Nuestro hijo de puta

Trinidad Jiménez con una pegatina del Sáhara
Trinidad Jiménez con una pegatina del Sáhara
La Internacional Socialista acaba de expulsar al PND, el partido de Hosni Mubarak, porque “incumple los valores de la socialdemocracia”. Se dieron cuenta justo ayer. Hace dos semanas, también descubrieron que el partido de Ben Ali en Túnez, el RCD, tampoco reflejaba “los principios que definen a esta organización”. Lo expulsaron tres días después de que Ben Ali huyese del país con su botín.

No quiero cargar todo el muerto a la socialdemocracia; sería muy injusto. El tunecino RCD, por ejemplo, también tenía un acuerdo de cooperación con el Partido Popular Europeo, y el gran aliado de estos regímenes en Europa ha sido el conservador Sarkozy. Todo Occidente –la izquierda y la derecha– parece que acaba de descubrir que en este local se juega, que las repúblicas hereditarias (ese oxímoron) que Estados Unidos y Europa amparan desde hace años en el norte de África y Oriente Medio se levantan sobre la tortura, la censura, el asesinato y la corrupción. He usado bien el verbo: “amparan”, en presente. O si no, ¿cómo explicar las declaraciones de Trinidad Jiménez elogiando la “apertura democrática” de la dictadura marroquí?

La simetría histórica con Latinoamérica, con la vieja política de la CIA en el “patio trasero” de EEUU, es casi perfecta. Las dictaduras bananeras son a las tiranías árabes como el comunismo al islamismo. El miedo al supuesto mal mayor sirve de excusa para tolerar los abusos del hijo de puta, de “nuestro hijo de puta” –como bautizó Roosevelt a Somoza–. De fondo, se asume como inevitable esa teoría tan racista: que esos países “no están preparados para la democracia”. Es una espiral sin fin: jamás estarán preparados mientras siga en el poder un dictador. Es el mismo desprecio que también nos aplicaron a los españoles con aquel hijo de puta que nos gobernó.

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