Los abortos de Dios

No al abortoCon motivo de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) cele­brada en Madrid, el cardenal Rouco Varela auto­rizó a los 2.000 sacer­dotes que confesaron entre el 16 y el 22 de agosto en los 200 con­fesionarios de la lla­mada «Feria del Perdón», a que absol­vieran «el pecado del aborto», facultad reservada normal­mente al Papa y a los obispos. Muchos han querido ver aquí una «rebaja» del «horrendo crimen», el «asesinato de ino­cen­tes», el «homicidio cruel y atroz», el «inicuo ge­no­cidio», que es el aborto según la Iglesia católica. «El aborto y el infanticidio son críme­nes abomi­nables», decía el reputado concilio Vaticano II (Gaudium et spes, 51). Pero yo quiero aquí ayudar a comprender la medida de Rouco re­flexionando sobre unos datos muy relevantes para los creyentes.

Antes, una obser­vación que ya muestra que la deci­sión del cardenal no es tan ex­traña. ¿No les sor­prende el que, para ser el aborto un crimen abominable, en general los católi­cos, incluso los sacer­dotes y obispos, no se lo tomen tan mal? De hecho, hay muchas noti­cias de violaciones y abortos, bastantes reconocidos por el pro­pio Vati­cano, en conventos y en misio­nes,… donde a curas y misioneros se les va algo más que la mano; pue­den encon­trar fácil­mente en internet las informacio­nes al res­pecto reco­gidas por Pepe Rodrí­guez, y wikileaks acaba de hacer públi­cos nuevos datos. La Iglesia no se retuerce precisa­mente de llanto y crujir de dientes, sino que oculta y se conforma con regañar. El llanto y crujir de dientes lo exhibe de puer­tas afuera, como con los vídeos truculentos que difunde en los centros escolares.

Vaya­mos ya a los datos prometidos, datos conoci­dos pero que se orillan sin darles mayor importancia. Es imposi­ble conocer las cifras exactas, pero se calcula que entre el 10 y el 20 por ciento de los embarazos conocidos por las propias mujeres desembocan, en las 20 primeras semanas, en un aborto espontáneo, no provo­cado. Quizás un tercio del total de las fecunda­ciones (hasta la mitad, según algunos especialistas) acaben en estos abor­tos «natu­rales», que a menudo se confunden con reglas intensas. Se cree que casi todas las mujeres con relacio­nes hetero­sexuales más o menos regulares sufren al menos uno en su vida. Parece claro que la inci­dencia de estos abor­tos es supe­rior a la de los induci­dos (los «crímenes horrendos», unos 45 millones al año en el mundo).

En la línea que se­ñalé arriba, la de la sor­prendente tolerancia (sobre todo interna) de los católicos ante el aborto, ¿no les llama la atención que, si tie­nen tan claro que tras la fecundación ya tene­mos una persona, no se les ocurra bau­tizarla sin demora, in utero? He encon­trado un antece­dente: en 1848, cuando en Corrientes (Argen­tina) fueron con­dena­dos a muerte un sacer­dote y su pareja sexual, ella, embarazada, sen­cilla­mente se tragó el agua ben­dita. Digo yo, si real­mente pre­ocupa dónde puedan pasar ¡la eternidad! las almas de los embrio­nes y fetos que su­fren abortos espontáneos (se les mandaba al Infierno, luego al Limbo…), y siendo éstos tan frecuentes, ¿no deber­ían las católicas celebrar un bautizo preventivo cada vez que copu­lan? Al menos, tomar un vasito de agua ben­dita. En honor al antecedente histórico y al copula­tivo, se le podría llamar el bautismo o el vasito de corrientes. Creo que, si se produce el aborto natural y la madre se entera, eso le aliviaría –en caso de ser cre­yente– los problemas psicológicos, como senti­mientos de culpa, que en oca­siones apa­recen.

¿Pero hay acaso culpa­bles, algún responsable de estos abortos naturales? Ya es hora de señalarlo; no son, evidente­mente, las mujeres. Si existe el Dios cató­lico –u otro de similares carac­terísti­cas–… ese Dios es el Culpable. En sus divi­nas manos está el des­tino de esas decenas de millones de vidas de inocentes que son segadas cada año. Recuérdenlo quienes se manifiestan contra el derecho al aborto: Dios es el Supremo Abor­tista. Él solo da cuenta de más abortos que todos los malva­dos huma­nos jun­tos. Es el sumo hace­dor de estos «crímenes horrendos». Entre todos los «asesi­nos de cria­turas ino­centes» no alcanzan su capacidad liquidadora. Hagan números y verán que cada año se apunta pro­bablemente más «asesi­natos» que Hitler y Stalin juntos en toda su vida, aproximada­mente tan­tas muertes como en toda la II Guerra Mun­dial.

Escri­biendo esto me he ente­rado de que el gran bió­logo Fran­cisco José Ayala ha declarado que los abortos espontáneos se deben «a que el sis­tema repro­ductor humano está muy mal diseñado. Si Dios es el responsable de ese diseño, eso le convierte en el mayor abortista del mundo». Ayala, que incluso fue sacerdote dominico, evidente­mente ha hecho esa afir­mación como una boutade para recha­zar la teoría del diseño inteligente (teoría anti­cientí­fica que rechaza la evolución natural, no dirigida, de la vida), no a Dios. En realidad da a entender que hay que apartarse absur­da­mente de Dios para hacer esa afirma­ción. Pero no es cierto, el Dios cató­lico –el Dios de Ayala, si sigue ads­crito a esa Iglesia– sí que es, si existe, el mayor abortista del mundo, pues es un Dios creador omnipotente y provi­dente, que escucha a los humanos e interviene cuando lo cree opor­tuno por medio de milagros; nada se escapa a su mirada y a su control, mucho menos el destino de indefensas criatu­ras a las que poco antes se ha molestado en insuflar, una a una, el alma.

Que Dios tiene esas potes­tades no lo digo yo, lo dice el Papa, la Iglesia, el Catecismo, los profeso­res de Reli­gión, la Biblia –el bárbaro Antiguo Testamento y el refinado Nuevo Testamento–, y, según este último, lo dijo Jesús. Y los creyentes, a quienes a menudo se les escucha un «si Dios quiere» o un «Dios mediante». ¿Quién cree en un Dios que sólo se limitó a poner en juego la pelota uni­versal con el saque de honor? La creencia popular y oficial es, además, en un Dios-Messi, que puede inter­venir brillante­mente en cualquier momento (aunque el Dios real defrauda muchísimo más que el futbolista). El Papa ha evocado asimismo a un Dios-árbitro (que junto al sacador de honor y al messiánico conforma una miste­riosa Trini­dad futbo­lera) en la JMJ al atacar el aborto (sólo el inducido) y la eutana­sia repren­diendo a quienes «se creen dioses» por «decidir quién es digno de vivir o puede ser sacrifi­cado en aras de otras prefe­rencias»: está claro que, según él, esta capacidad arbitral de sacar la tarjeta roja es exclusiva de Dios. Y bien que la ejerce en los abor­tos espontáneos: expulsa del partido de la vida en las 20 primeras semanas a la tercera parte de los juga­do­res; si suponemos una espe­ranza de vida de unos 70 años, sería como expulsar en un partido de fútbol a 7 jugadores en los primeros 30 segun­dos.

A quien esto le pa­rezca injusto porque pocas faltas pueden cometer los embriones y los fetos, olvida que todos empe­zamos el partido ya duramente penali­zados, pues trae­mos de serie el terrible pecado ori­ginal. «Como consecuencia del pecado original, el hombre debe sufrir la muerte corporal», nos aclara el Cate­cismo (#1018). De hecho, por eso hay dudas sobre si el único ser humano sin pecado original, la Virgen, mu­rió; tendría ahora unos 2030 años (bien lleva­dos, según a/parece). Así que ¡suerte que Dios es infi­nitamente misericor­dioso y deja sin abortar a dos tercios de los humanos! ¿Por qué a estos?: puf, en todo el partido no se aprecia mucha rela­ción entre tarjetas y faltas, el Árbitro parece el Arbi­trario. ¡Menos mal que Su furia tarjetera se aplaca después: hay más expulsa­dos en la masacre de las primeras semanas que en cual­quier década poste­rior! Como se colige de las palabras del Papa, preci­samente en esa potestad de Dios para dispo­ner cuándo le llega a cada cual su hora se basa la nega­ción del derecho a que cada uno decida el final de su propia vida –no te puedes salir del partido, te tiene que expul­sar el Árbitro, y no depende de las faltas que cometas–.

En resumen, con todos los respetos a los cre­yentes, de hecho siguiendo sus propias creencias, si el aborto es un crimen, me parece claro que el Dios cató­lico no tiene rival como «horrendo criminal», «asesino abomi­nable», «inicuo genocida»…. Parece que poco pode­mos hacer contra esto, pero podríamos ponernos de acuerdo en evitar en lo posible el indeseado aborto inducido: sabemos que la mejor forma de hacerlo, la que no nos debemos cansar de promover, es el uso adecuado de los métodos anticonceptivos, pero, al condenarlos también la Iglesia, lo que propicia, vaya por Dios, son situaciones que abocan en el aborto que tanto dice abominar.

Juan Antonio Aguilera Mochón es miembro (involuntario) de la Iglesia católica y (voluntario) de Europa Laica.

Artículo publicado en El viejo topo 287, diciembre 2011, pp. 68-71

Juan Antonio Aguilera Mochón
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