constituye una forma distinta de ver actuar al poder. En este caso el poder “normaliza”, “disciplina”, mediante la introducción de una serie de prácticas que transforman las relaciones sociales, y con ellas al individuo (Foucault 2018). Estas prácticas son la espacialización, el control de la actividad minuto a minuto, el desarrollo de ejercicios repetitivos, las jerarquías representativas y la normalización de los juicios (Fillingham y Susser 1998). Todo esto tiene su concreción explícita en el modo en el que ha sido gestionada la epidemia, para lo cual nos valdremos sobre todo de ejemplos extraídos del caso español con ánimo de exponer el impacto real de las medidas adoptadas.

10. El controvertido uso de las pruebas PCR

La política sanitaria está a cargo de la burocracia del ministerio de sanidad, una institución impersonal cuyo poder infraestructural se extiende a través de un variado personal compuesto no sólo por médicos y enfermeros, sino también de asistentes sociales, inspectores, trabajadores sociales, etc. Esta enorme maquinaría es la que inspecciona, supervisa y ejecuta de manera efectiva el control social del Estado (Foucault 1975). Esto lo vemos en la actualidad con el uso masivo de los tests PCR y cuyos resultados están sirviendo para crear un alarmismo innecesario que obedece, por una parte, al enfoque adoptado por las autoridades sanitarias de pretender erradicar la enfermedad, y por otro lado a las consecuencias derivadas de la implantación de diferentes restricciones y controles que amplían el poder del Estado a expensas de la libertad de las personas. Y tampoco debe olvidarse el interés de los medios de comunicación de retener e incluso aumentar sus audiencias con la difusión de noticias alarmistas que refuerzan las dinámicas antes mencionadas.

Así, en relación a los PCR no es poca la controversia que existe acerca de la fiabilidad de los mismos y el uso imprudente que está haciéndose de ellos, así como de los llamados tests rápidos. De hecho, estos tests, a tenor de las investigaciones realizadas por diferentes científicos, producen cuantiosos falsos positivos y falsos negativos (Li et alii 2020), lo que tiene repercusiones muy graves debido al diseño de los protocolos establecidos por el ministerio de sanidad español. Tal es así que alguien que haya podido superar la enfermedad puede conservar restos del virus hasta 3 meses después de los primeros síntomas, y dar positivo sin ser por ello persona contagiosa (Healthcare Workers 2020). Tal y como señalaba un portavoz del NHS británico, dar positivo en PCR no significa por sí mismo que el posible resto del virus en el organismo esté completamente intacto y sea infeccioso, y por lo tanto pueda provocar contagios en otras personas. Para despejar cualquier duda a este respecto sería necesario un examen clínico mediante métodos de cultivo celular, lo que es un proceso complejo que solamente puede llevarse a cabo en laboratorios con instalaciones adecuadas, a lo que hay que sumar la gran cantidad de tiempo que requiere (Schmidt 2020). En un sentido parecido se manifiestan diferentes expertos del Centre for Evidence-Based Medicine de la universidad de Oxford, quienes apuntan que dar positivo en PCR no implica que pueda haber transmisión de la enfermedad (Jefferson et alii 2020). La propia OMS recoge esta información en sus informes (OMS 2020b), y de igual modo otros expertos que han desarrollado investigaciones sobre esta cuestión también han llegado a las mismas conclusiones (Bullard et alii 2020).

Por otro lado, algunos especialistas, como biólogos, han señalado la falta de precisión de los PCR debido a que no se ha llevado a cabo un aislamiento del virus, lo que puede dar lugar a la confusión del mismo con otros elementos biológicos, tales como vesículas extracelulares o exosomas. Por el momento la única prueba presentada es la secuenciación de nucleótidos en base a bibliotecas genómicas. Pero esto no parece suficiente, sino que ahonda más la baja falibilidad de los PCR debido a que únicamente tienen en cuenta un pequeño fragmento del virus, tan sólo unos 200 neuclótidos de una secuencia de aproximadamente 30.000 (Etxebarria 2020; Alonso 2020). En un sentido parecido se ha manifestado la catedrática en procesos de diagnósticos clínicos María José Martínez Albarracín (2020).

No menos importante es el propio margen de error de los tests PCR, aspecto sobre el que ha incidido el matemático alemán Klaus Pfaffelmoser, quien afirmó que dicho margen, en un uso masivo de esta prueba, puede generar miles de falsos positivos (Pfaffelmoser 2020). La ratio de error de estas pruebas es de al menos 1,4% según estudios actuales (Zeichhardt et alii 2020), con lo que por cada 100.000 tests puede producirse una media de 1.400 personas que son identificadas erróneamente como infectados de coronavirus o, en su caso, como falsos negativos. Consecuentemente las pruebas PCR son un indicador poco fiable para evaluar la propagación de la enfermedad y tomar decisiones al respecto. Según este matemático esto podría dar pie a que virtualmente la pandemia nunca terminase.

Asimismo, el modo en el que está diseñada esta prueba la hace poco fiable, pues permite que una proporción considerable de los tests realizados con este método den positivo y que en realidad correspondan a otras enfermedades próximas o parecidas al coronavirus. Esto es bastante evidente a la hora de tratar con personas que presentan síntomas, pues la sintomatología del coronavirus puede ser confundida con una gripe severa, lo que incluiría tanto neumonía como trombosis y una pérdida temporal del sentido del olfato, pudiendo esta última producirse tanto con gripes como con resfriados (Haro-Licer et alii 2013; University of Michigan Health System 2009). Hay que tener en cuenta, por tanto, que alguien puede dar positivo en coronvirus, presentar síntomas compatibles con esta enfermedad pero, sin embargo, estar enfermo por otro tipo de dolencia que presente síntomas similares. Pero además de esto, los PCR pueden generar positivos por otros coronavirus comunes, lo que tampoco contribuye a arrojar mucha certidumbre sobre la conveniencia de su uso después del punto álgido de la epidemia. Asimismo, otro elemento más que resta fiabilidad a los resultados de esta prueba es quién y de qué forma es hecha al paciente, y si finalmente es correctamente procesada, lo que puede dar a errores de todo tipo que invaliden los resultados obtenidos. No hay que olvidar que se trata de una prueba muy sensible, lo que inevitablemente repercute en la fiabilidad de los resultados (Mandavilli 2020). Su uso al comienzo de la pandemia pudo estar justificado debido a que no se tenía otro recurso, y no había tests validados clínicamente en un contexto de urgencia (Wodarg 2020). Así, el doctor Vernazza concluyó que las pruebas masivas de este tipo no aportan ningún beneficio adicional, y que es preferible que cualquiera que tenga síntomas de una enfermedad respiratoria se quede en casa, medida que se aplica también a la gripe (Vernazza 2020).

Sin embargo, a pesar de las dudas que generan los PCR en la comunidad científica en relación a lo que pretende medirse con ellos, las autoridades sanitarias están haciendo un uso extensivo del mismo que varía en función del criterio utilizado. En unos casos se utiliza solamente con personas que presentan síntomas, en otras ocasiones las pruebas se hacen de manera aleatoria, etc. Pero la cuestión central aquí es la función de control social que está desempeñando el uso de los PCR, especialmente en España en un momento en el que, a tenor de los bajos ingresos hospitalarios, el escaso número de muertes por covid-19, y el número de camas disponibles en las UCI (unidades de cuidados intensivos), no hace pensar que exista una situación de urgencia ni de colapso sanitario en la que el virus esté haciendo estragos en la salud de la población (Benito 2020b, 2020c).

La lógica que es seguida en la utilización de los PCR en España es sui generis desde la perspectiva científica, al menos si tenemos en cuenta todo lo hasta ahora explicado, pues parte de la premisa de que cualquier persona que dé positivo es susceptible de transmitir el virus. Las palabras de Óscar Zaragoza, investigador del Centro Nacional de Microbiología del Instituto de Salud Carlos III, son muy ilustrativas a este respecto, quien afirma que el hecho de detectar material genético del virus implica que ha existido contacto con el virus vivo. “Por lo tanto, ante un resultado de una PCR positiva, hay que asumir que esa persona es portadora y por lo tanto actuar como un transmisor de la enfermedad”. (Álvarez 2020) En una línea similar, e incluso más explícita, se manifiesta María José Valderrama, del departamento de Genética, Fisiología y Microbiología de la Universidad Complutense de Madrid, quien afirma que “no se están utilizando las pruebas para diagnosticar enfermos de COVID-19, sino personas portadoras y limitar sus contactos para evitar transmisión”. (Álvarez 2020) Es decir, una prueba que por sí misma no puede determinar si una persona que presenta restos de coronavirus en su organismo puede contagiar a otras está siendo utilizada como si realmente pudiera. Como consecuencia de esto son tomadas decisiones que implican el aislamiento de miles de personas durante al menos 14 días sin ninguna certeza de que sean transmisores del virus, pues para ello sería necesario un examen clínico con métodos de cultivo celular.

Pero esto no es todo. El diseño del protocolo sanitario en España dicta que los pacientes que den negativo en la prueba PCR deben permanecer en cuarentena 14 días, incluso si no presentan síntomas (Ministerio de Sanidad 2020). Esto es lo que sucede ante cualquier caso sospechoso que conduce a identificar y controlar a sus contactos. El ministerio de sanidad de España entiende por caso sospechoso cualquier persona con un cuadro clínico que presente síntomas compatibles con los del covid-19. Mientras que un contacto es, por su parte, varios tipos posibles de personas: toda aquella persona que haya proporcionado cuidados a un caso sospechoso o confirmado, lo que incluye tanto personal sanitario que no haya utilizado las medidas de protección adecuadas, como a familiares o personas que tengan otro tipo de contacto físico similar; también son considerados contactos quienes hayan estado en el mismo lugar que un caso confirmado o sospechoso a una distancia menor de 2 metros durante más de 15 minutos; también hay que incluir a los viajeros que hubieran podido estar en contacto con esta persona en un trayecto de largo recorrido, en avión, tren u otro medio de transporte, en un radio de dos asientos alrededor, además de la tripulación que haya tenido contacto con dicho caso. Por tanto, si alguno de estos contactos da negativo en la PCR ello no le eximirá de permanecer 14 días en aislamiento, con todo lo que ello implica a nivel personal.

Tal y como indicamos antes, existen enfermedades que presentan una sintomatología similar a la del coronavirus (Haro-Licer et alii 2013; University of Michigan Health System 2009), y la prueba PCR no sirve para determinar si una persona está enferma de covid-19, como tampoco sirve, sin un examen clínico ulterior, para determinar si alguien que da positivo puede transmitir o no el virus y hacer enfermar a otras personas. Pero el hecho de establecer un aislamiento de 14 días a personas que han dado negativo en la mencionada prueba es una clara muestra de, por un lado, la evidente baja fiabilidad de esta prueba PCR, y por otro lado la expansión del control social del Estado. Inevitablemente esto nos conduce a hacer algunas consideraciones acerca de los famosos asintomáticos y de cuán probable es o no que puedan ser transmisores del virus.

Si damos por válida la existencia de casos asintomáticos es necesario determinar en qué medida contribuyen a la propagación de la enfermedad. Sobre esta cuestión ya se han dicho algunas cosas. Así, por ejemplo, Anders Tegnell, el encargado de coordinar la política de gestión de la epidemia en Suecia, afirmó que el grado de transmisión de la enfermedad entre los asintomáticos es muy pequeña comparada con la de aquellos que presentan síntomas, de manera que en una distribución normal de la curva de contagios los asintomáticos se ubican en el margen, mientras que la mayor parte de la curva la ocupan los sintomáticos (Paterlini 2020).

El punto de vista de Tegnell es coincidente con otros hallazgos. Así, diferentes pruebas recogidas en China sobre el comportamiento de la epidemia indican que la vasta mayoría de las infecciones por coronavirus no produjeron síntomas. Esto condujo a las autoridades chinas a publicar diariamente, a partir del 1 de abril de 2020, datos sobre el número de nuevos casos de coronavirus que son asintomáticos, y en los que se mostraba que cuatro quintas partes de las infecciones no producían enfermedad. Es decir, las personas se han estado infectando sin por ello desarrollar síntomas y caer así enfermas (Day 2020). Pero además de esto, ello indicaría que el grado de exposición a la enfermedad es mayor, lo que conduciría a pensar que el virus en sí mismo ha estado circulando desde hace más tiempo del que se cree. En esta dirección caminan los resultados de una investigación que muestra que casi el 5% de la población de Milán ya tenía anticuerpos contra el covid-19 a mediados de febrero, antes del estallido de la epidemia en Italia, lo que sería otra prueba más de que el virus ya estaba circulando por Europa antes de lo que inicialmente se pensó (Valenti et alii 2020). Indudablemente esto plantea la cuestión de qué sentido tiene establecer confinamientos para intentar parar lo que ya está presente en la población (Jefferson y Heneghan 2020).

No hay ninguna investigación que arroje resultados concluyentes acerca del papel que pueden desempeñar los supuestos asintomáticos en la propagación de la enfermedad. Sigue siendo un asunto sin resolver, pero hay datos que apuntan a que la incidencia de estos casos en la transmisión del coronavirus juega un papel menor en comparación con quienes sí presentan síntomas evidentes de la enfermedad. Información recabada del rastreo de contactos muestra que las personas que no tienen síntomas de la enfermedad son menos propensas a transmitir el virus que aquellas que desarrollan síntomas (Luo et alii 2020; Wang et alii 2020; Koh et alii 2020; Jefferson et alii 2020b). Cuatro estudios diferentes de personas de Brunei, China, Taiwán y Corea del Sur reflejaron que entre el 0 y 2,2% de las personas asintomáticas infectaron a otras personas, lo que contrasta con las infecciones de los sintomáticos que oscilan entre el 0,8% y el 15,4% (Luo et alii 2020; Park et alii 2020; Cheng et alii 2020; Chaw et alii 2020).

Por el contrario, las investigaciones que inciden sobre el papel de los asintomáticos en la transmisión del virus tienen importantes limitaciones que deben ser tenidas en cuenta, y que difícilmente proveen conclusiones definitivas en relación a esta cuestión. Así, por ejemplo, algunos estudios no describen con claridad cómo han hecho el seguimiento de las personas que fueron asintomáticas en el momento en el que fueron sometidas a un test para, así, dilucidar si desarrollaron en algún momento síntomas de la enfermedad. En otros estudios, en cambio, los asintomáticos son definidos como personas que nunca desarrollaron fiebre o síntomas respiratorios, lo que contrasta con quienes no desarrollaron síntomas de ningún tipo en absoluto (Byambasuren et alii 2020; Davies et alii 2020; Sakurai et alii 2020). Así, un estudio de China, que definió los asintomáticos con claridad y rigor, sugiere que la proporción de población infectada que nunca llegó a desarrollar síntomas fue del 23% en aquel país (Wang et alii 2020).

Todo lo anterior guarda cierta correspondencia con lo afirmado por Anders Tegnell y con los conocimientos de los que dispone la biología. Sobre esto cabe resaltar lo dicho en su momento por el biólogo Jared Diamond en su famosa obra Armas, gérmenes y acero por la que recibió el premio Pulitzer en 1997. En dicha investigación, en su capítulo once, explica con gran elocuencia la forma en la que operan los virus cuando logran vencer las resistencias de un huésped. Desde el punto de vista de estos gérmenes el desarrollo de síntomas en el huésped, como pueden ser la tos o los estornudos, no es más que una forma mediante la que contagiar a otros individuos y, así, propagarse para sobrevivir. Asimismo, el virus muta mientras se transmite a otros huéspedes, lo que es otra estrategia de supervivencia al constituir una adaptación al medio, hecho que explica que existan diferentes versiones de un mismo virus, tal y como sucede con los coronavirus (Diamond 2009: 225-247). Esto no haría sino destacar la importancia decisiva de las personas sintomáticas en la propagación de una enfermedad, en contraposición a aquellas que eventualmente pueden tener en su organismo restos del virus pero no haber presentado síntomas de ningún tipo.

Tampoco deben ser desdeñados los comentarios hechos por algunos funcionarios de la OMS en relación a esta cuestión tan controvertida del papel de los asintomáticos en la propagación del virus. Se trata de una cuestión crucial en la medida en que ha sido el principal argumento en torno al que ha sido articulado el discurso del miedo, de la sospecha y del alarmismo, además de la política sanitaria de la mayoría de los Estados gracias a la que han extendido su control sobre la población. Así, por ejemplo, la epidemióloga de la OMS Maria Van Kerkhove hizo unas declaraciones que generaron polémica al afirmar que, a partir de la información que disponen, la transmisión del virus por personas asintomáticas es rara (Craven 2020). Aunque posteriormente fue interpelada por este comentario, sus aclaraciones contribuyeron a remarcar que los asintomáticos no son la principal fuente de transmisión de la enfermedad, y que esto sucede en muy raras ocasiones.

A pesar de toda esta controversia y confusión, lo cierto es que no está aclarado científicamente en qué medida una persona asintomática puede transmitir el virus. Tan sólo se sabe que esta transmisión puede producirse pero, según los estudios hechos hasta la fecha, es poco probable que ocurra. Sin embargo, las autoridades sanitarias de la mayoría de países actúan como si las personas asintomáticas fueran uno de los principales vectores de contagio al establecer protocolos que implican el confinamiento de miles de personas que no presentan síntomas de ningún tipo (Cué 2020), y que en muchas ocasiones nunca los desarrollan.

Por otra parte no pueden perderse de vista los hallazgos del grupo de inmunólogos suizos liderado por Onur Boyman (Cervia et alii 2020; Bröhm 2020). En su investigación descubrieron que en los casos leves de coronavirus el cuerpo humano neutraliza la enfermedad con los anticuerpos de la membrana mucosa conocidos como IgA, o incluso lo puede hacer con inmunidad celular a través de las células-T o linfocitos. En estos casos no se producen síntomas, o si se producen suelen ser leves. Sin embargo, los tests que miden los anticuerpos en sangre, los IgG e IgM, únicamente reconocen en torno a una quinta parte del total de las infecciones. Esto podría explicar, al menos parcialmente, la existencia de una parte de los asintomáticos, de forma que serían personas que bien han pasado la enfermedad con síntomas leves, o que sus organismos la neutralizaron. Aunque nada de esto aclararía si pueden transmitir o no el virus, lo cierto es que el protocolo del ministerio de sanidad en España establece que las personas que hayan tenido una infección por coronavirus confirmada por PCR en los 6 meses anteriores están exentas de hacer cuarentena (Ministerio de Sanidad 2020). Sin embargo, no se contempla la posibilidad de personas que hayan superado o neutralizado la enfermedad sin haber sido detectadas previamente por ninguna prueba PCR. Además, las autoridades sanitarias españolas no hacen pruebas serológicas para los anticuerpos IgA, ni tampoco examinan las células-T.

El uso masivo de PCR en España está generando una gran cantidad de positivos que son presentados como una amenaza al ser considerados potenciales propagadores de la enfermedad, cuando no necesariamente tiene que ser así, especialmente en los asintomáticos. Todos los expertos coinciden en que cuantos más PCR se realizan más son los positivos que se encuentran, lo que no significa que exista una propagación a gran escala de la enfermedad, sino que fácilmente puede reflejar que la población ha estado más expuesta al virus de lo que se pensaba, y que la inmunidad de grupo es más probable. De hecho, un estudio publicado recientemente en la revista científica Nature concluyó que las personas que contrajeron SARS-Cov-1 entre 2002 y 2003 todavía tenían células-T que eran reactivas contra el nuevo coronavirus SARS-Cov-2, después de 17 años (Le Bert et alii 2020). Más aún, los investigadores descubrieron células-T con reacción cruzada, lo que significa que fueron producidas por contacto con otros coronavirus, en parte desconocidos, en alrededor de la mitad de las personas que no habían contraído SARS-Cov-1 ni SARS-Cov-2. Desde el punto de vista de esta investigación la distribución desigual de tales coronavirus y células-T explicaría por qué algunos paaíses están menos afectados que otros por el nuevo coronavirus, al margen de las medidas adoptadas en cada caso. Sin embargo, nada de esto es tenido en cuenta en los protocolos del ministerio de sanidad. Como consecuencia del uso de una prueba que ofrece dudas sobre su fiabilidad y que no sirve para dilucidar si alguien es contagioso en caso de estar infectado, miles de personas son obligadas a guardar cuarentena, incluidos los contactos que dan negativo. El efecto de todo esto ha sido el desarrollo de todo un sistema de control sobre la población.

La maquinaria burocrática de sanidad en España, como consecuencia de la búsqueda de infectados, ha desarrollado toda una organización a través de las comunidades autónomas compuesta por miles de rastreadores encargados de supervisar y vigilar a los casos sospechosos y sus contactos. Hasta mediados de agosto de 2020 se hicieron en España un total de 7.955.615 pruebas que incluyen tanto PCR como tests anticuerpos y pruebas similares (RTVE 2020). Del total de esas pruebas se han confirmado unos 386.000 positivos, lo que representa, aproximadamente, un 4,8% del total de las pruebas hechas. De esos positivos se sabe que en torno al 45% son asintomáticos, es decir, unos 174.000 casos (Ojeda 2020). Cada día se hacen una media de 47.300 pruebas (RTVE 2020). Como podrá imaginarse esto exige un elevado grado de organización tanto con rastreadores, administrativos, médicos, etc., que supervisan minuto a minuto tanto la realización de estas pruebas como a todos aquellos que son sometidos a ellas y puestos en cuarentena. Pero lo importante aquí es el impacto que tienen estas medidas de control en el plano socioeconómico y político.

La falta de una evidencia científica concluyente acerca de la transmisión de la enfermedad en personas asintomáticas, así como la restricción de movimientos de los contactos de casos sospechosos mediante su confinamiento sin contar con una evidencia de estar infectados, constituyen un claro atentado a los derechos fundamentales de las personas y a las libertades públicas. No hay que perder de vista que este sistema tiene una lógica interna que desencadena efectos multiplicadores en cadena. Un sospechoso lleva a los rastreadores y funcionarios de sanidad a buscar  todos sus contactos, y si entre estos se da, a su vez, algún otro sospechoso, la cadena de búsqueda continúa, lo que significa más y más individuos en cuarentena. Esta decisión tiene un grave impacto socioeconómico en la medida en que las personas afectadas dejan de trabajar o pierden sus trabajos, lo que degrada sus condiciones de vida y contribuye a crear incertidumbre sobre el futuro, circunstancia que facilita que finalmente enfermen y mueran, o simplemente enloquezcan y se suiciden.

Además de las repercusiones inmediatas en las personas directamente afectadas por este tipo de medidas, hay que apuntar que sus efectos se extienden, también, al conjunto de la sociedad y de la economía. Una persona que es forzada a dejar de trabajar supone un perjuicio para todas aquellas otras personas que se beneficiaban de alguna manera del servicio que pudiera desempeñar. Albañiles, fontaneros, mecánicos, carpinteros, electricistas, transportistas, etc., son sacados de circulación, lo que desata una escasez de estos profesionales. Los únicos beneficiados de esta situación son las grandes empresas que concentran una elevada mano de obra y que ven así incrementada su cuota de mercado.

La espacialización y la supervisión minuto a minuto por parte de la autoridad son elementos que forman parte del establecimiento de un sistema disciplinario en la sociedad, a los cuales se refirió Foucault en su obra. Estos elementos se encuentran presentes en la utilización del controvertido PCR, lo que ha contribuido a un aumento del control social del Estado con la expansión de su presencia en ámbitos en los que no estaba presente, o sólo de un modo indirecto. Asimismo, significa la suspensión de una serie de derechos fundamentales por la vía administrativa, lo que no es sino el reflejo de un proceso mediante el que el Estado ha aumentado su poder a expensas de la población. Esto se ve agravado por los confinamientos de localidades enteras, y por ello la restricción de derechos tan importantes como el de reunión o la movilidad, además de impedir, tal y como ha sido mencionado, trabajar y desarrollar una innumerable cantidad de actividades económicas, circunstancia esta que contribuye al empobrecimiento de la sociedad en su conjunto.

El control y seguimiento de contactos y sospechosos sin una base científica que respalde decisiones que tienen un grave impacto en la sociedad y en la vida de las personas únicamente contribuye a establecer un control total del Estado. No hay que olvidar, por ejemplo, que en los regímenes totalitarios, como puede ser la Rusia estalinista, cuando alguien era acusado de algún delito político era inmediatamente detenido junto a sus familiares, vecinos, amigos, compañeros de trabajo, etc., y sólo más tarde eran investigadas las responsabilidades de cada detenido. Sin embargo, nada de esto impedía que personas ajenas a estos delitos permaneciesen durante días encerradas en dependencias policiales, sometidas a intensos interrogatorios, y sólo más tarde liberadas. Y esto en el mejor de los casos. Pero lo importante es que la biopolítica del Estado está siendo relanzada con el pretexto de la epidemia del coronavirus, y está creando las condiciones propicias para la autotransformación consciente del Estado constitucional en Estado totalitario por medio de un control médico-sanitario extensivo de toda la sociedad. Para esta labor, al menos en España, las autoridades sanitarias cuentan con la colaboración activa de la policía en la vigilancia del confinamiento de las personas sospechosas y de sus contactos, lo que en no pocas ocasiones implica el aislamiento no sólo de localidades, sino también de edificios enteros con todos sus vecinos y vigilancia policial en los portales (Bayón 2020; Cortés 2020). Naturalmente para este tipo de medidas son precisas órdenes judiciales, pero por el momento las están consiguiendo sin demasiadas dificultades en la mayoría de los casos. No hay que olvidar que las cuarentenas son un autoaislamiento, pues, al menos en España, sin un estado de alarma no es posible limitar la movilidad de las personas, lo que no impide, como es sabido, la existencia de controles, presiones e incluso amenazas por parte de la burocracia sanitaria y de la policía para guardar la perceptiva cuarentena. En otros casos, como ocurre en Galicia, son establecidas fuertes multas que pueden ascender a los 120.000 euros en caso de romper la cuarentena, además de obligar a cooperar con las autoridades en todo momento (Xunta de Galicia 2020; Puga 2020). En otros países, como en el Estado de Sajonia, Alemania, las autoridades se han planteado seriamente en internar en psiquiátricos a quienes se resisten a guardar cuarentena (DPA 2020b).

Las medidas coercitivas utilizadas por el Estado para ejecutar su política sanitaria, y consecuentemente extender de forma masiva su control sobre el conjunto de la sociedad, son combinadas con diferentes recomendaciones que, de un modo implícito, allanan el camino para ulteriores medidas dirigidas a ampliar su presencia en la sociedad. Así, por ejemplo, nos encontramos con que el gobierno autónomo de La Rioja recomienda a sus ciudadanos, para facilitar la colaboración con las autoridades sanitarias, que lleven sus propias anotaciones de autorrastreo, es decir, que cada ciudadano lleve su propio conteo de contactos cuando estos se salen de lo habitual (Consejería de Salud 2020). Este tipo de recomendaciones están dirigidas a reforzar el poder del Estado en un contexto de miedo e incertidumbre que es utilizado para facilitar sucesivas concesiones de la población a unas medidas que, como se ha explicado antes, no obedecen a un criterio científico ni son proporcionales en relación al peligro real que entraña el coronavirus. Por esta razón nos encontramos ante un proceso de disciplinamiento de la sociedad.

11.  Dominación: miedo y vigilancia

No puede negarse que los medios de comunicación han desempeñado, y desempeñan, un papel central en el desencadenamiento y conducción de la propia epidemia mediante el sensacionalismo y la propagación del miedo. El establecimiento de una atmósfera de alarma moldea la opinión pública, atemoriza a la población y facilita la aceptación de las medidas crecientemente restrictivas de las autoridades. Sin embargo, nada de esta estrategia de comunicación se fundamenta en una evaluación racional y mínimamente objetiva del peligro real que entraña el coronavirus, como tampoco de la evolución real de la propagación de esta enfermedad.

Los medios de comunicación han demostrado ser, por un lado, correa de transmisión de la política oficial del Estado en materia sanitaria al imponer un único punto de vista, que es el determinado por las autoridades. Pero al mismo tiempo se encargan de allanar el camino para el ulterior desarrollo de dicha política. En este sentido la elaboración de un discurso del miedo y de la sospecha ha sido fundamental para hacer aceptables crecientes restricciones y controles. Esto lo vemos claramente reflejado en el uso de las cifras de infectados que presentan ante la opinión pública, y que son utilizadas para crear un clima de alarma que mantiene unos elevados niveles de estrés en la población. La presión mediática se traduce rápidamente en presión de la administración con restricciones adicionales, advertencias, amenazas, nuevas coacciones, etc. Una espiral de alarmismo, miedo, amenazas y progresivas restricciones en la que los datos sólo son un instrumento para justificar las medidas adoptadas.

Así, comprobamos que los medios de comunicación enfatizan los nuevos positivos en los tests realizados, al mismo tiempo que destacan el número absoluto de contagiados, bien en el conjunto de un país o de alguna de sus regiones. Sin embargo, no son mostrados datos decisivos sobre las hospitalizaciones recientes, cuántas personas hospitalizadas hay en total, cuánto tiempo llevan hospitalizadas, o cuántas de estas personas hospitalizadas se encuentran en las UCIs y desde hace cuánto tiempo.

En relación a los positivos en las pruebas PCR tampoco son especificadas cuántas personas han dado positivo por primera vez, pues también son contabilizados como positivos aquellas personas que pueden llevar acumulados 2 ó más positivos, lo que es una distorsión de la realidad. Tampoco se informa de los muertos, si es que los hay, para explicar su perfil, es decir, la edad, si existían patologías previas, cuánto tiempo llevaban hospitalizados, cuándo les fue diagnosticada la enfermedad, o si tenían más enfermedades distintas del coronavirus en el momento de su fallecimiento y si murieron por causa de ellas.

Igualmente hay que señalar que el recuento de muertos es desfigurado en el modo en el que es presentado ante el público, pues debido a que los estándares de cada administración varía la forma de contabilizarlos, existen retrasos en la notificación de los mismos, y como consecuencia de ello se producen acumulaciones de fallecimientos que, sin embargo, se produjeron en numerosas ocasiones a lo largo de varios días. Estas anormalidades estadísticas apenas son mencionadas cuando todavía son cantidades relativamente bajas y fáciles de camuflar. A pesar de todo esto, la insistencia en los números absolutos de positivos constituye un procedimiento mediante el que los medios crean alarmismo cuando las cifras relativas ofrecen una perspectiva más amplia y realista, además de mucho menos inquietante. Este tipo de prácticas en la comunicación son algo generalizado en Europa y en el mundo entero, y que algunas asociaciones de especialistas, como es la Red Alemana por la Medicina basada en la Evidencia, han denunciado (German Network for Evidence-based Medicine 2020).

En líneas generales observamos que el sensacionalismo de los medios de comunicación, con una evidente morbosidad a la hora de trasladar estas noticias al público, se explica tanto por la ambición de estas empresas de retener y aumentar sus audiencias, como por su resuelta adhesión a la política del Estado en materia sanitaria para impulsar nuevas y crecientes restricciones, además de medidas adicionales de control. De esta forma la atención del público, que hoy está secuestrada por estos emporios mediáticos, es encuadrada en un marco prefijado que determina un tratamiento de los acontecimientos relacionados con la pandemia que sigue una lógica muy definida: la propagación del miedo para, así, imponerle a la opinión pública la política sanitaria del Estado y forzar, a través de una atronadora guerra psicológica, la aceptación de todas las imposiciones que la autoridad determine. La prueba más palpable de todo esto es la ausencia de la más mínima pluralidad a la hora de explicar todo lo relacionado con la enfermedad y la epidemia (Ioannidis 2020; Brown 2020; Freeman 2020), de manera que sólo es ofrecido un único punto de vista que es el de los altos funcionarios del ministerio de sanidad y los expertos que apoyan su política.

No son presentados ante el público otras perspectivas de personas competentes en el campo de la medicina y de la ciencia, como tampoco las informaciones que estas personas pueden suministrar al público, pues todo ello podría contribuir a generar dudas acerca de la conveniencia de las medidas adoptadas, y cuestionar en último término el conjunto de la política sanitaria. Las llamadas a la unidad desde la cúspide del poder establecido no congenian nada bien con la pluralidad de puntos de vista, el debate, la contrastación de los hechos, el examen crítico y demás, porque, al fin y al cabo, son llamadas a la obediencia.

Por tanto, otros puntos de vista diferentes son silenciados o directamente censurados, no reciben cobertura mediática de ningún tipo, y cuando son sacados a la palestra es con la intención política de ridiculizarlos, difamarlos o desacreditarlos, generalmente de un modo burdo y con ninguna o muy poca argumentación al recurrir al principio de autoridad. Tampoco se ofrece la posibilidad de réplica a quienes son interpelados por estos ataques, lo que deja bien claro el carácter abusivo y denigrante de este tipo de prácticas en los medios. A esto se suma la cooperación de una parte de la comunidad científica y médica con las autoridades ministeriales, en la medida en que reprimen la discrepancia y la disidencia, algo que puede observarse claramente en las recientes declaraciones de los colegios de médicos (García 2020), lo que es un grave atentado contra la libertad de expresión y de pensamiento al negar el derecho a disentir. Esto no hace sino mostrar que una parte de la comunidad de expertos sólo es una comparsa de las autoridades sanitarias, y que como tal su función es la de decir ante la opinión pública todo cuanto estas autoridades desean oír para justificar su política.

En este punto es en el que cobra plena vigencia el papel desempeñado por las jerarquías visibles al que aludió Foucault en relación al establecimiento de un sistema disciplinario. Así, los medios de comunicación se encargan de presentar ante el público a aquellas supuestas autoridades médicas y científicas que se encargan de elaborar la argumentación justificadora de la política del Estado. Estos grupos de expertos y especialistas de todo tipo, entusiastas de la política oficial, se ocupan de crear y difundir el discurso público en relación a la enfermedad. La visibilidad y exposición de estas figuras públicas gracias a la acción de los medios los convierte en un referente socialmente válido, lo que hace que sus indicaciones, comentarios, observaciones, etc., adopten un carácter eminentemente imperativo, lo que es combinado con amenazas y permanentes llamadas a la obediencia de la población a través de apelaciones a su responsabilidad. Todo esto demuestra, también, una manipulación del lenguaje en la que el significado de las palabras es cambiado al utilizarlas en un contexto específico en el que adoptan un sentido diferente, aunque de forma encubierta. La responsabilidad sólo puede ser algo voluntario. Cuando el cumplimiento de un sistema de normas depende de la supervisión de unos cuerpos policiales estamos ante una obligación, y cualquier llamada pública al respeto de estas normas no es sino un llamamiento a la obediencia, siendo la palabra responsabilidad un mero eufemismo en este contexto.

Por tanto, los medios de comunicación se encargan de dar pábulo a los expertos que pueblan los platós y las entrevistas, de tal forma que ellos son presentados como quienes realmente saben, lo que les permite pronunciarse sin cortapisas e imponer su visión de la realidad al público sin posibilidad de réplica de nadie más, ni siquiera de aquellos otros expertos como ellos que no comparten su perspectiva. De esta forma su posición de autoridad y su mensaje son reforzados. La finalidad es clara: por un lado justificar las prácticas del Estado con su política sanitaria; y por otro lado presentar el discurso de estos expertos como la única verdad con el propósito de generar confianza en el público, todo ello a pesar de las contradicciones y dislates que alberga dicho discurso en la mayoría de las ocasiones.

Dicho discurso es presentado como verdadero y, además, debe aparentarlo, aunque generalmente no resiste un examen riguroso debido a sus manifiestas contradicciones. Cuando la realidad desmiente ese discurso, es decir, cuando las medidas adoptadas no resultan ser efectivas y no ofrecen unos resultados acordes con las expectativas generales, se crea el caldo de cultivo para un cuestionamiento de la política oficial en esta materia, tal y como sucede en España. Para impedir esto la población es culpada por estos resultados, y acusada de no ser lo suficientemente escrupulosa en el seguimiento de las directrices de las autoridades sanitarias. De esta manera la fuente de legitimidad basada en el rendimiento, esto es, en un resultado considerado como satisfactorio, es convertida en un instrumento para forzar la obediencia de la población bajo la amenaza de restricciones adicionales, o la muerte por causa del virus.

Sin abandonar todavía el nivel de análisis discursivo es necesario tener en cuenta el núcleo de la narrativa oficial sobre el coronavirus, al menos en lo que respecta a su efecto más claro y decisivo sobre la opinión pública. Así, podemos constatar que en lo fundamental se trata de un discurso que implanta en el imaginario colectivo la existencia de un peligro real e inminente al que todos, independientemente de nuestras condiciones físicas o sociales, estamos expuestos de igual manera. Un peligro, además, que puede llegar a ser mortífero. Al tratarse de una enfermedad infecciosa se implanta la permanente desconfianza y sospecha hacia todos los demás. El individuo debe aprender a mantener unas distancias frente a los demás que pasan a ser considerados una potencial amenaza, pues son la fuente de infección. El otro nos enferma. Todo esto no hace sino reforzar el papel del Estado como garante de la salud y, en definitiva, de la seguridad del público, y por tanto en quien todos debemos depositar nuestra confianza. El Estado nos sana, nos salva y nos cuida. El Estado nos protege. El Estado es, así, como un padre, o como una entidad mística, un Dios, que se ocupa de nosotros y en quien podemos descargar nuestras preocupaciones. El Estado es, entonces, fuente de alivio y de salud. Por todo esto hay que obedecer, cumplir con la política sanitaria y seguir las indicaciones de los expertos, porque sólo así podremos sobrevivir al coronavirus.

Asimismo, el papel decisivo de los medios de comunicación ha llegado hasta el extremo de asumir funciones policiales en la supervisión del cumplimiento de las normas relativas a la gestión de la epidemia, lo que se traduce en una creciente presión sobre la población que es intimidada y denunciada sistemáticamente. De esta forma los medios denuncian públicamente la conducta de ciertas personas, crean alarmismo, aumentan su audiencia y hacen un llamamiento a incrementar la presión y el celo policial para hacer cumplir las normas. En cada noticiario presentan como blanco de sus ataques a un colectivo específico: jóvenes, temporeros, inmigrantes, fumadores, etc. En este sentido puede afirmarse que son también unos propagadores del odio y la confrontación en el seno de la población, lo que facilita al mismo tiempo medidas restrictivas adicionales del Estado para incrementar su poder.

Juntamente con esto, hay que resaltar el papel de policía del pensamiento que los principales grupos mediáticos están desempeñando desde sus estudios y redacciones. No sólo existe una labor de denuncia de quienes eventualmente transgreden las normas establecidas por las autoridades sanitarias, sino que también existe una denuncia, ridiculización y hostigamiento de las posturas críticas en relación a la política sanitaria y las medidas hasta ahora adoptadas. Este tipo de prácticas demuestran que hoy no es legítimo disentir o cuestionar la política sanitaria oficial, y dentro de poco tampoco será legítimo discrepar en general. Aunque lo habitual es que los medios de comunicación silencien este tipo de puntos de vista al no darles cobertura alguna en las noticias, programas e informaciones que difunden, ha surgido un fenómeno nuevo ligado a personas de la sociedad civil, como expertos y especialistas relacionados con el mundo científico y médico que, debido a su posición disidente, son despreciados, difamados y catalogados como “negacionistas”. Así las cosas, la disidencia política ha tomado forma bajo este nuevo epíteto, el de negacionista, que es un cajón de sastre en el que son incluidos todos los críticos y escépticos de la política sanitaria, y que son asociados, de un modo malintencionado, con aquellas corrientes de pensamiento que niegan la existencia del coronavirus. Sin duda se trata de una manera nada sutil de deslegitimar e invalidar críticas y puntos de vista bien fundados y legítimos, con base en hechos e investigaciones científicas, al asociarlos con el conspiracionismo y con teorías carentes de rigor.

Por otra parte los grandes medios de comunicación no han dudado en desarrollar una potente campaña desinformativa no sólo con la propagación de informaciones sesgadas, sino a través de la difusión de noticias que son falsas en relación al modo en el que el covid-19 afecta a la población, y más concretamente a determinados colectivos. En lo que a esto respecta es interesante mencionar cómo numerosos medios han subrayado supuestos casos de jóvenes e individuos saludables que fallecieron a causa de esta enfermedad. Por un lado hay que señalar que los casos que han resultado ser ciertos son, en términos estadísticos, anecdóticos, dado que la mayor proporción de fallecidos se concentra en las personas ancianas de más de 60 años, y generalmente en franjas de edad entre lo 80 y 90 años. Pero estas noticias son periódicamente sacadas a la palestra y magnificadas, cuando lo cierto es que son acontecimientos muy puntuales. Asimismo, no puede olvidarse que el hecho de que una persona joven fallezca por coronavirus no significa que dicha persona gozara de buena salud, o que no padeciera alguna patología previa no detectada. Pero al margen de estos casos anecdóticos, los medios de comunicación han difundido noticias falsas acerca de niños y jóvenes que supuestamente murieron de covid-19 cuando en realidad ya estaban gravemente enfermos (Zilber 2020; Yahoo!sports 2020). En otras ocasiones las noticias aludían a un niño de 9 años fallecido por coronavirus, cuando realmente se trataba de una persona con 109 años (Ntv 2020). Pero también están las exageraciones acerca del fallecimiento de niños que habían padecido previamente la enfermedad de Kawasaki (Grant 2020; Societi 2020).

El discurso del miedo y del alarmismo instalado en los medios de comunicación también se plasma en la creación de miedos irreales o imaginarios que, a su vez, están vinculados a la política sanitaria del Estado. En lo que a esto se refiere debemos destacar cómo las autoridades sanitarias, tanto en España como en el resto del mundo, han afirmado que su preocupación por la propagación de la enfermedad es debida al colapso sanitario que ello podría ocasionar. Sin embargo, este miedo no sólo es infundado, a tenor de los datos reales de hospitalizaciones e ingresos en la UCI de los hospitales españoles, sino que presenta una imagen tergiversada de la realidad como si el sistema sanitario sólo se colapsase por culpa del coronavirus. Nada de esto resiste un análisis en profundidad. Así, por ejemplo, en 2015, en España, los hospitales colapsaron a causa de la gripe estacional, lo que hizo que los pacientes terminaran durmiendo en los pasillos (Sevillano 2015). En 2017 la gripe volvió a colapsar los hospitales españoles, algo que, a la vista de las declaraciones de trabajadores sanitarios e informaciones de los medios de comunicación, parece ser recurrente (Ventura 2017). La gripe de 2017-2018 produjo el colapso de prácticamente todos los hospitales de media España (Salamanca 2017). De hecho, en marzo de 2019 la gripe hizo colapsar el hospital de La Paz en Madrid, que vio cómo se abarrotaba de pacientes (La Sexta 2019). Tal es así, que a principios de 2020, antes de que se produjera la epidemia de covid-19 en España, los trabajadores sanitarios denunciaban la saturación por la gripe en 11 comunidades autónomas (Redacción Médica 2020).

Lo antes descrito no es algo exclusivo de España, sino que el mismo fenómeno también se observa en otros países como EEUU. En este país la gripe estacional tiende a saturar los servicios sanitarios, tal y como ocurrió a principios de 2018. Tal es así que el Estado de Alabama llegó a declarar el estado de emergencia, y operaciones quirúrgicas no esenciales fueron canceladas, mientras que en Califonia tuvieron que instalar hospitales de campaña (Branswell 2018; Macmillan 2018; CBS 2018; Karlamangla 2018). En ese mismo año algo parecido ocurrió en Milán, también como consecuencia de la gripe, donde los hospitales colapsaron por la gran cantidad de hospitalizaciones (Ravizza 2018). Además, es habitual que los hospitales de Lombardía tengan una ocupación de entre el 85 y 90% de las camas de UCI en la época de invierno, cuando más se hace notar el efecto de la gripe (Grasselli et alii 2020). En el Reino Unido, en diciembre de 2019, el NHS tuvo que establecer camas temporales de emergencia en el 52% de sus hospitales debido a la habitual crisis invernal producida por la gripe (Campbell 2019).

Por si lo anterior no fuera suficiente, la sociedad del miedo implantada por la acción mediática de los grandes grupos de comunicación y las autoridades sanitarias se combina, también, con una difusa, y todavía imaginaria, segunda ola que parece concitar toda clase de temores que premeditadamente están siendo implantados en el imaginario colectivo, y que buscan en la experiencia de los meses de marzo y abril en algunos hospitales, tanto españoles como de otros lugares del mundo, su fundamento. Pero lo cierto es que los modelos estadísticos y las predicciones que han sido elaboradas a partir de los mismos han mostrado una clara divergencia con los hechos reales y los datos concretos. Una posible razón de esto es que dichos estudios se basan en suposiciones irreales como, por ejemplo, un riesgo uniforme de enfermedad y muerte para todos los grupos de edad, tal y como sugiere un estudio de la Escuela Politécnica Federal de Lausana (Cucu 2020; Lemaitre et alii 2020). Algunos médicos, como Luis de Benito, se muestran escépticos sobre la posibilidad de una segunda ola (Estado de alarma 2020). Otros, como el médico corresponsal de la BBC Fergus Walsh, consideran que existe una notable mejora de la situación al afirmar que “la tendencia mortal y la gravedad de la enfermedad están en declive. El número de pacientes ingresados ha caído durante meses: en el momento crítico había 20.000 en los hospitales británicos, ahora son menos de 800. La gente con respiradores en las UCIs han pasado de 3.300 a 64. Y cierto, el número de casos diarios ha ido en aumento en los dos últimos meses, pero eso es también debido a un incremento en el número de pruebas”. (Fresneda 2020) Por tanto, la tendencia general no indica, o por lo menos no hace pensar de momento, que una segunda oleada del coronavirus vaya a producirse de nuevo en otoño.

En otro lugar no menos importante encontramos el silencio informativo que existe en los medios acerca de lo que realmente sucede en el exterior, y de la manera en que otros países están gestionando la epidemia de coronavirus. Las referencias que existen a este respecto son testimoniales, y generalmente no ahondan en el tipo de medidas que han adoptado otros países. Por el contrario, es bastante habitual encontrar, tal y como sucedió al comienzo de la pandemia, artículos en los que es atacada, denigrada, e incluso difamada, la política sanitaria de otros países al mostrarla como un fracaso o un error, y sin mostrar pruebas o razones evidentes de ello (McLaughlin 2020; Karlsten 2020; Rachidi 2020). En el caso español esto únicamente puede entenderse como una forma por medio de la que el Estado, con la entusiasta colaboración de los medios de comunicación, ha buscado mantener en la ignorancia al público para que desconozca otro tipo de gestiones, lo que eventualmente podría dar lugar al cuestionamiento de la política sanitaria española en la gestión de la epidemia. Prueba de esto es que el presente informe ha tenido que basarse sobre todo en referencias de medios de comunicación extranjeros para ilustrar la política sanitaria de otros Estados, además de fuentes directas de la legislación de estos países.

Como resultado del miedo producido con esta situación, la dimensión política de la epidemia es muy patente cuando las autoridades, por vía administrativa, deciden unilateralmente, y sin ningún tipo de respaldo judicial ni una base legal, prohibir el voto a personas infectadas de coronavirus, sin ni siquiera valorar posibles alternativas para no privarles de un derecho fundamental. Esto lo hemos observado recientemente en las elecciones autonómicas en Galicia y el País Vasco, lo que deja bien claro que existe una instrumentalización de la enfermedad con el propósito de extraer el consecuente rédito político al impedir a la población una forma de participación política (Euronews 2020; Izarra 2020). Este tipo de medidas han sido combinadas con amenazas de diferentes sanciones como multas e incluso el encarcelamiento al considerar que sería un atentado contra la salud pública que estas personas acudiesen a votar a los colegios electorales.

Así, el discurso del miedo camina en dos direcciones. Por un lado el miedo al virus, a enfermar, y por otro lado el miedo a las autoridades debido a las crecientes restricciones que son impuestas, y cuyo cumplimiento descansa en sanciones de diferente tipo. Esto lo vimos claramente durante el estado de alarma en España con la implantación de un Estado policial que, con el respaldo del ejército, impuso 1,2 millones de sanciones y detuvo a 9.000 personas (Lázaro 2020). Este tipo de medidas fueron combinadas con el uso de drones para la vigilancia desde el aire de la población, tanto en zonas urbanas densamente pobladas como en áreas rurales. De esta manera los drones no sólo sirvieron para supervisar el cumplimiento del confinamiento, sino también para lanzar órdenes y mensajes intimidatorios a la población, además de llevar a cabo labores de identificación para sancionar a los ciudadanos (Doffman 2020; Martínez 2020; Estévez 2020).

Esto ha ocurrido tanto en España como en otros países como el Reino Unido, donde los drones han sido utilizados para exponer públicamente a las personas que no guardaban el confinamiento (Pidd y Dodd 2020; BBC 2020d). Igualmente en el Estado de Renania del Norte-Westfalia, en Alemania, han sido utilizados drones para el control de la población, y más concretamente para detectar la formación de “multitudes prohibidas” (DPA 2020). Algunos de estos drones han sido equipados con cámaras especiales para identificar a personas que tosen, estornudan o tienen fiebre en medio de muchedumbres. En otras ocasiones incorporan sensores especiales con los que no sólo monitorizan la temperatura de las personas, sino también su ritmo cardiaco. Son los llamados “drones pandémicos” (Meisenzahl 2020). Romper el confinamiento en España podía conllevar multas de hasta 600.000 euros o penas de cárcel de un año, lo que son sanciones más severas que en otros países, como Australia, donde las multas ascienden hasta los 11.000 dólares o seis meses de cárcel (Koziol 2020).

No menos inquietante es la generalización del uso de cámaras térmicas tanto en los aeropuertos, para monitorizar el tránsito de viajeros, algo que pone en entredicho el respeto de la intimidad y privacidad de las personas, así como en los accesos a las empresas. En muchas ocasiones estas cámaras son ocultas y no es advertida la presencia de las mismas (EFE 2020; McLoughlin y Méndez 2020), y en otros casos detectan quién está infectado de coronavirus, tal y como afirman algunos de sus fabricantes (Cox 2020). A esto se suma, como ya fue indicado antes, la implantación de todo un sistema de rastreo de contactos por medio de la burocracia sanitaria, a lo que hay que añadir el nada desdeñable papel de las fuerzas policiales y de los servicios secretos. Este puede ser el caso del aparato de espionaje en Israel que asumió la función del rastreo de los contactos de las personas sospechosas de estar infectadas (Israel 2020), habiendo recurrido a las leyes antiterroristas para desempeñar esta labor (Holmes 2020). De esta forma la Agencia de Seguridad no necesita obtener una autorización judicial para rastrear los teléfonos de la gente. El propio Netanyahu reconoció el carácter invasivo de estas medidas que ni siquiera habían sido utilizadas con anterioridad contra terroristas. Pero al mismo tiempo afirmó que debían ser adoptadas como una nueva rutina (Hamilton 2020).

En otros países el propio Estado impone el uso de aplicaciones móviles para rastrear a las personas en caso de detectar algún infectado en su sistema, tal y como sucede en India (O’Neill 2020). Casos similares al de India son, también, Polonia y Corea del Sur, que han pedido a sus ciudadanos que se descarguen una app para rastrear sus movimientos (Scott y Wanat 2020; Kim 2020). El gobierno de Singapur también hizo obligatorio el uso de la app que desarrolló al comprobar que apenas nadie la utilizaba, lo que le ha permitido establecer un sistema de vigilancia masivo para toda su población (Seydtaghia 2020). Mientras tanto, en otros países el uso de estas aplicaciones sólo es obligatorio de manera parcial, como es el caso de Argentina donde es preciso tener activo el rastreo de contactos cuando se está en el espacio público (Weber 2020). Otros países, como Australia, se plantean hacer su uso obligatorio, y la presión de los medios de comunicación en este sentido no para de crecer mediante la ridiculización e insulto de quienes no son partidarios de utilizarla (9News Staff 2020; Mollard 2020).

En Moscú han desarrollado una app para vigilar el cumplimiento del confinamiento y rastrear a la población (Maynes 2020). En Alemania es utilizada este tipo de tecnología, lo que ha levantado una importante controversia acerca de la intimidad y privacidad de las personas (AFP 2020b, 2020c), sobre todo en la medida en que la información es almacenada en un servidor propiedad del Estado (Méndez 2020). En Suiza el profesor de computación, Serge Vaudenay, demostró que los protocolos de rastreo de contactos no son descentralizados y transparentes debido a que la funcionalidad real es ejecutada a través de una interfaz de Google y Apple (GAEN) que no es de código abierto. Esta interfaz puede registrar y almacenar todos los contactos, y no sólo aquellos que desde un punto de vista médico son relevantes (Vandenay 2020, 2020b; Maurer 2020).

El Estado español, por su parte, ha decidido utilizar la tecnología de Apple y Google para la app de rastreo de contactos para detectar posibles infectados. Aunque oficialmente las autoridades afirman que no requiere geolocalización mediante el uso del GPS, lo cierto es que para que dicha app funcione es necesario tener activada esta función. Como es de sobra sabido, el anonimato en los usuarios de smartphones es imposible, y siempre hay puertas traseras que hacen posible revelar la información de los usuarios (Pascual y Bueno 2019). Pero por si fuera poco, un experto en TI alemán, y presidente de la Sociedad Alemana de Ciencias de la Computación, Stefan Krempl, describió las aplicaciones de rastreo como un caballo de Troya, ya que con unos pocos ajustes pueden servir para espiar a la población (Krempl 2020). Pero lo interesante en todo esto es que la app del gobierno español es presentada como un sistema descentralizado, y por tanto seguro en relación a la privacidad de los usuarios. Sin embargo, estos sistemas no dejan de ser problematicos en relación a la protección de datos del rastreo de contactos. El profesor neerlandés Jaap-Henk Hoepmann explicó que incluso este tipo de sistemas pueden ser utilizados muy fácilmente para el monitoreo y la vigilancia de los usuarios (Hoepmann 2020). Por el momento el uso de Radar Covid, como se llama este programa, es voluntario.

El Reino Unido también ha desarrollado su app en colaboración con Google, lo que implica la existencia de un control centralizado de la información. Esto no ha estado exento de polémica debido a que permitiría la revelación de la identidad de las personas que utilizasen dicha aplicación en caso de que el gobierno así lo requiriese (Pegg y Lewis 2020). Actualmente la app está en fase de pruebas y es utilizada en la isla de Wight y en el distrito de Newham en Londres (Hall 2020). Curiosamente la OMS desaconseja en caso de pandemia no utilizar bajo ninguna circunstancia el rastreo de contactos, la monitorización de las entradas y salidas, la cuarentena para personas expuestas, y el cierre de fronteras (OMS 2019b: 9). Más de 600 científicos advirtieron contra la implantación de estos sistemas de vigilancia de la sociedad con el rastreo de los contactos que mantiene cada persona (Contact Tracing Joint 2020). No son pocas las voces que también desaconsejan este tipo de programas, a pesar de lo cual hay diferentes iniciativas en países occidentales para rastrear masivamente a la población (Kelion 2020). No sin razón, 300 científicos se opusieron al almacenamiento centralizado de información sobre el coronavirus a través de aplicaciones de smartphones (Greis 2020).

Los países occidentales están imitando a países como Corea del Sur, Taiwán o incluso China con la introducción de estas apps y la geolocalización de sus ciudadanos. Todo parece indicar que están dispuestos a llevar esta situación tan lejos como estos países que, como Corea del Sur, exponen públicamente información privada acerca de las rutas de sus ciudadanos para comprobar posibles cruces con personas positivas de coronavirus (Kim 2020). Esta información está llena de todo tipo de detalles que incluyen datos personales de los individuos que están en este sistema. Algo parecido cabe decir de Singapur, donde el gobierno ha desarrollado una app para rastrear los contactos de las personas, y que es capaz de identificar a las personas con una gran precisión en tiempo y espacio. Asimismo, en Taiwán la población está conectada a una app en el teléfono móvil que informa si alguien en cuarentena ha salido de casa. Si el teléfono es apagado la policía acude al domicilio del dueño para comprobar que permanece en su domicilio y ordenar su encendido (Hamilton 2020). Algo parecido sucede en China continental, donde el gobierno de aquel país ha introducido un sistema que funcionaa como las señales de tráfico en el que una aplicación instalada en el teléfono le dice a la persona, con luz roja, amarilla o verde, si puede moverse o encontrarse con otras personas (Tanno 2020). En general existen diferentes modelos de apps, los centralizados y descentralizados, sin embargo, por el momento son los modelos centralizados en los que el Estado ejerce el control sobre la información los que están ganando terreno en colaboración con las grandes firmas tecnológicas (Marín 2020; Linde y Colomé 2020).

Como contrapartida al fin de las restricciones de movimientos, los Estados están recurriendo cada vez más al rastreo de la población infectada con la identificación de aquellas personas con las que han mantenido algún tipo de contacto. Esta labor la realizan a través, no sólo de aplicaciones, sino de la geolocalización de los teléfonos móviles y otros procedimientos similares (Marson et alii 2020). En lo que a esto respecta, Google ya ha puesto a disposición de los Estados su capacidad para geolocalizar teléfonos móviles para comprobar si los ciudadanos están cumpliendo las directivas de los gobiernos de permanecer en casa durante el confinamiento. Aunque se trata de datos agregados de carácter estadístico en los que no es revelada la identidad de los individuos, constituye información valiosa para los Estados en la medida en que les permite adaptar su política a la realidad social concreta en función de las diferentes áreas de un mismo territorio nacional para, así, controlar los movimientos de la población.

En el caso de Google estamos hablando de tráfico a pie y la identificación de los diferentes destinos de los trayectos (Overly 2020). Todo esto está siendo combinado, a su vez, con un crecimiento de la vigilancia policial en Internet, lo que supone la monitorización de la actividad de millones de personas. Una situación que, aún terminada la pandemia, parece que será irreversible (Roth et alii 2020). Así pues, el rastro digital de las personas, y la consecuente información que es recogida por diferentes instituciones y organismos con la ayuda de empresas tecnológicas, implica el uso intensivo de la minería de datos en la movilización y almacenamiento de esta información, lo que constituye un aspecto estratégico de la dominación en el contexto tecnológico de nuestros días. La pandemia ha intensificado esta dinámica ya presente en las sociedades más avanzadas, algo acerca de lo que algunos autores habían alertado (Baker 2009), y que con el relanzamiento de la digitalización a través de su aplicación a nuevos ámbitos servirá para incrementar el control social del Estado en coalición con las grandes empresas tecnológicas.

Cuando los Estados no pueden recurrir de un modo sistemático y eficaz a aplicaciones de móvil para rastrear a la población, hacen uso de la organización humana que representan los ejércitos de rastreadores. Como ya se ha comentado antes el Estado español dispone de varios miles de estos rastreadores que controlan a casos sospechosos y a sus contactos, todo ello con el apoyo del ejército, así como el respaldo de un importante aparato burocrático-administrativo, los cuerpos policiales, y, cuando la situación lo requiere, los jueces. En el resto de los países también hay este tipo de organizaciones, así como planes para crearlos o ampliarlos. En EEUU, por ejemplo, hay propuesta una legislación de 100.000 millones de dólares (Trace Act) para establecer un cuerpo de pruebas y rastreo del coronavirus a nivel nacional con hasta 180.000 miembros (Shelbourne 2020). Los Estados de Nueva York y California también están creando sus propios ejércitos de rastreadores con hasta 20.000 integrantes cada uno (Becker 2020; Johns Hopkins Bloomberg School of Public Health 2020). En el Estado de Washington cuentan con alrededor de 1.400 rastreadores que incluyen voluntarios, sanitarios estatales y locales, así como funcionarios del departamento de licencias y miembros de la Guardia Nacional. La cooperación con las autoridades sanitarias es obligada cuando esta no es voluntaria (Lotmore 2020). En Italia, en cambio, el cuerpo de asistentes cívicos lo componen hasta 60.000 voluntarios para hacer cumplir las leyes establecidas con motivo del coronavirus, esto es, las medidas tomadas para impedir la propagación de la enfermedad como la distancia social, el uso de mascarilla, etc. (AFP 2020d) Algo parecido sucede en Suiza donde también han sido creadas este tipo de unidades (Feusi 2020).

La información es poder, y por esta razón los Estados están haciendo grandes esfuerzos para movilizar la información disponible con el objeto de organizarla de un modo comprehensivo que haga factible su utilización de un modo eficaz. Las técnicas del minería de datos están demostrando ser muy funcionales para esta tarea, lo que ha conducido a diferentes gobiernos, como el británico, a recurrir a los servicios de grandes empresas tecnológicas que recopilan información de interés en el terreno de la salud para almacenarla de manera sistematizada en grandes bases de datos al servicio de los Estados. La dispersión y fragmentación de la información a lo largo y ancho de la burocracia estatal, las diferentes agencias gubernamentales, y otros servicios auxiliares de estas instituciones, requiere una concentración y centralización para la gestión eficaz y el desarrollo de políticas adaptadas a las circunstancias sociopolíticas del momento. Esto explica, por ejemplo, que el Reino Unido haya recurrido a una gran tecnológica americana, como Palantir, para consolidar una fuente de datos creada a partir de información de pacientes del NHS, y facilitar un control en tiempo real de todo el sistema sanitario. Todo esto ha levantado controversia en torno al respeto de la privacidad de los pacientes, al uso legítimo de dicha información, a la posibilidad de ser empleada para el rastreo de los pacientes y sus contactos, y hasta qué punto toda esta ingente información es anónima (Lewis et alii 2020).

Como consecuencia de esta dinámica expansiva del Estado, al menos 25 gobiernos están haciendo uso de vastos programas para el rastreo de teléfonos móviles, las mencionadas apps para establecer registros de los contactos personales de cada ciudadano, además de redes de circuitos cerrados de videovigilancia equipados con reconocimiento facial, junto a diferentes sistemas de permisos para regular el movimiento de las personas. La nueva normalidad es un Estado policial de vigilancia masiva por medio de las últimas tecnologías disponibles, lo que ha conducido a algunos expertos, como Ron Deibert, de la universidad de Toronto, a comparar la situación actual de la pandemia con las medidas adoptadas por muchos países en materia de seguridad tras los ataques del 11 de septiembre (Roth 2020). No sin razón diferentes organizaciones defensoras de los derechos y libertades civiles alertan de que el mundo se dirige hacia un estado de vigilancia y rastreo digital con el pretexto de la crisis del coronavirus (Tanno 2020).

La libertad de expresión ha sido gravemente atacada durante la pandemia, no sólo con la acción de los principales medios de comunicación mediante el silenciamiento de otros puntos de vista, y con ello a través de la supresión de cualquier atisbo de pluralidad. Nos referimos también a las ya mencionadas actividades policiales en Internet mediante la persecución y censura de voces discrepantes y disidentes. Esto se ha concretado en el cierre de páginas web, canales y videos de Youtube, la eliminación de ciertos mensajes propagados por redes sociales, etc., bajo el pretexto de tratarse de noticias falsas.

El Estado se ha erigido en detentador de la verdad, y por ello en la autoridad para determinar qué informaciones o noticias son verdaderas y cuáles, por el contrario, son falsas. Esto es lo que le legitimaría para emprender acciones dirigidas a retirar de Internet, tanto en portales web como en redes sociales, informaciones que son consideradas falsas sobre la pandemia y cuya difusión es un peligro. De esta forma los Estados están reprimiendo tanto la crítica como la disidencia sin ningún tipo de miramiento con la colaboración de empresas como Facebook, Youtube, Twitter, Whatsapp, etc. En general se trata de una línea de acción que pretende silenciar las críticas a la política oficial que mantienen los Estados en materia sanitaria. Un claro ejemplo de esto es la censura de Youtube al epidemiólogo Knut Wittkowski por oponerse al confinamiento (Levine 2020). De hecho, esta compañía admitió que trabaja con gobiernos para eliminar contenidos contrarios a las medidas de confinamiento. Al menos así lo constató para los casos de California, New Jersey y Nebraska (O’Sullivan y Fung 2020). Algunos países, como Italia, han creado grupos encargados de eliminar de la red informes y noticias que consideran falsas, lo que no deja de ser una vulneración de la libertad de expresión y del derecho de las personas a recibir información para que extraigan sus propias conclusiones (Rüb 2020). En Dinamarca el parlamento aprobó una ley a principios de abril que permite a las autoridades bloquear sitios web fraudulentos sobre covid-19 sin necesidad de una orden judicial, e imponer una multa más alta a los operadores (Folketinget 2020).

En países con regímenes abiertamente dictatoriales lo hasta ahora descrito es una práctica relativamente habitual y normalizada, tal y como ocurre en muchas de las antiguas repúblicas soviéticas, en China, o en países como Irán, donde las autoridades han logrado extender su control sobre la difusión e intercambio de información, como así lo demuestran sus actividades represivas contra la disidencia política y las campañas de vigilancia y desinformación en el ciberespacio (Morozov 2012). Sin embargo, los países occidentales, y en general los que disfrutan de algún tipo de régimen constitucional, están imitando este tipo de prácticas, lo que incluye la propuesta de medidas legislativas dirigidas a restringir la libertad de expresión y de prensa. Así, la llamada desinformación se convierte en un pretexto para silenciar mensajes y noticias molestas para el poder establecido. El propio concepto de desinformación es lo suficientemente vago y difuso como para servir como herramienta de represión política.

Este es, por ejemplo, el caso de Canadá, donde públicamente ha sido planteada la conveniencia de cambiar la legislación para impedir la difusión de desinformación y castigar a los responsables de su propagación. Las autoridades de este país son bastante explícitas, y afirman que momentos extraordinarios como los que vivimos actualmente requieren medidas extraordinarias para proteger a la población (Thompson 2020). A esto cabe sumar la actividad desarrollada por Health Canada en la monitorización de la denominada desinformación mediante el envío de cartas a compañías que supuestamente hacen falsas afirmaciones sobre el covid-19, además de encargarse de señalar a aquellas personas o entidades que difunden estas afirmaciones. A esto se suman las subvenciones millonarias a diferentes grupos para combatir la información falsa y engañosa acerca del coronavirus (Thompson 2020). En relación a esto no son menos reseñables las sustanciosas subvenciones que el Estado español proveyó a los principales medios de comunicación durante la pandemia algo que, lejos de ser una forma de evitar su quiebra ante una supuesta pérdida de anunciantes, no fue más que una manera de atarlos a la política oficial y servir de correa de transmisión de la misma.

No menos inquietantes son los intentos de introducir nuevas leyes que reforzarían el poder del Estado con una creciente vigilancia. En el Estado español lo vemos con los persistentes comentarios del ministro de justicia, Juan Carlos Campo, en relación a la supuesta propagación de bulos y el uso criminal de las redes. Sin duda se trata de una excelente coartada para emprender medidas judiciales y policiales contra aquellos que supongan una molestia para la política del Estado, y el normal desenvolvimiento de sus medidas de control social. En la medida en que el Estado se erige en detentador de la verdad se arroga el derecho a determinar lo que es un bulo y lo que es una noticia auténtica para, así, expandir la supervisión que ya ejerce sobre derechos fundamentales como la libertad de expresión o de prensa. En última instancia, según el citado ministro, se trataría de castigar a aquellos que supuestamente contaminan la opinión pública. A tenor de los acontecimientos que supuestamente indujeron al gobierno a plantear este tipo de cambios en la legislación, la intención a la que obedecen este tipo de iniciativas es la de perseguir y castigar a quienes cuestionen la política oficial del Estado, o que en su caso generen dudas acerca de la veracidad de las informaciones que articulan el discurso oficial (Gil 2020).

Samuel Woodhams, de Top10VPN’s Digital Rights Lead, alertó de que el mundo se desliza hacia un incremento permanente de la vigilancia, lo que todo apunta a que esta tendencia se verá reforzada como resultado del establecimiento de medidas invasivas que se conviertan en la norma general al poner en peligro el derecho a la privacidad y la libertad de expresión. Esta dinámica le condujo a documentar las medidas que están siendo tomadas en este sentido. Asimismo, destacó que los países no sólo amplían sus poderes, sino que los retienen para su uso en el futuro, cuando la epidemia haya terminado, lo que hace que sea muy probable que se conviertan en cambios irreversibles al tratarse de medidas que han evitado el escrutinio público y político que, además, no incluyen en muchas ocasiones cláusulas sobre su temporalidad, siendo así indefinidas (Hamilton 2020).

Tal es así que presenciamos medidas que van desde el rastreo de contactos hasta la obligatoriedad de selfies, tal y como sucede en Polonia con la app obligatoria impuesta por el gobierno (Hamilton 2020). Si la Patriot Act fue un elemento decisivo en el fortalecimiento del poder del gobierno federal con el control exclusivo, bajo una tremenda opacidad y secretismo, de los asuntos de seguridad nacional, ahora la historia vuelve a repetirse. Esto es lo ocurrido con la financiación con 500 millones de dólares, procedentes del programa de choque contra el coronavirus impulsado por el gobierno de EEUU, de un sistema de vigilancia y recogida de información que permitirá a las autoridades supervisar con mayor detalle y precisión a su población. Este tipo de sistema conllevará una colaboración más estrecha de los gigantes tecnológicos, como es Google y Facebook, con el gobierno federal en el desarrollo de un sistema de tecnovigilancia de última generación que evocará a una suerte de nuevo panóptico que lo supervisará todo (Holmes 2020). El papel de Google y Apple en la pandemia está siendo decisivo al facilitar los medios técnicos e infraestructurales precisos para rastrear a los ciudadanos. Estamos hablando de una capacidad para monitorizar a alrededor de 3.000 millones de personas por medio de sus teléfonos móviles (Gurman 2020).

No sin razón el filósofo coreano Byung-Chul Han ha advertido sobre la amenaza de un totalitarismo digital como resultado de las innumerables medidas de seguridad adoptadas con motivo de la pandemia. En este sentido es notable el complejo de inferioridad desarrollado en los países occidentales a la hora de analizar el modo en el que la pandemia fue abordada en países orientales donde, al menos en teoría, fue rápidamente aplacada gracias a medidas expeditivas que incluyen la monitorización masiva de la vida de los ciudadanos. Esto le llevó a Byung-Chui Han a destacar las limitaciones del liberalismo, que tiene como uno de sus principios fundamentales la noción de libertad individual que excluye la injerencia estatal (Han 2020). De esta forma la protección de datos es lo que impide la vigilancia a pequeña escala de las personas. Sin embargo, esto puede cambiar en la medida en que sea asumida una biopolítica que permita tener acceso ilimitado al individuo, de ahí se explica que los países occidentales estén imitando en muchos aspectos a los países orientales, aunque esto significaría el fin del liberalismo. Esta dinámica conduce a una sociedad disciplinaria digital que recuerda mucho al régimen totalitario chino, donde ni un sólo momento de la vida cotidiana del individuo escapa a la observación de las autoridades en un contexto de supervisión permanente a través de redes sociales y millones de cámaras de vigilancia con reconocimiento facial, sin olvidar las cámaras térmicas que miden la temperatura de las personas. “La pandemia nos lleva hacia un régimen de vigilancia biopolítica. No solo nuestras comunicaciones, también nuestro cuerpo, nuestro estado de salud, se está convirtiendo en objeto de vigilancia digital. La sociedad de la vigilancia digital está experimentando una expansión biopolítica”. (Han 2020)

No parece nada sorprendente que los países occidentales estén copiando la respuesta de China al virus, lo que inevitablemente conlleva el mismo tipo de resultados con el aumento del control social del Estado, la vigilancia masiva de la población, la violación de las libertades individuales y públicas, el aislamiento de edificios de viviendas enteros, la brutalidad policial, etc. Tomemos un claro ejemplo de esto como es el del epidemiólogo español Miguel Hernán, quien en una entrevista no dudó en considerar las medidas adoptadas por China un referente en la gestión de la epidemia. Además de esto, planteaba abiertamente la posibilidad de llevar más lejos las medidas draconianas de Italia adoptadas por aquel entonces, y que también van en la misma línea que la política china (Pichel 2020b). No por casualidad Hernán ha formado parte del grupo de coordinación del gobierno para la gestión de la epidemia. De cualquier manera no es un caso único, desde la OMS se instaba a los países a desarrollar búsquedas agresivas para identificar cada caso infectado, además de alertar de que no es suficiente el confinamiento, para lo que se basaron en la experiencia de Wuhan (Agencias 2020). Cualquiera con un mínimo de conocimiento de las prácticas chinas en la gestión de la epidemia sabrá que dichas medidas se caracterizan por unos elevadísimos niveles de violencia contra la población, y que se concretaron en sellados de domicilios con sus inquilinos dentro, palizas a la gente en medio de la calle, o el envío de funcionarios a los domicilios de las personas para, en caso de dar positivo en los tests, ser sacados a la fuerza y llevados a instalaciones gubernamentales habilitadas al efecto. Esto último fue planteado abiertamente por el gobierno de España durante el estado de alarma (Cué 2020).

Nos encontramos con que los Estados policiales son una realidad generalizada y cada vez más palpable en el mundo entero, hecho que la epidemia del coronavirus ha servido para poner de manifiesto e incluso agravar. Esto lo vemos en medidas de control y vigilancia establecidas por las autoridades. En lo que a esto respecta es interesante destacar la existencia de los sistemas de delación ciudadana establecidos por los departamentos policiales de algunos países, lo que indudablemente refleja la dinámica del Estado de extender todo lo posible su control sobre la sociedad. Por ejemplo, la policía de Humberside, en el Reino Unido, habilitó un portal digital para hacer denuncias sobre aquellas personas que no respetasen la distancia social, o que celebrasen reuniones que pudieran ir contra lo establecido por la ley (Itv 2020). En este país las delaciones han sido más frecuentes de lo que pudiera imaginarse a tenor de la información provista por la propia policía, que recibió numerosas llamadas acerca de personas que supuestamente incumplían el confinamiento o que mantenían reuniones en sus domicilios (BBC 2020c). Mientras tanto, el alcalde de Los Ángeles estableció un sistema de delaciones para animar a sus ciudadanos, por medio de recompensas, a denunciar a sus vecinos ante las autoridades si violan las normas sanitarias como, por ejemplo, el toque de queda (Bautmann 2020).

En general puede constatarse que la epidemia del coronavirus ha sido un pretexto usado por los Estados para aumentar su control sobre la población, lo que ha desencadenado unos elevados niveles de violencia en todo el mundo que ha afectado a las clases populares. La represión de aquellos que necesitan trabajar para sobrevivir ha resultado una constante, y de forma especialmente clara con medidas humillantes y vejatorias contra estas personas, tal y como ha podido comprobarse en diferentes países como India, Paraguay, Kenia, Sudáfrica, Filipinas, etc. (BBC 2020b; Burke 2020; Ratcliffe 2020) Del mismo modo que en España se impusieron 1,2 millones de sanciones, en Francia, a principios de abril, ya habían sido impuestas 359.000, a lo que hay que sumar 5,8 millones de controles de la policía entre el 17 de marzo de 2020, momento en el que fue establecido el confinamiento, y principios de abril (France24 2020). La pandemia ha creado un contexto propicio para los excesos policiales y judiciales en todo el mundo con la ejecución de medidas que, además de desproporcionadas, no respetan los derechos y libertades más fundamentales (Prieto 2020; Parera 2020).

La suspensión del derecho de reunión en espacios privados ha conducido, asimismo, a la suspensión de la inviolabilidad del domicilio. Esto lo vemos no sólo en el Reino Unido, donde la ley aprobada para afrontar la pandemia prohíbe reuniones entre personas que no conviven en el mismo domicilio, independientemente del número de personas que puedan estar presentes en dicha reunión. En Alemania la situación no es muy diferente, donde la policía suspende la celebración de cumpleaños o disuelve cualquier reunión en espacios privados bajo el pretexto de no respetar las restricciones de la distancia social (DW 2020).

Por último debemos señalar, como una medida más de control y vigilancia del Estado, la iniciativa de diferentes gobiernos de establecer un registro, certificado o pasaporte para aquellos contagiados de coronavirus que hayan superado la enfermedad. Se trata, en suma, de documentos que acreditarían la inmunidad de estas personas, y que funcionarían como una especie de salvoconducto para garantizar la seguridad y los movimientos de estas personas. Inevitablemente estas iniciativas han chocado con el grave problema que presenta la ciencia a la hora de identificar a alguien con anticuerpos, si realmente es inmune, pero sobre todo a la hora de determinar por cuánto tiempo dispondría de inmunidad esta persona. A esto cabría sumar otro tipo de incertidumbres como las relacionadas con las personas asintomáticas, los tests necesarios para hacer las pruebas con objetividad y, por tanto, conforme a unos estándares comúnmente aceptados, etc. Por otra parte la inmunidad protege de caer enfermo nuevamente, pero no de ser infectado (Hou 2020). A esto habría que sumar las mutaciones que tienen los virus, lo que a la postre tampoco garantizaría nada.

En el Reino Unido, donde sólo fueron establecidos documentos identificativos en dos ocasiones (las dos guerras mundiales), se ha planteado la posibilidad de emitir un carné biométrico que certifique que la persona ha superado el coronavirus y posee inmunidad. También se ha hablado de algún tipo de pulsera identificativa, en palabras del ministro de sanidad Mark Hancock. Es significativo que esto sea planteado en el Reino Unido donde este tipo de medidas tradicionalmente han sido vistas como una intromisión del gobierno en la vida de las personas, y un atentado a la libertad individual. Esto es lo que explica, por ejemplo, que fracase el intento del gobierno de Tony Blair de introducir, allá por 2006, un carnet de identidad. A pesar de estos antecedentes, parece que la pandemia es considerada una oportunidad histórica para establecer una nueva forma de control sobre la población, en este caso para favorecer la movilidad de determinadas personas ante un eventual confinamiento (Martin 2020; Proctor y Delvin 2020). Con este propósito el gobierno británico ha mantenido, y quizá todavía mantenga, contactos con empresas tecnológicas de reconocimiento facial para desarrollar pasaportes de inmunidad covid-19 (Coulter 2020).

No podemos olvidarnos de EEUU, donde este tipo de propuestas han aparecido ante la opinión pública. En todos los casos los que disfrutasen de inmunidad podrían gozar de ciertos privilegios en comparación con aquellos que no hubiesen contraído y superado la enfermedad. No sólo podrían moverse libremente, sin restricciones, sino que podrían desempeñar trabajos más arriesgados en el ámbito sanitario, además de ser solicitados para donar sangre por sus anticuerpos. Así, según el propio doctor Fauci, la Casa Blanca ha discutido, y tal vez siga discutiendo, la posibilidad de establecer certificados de inmunidad (McNeil Jr. 2020). En el caso americano nos encontraríamos ante un plan que se inspiraría en la propuesta hecha por investigadores alemanes, también para establecer certificados de inmunidad que facilitasen la reincorporación a la sociedad (Smith 2020). De hecho, esta iniciativa ya fue puesta en práctica, aunque de forma temporal, en algunas áreas del norte de Italia, y más concretamente en la región del Véneto (Schumacher 2020).

Todas estas iniciativas no son puntuales. En España la comunidad autónoma de Madrid ha presentado el proyecto de un registro con el que crear una cartilla de inmunidad. Los ciudadanos que hayan superado el coronavirus podrán optar a la obtención de una cartilla covid-19 sobre la base de anticuerpos o de una prueba PCR negativa para que, de esta forma, puedan volver a “hacer vida normal”, entrar en lugares con acceso restringido a causa de la epidemia, o evitar futuros confinamientos. Se trata, en suma, de un certificado similar a la cartilla de vacunación que tendrá su réplica en la tarjeta sanitaria virtual para que exista una vinculación entre la persona física y el certificado. Las autoridades madrileñas han afirmado que se trata de una iniciativa dirigida a limitar el impacto de las medidas de restricción en la acción de erradicación del virus para que, así, no afecten por igual a personas que, al contar con anticuerpos, supuestamente no pueden contagiar (Martín 2020). Asimismo, la propia presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaza Ayuso, no descarta que esta cartilla pueda ser necesaria para acceder a empleos. Así, la iniciativa sería un registro en el que todos los que se hayan sometido a análisis y pruebas lleven consigo el certificado para cualquier petición (Europa Press 2020b).

Este tipo de iniciativas, que en cierta medida emulan las ya adoptadas por China en este y otros ámbitos, constituyen un problema en términos tanto científicos como éticos, legales y políticos. Significa establecer una nueva categoría de ciudadano que disfruta de unas ventajas comparativas en relación a todos los que no poseen el certificado de inmunidad. Rompe el principio de igualdad ante la ley y no discriminación, además de contribuir a una creciente jerarquización de la población con la formación de un nuevo grupo exclusivo que, dados sus privilegios, disfrutaría de una posición de poder en relación a todos los demás. Por otro lado, constituye un elemento desestabilizador añadido a las ya de por sí inestables sociedades de clases actuales, lo que contribuiría degradar y romper la ya de por sí deteriorada cohesión social. Por esta razón este tipo de iniciativas están siendo sometidas al escrutinio público de organizaciones de la sociedad civil que denuncian el carácter excluyente y discriminatorio que el establecimiento de este tipo de documentos oficiales supondría (Privacy International 2020).

Por tanto, a tenor de lo hasta ahora expuesto, se cumplen varios de los rasgos inherentes a una sociedad disciplinaria, tal y como Foucault la describió. Por un lado la espacialización que se concreta en los confinamientos y cuarentenas. Por otro lado la supervisión minuto a minuto de la población a través de múltiples y variados procedimientos. Y en un lugar no menos importante, nos encontramos con la existencia de jerarquías representativas, claramente visibles, que son las que establecen la forma de entender la realidad, y en este caso concreto de entender la epidemia. Nos referimos a las autoridades sanitarias, pero también al entramado mediático que opera como correa de transmisión de la política oficial del Estado. Así, la coalición de esta elite mediática y neofuncionarial ha creado y desarrollado el discurso público imperante, lo que le ha permitido implantar su propia visión de la situación en el imaginario colectivo con el moldeamiento de la opinión pública y la creación del debido consentimiento a las medidas adoptadas. De esta forma comprobamos cómo la realidad de la epidemia ha sido construida, y a través de la repetición sistemática del mismo discurso ha impuesto una opinión pública acorde a sus intereses.

12. Sumisión

El uso de la mascarilla no está generalizado en toda Europa. Salvo en España y en los países de Europa oriental, lo habitual es que su uso sea la excepción o que directamente sea desaconsejado, tal y como ocurre en Suecia. Incluso en Italia es posible no utilizarla si puede mantenerse la distancia social en espacios públicos. La cuestión de fondo, sin embargo, es esclarecer hasta qué punto se trata de una medida fundada en hechos científicamente comprobados o, por el contrario, se trata de una decisión política que tiene una finalidad diferente de la oficialmente declarada.

Una de las razones que han sido esgrimidas para extender su uso, o incluso imponerlo de manera obligatoria, es que reduce la transmisión del virus debido a que este se transmite por el aire. Esto, que en principio es cierto, requiere un examen más detallado a la luz de la información disponible y de los estudios realizados al efecto. Así pues, se ha constatado que la principal vía de transmisión ocurre a través del contacto cercano, ya sea directo o indirecto, con personas infectadas a través de secreciones como la saliva, además de otras secreciones respiratorias y de gotícolas que son expulsadas por la persona infectada cuando tose, estornuda, habla o canta. El contagio puede producirse cuando se está a una distancia menor a un metro con la persona infectada que, a través de diferentes síntomas respiratorios, expulsa secreciones que contienen el virus. Estas secreciones pueden penetrar en las personas sanas a través de la boca, la nariz o los ojos, e infectarla de esta manera (OMS 2020b; Liu et alii 2020; Chang et alii 2020; Huang et alii 2020; Burke et alii 2020; OMS 2020c; Hammer et alii 2020; Ghinai et alii 2020; Pung et alii 2020; Luo et alii 2020). Las formas de transmisión indirecta, por su parte, incluyen el contacto con un posible huésped para el virus con algún objeto o superficie contaminada.

Se ha producido literatura científica y realizado algunos estudios sobre la posible transmisión aérea del coronavirus, pero no han demostrado ser concluyentes en sus resultados finales. Ciertamente es una posible vía de contagio, pero de momento sólo existen teorías sobre cómo podría producirse la transmisión del virus a través de aerosoles fruto de la respiración o de una conversación, mientras que los resultados de los estudios empíricos no han brindado resultados esclarecedores, de manera que, según la propia OMS, no ha sido demostrado que el virus puede ser transmitido en una conversación normal (Mittal et alii 2020; Bourouiba 2020; Asadi et alii 2020; Morawska et alii 2020). En otros estudios de laboratorio se generaron aerosoles infecciosos que permanecieron en el aire entre 3 y 16 horas, habiendo hecho factible el contagio. Pero al tratarse de condiciones experimentales que no reflejan las condiciones humanas de alguien que tose o habla no han sido concluyentes en sus resultados (Van Doremalen et alii 2020; Fears et alii 2020; OMS 2020b).

Los estudios de este tipo tampoco han arrojado información concluyente sobre la transmisión por vía aérea en situaciones reales, tal y como lo han reflejado investigaciones llevadas a cabo entre pacientes sintomáticos de coronavirus en instalaciones hospitalarias en las que no fueron generados aerosoles, lo que no impidió la presencia del virus en muestras del aire, mientras que en otras investigaciones similares, tanto en espacios hospitalarios como de otro tipo, no fueron encontrados restos del virus en el aire. Lo que sí está claro en todos estos casos es que en ningún estudio fue encontrado en el aire ninguna muestra del virus que fuera susceptible de contagiar a las personas (Faridi et alii 2020; Cheng et alii 2020; Ong et alii 2020; Taskforce for the COVID-19 Cruise Ship Outbreak 2020; Döhla et alii 2020; Wu et alii 2020; Ding et alii 2020; Cheng et alii 2020b; Santarpia et alii 2020).

Fuera de instalaciones hospitalarias han sido detectados brotes del virus en espacios cerrados llenos de gente, lo que ha sugerido la posibilidad de que exista transmisión aérea de la enfermedad, combinada con transmisiones de secreciones como sucede, por ejemplo, en ensayos de coros (Hammer et alii 2020), en restaurantes (Leclerc et alii 2020) o en clases de fitness (Jang et alii 2020). En este tipo de situaciones la transmisión aérea de corto alcance, fundamentalmente en espacios cerrados y mal ventilados durante un largo periodo de tiempo (Lu et alii 2020), pueden dar lugar a la transmisión del virus. Sin embargo, las investigaciones de estos focos de infección sugieren que la transmisión a través de gotas pequeñas y objetos contaminados por el virus pueden ser un vector de nuevos contagios, y explicar así las transmisiones de la enfermedad en estos lugares. Por tanto, el contacto cercano que es establecido en estos espacios puede facilitar la transmisión de un número pequeño de casos a mucha más gente, sobre todo si no son tomadas medidas de higiene en las manos o la distancia física no es mantenida (Adam et alii 2020).

Con la información disponible, los estudios que han sido realizados hasta la fecha muestran que la transmisión del virus se da sobre todo en el contacto cercano con personas que presentan síntomas de la enfermedad, y que este contagio se da sobre todo por medio de secreciones como las gotícolas que se expelen al hablar, cantar, estornudar o toser. Por ejemplo, un análisis de 75.465 personas infectadas de covid-19 en China mostró que la transmisión de la enfermedad se produjo sobre todo en entornos en los que existía un contacto físico cercano y prolongado (OMS 2020c). En Corea del Sur, el estudio de los primeros casos infectados mostró un patrón similar al ser habitual la infección entre personas convivientes en un mismo domicilio y con las que se mantiene un contacto estrecho (COVID-19 National Emergency Response Center, Epidemiology and Case Management Team, Korea Centers for Disease Control and Prevention 2020). Fuera del domicilio también se produce la transmisión del virus cuando hay contacto físico cercano, son compartidas comidas o se permanece en espacios cerrados por un tiempo aproximado de una hora o más con personas que presentan síntomas de la enfermedad. Esto puede suceder en gimnasios, lugares de trabajo, espacios de culto, etc., en los que el riesgo de infección es elevado si hay alguien con síntomas (Hammer et alii 2020; Jang et alii 2020; James et alii 2020; Park et alii 2020). Las probabilidades de contagiarse de coronavirus en una interacción en un espacio público son, tal y como ha sido señalado por algunos expertos, mínimas, y requieren una alta exposición durante más de 10 ó incluso 30 minutos a corta distancia para que el contagio se materialice (Klompas et alii 2020).

Así pues, la información de la que se dispone sugiere que las personas sintomáticas son las que contagian a otras la enfermedad en determinadas circunstancias, sobre todo cuando existe contacto directo a menos de un metro de distancia y durante un prolongado espacio de tiempo. Todo esto plantea una duda más que razonable acerca de la conveniencia del uso de las mascarillas en la vida cotidiana si no se manifiestan síntomas de ningún tipo, dado que la capacidad de infección de las personas asintomáticas parece, a la luz de los estudios, muy baja y, por tanto, poco probable. Esto explica, por ejemplo, que en la mayoría de los países de Europa occidental, a excepción de España, el uso de la mascarilla sea la excepción y esté limitada a contextos muy específicos como lugares muy masificados, espacios cerrados abiertos al público, situaciones en las que no es posible mantener una distancia física razonable, etc.

Tampoco son pocos los estudios científicos que han sido hechos acerca de los innumerables inconvenientes para la salud asociados al uso de mascarillas. Para justificar su uso, y sobre todo su imposición como es en España, se ha argumentado que las mascarillas impiden la propagación del virus, lo que ha sido desmentido por algunas de estas investigaciones en el contexto de espacios no hospitalarios. En este sentido existe poca evidencia acerca de la eficacia que le ha sido atribuida a las mascarillas en general. En la mayoría de los casos, al menos en lo concerniente a las pruebas realizadas con la gripe, no se ha podido constatar una reducción significativa de la transmisión de esta enfermedad (Aiello et alii 2010; Coulborn et alii 2012). De hecho, los estudios destacan que las mascarillas están diseñadas para ser llevadas por personal médico para impedir la contaminación de heridas de los pacientes, así como para proteger a quien las utiliza de posibles fluidos corporales, spray, etc. (Xiao et alii 2020; Loeb et alii 2004) Los datos de las investigaciones realizadas sí muestran que las mascarillas reducen las posibilidades de transmisión de la gripe únicamente entre aquellas personas que están infectadas. Sin embargo, los estudios llevados a cabo en los hogares no reflejaron una reducción significativa de los contagios entre quienes utilizaban mascarillas (Crowling et alii 2009; Fung et alii 2008; Larson et alii 2010; Simmerman et alii 2011; Suess et alii 2012; MacIntyre et alii 2009; Zhang et alii 2016).

Nos encontramos ante una situación en la que, incluso con las investigaciones empíricas que existen sobre esta cuestión, es difícil extrapolar los resultados de estos estudios aplicados a la prevención de la transmisión de la gripe al caso presente del coronavirus, lo que es debido fundamentalmente a que demostraron que las mascarillas no reducen de un modo apreciable la propagación de la enfermedad (Jefferson y Heneghan 2020b). Por ejemplo, en un estudio realizado en Oriente Medio durante la epidemia del SARS-1 quedó patente que la distancia física y las medidas de higiene redujeron el riesgo de infección. Sin embargo, 14 pruebas que fueron hechas sobre el uso de mascarillas mostraron que su empleo no tuvo efecto en los trabajadores sanitarios como tampoco en la comunidad (Jefferson y Heneghan 2020c). Por el contrario nos encontramos con que las mascarillas dificultan la respiración y pueden exacerbar otros problemas de salud. Tal es así que, según un estudio basado en la literatura científica que existe sobre los problemas generados por el uso de mascarillas (84 artículos en total), constató que las mascarillas tienen un impacto negativo en los mecanismos respiratorios y dérmicos de la termorregulación humana a través del deterioro de los procesos de convección, evaporación y radiación (Roberge et alii 2012).

Las mascarillas en sí mismas tienen unas importantes limitaciones que ya han sido señaladas por numerosos expertos, y que una abundante bibliografía respalda a partir de los datos arrojados por estudios empíricos. En este particular hay que señalar que las mascarillas tienen un impacto limitado en el descenso de la transmisión de enfermedades respiratorias como el covid-19, lo que es debido a su escasa capacidad para impedir la emisión de pequeñas partículas, además de ofrecer una pobre protección en la inhalación de partículas que pueden portar el virus. Esto ha llevado a algunos académicos a afirmar que no existe ninguna evidencia científica de que las mascarillas sean eficaces en la reducción del riesgo de transmisión del coronavirus (Brousseau y Sietsema 2020). Investigadores japoneses de la universidad internacional St. Luke en Tokio parecen haber confirmado esta afirmación, al menos en lo que respecta a la inhalación de partículas (Kon 2020). En un sentido parecido se pronunció una funcionaria sanitaria del Reino Unido, Jenny Harries, que afirmó que no es una buena idea que la población lleve mascarilla en lugares públicos pues, en lugar de impedir el contagio, puede favorecer la transmisión del virus ya que las propias mascarillas podrían atraparlo en sus tejidos y hacer que la persona lo inhale (Baynes 2020). Consciente de las realidades de la vida cotidiana de la gente corriente, la doctora Harries señaló que tocar la mascarilla sin haberse lavado las manos antes, o dejarla en una superficie que previamente no ha sido limpiada, hace más probable y factible el contagio, lo que en última instancia convertiría a las mascarillas en un factor de riesgo y en un nuevo vector de transmisión del virus. Conclusiones similares las encontramos en diferentes estudios. Así, este es el caso de un artículo publicado en el New England Journal of Medicine en mayo de 2020 en el que era afirmado que las mascarillas ofrecen poca o ninguna protección en la vida cotidiana (Klompas et alii 2020).

Asimismo, no hay que perder de vista que las propias mascarillas permiten que las exhalaciones de la persona salgan a través de sus bordes y costuras, lo que significa que partículas procedentes del interior del individuo sean esparcidas en el lugar en el que se encuentra. Esto es bastante evidente en recintos cerrados pero abiertos al público en los que las personas pueden llegar a permanecerse hasta más de 15 minutos. Si además estos lugares están concurridos, la eficacia de las mascarillas queda en entredicho, sobre todo debido a la manifiesta dificultad que tienen a la hora de impedir la emisión de pequeñas partículas, tal y como constatan los estudios ya citados.

Por otra parte no debe desdeñarse el hecho de que las mascarillas, y en general los protectores faciales, contribuyen a crear una falsa sensación de seguridad que puede cambiar la percepción del riesgo real y dar lugar a comportamientos que supongan una mayor exposición al contagio. Además, las mascarillas pueden convertirse en algo realmente sucio cuando hay una humedad excesiva, además de contaminarse con patógenos aéreos. A esto cabe sumar la necesidad de reducir la distancia entre las personas debido a la dificultad que producen para hacerse entender cuando se habla con ellas puestas, algo especialmente habitual con personas mayores (Jefferson y Heneghan 2020c). De hecho, un uso inadecuado de las mascarillas puede incrementar el riesgo de infección y el aumento de la mortalidad, tal y como concluyeron algunos estudios preliminares de la universidad de East Anglia sobre esta cuestión (University of East Anglia 2020).

En otro lugar tenemos que constatar que en aquellos lugares en los que el uso de mascarilla es obligatorio en espacios públicos como tiendas o transporte, o en todo lugar fuera del domicilio, tales como Hawai, California, Argentina, España o Japón, se ha incrementado el número de contagios de coronavirus considerablemente. Esta circunstancia únicamente contribuiría a arrojar dudas acerca de la eficacia que le ha sido atribuida a las mascarillas (Reuters 2020, 2020b, Sidner 2020; Agencies 2020). Algo que reforzaría esta duda más que razonable sería, por ejemplo, el hecho de que Japón fuese afectado por una gran epidemia de gripe en 2019 a pesar del uso tan extendido de mascarillas en este país, habiéndose contagiado más de 5 millones de japoneses (Shim 2019). Lo mismo cabe decir de Wuhan, donde el uso generalizado de la mascarilla no evitó la propagación del virus. Incluso si nos retrotraemos a la gripe de 1918, también tenemos que constatar que su uso no sirvió de nada (McGraw 2020).

En cualquier caso no faltan los estudios, como el de la escuela de medicina de Norwich, que manifiestan que no hay ninguna prueba lo suficientemente fuerte como para apoyar el uso extensivo de las mascarillas por la población, sino que por el contrario su uso es recomendable por aquellas personas particularmente vulnerables en situaciones de alto riesgo de contagio (Brainard et alii 2020). En este mismo sentido se manifestó Pietro Vernazza, quien destacó que las mascarillas no tienen un efecto detectable a la hora de impedir la propagación del virus, salvo con la excepción de las personas enfermas con síntomas, especialmente la tos (Vernazza 2020c). A tenor de lo hasta ahora expuesto este parece ser un punto de vista razonable, al menos si tenemos en cuenta que, tal y como señaló la doctora Harries, la población no hace un uso correcto de la mascarilla en su vida cotidiana. No basta con lavarse las manos antes de tocarla, como tampoco limpiar las superficies en las que esta es depositada, sino que además hay que sustituirla cada 4 horas por una nueva, y llevarla bien puesta, de tal manera que cubra correctamente la nariz y la boca. Todo esto son, en suma, precauciones que prácticamente nadie toma y que hacen completamente inútil el uso de la mascarilla.

Las autoridades sanitarias de Noruega también han constatado que el uso incorrecto de las mascarillas limita su eficacia. Además de esto han señalado que los estudios indican que estas muestran una mayor eficacia cuando son utilizadas por individuos contagiosos para prevenir la propagación del virus, en lugar de personas sanas para impedir ser infectadas. En general, las pruebas hechas en entornos comunitarios, afirman, muestran un escaso efecto protector. Tal es así que las autoridades noruegas llegaron a la conclusión de que incluso si el uso de las mascarillas fuese considerado eficaz, la diferencia en los ratios de infección entre usarla y no usarla sería pequeña. Esto les condujo a hacer una serie de valoraciones en relación a los efectos no deseados del uso de las mascarillas y las posibles nuevas infecciones que su uso podría impedir. En lo que se refiere a esos efectos no deseados hicieron alusión no sólo al uso incorrecto de las mascarillas, su contaminación o la falsa sensación de seguridad, sino también a los problemas para respirar, la incomodidad y, no menos importante, las dificultades que produce en la comunicación. Todo esto condujo a las autoridades sanitarias de este país a no recomendar el uso de las mascarillas en espacios públicos o comunitarios a aquellas personas que no tengan síntomas respiratorios (Stoltenberg 2020). Curiosamente el doctor y profesor Franz Allerberger, el director del departamento de salud pública de AGES, la agencia sanitaria de Austria, concluyó recientemente en una entrevista concedida a la televisión que el uso de las mascarillas no tiene un impacto apreciable en la infección del coronavirus en Austria (ZIB2 2020).

La propia OMS, que recomienda el uso de mascarillas aunque con ciertos matices y bajo determinadas condiciones, señala los potenciales efectos adversos de su utilización, entre los que se encuentran los ya citados, así como el desarrollo de dolores de cabeza, y posibles infecciones derivadas del uso excesivo de las mismas al no cambiarlas regularmente, lo que contribuye a que se forme humedad que, a su vez, favorece la aparición de microorganismos y hongos (Seale et alii 2015). A esto cabe añadir el desarrollo de lesiones en la piel como dermatitis o acné cuando es utilizada durante mucho tiempo. También son tenidos en cuenta los problemas derivados de la gestión de las mascarillas desechables, y que estas sean abandonadas en lugares inadecuados como en la calle, creando así un problema de limpieza y contaminación para el medio ambiente. Otros problemas derivados de su uso son las dificultades en la comunicación para personas sordas que se basan en la lectura de los labios para entender a sus interlocutores, pero también están aquellos que poseen problemas respiratorios crónicos, quienes han padecido algún golpe o cirugía en la zona de la cara que cubre la mascarilla, así como quienes viven en lugares cálidos y húmedos. A estos casos también deberían sumarse las dificultades de niños, personas discapacitadas o con problemas mentales, ancianos con problemas cognitivos, etc., para llevar este tipo de complemento (OMS 2020d: 8).

Resulta bastante evidente que las mascarillas no dejan respirar con normalidad, y que esto puede tener consecuencias muy negativas a corto y medio plazo. Son significativos los estudios que han sido hechos hasta la fecha, como también los más recientes. Tal es el caso del hospital universitario de Leipzig, en Alemania, que demostró a través de una serie de pruebas cómo las mascarillas afectan a la capacidad cardiopulmonar y a la comodidad en los individuos sanos, y de cómo esto repercute en el ejercicio físico (Fikenzer et alii 2020). Esto explicaría casos como la muerte repentina de dos niños chinos mientras hacían ejercicio físico con la mascarilla puesta (Digon 2020). O también el caso de un conductor que llevaba una mascarilla y que se desmayó al volante, lo que hizo que se estrellarse contra un poste (McCarthy 2020).

Además de todo esto es necesario tener en cuenta diferentes supuestos que pueden producirse en la vida cotidiana de las personas, y que la legislación que obliga el uso de la mascarilla en todo momento en espacios públicos, como sucede en España, no tiene en cuenta, a pesar de ser contraproducente desde el punto de vista de la salud. Así, nos encontramos con situaciones como tener que subir unas escaleras o una pendiente larga y pronunciada. Cargar algún tipo de peso durante un trayecto. Cruzar un semáforo en una calle de más de 2 carriles, lo cual puede volverse algo arriesgado dependiendo de la altura, peso y edad de la persona, si lleva o no algún tipo de carga, la distancia a recorrer y el tiempo necesario para llegar a la acera opuesta a tiempo. También están aquellas situaciones en las que por razones de tiempo se tiene prisa y es preciso caminar muy rápidamente, o simplemente a la hora de tomar un medio de transporte público y se está justo de tiempo. En todos estos supuestos la pérdida de la capacidad para tomar aire que producen las mascarillas constituye un handicap importante, y aún habría que añadir otras situaciones en las que este complemento se vuelve problemático e incluso en una fuente de riesgos para la salud, tal y como sucede cuando hay mucha humedad en el ambiente por razones climáticas o en días de lluvia.

La legislación española demuestra ser bastante irracional desde el punto de vista de la salud, máxime cuando se examinan las exenciones al uso de la mascarilla, lo que sencillamente genera una serie de contradicciones en la narrativa oficial de las autoridades sanitarias a la hora de justificar este tipo de medidas. Un claro ejemplo de esto es la exención de usar la mascarilla en terrazas, bares y restaurantes, que justamente son lugares donde, dadas sus características y según los estudios citados, hay bastante riesgo de contagio si hay presente alguna persona con síntomas. Asimismo, esta exención se extiende a toda persona que consume en la vía pública comida o bebida, lo que manifiesta claramente que se trata de una medida dirigida a mover el PIB, y con ello a generar beneficios a las empresas y aumentar la base tributaria del Estado. Por otro lado están las exenciones establecidas a los deportes profesionales en los que las propias federaciones se autorregulan, cuando muchas de estas actividades no permiten guardar una distancia física al haber un contacto directo y estrecho entre los participantes, como sucede en el fútbol. Lo mismo cabe decir de la exención de llevar mascarilla a los menores de 6 años. Si supuestamente, como han afirmado las autoridades sanitarias, los niños pueden contagiar el coronavirus, no se entiende que, salvo los recién nacidos, estén exentos de esta obligación hasta los 6 años.

Todo esto demuestra, entonces, que la decisión de establecer la mascarilla obligatoria, en el caso de España por los gobiernos autonómicos, obedece a razones de carácter político-económicas, y no expresamente médicas. De hecho, no es sorprendente comprobar cómo los propios gobiernos no sólo preparan el terreno para facilitar la aceptación de estas medidas con diferentes estrategias de comunicación política, sino que llegan a recurrir a la manipulación de los datos estadísticos oficiales para justificar este tipo de decisiones, tal y como ha sucedido en Kansas (Trabert 2020; Finley 2020). En este caso las autoridades estatales ocultaron que Kansas tiene menos casos de infectados para tratar de hacer creer al público que la situación sanitaria es más grave, y que por ello es imprescindible llevar mascarilla. Igualmente en Suiza nos encontramos con que el grupo de trabajo covid-19 que forma parte del consejo federal científico que asesora al gobierno exageró los beneficios del uso de mascarilla, todo ello con la intención de hacerla obligatoria en todos los espacios públicos (Gasche 2020b).

Nada de esto deberíamos sorprendernos si examinamos el actitud errática de la OMS en esta cuestión. Esto ha quedado patente cuando cambió su política debido a presiones políticas, tal y como informó la corresponsal de la BBC Deborah Cohen (Cohen 2020). Al fin y al cabo la obligación de llevar mascarillas, ya sea en espacios concretos o de manera general siempre que se esté fuera de casa, constituye un importante negocio al haberse convertido la producción de este complemento en una industria de proporciones colosales. La capacidad de producción en España es de 2 millones de mascarillas diarias (Escuela de periodismo UAM 2020), lo que supone un negocio multimillonario tanto para productores como para distribuidores, pero igualmente para el Estado que aumenta su recaudación vía impuestos, pero también a través de las sanciones que impone a aquellos que no llevan la mascarilla puesta. Y tampoco hay que perder de vista que existen poderosos grupos de presión globales, con buenas conexiones en diferentes gobiernos, que hacen campaña para la imposición del uso obligatorio de mascarillas para todo el mundo, como es el caso de #Masks4All. Sobre este lobby señalar que el dominio de la que hoy es su página web fue registrado el 3 de noviembre de 2011, tal y como puede comprobarse en el registro público de la ICANN.

Si, en definitiva, la obligatoriedad de llevar mascarilla en espacios públicos no obedece a un criterio médico en el que la salud de las personas es la prioridad, sino que por el contrario descubrimos que esta medida puede generar numerosos inconvenientes en términos de salud a la población, es necesario preguntarse, entonces, cuál es la razón para su imposición. La respuesta más fácil, sencilla, e incluso autocomplaciente, sería afirmar que se trata de un puro y simple negocio, lo cual es cierto, tal y como ha sido apuntado antes, pero esto tan sólo refleja una parte de la realidad. En lo que a esto respecta la mascarilla ha sido impuesta en gran parte como el resultado de una campaña mediática sin precedentes dirigida a implantar su uso masivo. Naturalmente el discurso oficial en los principales medios de comunicación ha obviado completamente los datos científicos, basados en documentación y estudios empíricos, acerca de los numerosos inconvenientes del uso generalizado de la mascarilla en el conjunto de la población. Simplemente fue impuesta al público una opinión favorable a su uso a través del miedo, la confusión y la falta de información. Esto ha hecho, por lo menos para el caso de España, que el 80% de la población, según un sondeo del Instituto de Salud Carlos III, esté a favor del uso obligatorio de la mascarilla (Sánchez 2020). En otros países también se han producido situaciones similares, con campañas mediáticas preparadas al efecto, aunque, al menos para el caso europeo, el uso de la mascarilla es aún limitado y generalmente tan sólo es la excepción.

La obligatoriedad del uso de la mascarilla es un reflejo más de la extensión del control social del Estado en el marco de la biopolítica de la nueva normalidad. En este sentido la mascarilla se ha convertido en un elemento que fuerza la sumisión del individuo a una directriz impuesta por el Estado, todo ello bajo la amenaza de sanciones. En definitiva, su uso exterioriza la sumisión a la nueva normalidad, al régimen de dominación sanitaria que ha adoptado así una dimensión total. Por tanto, quienes no llevan la mascarilla no son considerados leales al régimen, y consecuentemente son reprimidos y perseguidos por los aparatos de dominación del Estado.

Todo esto nos recuerda que en 1644 la dinastía ming fue derrocada por los manchúes cuando estos últimos tomaron el poder en China. Una de las primeras medidas de los nuevos gobernantes fue la imposición de su corte de pelo a la población china. La famosa coleta trenzada. Quien no cumplía con este mandato era ejecutado, porque se consideraba que no era leal a los gobernantes (Spence 2011). Hoy, en pleno s. XXI, los gobiernos de diferentes países imponen a sus ciudadanos el uso obligatorio de la mascarilla bajo la amenaza de ser sancionados. En ambos casos la medida era adoptada por el bien de los gobernados.

En la actualidad las autoridades de los Estados exigen lealtad, y una forma de conseguirla es con este tipo de medidas políticas que hacen visible la adhesión al sistema establecido y, en definitiva, a la nueva normalidad. Constituye, al mismo tiempo, una nueva práctica que hace mucho más fácil la identificación de quienes no son leales a las autoridades, y consecuentemente también facilita su represión. Los motivos sanitarios simplemente han funcionado como un mero pretexto para el establecimiento de esta medida.

Por otro lado tampoco puede perderse de vista otro hecho no menos esclarecedor, como es la imposición de un complemento en la vestimenta de la población. Se trata de un tipo de práctica que, dado el nuevo contexto generado a raíz de la pandemia, pone de manifiesto que el cuerpo de las personas, su salud misma, se ha convertido en un espacio de poder, es decir, en un lugar del que las autoridades sanitarias, en coalición con los principales medios de comunicación, toman posesión mediante este tipo de imposiciones.

A través de este procedimiento es establecido un nuevo sentido de la normalidad, y con ello la sociedad es disciplinada. Si en los regímenes constitucionales la ley históricamente se ha limitado a determinar qué conducta es inaceptable, con estas prácticas se cambia el paradigma al determinar cuál es la conducta deseada. Si antes la ley, como forma de poder, prevenía, pero no especificaba, ahora el poder disciplinario no se limita a castigar a quien se desvía de la nueva normalidad, sino que también recompensa al definir un modo de ser aceptable, y que es el de aquellos que llevan la mascarilla puesta. Nos encontramos, entonces, frente a un uso del poder que va más allá de las implicaciones más visibles de este tipo de medidas, pues significa moldear internamente al individuo para consolidar nuevas categorías de lo “normal” que deben regir la experiencia de la persona de ahora en adelante.

El hecho de obligar a las personas a cubrirse la cara es una constatación de lo antes expuesto, pues significa la anulación de la individualidad del sujeto y, en suma, la supresión de su subjetividad a través de la ocultación de su cara, que no deja de ser un rasgo definitorio de su identidad. Por esta razón, nos encontramos ante un proceso en el que los efectos de este tipo de medidas no se limitan única y exclusivamente a una cuestión de obediencia a la autoridad, y por tanto una exteriorización de la sumisión del individuo despersonalizado a un régimen que le somete y le posee. Se trata, también, del moldeamiento de una nueva humanidad deshumanizada al establecer una subjetividad social que uniformiza a la población y la convierte de un modo total y casi perfecto en una masa indiferenciada. Se trata, en suma, de la anulación del sujeto, y consecuentemente de su individualidad que tradicionalmente ha estado asociada a su identidad particular, a aquello que le dota de un carácter único y que le provee de personalidad. Por tanto, la ocultación del rostro de las personas es una manera de disolver al individuo, de despersonalizarle al quedar reducido a la condición de una cabeza de trapo.

No es casualidad, entonces, que algunas investigaciones muestren los efectos negativos que acarrea en el plano psicosocial la implantación del uso obligatorio de la mascarilla, tal y como lo atestigua un estudio en Alemania realizado con 1.000 participantes (Pelousa 2020). Así, no sólo nos encontramos con la anulación de un rasgo definitorio de la personalidad del individuo, como es su rostro, sino también con la creación de una serie de inconvenientes en las relaciones sociales derivados de la ocultación de la cara. En este sentido es notable la pérdida de confianza en el interlocutor en la medida en que la expresión de la cara es un elemento que contribuye a facilitar la comunicación, pero también para generar confianza a la hora de transmitir y entender un mensaje. A esto cabe sumar, también, la percepción del otro como posible amenaza en un contexto de emergencia sanitaria en el que una enfermedad infecciosa, como el covid-19, siembra la sospecha sobre cualquier persona al ser vista como una posible fuente de contagio. En este punto se produce la paradoja de que la búsqueda de seguridad, de un modo imprevisto, produce inseguridad en las relaciones sociales ante el persitente temor a infectarse.

Por último, y en lo que ataña a las relaciones interpersonales, la mascarilla dificulta el reconocimiento mutuo. El hecho de llevar cubierta la mayor parte de la cara hace cada vez más frecuente que las personas ya no se encuentren, y que las propias relaciones se vean degradadas. No sólo está la cuestión de la comunicación, en la medida en que es eliminada una forma de expresión que facilita la transmisión de los mensajes, sino también el entendimiento mutuo que es entorpecido por una nueva barrera entre las personas. Mientras tanto, la autoridad difunde sus mensajes sin mascarillas, a cara descubierta, para hacerse entender con claridad y obtener la obediencia de los gobernados. Lo vemos en sus intervenciones públicas, los actos oficiales, en las ruedas de prensa, pero también en los platós de televisión, donde las autoridades comparecen sin mascarilla.

13. Una nueva sociedad

Una prueba de que la pandemia es una cuestión política es el impacto que están teniendo las medidas adoptadas en la convivencia social y en el modo de relacionarse las personas. En este sentido el coronavirus ha operado como un pretexto para tomar ciertas decisiones en el nivel político que están cambiando de manera decisiva los fundamentos en los que hasta ahora se ha basado la convivencia social, lo que encuentra su más clara y directa expresión en la reorganización de las relaciones sociales.

La política es, entre muchas otras cosas, el arte de aprovechar las oportunidades que se presentan para explotarlas lo máximo posible. La pandemia del covid-19 ha sido una oportunidad para los Estados al incrementar su poder a través de un creciente control social. Pero esto no se limita únicamente a extender su presencia a nuevos ámbitos en los que hasta ahora estaba más o menos ausente, sino también a llevar a cabo transformaciones decisivas en la organización de la sociedad. No hay que perder de vista que, tal y como el politólogo francés Bertrand de Jouvenel explicó (2011), el poder tiende a crecer ilimitadamente, y de este modo extiende su dominación sobre las personas, los territorios y multitud de ámbitos. El poder, en este proceso de expansión, lo organiza todo conforme a sus propias necesidades con el propósito de fortalecerse y no dejar de crecer. Este es su dinamismo interno, su fuerza motriz que le conduce a transformar la realidad social, económica, cultural, etc., con la creación de sucesivos órdenes que, cuando dejan de ser funcionales, son de nuevo transformados con sucesivas reorganizaciones que originan un nuevo orden. Pero en este proceso se encuentra con impedimentos que debe superar en la medida en que dificultan su expansión.

Si analizamos la historia, especialmente la temprana edad moderna en Europa occidental, comprobamos cómo el desorganizado mundo medieval fue progresivamente laminado por la acción de los monarcas, lo que al fin y a la postre contribuyó al advenimiento del Estado territorial y soberano, es decir, el gran leviatán moderno (Mousnier 1986; Mann 1991, 1997). Se trata de un proceso complejo en el que el poder en cada territorio no operó de manera aislada sino en permanente competición con otros poderes, internos y externos, que lo limitaban y condicionaban. A diferencia del resto del mundo, en Europa occidental nunca hubo una concentración excesiva del poder, pues nunca hubo un imperio de dimensiones continentales que sometiese a los diferentes pueblos europeos. De hecho existía una dispersión geográfica del poder con la existencia de ciudades-Estado, ligas de ciudades, la Iglesia, el débil Sacro Imperio, las incipientes monarquías absolutas, las comunidades populares, etc. (Spruyt 1996) Existía, entonces, un contexto de competición en el que los diversos poderes presentes en Occidente se limitaban constantemente en una especie de equilibrio de poder dinámico.

La anterior explicación es importante para comprender la situación en la que nos adentramos. El poder necesita incrementar sus capacidades internas para competir con éxito frente a otros rivales, tanto internos como externos. La revolución francesa cercenó hasta destruir por completo el orden social y político del llamado Antiguo Régimen, y de ella surgió un Estado mucho más potente que pudo competir con éxito frente a otras potencias como Gran Bretaña. Como consecuencia de las innovaciones introducidas por esta revolución en los métodos de gobierno, otros países decidieron imitar lo que era considerado un modelo de éxito para, así, estar a la altura del desafío que representaba la nueva potencia francesa.

Hoy vemos cómo una de las principales potencias del sistema internacional, China, ha utilizado la epidemia del coronavirus para expandir el poder del partido-Estado que gobierna aquel país mediante una creciente vigilancia y control de su población. Al mismo tiempo las autoridades chinas no han dudado en presentarse como un modelo de éxito, y por ello como un referente a seguir en la gestión de la pandemia. Sin duda alguna la campaña de propaganda desatada por este país ha jugado un papel importante para revalorizar su dañada imagen, pero no cabe duda de que el resto de Estados, al observar los cambios que tenían lugar en China, no tardaron en tomar nota y procedieron en la mayoría de los casos de una manera similar.

Así pues, consideraciones de orden político empujaron a China a emprender este tipo de medidas completamente desproporcionadas en relación al peligro real que entraña este virus, lo que tiene su principal explicación en los profundos desequilibrios internos que padece el régimen totalitario del partido comunista, con una fuerte oposición interna de importantes sectores de la población. La propagación de un virus que en la práctica no es más letal que una gripe fuerte ha sido la razón política para desencadenar un proceso de intervención del Estado a una escala masiva, con unos increíbles niveles de violencia del todo injustificados y la utilización del pánico para mantener atemorizada a la población. Todo esto se combinó con la instauración de innumerables controles policiales y, en definitiva, de un “gran hermano” digital con miles de cámaras, aplicaciones para rastrear a la población, y diferentes sistemas de vigilancia (Aldama 2020). Debido a que estos cambios implicaron una ventaja comparativa del Estado chino en relación al resto de países, se produjo un proceso de imitación en el que, al igual que en China, el virus ha servido como pretexto político para aumentar la vigilancia y el control del Estado sobre la población que, de este modo, ha visto perder sus libertades.

Naturalmente existen más factores que han influido en la implementación de todas las políticas con las que el Estado, tanto en China como en el resto del mundo, ha aumentado su poder a expensas de la libertad de la sociedad. Pero lo importante para la explicación presente es constatar que el Estado, como institución central a través de la que es organizada la sociedad, necesita periódicamente reorganizarse en su esfera interna para sobrevivir y fortalecerse de cara a competir con éxito frente a otros Estados en la esfera internacional (Mearsheimer 2014; Morgenthau 1963). En este punto crítico de cambios y transformaciones es cuando el Estado necesita vencer los obstáculos que encuentra en la sociedad para su libre desenvolvimiento y, en definitiva, para aumentar sus capacidades internas. La existencia de una enfermedad infecciosa es razón suficiente para adoptar medidas drásticas dirigidas a cambiar la sociedad en su conjunto para, así, adaptarla a sus necesidades estratégicas de dominación.

¿Cuáles son esos obstáculos que encuentra el Estado? Aquí conviene hacer una breve mención a la obra de Alexis de Tocqueville que nos servirá de guía para nuestras ulteriores reflexiones. Así, en su famoso trabajo titulado La democracia en América (1984) señaló que los gobernantes necesitan una sociedad enfrentada consigo misma para dominarla, lo que exige que los miembros de esta sociedad se lleven mal entre sí. Algo parecido encontramos en la obra de Maquiavelo (2003) quien enfatizó la importancia de enfrentar a unos grupos sociales con otros para que el príncipe pudiese gobernar, y ejercer de esta manera un papel de árbitro y mediador. Al fin y al cabo la función inicial del Estado desde sus mismos orígenes ha sido la administración de justicia. Todo esto nos sirve para entender un principio inherente a la dominación política en el marco de las estructuras estatales, y es que una minoría muy organizada es capaz de ejercer el mando sobre una mayoría desorganizada gracias precisamente a esa desorganización de la mayoría. Esto ya fue apuntado en su momento por diferentes autores como Gaetano Mosca (2002), Franz Oppenheimer (2007) y Vilfredo Pareto (1967) entre otros. Esto quiere decir que una sociedad desunida y atomizada, en la que sus integrantes son hostiles los unos a los otros, no tiene capacidad para resistir la dominación de los gobernantes.

¿De qué manera se concreta lo anterior? La transformación de las relaciones sociales es fundamental para adaptarlas a las necesidades del Estado y de su elite dirigente. El desarrollo y crecimiento del Estado a lo largo de la historia ha sido llevado a cabo por medio de la laminación de otros actores o poderes intermedios que competían con este, y que reivindicaban la lealtad de la población. Estos actores han sido variados, como puede ser la aristocracia, la Iglesia, los gremios, las órdenes militares, las comunidades populares, la familia y tantos otros. De esta forma el Estado siempre ha tratado de establecer un gobierno directo desde la cúspide del poder hasta el individuo, sin intermediarios de ningún tipo, para así desarrollar una relación de poder directa con la sociedad. Esto es lo que en última instancia ha facilitado la identificación del individuo con el Estado mediante la construcción de un nuevo sistema de lealtades con el que el ente estatal reivindica de manera exclusiva y exitosa la obediencia y cooperación de la población.

Si hasta un pasado reciente el llamado Estado de Bienestar ha servido a ese propósito, es decir, el establecimiento de una identificación ideológica entre el individuo y un Estado que, como un gran tutor o “pater familias”, le llevaba de la mano a todas partes en virtud de esa relación de dependencia que establece en el plano social, hoy asistimos a un cambio de paradigma. La crisis irreversible del Estado de Bienestar que amenaza su viabilidad en un futuro inmediato exige una reorganización de las relaciones sociales que, por un lado, facilite e incremente la dominación del Estado sobre la población, y que por otro lado impida que, en un momento de crisis y de vulnerabilidad de esta institución, la conflictividad social ponga en peligro su misma existencia. Inevitablemente un reforzamiento del Estado, y consecuentemente un aumento de su poder, requiere la completa transformación de las relaciones que el individuo mantiene con todo su entorno, y en última instancia su completa dislocación.

En la actualidad estamos asistiendo a una revolución desde arriba en la que las elites estatales, en coalición con los emporios mediáticos  y las grandes firmas tecnológicas, están utilizando el coronavirus para reorganizar las relaciones sociales. En lo que a esto se refiere vemos cómo una enfermedad contagiosa es el pretexto para transformar simultánteamente los fundamentos de la convivencia social que han prevalecido hasta la fecha, así como el modo de relacionarse las personas entre sí.

Tras el fin del estado de alarma en España hemos comprobado cómo la presión del Estado sobre la población no ha descendido, sino que se ha agravado por medio de otros mecanismos que no son tan visibles si los comparamos con la espectacularidad desplegada con la declaración del estado de alarma. Por el contrario nos encontramos ante una intensificación concentrada de esta presión a escala local y autonómica, pero que en el ámbito mediático sigue siendo a nivel nacional. Esto se traduce en todo tipo de restricciones, pero que en líneas generales caminan en la misma dirección que es la de aislar al individuo respecto a su entorno más inmediato con el propósito declarado de contener el virus y evitar su propagación. Para todo esto ha sido elaborada una narrativa oficial que intenta justificar una serie de medidas que no obedecen a los hechos comprobados, así como tampoco a las evidencias presentadas por estudios científicos de carácter empírico.

En la medida en que el coronavirus es una enfermedad contagiosa las relaciones entre las personas comienzan a estar proscritas, lo que está respaldado públicamente por la campaña de miedo desatada en los medios con una exageración intencionada del riesgo real de contagio. A esto le ha seguido la construcción de un imaginario en el que la fuente de infección son las relaciones mismas, y por tanto la vida familiar, las relaciones sociales con amigos o vecinos en el ámbito comunitario, e incluso las relaciones amorosas son, todas ellas, una amenaza potencial. Aunque no se expresa de un modo explícito, pues ello revelaría la intencionalidad política tras esta dinámica en la que la medicina y la sanidad operan como catalizadores, esta lógica conduce irremisiblemente hacia el aislamiento del individuo que es paulatinamente alejado de los demás, de sus iguales, para quedar bajo la órbita implacable del Estado con su maquinaria burocrática-administrativa, policial y militar en coalición con el aparato mediático y las transnacionales tecnológicas.

En el discurso mediático y sanitario que expertos y periodistas han construido encontramos como objeto de todos los ataques los eventos sociales al ser considerados el principal foco de contagios y brotes epidémicos, sin que tampoco existan pruebas concluyentes de que esto sea cierto. Estas son las reuniones familiares o con amigos, que han servido como pretexto para desplegar toda una intervención del Estado en el ámbito de las relaciones sociales mediante un creciente control de las mismas. Como resultado de esto nos encontramos con crecientes restricciones en el derecho de reunión tanto en espacios públicos como privados. A esto hay que añadir el cierre de los llamados locales de ocio nocturno y otros espacios, como parques, jardines, etc., donde las personas se socializan y desarrollan su vida social (Esteban 2020).

Este tipo de medidas son muy lesivas para el tejido social que se ve así cercenado debido a que la intervención estatal restringe las relaciones, las dificulta, e introduce el miedo y la desconfianza entre iguales, pues ya no es suficiente con medidas higiénicas para aplacar el virus, sino que es necesario cambiar completamente el modo en el que las personas se relacionan entre sí. De esta forma las relaciones mismas son obstaculizadas y sometidas a una creciente supervisión y escrutinio del Estado, lo que encuentra su concreción en una política que se organiza sobre la base de tres pilares: limitar los encuentros sociales fuera del grupo de convivencia estable; limitar los encuentros sociales a un máximo de 10 personas; y el incremento del control de la población por medio de la realización de más pruebas PCR (Jan 2020).

No basta con el uso de mascarillas o la llamada distancia social, sino que es preciso que el individuo se relacione lo menos posible con su entorno, y que su vida social desaparezca o quede reducida a su más mínima expresión, todo lo cual, a tenor de los datos científicos y médicos disponibles, es del todo injustificado. Por esta razón nos encontramos ante una serie de políticas que se inscriben en una estrategia de dominación más amplia dirigida a implantar una sociedad disciplinaria perfecta. En lo que a esto respecta nos encontramos con que la espacialización, la vigilancia constante, la presencia de jerarquías representativas y la normalización de juicios son elementos que Michel Foucault (Fillingham y Susser 1998: 125-129) consideró definitorios de la disciplina, y en general de todo sistema disciplinario. A estos cabría sumar lo que Foucault llamó ejercicios repetitivos, y que en el contexto de la pandemia del coronavirus se manifiesta en las prácticas sociales instauradas por las autoridades sanitarias con una serie de medidas autorrepresivas como no abrazarse, no darse la mano, no besarse, mantener la distancia social, lavarse las manos con desinfectante cada 15 minutos, ponerse la mascarilla cada vez que se sale del domicilio, desinfectar objetos periódicamente, etc.

Juntamente con lo anterior tenemos que constatar un recrudecimiento de la presión de las instituciones, al menos en el caso de España donde las autoridades introducen recomendaciones de no salir de casa salvo para aquello que sea imprescindible, lo que cada vez más se aproxima a una forma de confinamiento encubierto que es azuzado desde los medios de comunicación, pero también por las instancias sanitarias con sus comités de expertos. Todo esto se tradue, asimismo, en nuevas restricciones como las concernientes a la limitación de los aforos en espacios como las terrazas y restaurantes, e igualmente en bibliotecas, museos, teatros y cines, dependiendo de las medidas adoptadas por cada administración autonómica o local. El espacio público y privado ha quedado a cargo de la supervisión y gestión del Estado, lo que implica, tal y como vemos, el moldeamiento de las relaciones sociales conforme a sus intereses definidos en términos de poder.

El Estado asfixia la vida social, y también económica, con sus restricciones y controles. Los festejos son cancelados, y las reuniones sociales prohibidas o vigiladas con muchas limitaciones. Un ejemplo de esto es el de Baleares donde las fiestas diurnas en piscinas y las llamadas “party boats” han quedado proscritas. Mientras tanto, el aforo en los lugares de culto ha sido reducido al 50% de su capacidad, y el contacto en el deporte no profesional prohibido. Otros eventos como funerales, comuniones, bautizos o bodas, entre muchos otros, han sido sometidos a crecientes restricciones de aforo, y el sector de la hostelería, como es el caso de bares, restaurantes, etc., no sólo han sido limitados en cuanto a su capacidad sino que las condiciones para el desempeño de sus actividades han sido endurecidas. Prueba de esto es que cada vez es una práctica más extendida la identificación de los asistentes a estos eventos o establecimientos mediante un registro que incluye diferentes datos, como nombre y apellidos, teléfono de contacto, etc., para facilitar su posterior rastreo por las autoridades. En Castilla y León el gobierno autonómico, por su parte, cerró las peñas que son, no lo olvidemos, grupos de personas que comparten una misma afición o que participan conjuntamente en algún tipo de actividad, y que representan un elemento importante del tejido social (EFE 2020b). Los eventos sociales no sólo están fuertemente restringidos en cuanto al número de participantes, sino que requieren una autorización previa de las autoridades para su celebración, lo que es una muestra mas de cómo el derecho de reunión ha quedado virtualmente suspendido y, así, ha pasado a depender del poder ejecutivo. Incluso cuando estas medidas son temporalmente suspendidas por algún juez de primera instancia, las autoridades toman las correspondientes contramedidas para que sean tribunales superiores, más próximos al poder ejecutivo, los que se encargen de resolver las querellas presentadas (Parera 2020b).

De esta manera los lugares de socialización, en los que la gente se encuentra para entablar contacto y relacionarse, son restringidos o incluso clausurados. Todo esto es combinado, a su vez, con persistentes recomendaciones a limitar los encuentros sociales fuera del grupo de convivencia estable, y a espaciar en el tiempo las reuniones con grupos con composición no coincidente. En otros países, como es el caso de Inglaterra, las medidas son también restrictivas pero reorientadas hacia la mercantilización de las relaciones sociales. Esto queda bastante claro al prohibir reuniones en espacios privados entre personas no convivientes, lo que, por ejemplo, impide que una familia pueda invitar a unos amigos a su casa a comer o a tomar el té y que, por el contrario, tengan que ir a un bar o a un restaurante. Esto ha servido para proscribir actividades tan típicas en la sociedad inglesa como la celebración de barbacoas y otro tipo de eventos similares tan habituales en la vida social de las personas.

A este tipo de medidas les ha seguido un endurecimiento de las sanciones en el incumplimiento de la ley de salud pública. La amenaza y la coacción son, junto a la gerra psicológica emprendida por los medios de comunicación, una constante como mecanismos de control social y de represión de la sociabilidad humana. Este tipo de medidas constituyen un cambio fundamental en la convivencia de la sociedad, lo que se ve acrecentado por la dinámica inherente de un proceso de control y vigilancia permanente que no deja de expandirse en todas direcciones y que abarca la totalidad de las esferas de la vida humana. Junto a las leyes, normas administrativas, la supervisión del entramado burocrático del sistema sanitario, con el apoyo de la policía y del ejército, están las persistentes recomendaciones que intensifican la tendencia general de este proceso. Así, vemos cómo los expertos y las autoridades sanitarias definen el modo en el que las personas debemos relacionarnos e interactuar entre nosotras. Esto se concreta en tener contactos sociales muy limitados. Relacionarse con el círculo más íntimo, y si se entra en contacto con otra gente tiene que ser preferiblemente con los mismos en espacios preferentemente abiertos, para una mejor supervisión de la autoridad de estas interacciones (Montero 2020). El nuevo panóptico social exige máxima transparencia y visibilidad para identificar a cada persona de cara a su posterior rastreo.

El Estado policial-sanitario que abarca de un modo total la vida del individuo y que se adentra hasta su más recóndita intimidad es una expresión más, quizá la más acabada, del proyecto de la modernidad tardía con la expansión máxima del poder y el sometimiento máximo del individuo. El Estado total débil encarnado por el Estado constitucional y liberal deviene en Estado total fuerte, o Estado totalitario, que en virtud de las normas establecidas impone un estado de excepción permanente. Las salvaguardias constitucionales para casos que son presentados por la autoridad como una emergencia que amenaza a la comunidad política, como en el caso de la constitución española sucede con el artículo 116, son la puerta trasera para la expansión ilimitada del poder del Estado a expensas de los derechos y libertades de la población. Hoy es la amenaza, irreal y magnificada, de un virus relativamente corriente, del mismo modo que en otros lugares y en otros momentos fueron otros los pretextos que justificaron este mismo tipo de dinámicas expansivas. El 11S en EEUU creó un escenario de emergencia que hizo del terrorismo el pretexto para aprobar la Patriot Act que impulsó el Estado policial en aquel país al facilitar, entre muchas otras cosas, que los servicios secretos, y más concretamente la NSA, espiase a sus ciudadanos, y que el poder ejecutivo pudiese, a partir de entonces, operar sin apenas restricciones de la rama judicial del gobierno federal en la esfera de la denominada seguridad nacional, siendo esta última la excusa perfecta para todo tipo de extralimitaciones.

En la actualidad el coronavirus es la excusa para el relanzamiento del Estado policial en todos los países, pero sobre todo es un pretexto para reorganizar las relaciones sociales. En lo que a esto respecta asistimos a una demolición controlada de la sociedad actual para su posterior reconstrucción sobre la base de unas nuevas normas de convivencia y unas relaciones sociales totalmente transformadas. Esto lo vemos no sólo en todo lo hasta ahora comentado, sino también en la imposición de la distancia social. Se trata de una medida que persigue alejar al individuo de los demás y mantenerlo aislado. A través de este tipo de mecanismos sociales se persigue la atomización de la sociedad, pues una sociedad de este tipo, en la que el tejido social está roto o desintegrado, no tiene capacidad para oponer resistencia a los gobernantes, lo que facilita la dominación de estos últimos. Esta situación facilita, también, la dependencia de las personas con el Estado con el que pasan a relacionarse de un modo prácticamente exclusivo, mientras que los demás son vistos como posibles enemigos, o simplemente como competidores por los recursos que el Estado distribuye según sus intereses.

La distancia social que tanto ha sido exigida y que finalmente ha sido impuesta carece de una base científica sólida que justifique semejante medida, algo que diferentes expertos en epidemiología han denunciado activamente y que, además, han subrayado la falta de rigor científico de los estudios en los que se basan quienes defienden esta política (Heneghan y Jefferson 2020, 2020b). Se trata de una regla que es el principio de un cambio decisivo en las convenciones sociales y en el modo de entender las relaciones al no obedecer a un criterio médico. En este sentido es una medida peligrosa al ser aplicada de manera universal cuando sólo tendría razón de ser con aquellas personas que tienen síntomas de la enfermedad, y que por ello mismo son susceptibles de infectar a los demás. Sin embargo, la distancia social tiene importantes y profundas consecuencias políticas cuando es incorporada al ordenamiento jurídico en la forma de leyes. De esta forma es restringido tanto el derecho de reunión como el de expresión. Así lo vemos, por ejemplo, en Alemania donde esta ley está siendo utilizada como arma de represión social y política contra la disidencia al ser aplicada por la policía para disolver manifestaciones y protestas (Smith 2020). Pero del mismo modo que hoy esta ley es utilizada contra quienes se oponen a las políticas de gestión de la epidemia, mañana podrá ser empleada contra cualquier otro colectivo en nombre de la salud pública. Mientras tanto en Singapur las autoridades utilizan perros robot que patrullan algunos parques públicos para supervisar el cumplimiento de la distancia social por la población (CNA 2020).

La distancia social aisla y aleja a las personas de los demás, impide y dificulta el encuentro, ahonda tendencias atomizantes que ya estaban presentes en la sociedad, y contribuye a laminar el tejido social existente. No pueden desdeñarse, asimismo, las  repercusiones que puede tener algo así en la salud mental del individuo como resultado de la eliminación radical del contacto físico en la vida cotidiana, y sobre todo en las cada vez menos y más precarias relaciones sociales. La socialización, como un acontecimiento propio del ser humano debido a su condición de ser social, es amputada gracias a la distancia social y a las restantes medidas ya señaladas, todas ellas dirigidas a aislar al individuo. La distancia social no sólo dificulta e impide el encuentro entre personas, también la resistencia contra el poder. Los espacios de socialización son cada vez más restringidos, o directamente cerrados, mientras la distancia social opera como mecanismo represivo auxiliar que ahonda esta tendencia en curso. Se trata de una degradación de las relaciones humanas que son, de esta manera, deshumanizadas, lo que produce, a su vez, un individuo degradado. El Estado estrecha cada vez más el cerco sobre el individuo que ahora apenas dispone de espacio para relacionarse con otros, y la denominada distancia social le empuja tanto a quedarse aislado como a huir de los demás al ser el otro presentado como la fuente de contagio, de enfermedad, de muerte y de mal.

Como decimos, este conjunto de medidas adoptadas por el poder constituido profundizan unas tendencias sociales que ya estaban presentes, y contribuyen decisivamente a acelerar su consolidación, lo que implica la maximización de todas las nocividades que llevan aparejadas. Nos referimos concretamente a la soledad, que ya ha sido catalogada como una epidemia (Anrubia 2018) y que durante el confinamiento ha quedado más expuesta que nunca antes (McGinty et alii 2020; Huerta 2020). En lo que a esto respecta cabe decir que se trata de un fenómeno que es fruto de las condiciones sociales y políticas del entorno en el que está inmerso el individuo, y que tiene muy importantes repercusiones en el terreno de la salud al ser una fuente de problemas que incrementan la mortandad (Otto 2016; Valtorta et alii 2018; OMS 2015), pero igualmente repercute en los ámbitos social (Cambero 2019) y político. El progresivo aislamiento de las personas afianza esta tendencia a la soledad impuesta desde arriba, lo que aumenta su vulnerabilidad y facilita la dominación, de tal manera que el Estado puede maximizar su poder sin encontrar obstáculos a su paso.

¿Qué puede hacer un individuo aislado contra un poder que le oprime sin restricciones? Muy poco al ocupar una posición sumamente vulnerable y no encontrar el apoyo necesario con el que resistir. La destrucción de la sociedad representa en términos estratégicos un mal necesario para que el Estado pueda expandirse ilimitadamente, y la epidemia ha resultado ser la ventana de oportunidad política para llevar a cabo esta transformación total. Se trata, en suma, de una consecuencia lógica de la necesidad del Estado de fortalecerse, lo que exige un nuevo modelo de sociedad que se adapte a las condiciones históricas, internacionales, militares y tecnológicas del s. XXI. Todo esto significa, en suma, la imposición de una sociedad compuesta por individuos solitarios y aislados, por tanto débiles y vulnerables, incapaces de resistir al poder, y atados a un nuevo aparato tecnototalitario del que depender en todo momento.

La tecnología se revela así como un instrumento más de control social que reorganiza las relaciones en la sociedad por medio de una red en la que el rastro digital permite la supervisión de toda interacción por las autoridades. Al mismo tiempo la tecnología constituye otro elemento de distanciamiento y aislamiento al ser una forma socialmente aceptada de distancia social que es reubicada en un contexto histórico, político y social completamente nuevo en el que un Estado con pretensiones tecnototalitarias extiende sus tentáculos a todos los ámbitos. En este sentido la tecnología hace más vulnerable al individuo, lo expone aún más a la inmediatez de quien controla y regula los flujos de información, el suministro de servicios y, en definitiva, esa misma tecnología. Y al mismo tiempo esa tecnología reorganiza el mundo conforme a sus propias necesidades y lógica técnica para una mayor eficacia que redunda, asimismo, en una mayor dominación, lo que no deja de ser una expresión más del totalitarismo del orden técnico de nuestros días (Ellul 2003; Freedom Club 2013)

Antes del covid-19 las personas podíamos decidir cómo nos relacionábamos con los demás. Ahora ya no, pues el Estado decide cuándo, dónde y de qué forma nos relacionamos entre nosotros. Este es uno de los acontecimientos decisivos derivados de la pandemia. De este modo nos adentramos en una senda totalitaria en la que el poder infraestructural de un Estado hiperpoderoso ha alcanzado su apogeo con la actual epidemia, pero cuya viabilidad está en juego si estos cambios no se traducen, a su vez, en un nuevo modelo económico, pues la destrucción de la economía es, al mismo tiempo, la destrucción de la base material de su poder con la que financia sus medios de dominación.

14. La economía

Para entender lo que sucede en el mundo económico como consecuencia de las políticas de gestión de la pandemia adoptadas por la mayoría de los Estados, es importante tener en cuenta varias cuestiones básicas. La primera de ellas es que la principal fuente de financiación del Estado son los impuestos. Esto es debido a la naturaleza misma de esta institución, pues su existencia depende de la extracción de recursos de la sociedad que posteriormente redistribuye de forma autoritaria. Siempre ha sido así desde que el Estado existe (Tilly 1985; Leval 1978). Posteriormente, como consecuencia del desarrollo de las necesidades militares para preparar y hacer la guerra fue necesario gastar cada vez más rápido el dinero de la hacienda, lo que requería que alguien adelantara el dinero para, así, no tener que esperar a recaudarlo. De esta forma es como hizo su aparición la deuda del Estado con mercaderes y banqueros que prestaban a un determinado interés (Tilly 1992: 135). La posterior necesidad de concentrar todo el crédito de la nación condujo a la creación de los bancos centrales. Este fue el caso del Banco de Inglaterra, creado en 1694, y que agrupó a las principales entidades financieras bajo la dirección del Estado para prestarle dinero con el que financiar sus campañas militares (Dickson 1967). Este sistema tenía sus antecedentes a comienzos del s. XVI en el sistema de deuda surgido en los Países Bajos cuando eran posesión de los Habsburgo, y de hecho los ingleses se inspiraron en este modelo (Hart 1993; Tracy 1990: 114-146; Hui 2011: 143).

A grandes rasgos este sistema de deuda que tiene su origen en la temprana edad moderna es el que impera hoy en día, y en el que los bancos centrales desempeñan un papel estratégico en la supervisión y regulación del ámbito financiero y bancario. La hacienda del Estado emite deuda en la forma de bonos que los bancos centrales compran, de forma que dicha deuda es distribuida en los circuitos financieros a través de los bancos privados que las colocan en los mercados abiertos. Esta deuda paga un interés que es financiado con impuestos, y dicho interés varía en función de la situación del mercado financiero y sobre todo de la solvencia del Estado que la emite.

En el momento en el que la pandemia de coronavirus eclosionó mundialmente los principales Estados del sistema internacional, especialmente los europeos, pero también EEUU, estaban fuertemente endeudados. La paralización de la economía ha contribuido decisivamente a aumentar esa deuda en el contexto de unas economías que, como es el caso de las europeas, languidecían (Vakulina 2019; Full Fact 2017). Indudablemente esto plantea unos interrogantes muy grandes a medio y largo plazo en el terreno fiscal. Pero lo decisivo, al menos a nivel inmediato, son las consecuencias de la gestión de la pandemia en la economía como resultado de su cierre. Al proceder de esta manera los Estados han dañado su base financiera por razones políticas, tal y como se desprende de todo lo hasta ahora expuesto, lo que ha tenido, y seguirá teniendo, graves repercusiones en el plano socioeconómico.

En el caso de España la deuda del Estado se ha disparado y puede alcanzar finalmente el 120% del PIB, e incluso superar esa proporción. Italia, que también es otro país que ya estaba muy endeudado antes de la pandemia, verá incrementar su deuda del 133% al 160% del PIB aproximadamente (Fonte y Jones 2020; Fitch Ratings 2020). Pero lo mismo cabe decir para Francia que, al igual que sus vecinos, verá cómo aumenta su deuda pública hasta el 115% de su PIB, o incluso puede que rebase esa cifra (CGTN 2020; Fitch Ratings 2020b). Asimismo, las economías de estos países van a menguar de manera considerable, tal es así que se prevé que la caída del PIB español llegue hasta el 15%, aunque esta previsión parece ser, a pesar de todo, bastante optimista. Y proporciones parecidas son aplicables a muchos de los vecinos de este país. Sólo Alemania vio menguar su economía el segundo trimestre del año en un 10,1% (Goldstein 2020). Tal es así que se estima que en la economía alemana en 2020 habrá 2,35 millones de personas trabajando a tiempo parcial, más del doble que después de la crisis financiera de 2008 (Schulten y Müller 2020). Los efectos de las políticas adoptadas con motivo de la pandemia han llegdo a ser considerados, no sin razón, catstróficos en términos económicos (Stocker 2020).

No hay que olvidar que en el caso de España su economía estaba desmoronándose a cámara lenta, al menos si nos fijamos en que los despidos colectivos entre enero y noviembre de 2019 habían sido un 52% superiores a los del mismo periodo del año anterior, y que dicha tendencia se había reanudado a principios de 2020 (Sánchez-Silva 2020; La Información 2020; Ubieto 2020; EFE 2020c). Tampoco hay que olvidar cómo el déficit comercial en la balanza exterior de pagos volvió a convertirse de nuevo en una tendencia, y el crecimiento económico se ralentizó de forma considerable. Sin embargo, el cierre de la economía durante la pandemia ha tenido, tiene y seguirá teniendo en los años próximos unos efectos muy negativos en la sociedad y, de forma más general, en las finanzas del Estado. Esto es aplicable a todos los países que optaron por un cierre completo de la economía, mientras que aquellos que, por el contrario, decidieron establecer un cierre parcial de esta, como Países Bajos o Alemania, así como los que no la cerraron en absoluto, como Suecia, no han dañado tanto su base financiera, lo que, sin duda, les permitirá salir mejor parados que el resto.

Tal y como fue explicado antes, el Estado es una institución que persigue maximizar su poder para sobrevivir, tanto dentro de sus fronteras frente a cualquier institución o grupo social que le dispute su autoridad, como en el plano internacional frente a otros Estados o coaliciones de Estados. La extracción de recursos de la sociedad es, entonces, una necesidad estratégica al ser imprescindibles para su fortalecimiento y supervivencia. Por esta razón el Estado es un depredador que despoja a la sociedad civil de sus medios de vida debido a que, en su condición de actor racional, persigue maximizar sus propios intereses a toda costa (Levi 1988). Todo esto le convierte en un ente invasor que únicamente se preocupa por sus propios intereses (Poggi 1990), además de valerse de los intereses ajenos para satisfacer los suyos propios. El desarrollo histórico del Estado sigue esta dinámica implacable que se manifiesta en multitud de ámbitos (Jouvenel 2011), y que en el terreno económico refleja su carácter parasitario. En este sentido las medidas adoptadas durante la pandemia han contribuido inicialmente a esa expansión del poder del Estado: la militarización del orden público, la suspensión del derecho de reunión, la censura y persecución de opiniones disidentes, etc. Sin embargo, este proceso expansivo tiene su contrapunto en el terreno económico en el que el Estado, la mayoría de Estados cabe decir, ha minado las bases de su propio poder.

En la medida en que una economía es boyante y productiva esta genera un excedente que el Estado se apropia a través de los impuestos. Pero la tendencia del Estado a crecer ilimitadamente para costear sus medios de dominación y a aumentar su poder le lleva por inercia histórica a extraer más recursos de los que la sociedad es capaz de producir, lo que refleja su naturaleza parasitaria. En cambio, el cierre de la economía durante la pandemia ha significado directamente la destrucción de una parte considerable de la capacidad de producción económica de la sociedad, de tal manera que el Estado se ha infligido a sí mismo un daño tremendo en la base material de su poder, circunstancia esta que va a condicionar decisivamente su futuro e incluso su viabilidad como institución. Tal es así que la destrucción de gran parte del tejido productivo con el cierre de miles de empresas, además del despido de cientos de miles de trabajadores, conduce directamente a 4 escenarios posibles que el historiador y filólogo estadounidense, Victor Davis Hanson, sintetizó recientemente: aumento de los impuestos, recorte del gasto, aumento de la deuda mediante una reducción de los intereses por imposición política, y devaluación de la moneda (Hanson 2020). Cabe imaginar un quinto escenario que sería una mezcla de todo esto. En cualquier caso el resultado siempre es el mismo a lo largo de la historia: caos social.

Al margen de cómo se desarrollen finalmente los acontecimientos, la caída drástica del PIB, la desaparición de miles de empresas, el aumento del desempleo, el descenso del consumo y la reducción del comercio internacional son factores que influyen negativamente en la base tributaria del Estado, y consecuentemente en la cantidad de recursos que es capaz de extraer de la sociedad. Esta situación deja bien claro que el Estado, en su tendencia a expandirse, ha terminado por minar sus propias bases de poder, hecho que le arrastrará irremisiblemente a una enorme crisis fiscal agudizada, tal y como sucede en Europa, EEUU y en otros países del mundo, por los problemas demográficos de poblaciones sumamente envejecidas y con creciente necesidad de mano de obra. De hecho, las medidas adoptadas durante esta pandemia van a agudizar tendencias ya presentes, sobre todo en lo relacionado con la natalidad que, casi con total seguridad, bajará aún más en los países desarrollados (Sevillano 2020b).

Aunque en la mayoría de los países la economía fue cerrada durante gran parte de la pandemia, y el teletrabajo únicamente pudo aplicarse a una parte bastante limitada de las empresas, esta medida únicamente ha contribuido a poner en peligro la viabilidad financiera de los Estados pese a las medidas de estímulo anunciadas, y los diferentes planes dirigidos a reconstruir el tejido productivo. Estados hipertrofiados no pueden sostenerse sobre una base económica cada vez más precaria en el contexto de una contracción tanto de las economías nacionales como de la economía mundial. Por esta razón el relanzamiento de un Estado policial tecnototalitario encontrará serios obstáculos en el plano financiero para su completa implantación, sin por ello negar la posible resistencia popular que ello puede entrañar en un contexto de creciente conflictividad social.

Sin embargo, el cierre de la economía ha tenido otro efecto igual de reseñable que el anterior. Este no ha sido otro que la transferencia de la riqueza de manos de las pequeñas empresas y clases populares a las grandes empresas transnacionales que han resistido el embiste económico del confinamiento. Si el Estado ha salido perjudicado financieramente, la gran empresa, debido a su mejor posición económica, ha logrado gestionar y superar mejor el cierre de la economía al mismo tiempo que, tras su reapertura, ha conseguido mejorar su posición al aumentar su cuota de mercado con la desaparición de innumerables empresas. A esto cabe sumar el incremento del número de desempleados y con ello la devaluación de la mano de obra hasta niveles difícilmente imaginables hace unos años e incluso hace unos meses.

Ciertamente la devaluación de la mano de obra varía en función de la cualificación de cada trabajador y la demanda que exista en el mercado de trabajo en cada sector profesional, pero en términos generales sí puede constatarse un descenso del coste de la mano de obra como resultado del crecimiento del desempleo, hecho que inevitablemente revertirá en las condiciones de vida de la población al verse degradadas, circunstancia que empeorará su salud. El resultado lógico de este proceso es un descenso significativo de la esperanza de vida. La elevada precariedad en la que han quedado sumidos amplios sectores de la población que ahora dependen de la beneficiencia, de algunas prestaciones del Estado, de la ayuda de familiares, etc., es el resultado del confinamiento y de la prohibición de trabajar. Esta situación se combina con el fin del ahorro en muchas familias, y sobre todo la caotización de la vida social y económica en todos los países. En lo que a esto respecta cabe decir que en España los expedientes de regulación de empleo temporal (ERTE) constituyen una herramienta de contención de los despidos, pero que supone un incremento de la deuda pública en la medida en que el Estado corre con el gasto de pagar a estos trabajadores mientras no se reincorporen a sus puestos. Pero esto bien puede no suceder si no se reactiva la demanda y la economía no crece, con lo que dichos ERTE se convertirían en despidos colectivos masivos, seguido del cierre de miles de empresas que hoy sólo existen en la mayoría de los casos sobre el papel. Asimismo, en otros países el escenario puede ser muy parecido, tal y como sucede donde actualmente están operativos los “furlough schemes”. Debido a que se trata de una medida temporal, y que la prolongación indefinida de los ERTE no es viable, es difícil prever que la situación sea revertida.

Otro aspecto del impacto de las medidas adoptadas por los Estados con motivo de la pandemia es el incremento de los niveles de explotación laboral. Esto no tiene que ver únicamente con la devaluación de la mano de obra, sino sobre todo con la extensión de la jornada de trabajo como resultado de la implantación de medios telemáticos. De esta manera si antes el trabajador empleaba una media de entre 8 y 10 horas, dependiendo de la empresa y el sector, a su jornada laboral, ahora, con motivo de la ausencia de una regulación clara que establezca límites al teletrabajo, la jornada laboral se ha extendido en la práctica más allá de las 10 horas. Sin duda la falta de experiencia entre los trabajadores con el teletrabajo es un factor explicativo, pero mucho menor en relación a las condiciones estructurales en las que este se produce, y que significa trabajar más por el mismo sueldo, y de manera más intensa (Brunat 2020b).

Lo anterior está unido no sólo a la tendencia a digitalizar parte de la producción económica, especialmente en el sector servicios. Si bien una posible regulación de esta nueva forma de trabajar puede poner ciertas limitaciones, ello no va a impedir que la tendencia general sea que, como consecuencia de llevar el trabajo a casa, se termine trabajando más que en la situación previa a la pandemia, tal y como pudo comprobarse durante el confinamiento. Si antes de la pandemia existía una tendencia a trabajar cada vez más horas, y sin que en la mayoría de los casos dicho trabajo fuese remunerado, en la era post-covid esta tendencia va agudizarse no sólo por el papel del teletrabajo, sino también por la situación socioeconómica con la existencia de una economía poco competitiva y un gran ejército de desempleados. A todo esto cabe sumar la expansión del Estado en la economía, lo que le convertirá en propietario de numerosas empresas, al mismo tiempo que establecerá, como ya está haciendo, importantes restricciones a la actividad económica de empresas y personas. Por esta razón no es descartable que se produzca una evolución hacia una forma de economía de mandato liderada por un Estado paternalista y crecientemente dictatorial. Esto significaría la aparición del trabajo forzoso, o formas de esclavitud que ya están presentes en Europa desde hace varias décadas.

La National Crime Agency (CNA) en el Reino Unido reconoció la existencia de alrededor de 13.000 esclavos en suelo británico en 2013 (HM Government 2018). Global Slavery Index calcula que podría haber 136.000 esclavos en la actualidad, y los informes oficiales más recientes apuntan en esa dirección (Freedom United 2018). En el resto de países de Europa la situación tampoco es mejor, aunque es ocultada por los gobiernos pese a que hay evidencias de la emergencia de este tipo de trabajo, generalmente ligado a los flujos migratorios.

Por otra parte tampoco debemos olvidar las restricciones establecidas a numerosas actividades económicas, especialmente aquellas que son llevadas a cabo directamente con el público, tal y como ocurre con los comercios o en otros servicios. Los límites impuestos significan un lastre para las empresas que en muchos casos ven en peligro su viabilidad. Además de esto, el Estado limita premeditadamente su capacidad recaudatoria al limitar al mismo tiempo las posibilidades de crecimiento económico. Todo esto, lejos de responder a un criterio estrictamente sanitario, obedece a una clara intencionalidad política dirigida a hacer caer ciertos sectores para reorganizar la economía completamente y favorecer así otro tipo de modelos de negocio.

La intervención masiva del Estado en la mayoría de los países con el pretexto de la pandemia ha servido para crear una gran incertidumbre, tanto en el plano jurídico como sobre todo en el económico y social. Las restricciones que hoy son impuestas a ciertas actividades económicas están claramente dirigidas a reorganizar la economía sobre la base de un nuevo tejido productivo, y con ello su reorientación conforme a los requisitos estratégicos de los Estados. El elevado peso que históricamente ha ostentado la hostelería y, en general, el sector turístico en determinados países, llega a su fin. En este sentido el caos económico producido es visto como una oportunidad para una reorganización total de la economía conforme a otro tipo de requerimientos que están más en sintonía con las condiciones históricas internacionales, y concretamente con la competición geopolítica que hoy existe a escala mundial entre un Occidente en decadencia, y un Oriente en auge pero que arrastra importantes debilidades internas.

En el contexto europeo los planes de reactivación económica que han sido acordados a nivel comunitario, y que han recibido tanta atención, constituyen un programa de reestructuración del conjunto de la economía a nivel europeo en la medida en que aquellos fondos destinados a restablecer la capacidad productiva de las economías nacionales están condicionados, y por tanto serán destinados a una serie de fines prefijados para su posterior devolución. Esto significa que las relaciones de poder ya existentes en el marco de la UE serán reorganizadas y fortalecidas, lo que se traducirá en una adaptación parcial o completa de las economías periféricas, como las de Italia, España, Portugal e incluso Francia, a las demandas y requerimientos de Alemania y sus demás aliados, como Países Bajos, Austria, etc. Por otro lado no hay que perder de vista que los fondos establecidos en el acuerdo alcanzado por los países miembros de la UE durante el verano de 2020 requieren la ratificación de los parlamentos nacionales antes de su definitiva concesión, mientras que la administración de este dinero estará sometida a una estrecha supervisión por las autoridades comunitarias, de manera que su recepción se prolongará en el tiempo y no será inmediata. Probablemente para entonces el tejido productivo de algunos países, como España, esté gravemente deteriorado y el dinero llegue en un contexto social y político de elevada conflictividad y crispación.

Todos estos son aspectos de la pandemia que de un modo u otro se manifestarán en un futuro no muy lejano. Pero al margen de todo esto hay que constatar otro hecho no menos importante, y que tiene un efecto directo en el plano económico y social. Esto es lo que sucede con la restricción drástica de los servicios del Estado, además del establecimiento de todo tipo de limitaciones que impiden que muchos servicios sean provistos. En lo que a esto se refiere el quizá más significativo es el relativo a la sanidad, de tal forma que nos encontramos ante una postergación de revisiones médicas, operaciones quirúrgicas, analíticas, etc., que no son consideradas prioritarias, pero que además de revertir negativamente en la salud de la población tienen sus consecuencias en el terreno económico. A esto cabe sumar la generalización de la atención primaria telefónica, hecho que inaugura una nueva era en la prestación de servicios de este tipo por el Estado, y que constituye una forma de ahorro de lo que sin dudas es considerada una de las principales cargas económicas debido al elevado uso que recibe de una población cada vez más envejecida.

Si esta tendencia impuesta en la sanidad logra consolidaarse y prolongarse en el tiempo es muy probable que, tal y como ahora China hace con su población (Aldama 2020b), asistamos a la emergencia de una nueva forma de medicina online. Esta nueva práctica que algunos profesionales llaman sarcásticamente “médico de ordenador” puede combinarse con sistemas de reconocimiento, machine learning e inteligencia artificial para la realización de diagnósticos, todo ello con el propósito de agilizar tanto los diagnósticos como las decisiones clínicas gracias a estas nuevas tecnologías. No por casualidad Jeremy Howard, uno de los principales impulsores del ya citado lobby #Masks4All partidario de universalizar el uso de mascarillas y ligado al Foro Económico Mundial (Foro de Davos), es el impulsor de la empresa Entilic, especializada en machine learning para aplicar esta tecnología, entre otras cosas, al campo de la salud y llegar a sustituir a los médicos (Finley 2014; McKinsey Quarterly 2014; #Masks4All).

Lo anterior no sólo es factible, sino que se adaptaría muy bien a un sistema sanitario burocrático fundado en un modelo de práctica clínica “basada en la evidencia”, en donde todo se protocoliza y se pierde el contacto con el ser humano. Se trata, en suma, de un tipo de sanidad que se basa en un modelo estadístico y matemático que generaliza la práctica clínica, de forma que si un alto porcentaje de los pacientes, pongamos por caso un 80%, tiene un diagnóstico y se beneficia de un determinado tratamiento, este es empleado por sistema incluso con el 20% restante al que no beneficia e incluso puede perjudicarle (Francàs). Esta es una medicina burocratizada, estandarizada, de carácter industrial, que se basa en la estadística, y que congenia perfectamente con un modelo organizado en torno al machine learning, los algoritmos y la atención online. De hecho, podemos decir que este modelo es la culminación exitosa del modelo de sanidad que nos es conocido hasta la fecha. Inevitablemente este tipo de práctica médica conduce a malos diagnósticos, errores médicos evitables, iatrogenia, etc. Indudablemente todo esto se traduce en un daño económico considerable sobre la fuerza de trabajo de un país en la forma de muertes, hipermedicalización, incapacidades permanentes, etc., algo que inevitablemente afecta a la capacidad productiva del conjunto de la economía y que repercute también en las finanzas del Estado.

Por otro lado la utilización del confinamiento de manera sistemática por las autoridades sanitarias, tal y como ha sido mencionado antes, tiene un grave impacto en la economía que no puede ser pasado por alto. Esto no sólo ha sido observado durante el estado de alarma en España y en otros países, sino que ahora lo podemos constatar en la aplicación de los protocolos establecidos para casos sospechosos y sus contactos. El efecto multiplicador de esta dinámica de confinamientos tiene un poderoso impacto económico, lo que se refleja en la degradación de las condiciones de vida de la población al empobrecerla, y pasar a depender de la beneficiencia o de ciertas atenciones asistenciales cuando las personas afectadas no cuentan con el apoyo de familiares.

La sociedad de la pobreza parece ser, a tenor de las políticas en marcha, el resultado inevitable de una dinámica que se acelera a sí misma. En lo que a esto se refiere la gestión de la epidemia en aquellos países en los que se ha dado un cierre de la economía, o que en su caso se prohíbe trabajar durante al menos 14 días tanto a personas asintomáticas como a aquellas que no han estado expuestas al virus, constituye un factor de riesgo para la estabilidad social y política al dañar gravemente la base material de la sociedad y de las instituciones vigentes. Esto necesariamente repercute en una caotización de la vida social y económica que genera creciente incertidumbre y vulnerabilidad entre las clases populares. Estas circunstancias alimentan por un lado la conflictividad, pero por otro lado la mortalidad en un contexto en el que una mala economía produce una mala salud que incrementa el riesgo de enfermar y, dado el caso, de morir.

A lo anterior cabe añadir la desintegración del sistema asistencial del llamado Estado de Bienestar en la medida en que la crisis económica inducida desde arriba repercutirá grave y decisivamente en los ingresos del Estado, lo que conducirá irremisiblemente a establecer prioridades en el gasto. Consecuentemente es muy previsible que el gasto social, sobre todo en partidas de tipo asistencial, sea muy limitado y su impacto se reduzca a meras campañas mediáticas y a estrategias de comunicación política hábilmente pergeñadas. Al menos es lo que se desprende del ingreso mínimo vital en España, que únicamente lo ha recibido en torno al 0,57% de todos los solicitantes (Kaos 2020). Por tanto, lo que puede concluirse de todo esto es que el asistencialismo que eventualmente quede en pie será más bien simbólico, como herramienta de apaciguamiento social en la medida en que este sea agitado en campañas mediáticas hechas para tal fin. Como efecto colateral de esta tendencia se producirá una instrumentalización política de la creciente pobreza, de manera que la dependencia desarrollada con el Estado entre las clases populares a través del Estado de Bienestar será aprovechada por la clase política y los altos funcionarios para, así, manipular a la población con promesas y migajas en el terreno social. Sin duda será una manera de apaciguar a la población, y sobre todo de intentar reconducir la protesta social a través de los cauces políticos y legales del orden establecido para mantener una estabilidad política y social cada vez más precaria. Sin embargo, todo esto será sumamente difícil en un contexto en el que las propias instituciones están sumamente desacreditadas, al mismo tiempo que arrastran un importante déficit de legitimidad.

15. La vacuna

Resulta inquietante comprobar que las propias autoridades sanitarias han hecho de la emergencia sanitaria una situación que va a perdurar indefinidamente, al menos hasta que se encuentre una vacuna o un tratamiento eficaz contra la enfermedad. Todo esto no deja de ser sorprendente, pues no es necesaria una vacuna a la vista de la baja mortalidad que produce esta enfermedad y al hecho de que se concentra en personas con una salud muy dañada y una baja esperanza de vida. Desde el punto de vista de muchos de los expertos hasta ahora citados sería suficiente con tomar medidas preventivas para que este grupo de la población no quedase expuesto a este virus.

Además de todo esto, no son pocos los expertos que afirman que una vacuna contra el covid-19 no es recomendable, pues sería tan inútil como tratar de crear una vacuna contra el resfriado común (Sutton 2020). Otros especialistas subrayan los riesgos que una vacuna así entraña, debido a que el desarrollo normal de una vacuna tarda años, mientras que para el covid-19 sólo han sido necesarios unos pocos meses, lo que puede tener muchos efectos negativos en la salud de las personas (Kinch 2020; Broom 2020; Jian 2020). De hecho son importantes las serias complicaciones que se han producido en el desarrollo de esta vacuna cuando ha sido probada de manera experimental (Haseltime 2020; Kennedy Jr. 2020).

Por otra parte ya ha sido apuntada la escasa inmunidad que producen estas vacunas, lo que es un argumento más que cuestiona su conveniencia. Tal y como destacó Wolfgang Wodarg, no tiene sentido tratar de buscar una vacuna para un tipo de virus que tiene una altísima tasa de mutación, lo que constituye una temeridad que puede acarrear graves lesiones corporales (Wodarg 2020b). Otros expertos también recalcan que la presión para conseguir cuanto antes una vacuna para el covid-19 implica una serie de riesgos que para algunos pacientes pueden ser peores que la infección. En lugar de proteger contra la infección la vacuna podría hacer que la enfermedad fuese peor en una persona vacunada que finalmente se infecta con el virus. El hecho de acelerar la producción de la vacuna incrementa considerablemente los riesgos al no haberse hecho las correspondientes pruebas en animales (Steenhuysen 2020).

Por otra parte la vacuna supone un sinsentido en la medida en que está comprobándose que existe una creciente inmunidad en la población debido a su exposición al virus. De hecho, diferentes investigadores han desarrollado estudios independientes que les han conducido a concluir que la inmunidad al covid-19 es mayor que la que muestran los tests. Esto es lo que sucede con los infectados asintomáticos o con los que han desarrollado una forma leve de la enfermedad, quienes han conseguido inmunidad a través de las células-T, incluso cuando no han dado positivo en anticuerpos. Al menos esto es lo que se desprende del estudio del Karolinska Institutet (2020; Sekine et alii 2020; Cell Press 2020; Nelde et alii 2020; Ng et alii 2020; Gallais et alii 2020). Otros estudios apuntan en la misma dirección, como el dirigido por Onur Boyman acerca de los anticuerpos generados en la membrana mucosa (Cervia et alii 2020; Bröhm 2020).

En cualquier caso estas investigaciones para conseguir la vacuna están encontrando importantes dificultades (Mullard 2020). Por ejemplo, la vacuna de la Universidad de Oxford fue probada experimentalmente en 6 monos que calleron enfermos de covid-19 a pesar de la propia vacuna, al igual que los monos que no habían sido vacunados (Andrews 2020). A pesar de esto la vacuna pasó a la fase de pruebas con humanos. Según los propios investigadores a cargo de este proyecto la vacuna no está garantizada completamente (Gardner 2020). Estos son algunos de los escollos con los que tienen que lidiar los investigadores, aunque lo cierto es que hay más iniciativas en marcha que en algún momento, tal y como les ha sucedido a los responsables de la iniciativa de la Universidad de Oxford, han encontrado importantes dificultades. Este es, por ejemplo, lo ocurrido con el proyecto de Moderna, que rápidamente fue probado en humanos en los que se han manifestado graves efectos secundarios, a lo que hay que sumar su poca transparencia (Boodman 2020; Kennedy Jr. 2020b; Branswell 2020).

La experiencia con el coronavirus en animales es bastante ilustrativa de la falta de eficacia de las vacunas para esta enfermedad, hasta el punto de que fueron retiradas. El veterinario Nacho de Blas explicó que la razón es “porque no protegen. Estamos hablando de vacunas que están superprobadas y no funcionan. Y las vacunas mejores que hay para coronavirus son las que inducen una buena respuesta frente a muchos antígenos distintos, tanto con anticuerpos como con respuesta celular. Y eso, de momento, solo lo consiguen vacunas que sean atenuadas, que tardan años en desarrollarse; y no vacunas que sean inactivas, como muchas de las que se están desarrollando”. (Mujika 2020)

Cabe preguntarse, entonces, a qué se debe tanta prisa en desarrollar una vacuna para el covid-19. Las razones son fundamentalmente de tipo político y comercial. A día de hoy existe una clara rivalidad internacional entre las principales potencias para conseguir primero la vacuna, aún si esta no es segura o incluso genera más problemas que inconvenientes. En este sentido la competición que presenciamos en el escenario de la política mundial recuerda un poco a la carrera espacial, lo que ha hecho que líderes de todo el mundo propongan planes multimillonrios para conseguirla cuanto antes (Stevis-Gridneff y Jakes 2020). Pero además de las motivaciones políticas más obvias, también tenemos que constar que existen intereses económicos para comercializar una vacuna. “Los laboratorios farmacéuticos quieren algo que impacte y que se venda rápido”. (Mujika 2020) Y nada de lo hasta ahora expuesto ha sido un impedimento para que la UE haya decidido comprar a Moderna 80 millones de dosis, cada una de las cuales cuesta unos 35 euros. Es decir, 2.500 millones de euros son entregados a una empresa con 6 años de existencia y que no tiene ningún producto en el mercado. Una vacuna que, según Anthony Fauci, director de la política sanitaria de EEUU durante la pandemia, aclanzará una efectividad de entre el 50 y el 60% como máximo, cuando en veterinaria exigen el 75% de efectividad para comercializar vacunas (Mujika 2020). Pero las cosas no están mejor con la farmacéutica AstraZeneca, que ha recibido en torno a mil millones de dólares para producir 2.000 millones de dosis de la vacuna de Oxford, todavía no probada, contra el coronavirus, para lo que cuenta con el respaldo de la Fundación Gates, así como de los grupos de presión GAVI Alliance y la Coalition for Epidemic Preparedness Innovations (CEPI) (Jankowicz 2020).

Se trata, sin duda, de un comportamiento que está muy generalizado en la industria farmacéutica, y que se inscribe en el marco de una estrategia general de vacunación que es perseguida tanto por las compañías farmacéuticas como por los gobiernos, así como por ciertos inversores que han formado poderosos grupos de presión. La pandemia del covid-19 es, por tanto, una oportunidad única para estos emporios de cara a vender fármacos y vacunas, habiendo amasado varios miles de millones de dólares sin siquiera haber entregado una vacuna (Gelles y Drucker 2020). Los posibles riesgos de la vacuna no son presentados con claridad ante el público, sino que por lo general estas vacunas, a pesar de todas sus limitaciones, son presentadas de manera positiva en los principales medios de comunicación como una solución definitiva para el coronavirus. Sin embargo, la misma vacuna de Moderna, en su segunda ronda de pruebas, evidenció que el 80% de los voluntarios, con una media de 33 años y un buen estado de salud, presentaron moderados e incluso severos efectos secundarios (Children’s Health Defense 2020).

Resulta bastante inquietante comprobar que no sólo las vacunas que están preparándose no ofrecen garantías de seguridad para las personas, sino que además existe una clara intención por parte de los Estados de hacerlas obligatorias en nombre de la salud pública. Un ejemplo de esto es el de Dinamarca que, a mediados de marzo de 2020, aprobó una nueva ley de emergencia que estará en vigor al menos hasta marzo de 2021 si no es prorrogada. En ella el Estado no sólo dio a las autoridades sanitarias poderes para hacer tests obligatorios, además de aplicar tratamientos y cuarentenas con el respaldo de la policía, el ejército y la seguridad privada, sino que también contempla la posibilidad de obligar a la población a recibir la vacuna del covid-19 cuando esté disponible (The Local 2020; Borchert 2020). Mientras tanto en Alemania la clase política habla abiertamente de establecer la obligatoriedad de recibir la vacuna del coronavirus (Kem 2020).

En España, en cambio, ya hay legislación que permitiría obligar a la población a vacunarse. Este es el caso de la ley 41/2002 del 14 de noviembre que regula la autonomía del paciente, y que en su artículo 2 establece que el paciente no puede negarse a recibir un tratamiento en aquellos casos determinados por la ley, lo cual viene especificado en el artículo 9 de esta misma ley. En este artículo se especifica que en casos de riesgo para la salud pública a causa de razones sanitarias establecidas por la ley orgánica 3/1986 el paciente podrá ser forzado a recibir el tratamiento que las autoridades sanitarias estimen oportuno. Dicha ley orgánica es la que sirvió para justificar el estado de alarma en España a partir del 14 de marzo de 2020. Esta ley orgánica, en su artículo tercero, establece que, para controlar enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria podrá adoptar las medidas que considere oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible. Por tanto, en España ya hay un marco legal para, dado el caso, forzar la vacunación de la población.

¿Significa todo esto que los Estados van a ir a los domicilios de las personas a obligarles a ponerse la vacuna en caso de que no accedan voluntariamente? No necesariamente. Ciertamente la ley faculta a los Estados para, dado el caso, llevar a cabo estas actuaciones. Sin embargo, es algo poco probable debido a que resultaría problemática la ejecución de una política así, además de crear una serie de inconvenientes en el trato de las autoridades con la población. Por todo esto es más probable el establecimiento de vacunas condicionadas, de manera que las personas que no quieran vacunarse no puedan disfrutar de ciertas ventajas que sí tendrían aquellas que decidiesen vacunarse. No cabe duda de que esto generaría problemas legales en relación al principio de igualdad ante la ley, pero a la vista de que el principio de excepcionalidad parece razón suficiente para invalidar ciertas leyes y principios legales sobre la base de una emergencia, no sería descartable que se hiciese efectiva alguna medida de este tipo. Asimismo, no hay que olvidar el precedente que representan las iniciativas que existen para crear algún tipo de pasaporte o registro especial para aquellos que hubiesen superado el coronavirus, y que también cuestionan el principio de igualdad ante la ley.

Sin embargo, no puede ser ignorado el marco general en el que se inscriben las campañas de vacunación, y que no son un producto inmediato o circunstancial de la pandemia del coronavirus. Por el contrario, debemos tener en cuenta los antecedentes que a nivel global existen para desarrollar un sistema de vacunación obligatorio con el que están comprometidas instituciones como la UE. Así, esta institución ha perseguido desde al menos 2018 el establecimiento de una cartilla de vacunas, además de diseñar una hoja de ruta para la vacunación de la población en el plazo de 3 años y, al mismo tiempo, establecer un rastreo electrónico con la creación de un carnet digital hecho al efecto. No hay que olvidar a este respecto que existe una iniciativa a nivel global llamada ID2020 que es impulsada por Microsoft, el ya mencionado consorcio farmacéutico GAVI Alliance, y la empresa de consultoría tecnológica Accenture. Asimismo, los ingenieros del Massachusetts Institute of Technology (MIT) han diseñado un tatuaje especial que almacena la información médica de la persona, incluido su historial de vacunación (Trafton 2020), tal y como anunciaron en diciembre de 2019.

En relación al año 2018, la UE publicó una investigación acerca de la actitud del público hacia las vacunas que tituló “2018 State of Vaccine Confidence” (Larson et alii 2018). Se trata de un estudio que investiga la percepción de la población hacia las vacunas y sus principales preocupaciones, como es la seguridad y confianza que estas le inspiran, y en el que también incluyen a los médicos de cabecera al ser un colectivo sometido a estudio. Este documento fue complementado con otro dirigido a diseñar e implementar un sistema de información de inmunización, es decir, un sistema de control de vacunación que establezca la infraestructura técnica y organizativa para ejecutar los programas de vacunación, y para lo que se plantean diferentes opciones para desarrollar una suerte de cartilla o pasaporte de vacunas, además de un sistema de monitorización de vacunación a escala de la UE (ECDC 2018). En el tercer trimestre de 2019 estos documentos fueron agrupados en uno nuevo que propone un plan a largo plazo con una serie de objetivos dirigidos a vencer las resistencias a la vacunación que puedan existir en la población, para lo que se contempla la difusión de información que combata las dudas que pueda albergar la sociedad acerca de la conveniencia de vacunarse. También la creación de una cartilla de vacunas de la UE, un sistema que monitorice los diferentes programas de vacunación, y el desarrollo de medidas que permitan superar las barreras legales y técnicas que impidan la interoperatividad de los sistemas de información de vacunación a escala nacional (Comisión Europea 2019).

Por esas mismas fechas tuvo lugar una cumbre entre la Comisión Europea y la OMS en Bruselas que definió 10 acciones que debían ser emprendidas para crear una imagen favorable de las vacunas en la población, todo ello con el propósito de aumentar su confianza, y de esta forma conseguir la vacunación de todo el mundo (Comisión Europea y OMS 2019). Esto último se enmarca en la agenda de inmunización 2030 que expresa la estrategia global para la vacunación de la población. Sin embargo, la pandemia del covid-19 ha acelerado algunas de las medidas y planes que ya estaban en marcha. Esto explica, por ejemplo, las modificaciones que han sido preparadas para agilizar el proceso de producción de una vacuna contra el coronavirus bajo el pretexto de la existencia de una situación de emergencia sanitaria. De esta manera la UE pretende eliminar diferentes trámites para crear los mecanismos organizativos y jurídicos precisos con los que controlar la investigación, la producción, la compra y la distribución de la vacuna. Y para este propósito la UE se ha encargado de hacer una serie de propuestas. Una de ellas es la propuesta de reglamento para la realización de ensayos clínicos con la que establece que puedan desarrollarse medicamentos, y eventualmente una vacuna, basados en ingeniería genética, sin necesidad de una evaluación del riesgo medioambiental que esto pueda entrañar (Eur-Lex 2020). De hecho la Comisión Europea ha recaudado 15.900 millones de euros a fecha de 27 de junio de 2020 para el desarrollo de vacunas y tratamientos para el covid-19 (Comisión Europea 2020).

Debido a que todo esto ha sido tramitado como un procedimiento de urgencia, y no como un cambio del reglamento que está en vigor, no se producen consultas con agentes sociales, no hay participación ciudadana, informes, transparencia, etc. Esto supone, en definitiva, que la UE puede modificar el reglamento vigente, y de esta manera producir vacunas de organismos genéticamente modificados (OMG) para el covid-19 sin garantías para el medio ambiente ni para las personas (Miguel 2020). Esta modificación se traspondría inmediatamente a todas las legislaciones nacionales de la UE, para lo que España ya ha preparado el camino legislativo al haber aprobado vía decreto-ley 8/2020 del 17 de marzo las modificaciones que hacen innecesario el cumplimiento de los requisitos de seguridad para el medio ambiente y las personas a la hora de liberar OMG, para desarrollar así la vacuna contra el coronavirus. Estos requisitos están recogidos en el reglamento del decreto 178/2004 del 30 de enero que, a su vez, desarrolla la ley 9/2003 del 25 de abril. La principal implicación de estas modificaciones legales es la apertura de la veda para la investigación de vacunas de ingeniería genética mediante la suspensión de los protocolos de seguridad que han estado en vigor hasta ahora.

A tenor de todo lo expuesto hasta ahora puede deducirse rápidamente que hay una clara intención de los gobiernos, así como de la UE, de conseguir la vacuna para el covid-19 lo antes posible para, a continuación, proceder a desarrollar una campaña de vacunación a gran escala. Al fin y al cabo la UE ha comprado 300 millones de dosis de la vacuna contra el coronavirus a la farmacéutica AstraZeneca a finales de agosto de 2020 (DW 2020b). Todo esto a pesar de las pocas garantías que ofrece una posible vacuna para esta enfermedad en términos de eficacia, sin olvidar las cuestiones de seguridad debido a la rapidez con la que pasan de fase las pruebas que están realizándose, muchas veces sin siquiera experimentar previamente en animales. Son cuestiones que se suman, a su vez, al interrogante de si existe la intención de convertir en obligatoria o condicionada esta y otras posibles vacunas, lo que significaría una imposición que impediría a las personas decidir sobre sus propios cuerpos y salud, y eliminaría así cualquier atisbo de libertad individual. Por tanto, el debate se centra en torno a la obligatoriedad-condicionalidad o no de las vacunas.

En relación a los tratamientos que existen para esta enfermedad ya hay algunos que son utilizados con relativo éxito en las fases iniciales de la misma, tal y como sucede con la hidroxicloroquina. Los detractores de este tratamiento se basaron en estudios falsificados que utilizaron dosis letales durante las pruebas, tal y como desveló el doctor James Todaro que hizo público este fraude, lo que dio lugar a la retracción de la prestigiosa revista The Lancet que había publicado dichos estudios que, por cierto, habían tenido efecto en la propia OMS y en otros expertos sanitarios del mundo entero (Todaro 2020; Mehra 2020). Se cree que estas actividades de falsificación de datos y fraude están relacionadas con la farmacéutica Gilead que persigue la venta de un medicamento que es cien veces más caro, el famoso Remdesivir, pero que solamente es utilizado en pacientes en cuidados intensivos y que, además, tiene graves efectos secundarios (Todaro 2020b; Dubert et alii 2020).

Por otro lado no hay que perder la vista que la mayoría de los casos de personas infectadas únicamente presentan cuadros clínicos leves o moderados que no requieren hospitalización, y que sólo son en estos últimos, en los que es necesario hospitalizar al paciente, los que pueden presentar algún tipo de complicación. Sin embargo, estos son los menos habituales y afectan sobre todo a personas de edad avanzada y con problemas de salud previos. A pesar de esto, existen tratamientos para estas personas que están más expuestas o son más vulnerables al virus si son tratadas cuando comienzan a mostrar los primeros síntomas para evitar la hospitalización. No sólo está la mencionada hidroxicloroquina, sino también la quercetina, el zinc, la bromhexina y la vitamina C, además de diferentes antibióticos utilizados para tratar otras enfermedades, sin olvidar, tampoco, las transfusiones de plasma (Scholz et alii 2020; Henry Ford Health System 2020; Dador 2020; ABC7 2020; Carlucci et alii 2020; Finzi 2020; Ansarin et alii 2020; Depfenhart et alii 2020; Velthuis et alii 2010; Xue et alii 2014; Dabbagh-Bazarbachi et alii 2014; Vincent et alii 2005; Shen et alii 2017; Suara y Crowe Jr. 2004; Singh y Das 2020; Derwand y Scholz 2020; OMS 2011; Schwarcz 2020; Yi 2004; Wu 2016; Colunga et alii 2020; Maggio y Corsini 2020; Stepanov y Lierz 2020; Azimi 2020; Sung-sun 2020; Multicenter Collaboration Group 2020; Million 2020; Monforte et alii 2020; Gold; Risch 2020; Yale School of Publich Health 2020; Kasraoui 2020; Ricciardi 2020; Thachil 2020; Tang 2020; Wichmann et alii 2020; Phend 2020; Knowridge Science Report 2020; Nelson 2020; Corona 2020).

Cabe preguntarse si esta situación que hoy vivimos con el covid-19 tiene algún antecedente. La respuesta es que sí. En 2009, con la gripe porcina o gripe A, se produjo una situación excepcional en la que los medios de comunicción generaron un importante alarmismo, y que las empresas farmacéuticas aprovecharon para vender vacunas. Se exageró muchísimo el peligro real que entrañaba dicha gripe que, finalmente, fue de carácter leve, de forma que fue mayor el daño producido por la ansiedad y el pánico instigado por los medios de comunicación que el propio virus. Las cifras de casos por esta gripe fueron claramente exageradas (Attkisson 2009). Tal es así que una comisión del Consejo de Europa no dudó en llamarla una falsa pandemia y un gran fraude farmacéutico (Council of Europe 2020). La implicación de la OMS en todo esto fue notable pues también contribuyó decisivamente a crear alarmismo con sus declaraciones públicas, circunstancia esta que condujo al mencionado Consejo de Europa a investigar los motivos por los que la OMS había declarado una pandemia mundial.

En aquella ocasión se puso en evidencia que todo había sido un escándalo farmacéutico que había contado con la complicidad de la OMS que, no lo olvidemos, tiene entre sus principales financiadores no sólo a Estados, sino también a grupos de presión que representan los intereses de las grandes farmacéuticas en esta institución (Fumento 2010). Estas son, por ejemplo, la GAVI Alliance, Rotary International, o la de sobra conocida Fundación Gates (OMS 2020e). Cabe añadir que si hasta entonces la OMS había considerado que una pandemia es una epidemia simultánea a lo largo del mundo con una gran cantidad de muertos e infectados, a partir de 2010 cambió la definición, y desde entonces considera que una pandemia es una epidemia que sucede a nivel mundial al cruzar fronteras internacionales y afectar a una gran cantidad de gente, sin importar si produce muchas muertes o no (OMS 2010). Este cambio de criterio facilita la declaración de pandemias a discreción según convenga.

No debe olvidarse que durante la gripe porcina de 2009 las compañías farmacéuticas firmaron contratos secretos por valor de miles de millones de dólares con los gobiernos para hacer una vacuna que (Macrae 2010), finalmente, produjo serios daños neurológicos en quienes la recibieron y tuvo que dejar de aplicarse (Porter 2014). El entonces director de salud del Consejo de Europa, Woflgang Wodarg, acusó a los fabricantes de medicamentos y vacunas de haber influído en la decisión de la OMS para declarar la pandemia, hecho que condujo a estas compañías a firmar contratos multimillonarios con diferentes gobiernos. Todo esto sería bastante anecdótico si no fuera por el alarmismo y las cuantiosas cantidades de dinero que se embolsaron los grupos farmacéuticos, a lo que hay que sumar los descubrimientos de un grupo de investigadores quienes afirmaron que la gripe porcina podría haberse originado como resultado de una investigación para generar una vacuna, y que el virus pudo haber sido liberado accidentalmente (Gibbs et alii 2009).

Aunque la pandemia del covid-19 no es como la de la gripe porcina de 2009, no puede negarse que ambas presentan ciertas similitudes en lo que se refiere al alarmismo creado, y a los multimillonarios contratos firmados por los gobiernos con diferentes farmacéuticas. Asimismo, la actuación de la OMS es en ambos casos cuestionable si tenemos en cuenta quién financia a dicha institución, así como los bandazos que ha dado durante esta última pandemia a la hora de hacer ciertas declaraciones y recomendaciones médico-sanitarias. La constante variación de su criterio, que se refleja en sus declaraciones, unido al complejo proceso decisorio interno de esta organización, no son precisamente elementos que inspiren mucha confianza en el público, hecho que se ve acrecentado por acontecimientos como su actuación durante la gripe de 2009.

16. Conclusiones

Las diversas formas de gestionar la pandemia en Europa reflejan diferentes maneras de abordar un mismo problema, lo que cuestiona que las decisiones adoptadas en materia sanitaria por cada país fuesen las únicas posibles, tal y como se le dijo a la opinión pública en la mayoría de los casos. Por el contrario comprobamos que esta diversidad de enfoques obedece no tanto a razones de tipo médico, sino más bien a exigencias de carácter político que guardan estrecha relación con el grado de legitimidad de las instituciones en cada país.

Así pues, la disparidad en los distintos modelos de gestión sanitaria de la pandemia entre países como, por ejemplo, Suecia o Islandia y España o Italia se explica en su mayor parte por el déficit de legitimidad que arrastran las instituciones en los países que optaron por un modelo de intervención máxima del Estado. La falta de confianza de los ciudadanos en las instituciones contribuyó a una completa politización de la salud.

Sin embargo, una constante se repite en todos, o casi todos los países, y esta no es otra que la muerte de miles de ancianos en las residencias en las que estaban alojados. En algunos casos como resultado de la propia intervención del Estado al negarles la atención médica que requerían, o simplemente como resultado de su aislamiento. A esto se suman numerosas negligencias que facilitaron el contagio en estas residencias como resultado del trasiego de trabajadores de los hospitales. En lo que a esto se refiere, la pandemia ha sido una oportunidad que los Estados han utilizado para deshacerse de parte de la población improductiva que es considerada una carga, lo que no deja de ser una muestra de lo que está dispuesto a hacer si su supervivencia como institución corre peligro. En marzo los ancianos fueron sacrificados por el Estado español, mañana puede ser cualquier otro colectivo. Nada hace pensar que situaciones de este tipo no puedan producirse de nuevo en el futuro, máxime si tenemos en cuenta que los responsables de lo ocurrido siguen ocupando sus cargos con total impunidad.

A tenor del modo en el que ha sido conducida la situación durante los últimos meses, tanto en España como en otros países, es imprescindible la apertura de una investigación extraparlamentaria liderada por miembros de la sociedad civil para dilucidar las correspondientes responsabilidades, políticas y también penales, de quienes tomaron las decisiones que produjeron la muerte de miles de ancianos en las residencias. Esta parece la opción más razonable si tenemos en cuenta que las denuncias presentadas por los familiares de los fallecidos están siendo archivadas (20minutos 2020; Solé 2020; Cornejo 2020; Diario de Pontevedra 2020; La Sexta 2020b).

Muchas de las personas que murieron en las residencias de ancianos no lo hicieron a causa del covid-19, sino que generalmente lo hicieron con covid-19 sin haberse esclarecido las razones reales que produjeron su fallecimiento. La mala salud de estas personas unido a su edad, y por ello una esperaranza de vida reducida, fueron condiciones que facilitaron su muerte. De hecho es posible que muchos de ellos hubieran fallecido en el transcurso de 2020 si no hubiera habido ninguna epidemia, aunque esto es algo que nunca sabremos con total certeza. En cualquier caso la propagación del virus y la acción de los Estados contribuyó notablemente a que estas personas fallecieran entre marzo y abril de este año para el caso español, todo ello como consecuencia de una política criminal y extremadamente cruel a la luz de los testimonios de los trabajadores de estos centros (MSF 2020, 2020b). Así pues, la magnitud y las circunstancias en las que se produjeron estas muertes nos llevan a hablar de un gerontocidio. El Estado aprovechó una situación de emergencia para privar a los residentes de estos centros de la atención que requerían, mientras extendía su control social sobre el resto de la población con el confinamiento y la militarización del orden público.

Por otro lado, hay que concluir que la enfermedad en sí misma no constituye ninguna novedad si tenemos en cuenta que entre el 7 y 15% de las enfermedades respiratorias son coronavirus (Wodarg 2020). A esto hay que sumar que se ha producido una exageración del peligro que entraña el covid-19, cuando en la práctica únicamente ha sido letal para una muy pequeña porción de la población que es justamente la que se concentra en las residencias de ancianos. Los mayores estragos de este virus se han producido justamente entre los más vulnerables dada su edad y sus malas condiciones de salud, lo que ha producido una mortalidad espectacular en España, pero también en Italia donde, dicho sea de paso, también hay en marcha denuncias de los familiares de los fallecidos (Savio 2020; Economía Digital 2020). Sin embargo, nada de esto niega el hecho de que una porción significativa de ancianos ha conseguido superar con éxito la enfermedad (Peña 2020; Breed 2020; Alba 2020; CBS 2020b). Tal es así que la mortalidad entre mayores de 70 años en Alemania es del 20,5%, en España el 18,9% y en Italia alcanza el 19,5% (Robert Koch Institute 2020; Wieler et alii 2020; Ritchie et alii 2020).

Dadas las características del propio virus, así como la información disponible a través de estudios publicados en revistas científicas y recogidos en los informes de la OMS, las medidas adoptadas por las autoridades son del todo injustificadas, y demuestran que la pandemia en sí misma está lejos de ser una cuestión sanitaria sino más bien política. El nivel de mortalidad que produce en la población es, en general, relativamente bajo si lo comparamos con epidemias del pasado reciente, como es el caso de la gripe. En el peor de los casos el coronavirus produce una mortalidad semejante a la de una gripe fuerte, lo que no deja de ser una afirmación que requiere todas las cautelas a tenor de los problemas para contabilizar los fallecimientos por coronavirus, que son muy distintos a los de aquellas personas que murieron con coronavirus pero por razones distintas. El único país que ha establecido una clara distinción entre los fallecidos por coronavirus y los fallecidos con coronavirus es Suecia (Knapton 2020). En cualquier caso ninguna gripe, a pesar de toda la mortalidad que produce todos los años, ha sido nunca razón suficiente para declarar el estado de alarma, confinar a toda la población y cerrar la economía.

La instigación del miedo e incluso el pánico entre la población por parte de medios de comunicación que han sembrado el alarmismo, y construido así una imagen sesgada y tergiversada de la realidad y del peligro real que entraña el covid-19, ha servido para imponer una atmósfera, y sobre todo una opinión pública, que hizo aceptables una serie de medidas políticas que en otras circunstancias nunca hubieran sido consentidas. Todo esto refleja la confluencia de diferentes intereses creados en torno a esta situación, como es, por un lado, la ambición de ciertos medios de comunicación de aumentar sus audiencias por medio del alarmismo y del sensacionalismo; la ambición de diferentes profesionales sin escrúpulos en distintos campos científicos para medrar profesionalmente, y que tampoco dudaron en utilizar el miedo para conseguir sus propósitos; el no menos evidente interés de los grupos farmacéuticos para desarrollar una vacuna, así como nuevos medicamentos para tratar esta enfermedad; y finalmente el interés del Estado, expresado a través de las decisiones de los altos funcionarios con el consentimiento de toda la clase política, como sucede en España, para establecer una sociedad disciplinaria y aumentar su poder a expensas de laminar la libertad y los derechos fundamentales de la población.

La pandemia mundial ha sido una ventana de oportunidad política de los Estados para, no sólo laminar los derechos y libertades de la sociedad, sino sobre todo para implantar un estado de excepción permanente en el que los poderes se han concentrado en la rama ejecutiva que actúa con cada vez menos restricciones, todo ello bajo el pretexto de una emergencia que es presentada como una amenaza existencial para la comunidad política. Esto ha dado pie a la implantación de la denominada “nueva normalidad”, lo que expresa la intención de hacer irreversibles los nuevos cambios introducidos, hecho que queda corroborado por los discursos de las diferentes autoridades y constatado por las reflexiones de distintos juristas y pensadores como, por ejemplo, Giorgio Agamben (Política y Letras 2020). En lo que a esto respecta son tres las transformaciones decisivas que están siendo llevadas a cabo.

La primera de ellas es la extensión del control social del Estado, lo que se refleja en la formación de un sistema de vigilancia y regulación continua de la población. Esto ha encontrado su concreción en los confinamientos, los estados de alarma, etc., pero sobre todo en la implantación de un Estado policial con el establecimiento de diferentes mecanismos, tanto tecnológicos como organizativos, para rastrear a la población y a sus respectivos contactos. El cuerpo de la persona, junto a su salud, se convierte en posesión del Estado, en un espacio de poder donde esta institución despliega sus controles, regulaciones, y al que permanentemente somete a una estrecha vigilancia. Una situación de emergencia sanitaria es el pretexto para justificar medidas de excepción que finalmente se convierten en la “nueva normalidad”, lo que siempre ha sido un mecanismo presente en el orden constitucional de los regímenes liberales, circunstancia esta que históricamente les ha hecho deslizarse hacia el totalitarismo (Política y Letras 2020). Todo esto se combina con la censura y el silenciamiento de sectores críticos y disidentes, a lo que le acompaña la manipulación mediática de las jerarquías representativas que diseñan, elaboran y propagan el discurso oficial. Se trata, en suma, de un conjunto de agresiones a derechos y libertades fundamentales como la libertad de expresión, de pensamiento, la libertad civil e incluso de culto, hasta el punto de que la policía ha llegado a supervisar la celebración de actos religiosos bajo el pretexto de garantizar el cumplimiento de la distancia de seguridad (La Voz de Galicia 2020). Asimismo, el derecho de reunión, la inviolabilidad del domicilio y el derecho a manifestarse han sido cercenados y suspendidos también bajo el pretexto de la salud pública.

La segunda gran transformación a la que asistimos es a la de las relaciones sociales que son completamente reorganizadas, lo que obedece a las necesidades estratégicas de dominación del Estado. Estos cambios en el modo de relacionarse las personas es la consecuencia lógica de la extensión del control social, hecho decisivo que en el momento actual significa la destrucción de la sociedad que hasta ahora nos ha sido conocida para, a continuación, ser completamente reconstruida sobre unas normas de convivencia totalmente diferentes. La tendencia general es la de aislar al individuo, y por tanto despojarle de su faceta social al prohibir los espacios de socialización en donde se produce el encuentro con los otros. Los demás son una amenaza, y por ello hay que mantener la distancia al ser fuente de infección, de enfermedad y de mal. La suspensión del derecho de reunión y de la inviolabilidad del domicilio ha contribuído decisivamente a esto, junto a todas las restantes medidas encaminadas a producir una sociedad disciplinada y atomizada. En este punto es cuando la máxima de “divide et impera” cobra plena vigencia como estrategia del poder para ejercer su dominación sin encontrar resistencia entre los sometidos. Individuos solitarios y aislados son vulnerables a las agresiones del poder al no encontrar apoyo en su círculo inmediato, consecuencia de la pulverización de sus relaciones sociales. El Estado decide cuándo, dónde y de qué forma deben desarrollarse las relaciones entre las personas que quedan bajo la supervisión de un panóptico social, lo que significa la implantación de un orden totalitario bajo el pretexto de la salud pública.

Asimismo, la biopolítica del poder ha encontrado en el ámbito económico su concreción en la eliminación física de quienes son considerados una carga para el Estado, a lo que se han unido todo tipo de medidas dirigidas a reducir el gasto social del que históricamente se han beneficiado dichos grupos sociales, como ocurre con los ancianos. De esta forma la Seguridad Social en España ha visto disminuir su gasto de pensiones por primera vez, lo que supone un importante ahorro a largo plazo. A lo que cabe añadir los ingresos que el Estado recaudará a través de los impuestos sobre las herencias de las personas fallecidas, además de la apropiación de aquellas propiedades que no tengan herederos.

La transformación del sistema sanitario en un servicio telemático, al que previsiblemente le serán incorporados elementos de las nuevas tecnologías, como el machine learning o la inteligencia artificial, son una expresión más de las consecuencias socioeconómicas de las medidas adoptadas durante la epidemia. Además de esto, el Estado libera recursos de ciertos departamentos al restringir, aplazar o cancelar determinados servicios, lo que supone una medida de ahorro que se combina con restricciones a ciertas actividades económicas con el propósito de reorganizar a partir de un nuevo criterio el tejido productivo. Todo esto, unido a los efectos del confinamiento, ha conllevado una transferencia de riqueza de los asalariados y pequeños propietarios a manos de las grandes corporaciones transnacionales. En este contexto los gigantes tecnológicos encargados del big data, y de proveer la infraestructura para la digitalización de la fuerza de trabajo, así como para suministrar a los Estados de los medios precisos para establecer su control social, van a salir, sin duda, muy beneficiados de esta situación (Hernández 2020).

Sin duda la propagación del covid-19 ha sido una oportunidad para sobredimensionar su peligrosidad, crear pánico y favorecer una serie de medidas que han permitido a determinadas compañías obtener contratos multimillonarios. Asimismo, comprobamos que constituye una ventana de oportunidad política para implantar una sociedad disciplinaria, lo que se refleja, a su vez, en la biopolítica del Estado que hoy conlleva la laminación de derechos y libertades fundamentales con la implantación de un estado de excepción que extiende su control social en todas direcciones. Todo esto se combina con la ambición de un grupo influyente de científicos y demás expertos que buscan promocionar sus carreras en las estructuras funcionariales del Estado, en las universidades y en la industria farmacéutica con la que mantiene estrechas relaciones. Un ejemplo de esto es el doctor Moncef Slaoui, anterior director de Moderna, y que está al cargo de dirigir el programa de vacunación covid-19 de la administración Trump. Slaoui posee 10 millones de dólares en acciones de Moderna que recibe fondos federales, y que como consecuencia de esto ha visto dispararse el precio de sus acciones (Corcoran 2020). Otro ejemplo es el de uno de los creadores del test PCR y que en la actualidad es el CEO de la compañía biotecnológica TIB Molbiol que es, a su vez, la que hoy produce y vende millones de tests (Hoffmann 2020).

Todo lo hasta ahora expuesto nos muestra que el coronavirus ha sido una oportunidad que ha facilitado la confluencia de los intereses de diferentes actores. Además de los ya citados cabe destacar el papel de los principales medios de comunicación a la hora de moldear la opinión pública, pero en los que también ha tenido un peso importante su dependencia del Estado en muchas ocasiones, ya sea a través de subvenciones o por medio del acceso privilegiado a altos funcionarios que los ponen a su servicio. La ambición de estos medios tampoco puede ser pasada por alto a la hora de propagar el miedo y el alarmismo con el propósito de aumentar la audiencia. Asimismo, estos emporios mediáticos han sido decisivos a la hora de respaldar la política sanitaria de los Estados, y sobre todo en la elaboración del discurso público mediante el silenciamiento de cualquier punto de vista o información discrepante con la línea oficial marcada desde las altas esferas. Naturalmente todo esto ha ido en detrimento de la pluralidad, del derecho a la información del público, y sobre todo de la libertad de expresión que ha sido cercenada por medio del vilipendio y el hostigamiento de aquellos que disienten con el discurso dominante.

Dicho todo esto, ¿cómo cabe entender el fenómeno de la epidemia del coronavirus?, ¿cómo ha sido posible llegar hasta la actual situación en la que los Estados han expandido su poder a costa de los derechos y libertades de la población? La respuesta está en lo que ocurrió en China en las fases iniciales de la propagación del virus. En aquel país los virólogos creyeron haber encontrado en el coronavirus algo diferente y extraordinario (Wodarg 2020). Existió un componente sensacionalista entre estos expertos que sirvió para impresionar a las autoridades chinas que, a su vez, hicieron del virus algo grande y sensacional por medio del alarmismo que infundieron, aunque de un modo del todo exagerado e injustificado en relación al peligro real que este virus representa. Indudablemente esto contribuyó decisivamente a convertir la enfermedad en una cuestión política de primera magnitud, hecho este que se combinó con las propias condiciones políticas internas de China. Nos referimos a la resuelta oposición al régimen totalitario manifestada por una parte de la población durante los fastos del 70 aniversario de la República Popular. Así pues, las autoridades chinas, casi de repente, comenzaron a establecer todo tipo de controles policiales con cámaras de reconocimiento facial y térmico instaladas en todas partes: aeropuertos, calles, estaciones de trenes, etc. Naturalmente estas medidas no pasaron desapercibidas en el exterior y pronto adoptaron una importante repercusión internacional por un efecto de imitación. Al fin y al cabo los líderes de otros países tenían que adoptar una postura respecto a lo que ocurría en China.

Tal y como fue indicado antes, el aumento del poder de un Estado sobre su población significa un aumento de sus capacidades internas que sirven para reforzar su posición en la esfera internacional. Dado que la competición define la mayor parte de las relaciones internacionales, los Estados competidores, ante este tipo de conducta, proceden a aumentar igualmente su poder sobre sus respectivas sociedades para, así, mantenerse a la altura del desafío presentado por la potencia innovadora (Waltz 1988, 2000). En esta ocasión sucedió algo parecido en la medida en que China es una de las principales potencias del sistema internacional, con lo que las medidas adoptadas en su territorio tuvieron el efecto de una onda expansiva que se propagó por el resto del planeta, y puso así en marcha un proceso con una dinámica interna que conduce al establecimiento de una sociedad disciplinaria.

En la medida en que este tipo de procesos son muy difíciles de parar una vez son puestos en marcha, la dinámica que les conduce tiende a producir sus propios resultados. En el caso de los demás países, al margen de sus respectivas particularidades, se produjo una respuesta común debido a que ante los mismos interrogantes las respuestas que surgían procedían, también, del mismo tipo de especialistas que buscaban jugar un papel relevante ante este nuevo contexto de alarma, emergencia, sensacionalismo y, desde luego, miedo propagado en la sociedad. Virólogos, epidemiólogos, estadísticos, etc., buscaron ganar protagonismo al presentarse con sus propias respuestas e ideas acerca de cómo afrontar la situación. En este sentido se limitaron a responder lo que sus jefes esperaban, o más bien deseaban, para confirmar una serie de medidas que en lo más fundamental fueron una imitación de las adoptadas por China en su territorio.

La consecuencia de lo antes descrito no fue otra que la formación de una red de expertos que compartían e intercambiaban información, datos, opiniones, planes de acción, protocolos, etc. Las estructuras estatales que gobiernan la sociedad, y en el seno de las que muchos de estos expertos se encontraban ya insertos, se limitaron a absorver e integrar este movimiento de información, de actividad entre los diferentes círculos de expertos, en su propia dinámica, y a adaptar dicho proceso a sus necesidades internas de dominación. En cierto modo esto contribuyó a dar un impulso a estas estructuras en la forma de una política expansiva que se manifiesta en una creciente supervisión, regulación e intromisión en una extensa y variada cantidad de ámbitos diferentes de la vida de las personas bajo el pretexto de la salud pública.

Este contexto de movilización permanente del Estado en el que los expertos en el ámbito epidemiológico, virológico, estadístico, etc., ganaron creciente protagonismo e importancia, ha tenido unas consecuencias profundas en el conjunto de la sociedad, pero sobre todo entre los grupos de expertos y especialistas de todo tipo. La política sanitaria del Estado en la gestión de la pandemia ha operado así como una fuerza centrípeta en torno a la que han comenzado a orbitar estos grupos de especialistas, dispuestos todos ellos a ofrecer sus consejos, recomendaciones, puntos de vista, etc., en el marco de la nueva tendencia iniciada en marzo de 2020. Científicos y expertos de todo tipo han comenzado a hacer méritos ante el Estado, y por ello a cortejar a las autoridades sanitarias para tomar parte activa en el diseño, elaboración, implementación y justificación de las políticas adoptadas. Todos ellos se ofrecen para servir al interés nacional, lo que está unido a su ambición personal para desarrollar sus carreras profesionales en las estructuras de poder a las que se dirigen, así como en los sectores auxiliares de esta, como sucede con la industria farmacéutica, la universidad y los medios de comunicación de masas. Estos científicos no sólo buscan medrar con la consecución de nuevos cargos, también aspiran a ser importantes en términos políticos, a conseguir financiación para sus respectivas instituciones y proyectos. Por esta razón se han unido al mainstream de sensacionalismo y alarmismo generado en torno a la pandemia, y lo están aprovechando para vender y anunciar sus ideas y proyectos: apps, programas, tests, experimentos, etc. Su objetivo es sencillo, y no es otro que ganar dinero, alcanzar notoriedad pública y poder.

El Estado asumió toda la narrativa que estos círculos de expertos desarrollaron en torno al covid-19, y pasó a ser la línea argumental sobre la que descansa la justificación de su política sanitaria. Asimismo, esta narrativa ha servido para establecer el marco general en función del que debe ser evaluada la evolución del coronavirus, y consecuentemente las sucesivas medidas, en forma de restricciones y crecientes controles, que deben ser adoptadas. Esta dinámica es la que está haciendo posible la implantación de una sociedad disciplinaria con el desarrollo de un Estado policial y de excepción, la transformación de las relaciones sociales con el establecimiento de unas nuevas reglas de convivencia y la reorganización del conjunto de la economía. Este proceso ha originado una vorágine securitaria que ha revolucionado las estructuras estatales, y que se ha traducido en una transferencia de poder de la sociedad al Estado en un contexto de emergencia marcado por el pánico en la población. La atmósfera de miedo es, en definitiva, lo que hizo aceptables todas esas medidas draconianas que implicaron la laminación de derechos y libertades fundamentales como, por ejemplo, el derecho de reunión, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de movimientos, la libertad de expresión, la libertad de culto, etc. Así se entiende que Jonathan Sumption, antiguo juez del tribunal supremo del Reino Unido, afirmase que las medidas adoptadas en su país habían establecido un Estado policial como resultado de una reacción irracional en la respuesta a la propagación del covid-19. Desde su punto de vista la amenaza del coronavirus ha sido exagerada, y esto ha sido utilizado para que la población renuncie a su libertad (The Spectator 2020).

Nos encontramos ante una revolución desde arriba en la que el Estado impulsa cambios que tienen un efecto multiplicador en la sociedad. Hoy un virus relativamente corriente se ha convertido en objeto de toda la atención, hasta el punto de que sólo la gente muere por esta enfermedad, las hospitalizaciones sólo son de coronavirus, y del mismo modo sólo existen infecciones provocadas por el covid-19. Ha sido implantada una atmósfera de miedo que se ha propagado por toda la sociedad, y este es el principal problema al que se enfrenta la humanidad entera. El virus ya no es el covid-19, es el miedo. Una sociedad basada en el miedo, e incluso en el pánico, no es viable a medio plazo, y tarde o temprano se desploma. No sin razón el profesor de la Queen Mary University London, John Oxford, uno de los principales virólogos y especialistas en gripe del mundo, concluyó respecto al tratamiento que el coronavirus está recibiendo en los medios de comunicación que es aconsejable pasar menos tiempo viendo noticias de televisión debido a su sensacionalismo. A su juicio la epidemia es más bien mediática (Oxford 2020).

El daño psicológico producido por la intervención de los Estados, el aparato mediático, las declaraciones intimidantes de expertos de todo tipo, y el papel asignado a emociones tan negativas como el miedo, van a tener unas consecuencias más profundas que todas las muertes que eventualmente haya producido esta enfermedad. Prueba de esto es el nuevo modelo de sociedad que la nueva normalidad está implantando. En amplios sectores de la población todavía se cree que las medidas que han sido adoptadas hasta la fecha son temporales, y que tarde o temprano volveremos a una situación similar a la que había antes de que fuese declarada la pandemia. Pero esto es irreal si nos atenemos al discurso oficial. No llamamos nueva normalidad a algo que va a ser eventual, sino a cambios que se pretende que sean irreversibles.

La sociedad del miedo es una sociedad de la obediencia y de la irreflexión. Se trata de una sociedad que no deja espacio para el pensamiento racional, el debate y la discusión de ideas. Es una sociedad muy funcional para el poder en la medida en que está diseñada para la obediencia. Pero a medio plazo es una sociedad que se descompone de manera acelerada por el tremendo coste social y económico que ello entraña. Por esta razón la única vacuna necesaria es aquella que inmunice a las personas contra el miedo. Y esa vacuna está mucho más cerca de lo que nadie puede imaginarse. Se llama estoicismo. El miedo es, al fin y al cabo, una forma de dolor, y los filósofos estoicos llamaban a resistir el dolor, pero también, y sobre todo, al miedo. Los ya citados autores de la filosofía clásica, como Epicteto, Séneca o Marco Aurelio, son un claro ejemplo de esto con sus llamadas a ser fuertes, a no temer el dolor y a renunciar al miedo.

Ciertamente el estoicismo fue un fenómeno que alcanzó su culminación en la sociedad romana debido a que en aquel entonces era muy funcional para el poder, pues resultaba útil para una potencia imperialista que su población, y más concretamente los soldados romanos, supiesen afrontar el dolor sin miedo. Pero la situación actual de las sociedades de la modernidad tardía es completamente distinta, y resistir el miedo, en los términos en los que lo plantea la filosofía estoica, es una impugnación total a la sociedad del pánico que hoy nos es impuesta por el poder. Desde el punto de vista político la filosofía estoica adquiere así una dimensión subversiva, y constituye un elemento importante a la hora de establecer las condiciones para una reflexión serena y racional de lo que acontece. Naturalmente a las elites mandantes, que hoy gobiernan a la población a través del miedo, no les interesa lo más mínimo que la gente corriente pierda el miedo, y mucho menos aún que comience a pensar por su cuenta.

Por último señalar que la salud es una cuestión que pertenece al terreno de lo prepolítico al ser responsabilidad de cada persona. La politización de la salud conduce a que esta pase a ser una cuestión gestionada por alguien distinto de la persona como ocurre con el Estado, los expertos, las empresas, los medios de comunicación, etc. Significa, en suma, expropiarle a la persona su cuerpo y su salud para convertirlos en un espacio de poder de agentes externos que reducen a la persona a la condición de objeto. El resultado de estos procedimientos es la deshumanización del individuo que pasa a ser considerado un número en unas estadísticas, o lo que es peor, comienza a ser tratado como si fuera ganado.

La salud es una cuestión que le ataña exclusivamente al individuo porque se trata de su vida. No es aceptable que bajo el pretexto de la salud pública los cuerpos de las personas sean administrados por terceros, como hace hoy el Estado. La sociedad no es un ente abstracto, es una suma de individuos, y la salud pública es el compendio de la salud de cada uno de estos individuos. Cuando un agente exterior al individuo decide sobre su salud al definir lo que es saludable y lo que no, lo normal y desviado, lo aceptable e inaceptable, estamos ante una negación y expropiación de la facultad del individuo para cuidarse a sí mismo y autogestionar su salud. Esta intromisión del Estado en la vida de las personas atenta contra su libertad y dignidad, pero sobre todo contra su salud, porque sin libertad no puede haber salud.

APÉNDICE

17. Event 201

El 18 octubre de 2019 se celebró en el hotel The Pierre de Nueva York el Event 201 en el que se reunieron altos funcionarios de diferentes gobiernos, directivos de empresas de logística, de farmacéuticas, del mundo financiero, representantes del ámbito académico, así como directivos de instituciones ligadas al mundo de la salud y de los medios de comunicación. La reunión fue organizada por el Center for Health Security de la universidad Johns Hopkins con la ayuda del Foro de Davos y la Fundación Gates, además de haber sido financiada por el Open Philanthropy Project.

Este encuentro fue un ejercicio en el que se simuló el brote de un nuevo coronavirus transmitido por los murciélagos a los cerdos para, posteriormente, pasar a los seres humanos y convertirse en una enfermedad altamente infecciosa que condujo a una severa pandemia mundial con millones de infectados. Su rápida propagación fue posible al tratarse de una enfermedad que se transmite más fácilmente en entornos comunitarios por personas con síntomas leves.

En esta simulación el brote original del virus se produjo en una granja de cerdos en Brasil desde la que inicialmente se propagó lenta y silenciosamente para, posteriormente, extenderse mucho más rápido en centros hospitalarios. La epidemia eclosionó a través de su transmisión entre personas de bajos ingresos en vecindarios densamente poblados de algunas de las grandes ciudades de Sudamérica. El virus fue exportado desde este continente a otros lugares como Portugal, EEUU y China a través del transporte aéreo, y de allí a otros muchos países. A pesar de que inicialmente algunos países fueron capaces de controlarlo, el virus continuó extendiéndose por todas partes y se reintrodujo en aquellos lugares en los que ya se creía erradicado, lo que inevitablemente impidió que ningún país pudiese controlarlo en su territorio.

Según este ejercicio no sería posible contar con una vacuna el primer año, aunque sí contemplaba la existencia de un medicamento que podría ayudar a los enfermos, pero que no limitaría de manera significativa la propagación de la enfermedad.

Además de esto, la simulación planteaba que toda la población humana sería susceptible de contagiarse, y que durante los meses iniciales de la pandemia se produciría un crecimiento exponencial en el número de infectados al multiplicarse por dos cada semana. Como consecuencia de esto los casos de infectados y las muertes se acumularon, produciendo unos graves y profundos efectos en el plano social y económico.

Este escenario concluiría transcurridos 18 meses desde su comienzo con 65 millones de fallecidos. A partir de ese momento la pandemia entraría en declive al disminuir significativamente el número de personas susceptibles de infectarse. Sin embargo, la pandemia continuaría hasta que hubiese una vacuna efectiva o entre el 80 y 90% de la población mundial quedase expuesta. En este nuevo escenario sería altamente probable que el virus se convirtiese en una enfermedad endémica en los niños.

El propósito de este simulacro, según los organizadores, era preparar a los participantes, es decir, a líderes de los gobiernos y de las industrias globales, para entender cómo afrontar un escenario de crisis global repleto de desafíos urgentes que pueden presentarse en el mundo real. A través de estos ejercicios estas figuras de los gobiernos y del mundo empresarial entran en contacto con posibles problemas reales que pueden presentarse, y pone de manifiesto la necesidad de cooperación entre la industria, los gobiernos, las instituciones internacionales y la sociedad civil.

En los equipos participantes en el simulacro intervinieron personas pertenecientes a la universidad Johns Hopkins, al Foro de Davos, como Ryan Morhard, y a la Fundación Gates, con Jeffrey French. Pero lo más importante son las conclusiones que se extrajeron de este ejercicio y que fueron puestas por escrito en la forma de recomendaciones.

Así, estas conclusiones son en lo más fundamental un plan estratégico que establece las principales directrices sobre cómo afrontar una pandemia mundial. Estas directrices están articuladas en 7 puntos diferentes que abarcan distintos ámbitos.

Una de estas áreas es la cooperación entre gobiernos, organizaciones internacionales y empresas para desarrollar un plan dirigido a determinar cómo utilizar las capacidades de las corporaciones durante una pandemia mundial, y garantizar así la disponibilidad de bienes estratégicos para la respuesta sanitaria.

El documento insta a la colaboración entre la industria, los gobiernos y las organizaciones internacionales para mejorar el almacenamiento de vacunas a escala mundial, para lo que plantea que la OMS, que tiene contratos con diferentes compañías farmacéuticas para el suministro de vacunas, se ocupe de la labor de distribución para los países con mayor necesidad en caso de una pandemia severa. Esto incluiría cualquier vacuna experimental que sería utilizada en pruebas clínicas durante los brotes de la epidemia.

Otro aspecto estratégico que es abordado en las recomendaciones es el referente al transporte durante una pandemia, para lo que se insta a la cooperación entre gobiernos, organizaciones internacionales y las compañías de este sector. Todo esto con el propósito de limitar el impacto negativo de la pandemia en la economía mundial, mantener la logística e impedir en la medida de lo posible el establecimiento de controles fronterizos que perjudiquen las principales rutas comerciales, y consecuentemente el intercambio de mercancías y el tránsito de trabajadores.

Además de esto, el documento insta a los gobiernos a apoyar el desarrollo y aumento de la fabricación de vacunas, tratamientos y diagnósticos que pueden ser necesarios en caso de pandemia. Esto exige, por tanto, el aumento de las capacidades tanto para desarrollar y manufacturar productos sanitarios, como para distribuir y dispensarlos en grandes cantidades, para lo que es imprescindible, según los autores de este documento, abordar los posibles obstáculos legales y regulatorios que puedan existir.

El documento también hace una llamada a una mayor implicación de las empresas y sus líderes en los planes de contingencia para una pandemia, lo que exige una mayor colaboración con los gobiernos y un aumento de los recursos para afrontar este tipo de situación, al mismo tiempo que destaca la falta de conciencia entre los líderes empresariales acerca de la importancia de este tipo de preparativos.

Unido a lo anterior los autores destacan el papel crítico del sector financiero en el conjunto de la economía para, de esta forma, asegurar la existencia de fondos con los que impedir el colapso de la economía. Esto se traduce en una implicación del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional, de los bancos, de los gobiernos y de las fundaciones en la búsqueda de mecanismos con los que aumentar la cantidad y disponibilidad de estos fondos en caso de pandemia para un uso flexible allí donde sea necesario.

La última recomendación es una de las más interesantes que establece el documento, y en ella es enfatizada la importancia de que se produzca una estrecha colaboración entre los gobiernos y el sector privado en el desarrollo de métodos dirigidos a combatir la desinformación antes de la respuesta a la próxima pandemia. Estos métodos consistirían en que las autoridades sanitarias inundasen los medios de comunicación y las redes sociales con información rápida y constante. Esto también conllevaría trabajar de un modo estrecho con aquellas figuras públicas que inspiran confianza en la sociedad para, a través de ellas, difundir esta información y desarrollar la estrategia de comunicación oficial. De esta forma empresarios del sector privado deberían crear la capacidad precisa para aumentar de manera confiable y rápida la difusión del discurso público elaborado por las autoridades, además de amplificar su impacto en la población. Todo esto incluiría el compromiso de los grandes medios de comunicación a la hora de garantizar que los mensajes de las autoridades tengan prioridad sobre cualquier otra información, al mismo tiempo que todos los mensajes considerados falsos fuesen eliminados (Johns Hopkins Center for Health Security et alii 2019).

Aunque algunos detalles del Event 201 pueden resultar en gran medida perturbadores a la luz de lo acontecido durante el año 2020, y que en las conclusiones del documento elaborado después de la celebración de esta reunión en Nueva York hay cierta correspondencia con algunos aspectos del desarrollo de la pandemia, no es conveniente extraer conclusiones precipitadas. Para ello es interesante prestar atención al contenido del informe publicado por la Fundación Rockefeller y Global Business Network en mayo de 2010.

El mencionado informe, titulado Scenarios for the Future of Technology and International Development, tiene como finalidad analizar el impacto de la tecnología en el desarrollo internacional a través de la planificación de posibles escenarios, lo que constituye una metodología que plantea posibles situaciones en el plano estratégico a partir de la identificación de ciertas tendencias que, combinadas con otras fuerzas, pueden dar lugar a diversos escenarios. En este sentido se trata de un estudio exploratorio que, como decimos, plantea escenarios futuros que son bastante plausibles, lo que es utilizado para la planificación estratégica y la identificación de oportunidades para anticiparse a los acontecimientos. Por tanto, no se trata de hacer predicciones, sino que aborda los escenarios más probables en el espacio de tiempo de 15 a 20 años, lo que inevitablemente nos sitúa en 2020.

Pero la cuestión es ¿de qué puede servir todo esto en relación a la situación actual generada por la pandemia?, ¿qué dice el informe que pueda servirnos para entender el presente y, más aún, para identificar las tendencias que nos conducen de cara al futuro? En el informe son presentados cuatro escenarios diferentes de los que el primero de todos guarda unas inquietantes semejanzas con el presente inaugurado por el covid-19. Si bien algunos detalles cambian, la narrativa general que organiza dicho escenario establece una curiosa correspondencia con el actual desarrollo de los acontecimientos, hecho que hace relevante su examen con un poco más de detenimiento.

El informe presenta una situación marcada por una gran pandemia mundial que segó la vida de 8 millones de personas en unos pocos meses, e infectó a un 20% de la población mundial. Pero lo interesante son los procesos asociados a este fenómeno que el informe detalla. En este sentido destaca cómo a raíz de la incapacidad de los Estados para contener la enfermedad, la movilidad internacional, tanto de personas como de bienes, disminuyó hasta pararse, lo que debilitó a industrias como el turismo. Incluso a nivel local tiendas y edificios de oficinas permanecieron vacíos durante meses, sin trabajadores ni clientes.

El único país que logró gestionar relativamente bien la crisis producida por la pandemia fue China, donde el gobierno tomó medidas drásticas con el establecimiento de un confinamiento obligatorio para toda su población y el cierre casi hermético de sus fronteras, todo lo cual sirvió para parar la propagación del virus antes que en otros países, pudiendo así recuperarse antes de esta epidemia.

Sin embargo, las medidas adoptadas por China no fueron las únicas, sino que otros gobiernos decidieron imponer unas normas y restricciones mucho más rígidas, desde la obligación de llevar mascarillas hasta la instalación de puntos de control de la temperatura corporal a la entrada de espacios públicos como estaciones de trenes y supermercados. Concluida la pandemia, este creciente control y vigilancia de la población no sólo se mantuvo sino que se intensificó. Con la finalidad de protegerse de los cada vez mayores problemas globales, desde pandemias hasta el terrorismo internacional, sin olvidar crisis medioambientales y el crecimiento de la pobreza, los líderes políticos del mundo entero optaron por aferrarse al poder.

Inicialmente la idea de un mundo más controlado contó con la amplia aceptación de la población, lo que hizo que muchos ciudadanos estuvieran dispuestos a renunciar a su propia libertad y privacidad a cambio de formas de Estado paternalistas que proveyesen de más seguridad y estabilidad. En general la población se mostró muy tolerante, e incluso partidaria, de un rígido control gubernamental y una mayor vigilancia de sus actividades, al mismo tiempo que los líderes políticos comenzaron a disfrutar de un mayor margen de maniobra para imponer orden. Todo esto condujo en los países desarrollados a la adopción de distintas formas de control como los carnets de identidad biométricos para todos los ciudadanos, y una regulación más estricta de las industrias cuya estabilidad era considerada vital para el interés nacional.

El establecimiento de una excesiva cantidad de normas y regulaciones inhibió la actividad empresarial y económica en los países desarrollados, mientras los científicos e innovadores pasaron a estar bajo el control gubernamental, de tal modo que sus investigaciones quedaron definitivamente supeditadas a sus directrices y objetivos. Los ámbitos más innovadores y arriesgados de la investigación y el desarrollo fueron abandonados, todo lo cual repercutió en el avance tecnológico, lo que fue agravado por diferentes medidas políticas que impidieron la difusión de la tecnología a escala global.

Sin embargo, hacia 2025 la población comenzó a estar harta de tantos controles y, en general, de un orden autoritario, lo que condujo a crecientes choques entre los intereses individuales y el interés de los Estados. El descontento social, especialmente entre la población joven, así como entre aquellas personas que perdieron tanto su estatus social como sus oportunidades, comenzaron a promover protestas sociales.

Todo esto que es ficción guarda, al menos en muchos aspectos, ciertas semejanzas con el presente inaugurado por la era post-covid, y muestra algunas líneas de desarrollo histórico que guardan correspondencia con ciertos elementos presentes en el actual curso de los acontecimientos.

Ciertamente los aficionados a las teorías conspirativas encontrarían aquí material para especular acerca de la existencia de una intencionalidad y premeditación en lo ocurrido durante la pandemia, pero nada más lejos de la realidad. Es curioso constatar extrañas e incluso extraordinarias semejanzas entre lo relatado en el mencionado informe y la realidad, así como entre la perturbadora simulación realizada en octubre de 2019 en Nueva York y lo finalmente ocurrido en 2020. Pero lo cierto es que en el caso del informe de la Fundación Rockefeller únicamente se trata de tendencias que ya estaban presentes en 2010, y que desafortunadamente se han desarrollado de un modo exitoso en los últimos tiempos. Mientras que la simulación de 2019 sólo se entiende como parte de una serie de ensayos preparatorios para este tipo de situaciones, del mismo modo que los ejércitos desarrollan ejercicios militares para prepararse ante eventuales escenarios de conflicto.

En cualquier caso hay que señalar que, a tenor de los acontecimientos de 2020, la respuesta de los Estados ha dejado claro que no se han cumplido la mayoría de las recomendaciones establecidas en el documento final generado por el Event 201. Solamente en el ámbito mediático, en la creación de fondos para impedir el completo desmoronamiento de la economía y en el terreno de la logística, para mantener el abastecimiento de bienes y servicios esenciales, es en lo que se ha visto una acción sistemática acorde con lo que dicho documento sugería. Sin embargo, sí es un hecho que las medidas de emergencia adoptadas con motivo del coronavirus ya existían bastante antes de la pandemia. Lo único que demuestra todo esto es que las autoridades de los diferentes Estados estaban haciendo preparativos con bastante antelación para una posible pandemia, y que el covid-19 únicamente ha sido la oportunidad propicia para su implementación con todo lo que ello ha conllevado.

No sabemos lo que nos aguarda en el futuro, pero fácilmente puede terminar superando la ficción. Todo dependerá de lo que las personas hagamos o dejemos de hacer.

Esteban Vidal

Fuente: https://cienciapolitica.site/informe-coronavirus/ 

 

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