El patriarcado del hombre (que pretender ser) crítico

La inmensa mayoría de los hombres representamos el orden patriarcal de manera clara y directa. Esta representación es inmanente a nuestra construcción social, cultural y biológica.

Pensaremos en “hombres” en vez de “hombre”, porque la representación masculina justamente es diversa. Si bien existe una hegemonía que representa “el hombre” (como palabra y significante), el colectivo entrega la posibilidad de un análisis que involucre diferentes tipos de masculinidades frente a la construcción patriarcal.

Ante esto existen condicionamientos y determinaciones. Quienes se sienten condicionados, saben que el patriarcado es algo que los define, pero no los obliga a reproducir lo que “se supone” deben reproducir en su relación hombre-mujer-diversidades, incluso pueden llegar a cuestionar las actitudes que nos definen como “hombres o machos”. En otro sentido, existen hombres determinados por las condiciones sociales y culturales que no se cuestionan nada y reproducen la desigualdad en la relación hombre-mujer-diversidades valiéndose de las ventajas y privilegios que ostentan en el sistema que transitan. Estos sujetos llegan a parecer soldados dispuestos a ejercer el machismo patriarcal cuando sea y donde sea en perjuicio de las mujeres, en especial cuando ellas, como construcción social históricamente desfavorecida por el machismo, generan espacios de resistencia y emancipación.

Entonces sí, los hombres condicionados y determinados nos convertimos en el principal sujeto de cuestionamiento del feminismo, es lógico que lo sea cuando como colectivo, el género (hombre) no tiene un cuestionamiento claro de sus privilegios frente a la relación de género hombre-mujer-diversidades. Ni siquiera quienes se sienten condicionados se movilizan a si mismos para cuestionarse colectivamente en espacios públicos sus argumentos respecto a esta relación desigual. Los hombres críticos generalmente no pueden auto cuestionarse sin “preguntarle” al feminismo qué hacer, cómo hacerlo y para qué hacerlo. Lo hacen a partir de la emergencia e interpelación del grupo de mujeres, no entendiendo que esta interpelación es para que los varones nos hagamos cargo por fuera del movimiento feminista, y no como protagonistas o parte fundamental de este. Un error esencial de los hombres críticos con su masculinidad, es que se asume naturalmente desde un espacio que le es cómodo en esa relación, incluso le es cómodo cuestionarse sus privilegios cuando llega a ser placentero o provechoso en el terreno del ego social, cultural y político.

Cuando los hombres se presentan críticos frente al cuestionamiento que plantean las problemáticas de género, no se presentan sino representando su género (hombre), su posición de poder (machismo) y un contexto que le es favorable (patriarcado). Quizás los hombres críticos sienten que no todos son así, y que específicamente quien lo piensa no lo es. Mucho de esta postura viene de lugares de privilegio, contextos donde se detiene el cotidiano para reflexionar teóricamente respecto a una relación hombre-mujer-diversidades idealizada, donde la desigualdad entre los géneros no se evidencia dado otros factores cotidianos que son más significativos en el momento específico. Sin embargo, la desigualdad subsiste al momento o al contexto individual, incluso puede manifestarse en actitudes machistas que se asumen como “normales” o que las mujeres presentes pueden obviar por sentir que no las afectan. Esto último es ocupado por el patriarcado como muestra de “igualismo forzado”, sin embargo, aunque algunas mujeres específicas puedan obviar, saltar u omitir estas actitudes, no quiere decir que no existan, y que por lo mismo se reproduzcan como “normal” en lugares donde sí son parte de una violencia activa con “micromachismos” invisibles.

El machismo, como ejercicio de poder de los hombres en su cotidiano (por el mero hecho de “ser hombres) se manifiesta en una actitud machista. La actitud machista es hacer alarde de los privilegios que se tiene por parecer, actuar y simular los códigos varoniles en una sociedad. Aquellos hombres machistas son directamente el enemigo del feminismo dado el carácter activo que representan en la opresión que combaten los espacios feministas. Los machistas ocupan la posición de poder que históricamente construyeron los hombres como género, para desacreditar violentamente la postura crítica que presenta el feminismo frente a la relación desigual de género entre los hombres, las mujeres y las diversidades. No necesita más argumentos o fundamentos que aquellos dados por su estatus de “poseedor de la verdad irrefutable”. Como siente tener el poder de definir que es o no verdad frente a posturas a las cuales no les muestra sumisión (como el feminismo), define quienes y como son las relaciones opresivas de las que es parte y cuando existen o no existen desigualdades. Incluso si esas desigualdades son responsabilidad individual o están fuera de su rango de control u opinión. Esto último siempre a favor de su propio lugar de poder. Este poder se ejerce de manera pública y privada, pasando por la definición de una sexualidad hegemónica heterosexual, el control del deseo como consumo individual y privado, el fetiche de la mercancía como forma de identificación, y la violencia política como poder absoluto frente al control de las diversidades.

Los hombres machistas sustentan su poder en una sociedad que lo valida. Esta sociedad lo valida porque está construida bajo una imposición cultural histórica de hombres que han mantenido su poder en base al sometimiento de otros y otras. Esto consolida el patriarcado como sistema social, político, cultural y económico, donde el hombre (como género) es el principal protagonista del funcionamiento de la sociedad. Como es el principal elemento, se trata como imprescindible e importante, no así la mujer, quien está relegada a las tareas de “mantenimiento” de este sistema por medio de los cuidados y atenciones a los hombres. Este lugar de privilegio en la relación hombre-mujer-diversidades está presente y es socializado en cada una de las instituciones en las que los sujetos y sujetas sociales aprendemos y adquirimos el significado de nuestras propias existencias dentro de la sociedad en la que nacemos.

El patriarcado es cuestionado por el feminismo. Al cuestionarlo, el hombre siente cuestionado su rol en la sociedad, su importancia dentro del funcionamiento. Por tanto, la actitud frente al cuestionamiento es defender su importancia y su rol, dado que, sin este, no sabe qué lugar ocupar, siente golpeado el ego construido en base al único poder que siente tener. Sin esta importancia, tendría que asumir otras dimensiones de su vida donde puede que no sea importante y su rol sea secundario, incluso donde su rol sea efectivamente de un sujeto oprimido (dimensiones como la económica, la política y la intelectual). Asimismo, pueden existir mujeres que ante el cuestionamiento de sus roles que reproducen las relaciones patriarcales, prefieran mantener el “rol conocido por ellas” antes que la “incertidumbre de lo desconocido”. Algunas defenderán el sistema impulsadas por la amenaza inminente de “perder sus lugares” construidos en una estrategia “moderna” del patriarcado por cederle ciertos lugares de privilegio. Otras mujeres simplemente querrán seguir reproduciendo la relación patriarcal ante la amenaza directa de despojarlas de la “seguridad” que siente en su rol (seguridad que el mismo sistema se encargó de formarles como forma única de subsistir en esta sociedad).

Justificar al patriarcado poniendo como ejemplo a la mujer que “reivindica su machismo”, posiciona a los hombres en un lugar cínico. La mujer que reproduce el patriarcado es funcional al machista, quien se aprovecha y consolida sus actitudes de poder frente a la mujer.

Cuando nos pensamos como hombres hablando sobre el rol de las mujeres, entonces es necesario hablar directamente de un lugar opresor hablando y definiendo el lugar de lo oprimido. Ojo, ese lugar oprimido puede ser activo y luchador. El feminismo, por ejemplo, como lugar de las oprimidas, no da cuenta de un lugar estático, sino muy por el contrario, hablamos de un lugar de lucha y batalla frente a un contexto construido con privilegios hacia el lado opresor.

Hablar de la opresión, desde una posición de poder, tiene varios problemas que pasan de largo. Hablar de opresión, representando el lugar opresor, siempre se hará desde lo “correcto”, desde el lugar donde está la “verdad”. Desde este lugar se puede definir lo que hay y no hay que discutir. Definir desde el poder lo que es la opresión para la gente oprimida, es una forma de justificación, análisis o simplemente una manera de narrar lo que se considera “normal” para una sociedad de competencia, donde hay ganadorxs y perdedorxs.

Pero siempre hay resistencias, interpelaciones y quiebres. El feminismo representa esta contrahegemonía. La opresión define una resistencia casi al mismo tiempo en que se imprime como modo de relación social. Ambas formas son claras. Quizás puede haber quienes “no se sientan parte de ninguna de las dos partes”, ni oprimidx ni opresxr. Sin embargo, quien no se define en un lugar, reproduce la parte opresora. ¿Por qué? Debido a que la opresión ya está impuesta y es parte del contexto, la relación desigual ya está explícita en la sociedad. Entonces quienes no se definen, lo hacen como una estrategia infértil de omisión, no de definición. En este caso quien silencia reproduce, no corta ni elimina el contexto donde hace su cotidiano.

Cuando la parte opresora habla de las opresiones a nivel social, habla y reproduce las ideas desde un lugar de privilegio, el lugar que le corresponde a esa persona por pertenecer al lugar donde se ubican las mayores ventajas. Por lo tanto, dado que está en un mejor lugar social, puede imponer su concepto de igualdad, exclusión y opresión. Puede imponer opiniones frente a quienes no le cuestionarán nada por creer que su lugar en la sociedad los hace mejores (gente alienada al poder y estática en su lugar social), o enfrentarse a quienes no están de acuerdo pero que no tienen tanto privilegio como para exponer sus fundamentos sin ser desacreditados. La persona privilegiada no tiene que fundamentar ni justificar nada de lo que dice, dado que su lugar en la sociedad les respalda sus palabras y opiniones por sobre las palabras de personas que pueden estar en menores condiciones.

A nivel político, hablar de opresión desde el lugar opresor implica hablar desde lo hegemónico, o sea, hablar desde el poder validado. Esta validación puede ser por la fuerza, por lo electoral o por lo cotidiano (entre otros mecanismos). Entonces, quien ostenta el poder político, puede definir los conceptos sobre quien o quienes son las personas oprimidas, cómo actuar sobre ellas y como se debe hacer cargo el Estado a nivel de política pública. Puede, además, imponerse sobre los movimientos sociales respecto a quienes, como y por qué existen grupos oprimidos. Esta imposición siempre es violenta, pero se valida o se deja accionar por el resto de la sociedad debido a que justamente quien ostenta el poder político construye un discurso en base a la confrontación y el “enemigo interno”. Las personas temen al conflicto cuando les es ajeno, por lo tanto, hay que construir los discursos de quienes están oprimidxs como una forma excluyente, específica, de “unxs pocxs que quieren romper el ‘pacto social’ de la (supuesta) mayoría”.

A nivel cultural, el discurso opresor sobre la opresión se manifiesta en las acciones arraigadas a la costumbre. La opresión romantiza las opresiones para que no manchen demasiado la historia cultural de las sociedades. A partir de ahí, se las apropia y las banaliza. Las convierte en un fetiche mercantil y las pone a un nivel en que las personas puedan consumirlas o bien producirlas como objetos de contemplación. En esta forma, el lado opresor es el único que habla pública y masivamente sobre las opresiones. Sin embargo, la contracultura abraza las opresiones porque son, en la gran mayoría de las veces, su origen. Las enfrenta a la cultura hegemónica e intenta interpelar a la sociedad de sus propias contradicciones. Esta forma contrahegemónica, planteada y promovida por el lugar oprimidx, justamente se esmera en desmercatilizar la cultura y darle el lugar en la batalla cultural a las expresiones diversas y de reclamo frente a la injusticia social.

A nivel intelectual, hablar de las opresiones dependerá de la disciplina desde donde se construya. Sin embargo, el lugar de la opinión siempre dependerá del lugar que se ocupe en la estructura de validación académica. Esta validación es un juego de poder, donde se reproducen todas las estructuras de la sociedad, desde el machismo patriarcal hasta la postura de clase. El poder de la opinión la ostentará siempre quien, de manera conveniente para el poder hegemónico de turno, pueda justificar la opinión de quien cree poseer “la verdad”. Incluso, el “progresismo intelectual” intentarán darle “voz a los sin voz”, como si la gente que no pertenece a lo intelectual no tuviese algo que decir sin que sean “habilitadxs” por el campo de lo intelectual. Esa verdad intelectual es una estructura de poder que reproduce a nivel cultural aquello que “está correcto” o la “mirada incorrecta” frente a los conflictos sociales.

Esta verdad intelectual, tiene personas que intentan disputar esos lugares de validación cultural para desacreditarlos, para deconstruirlos, o bien simplemente para eliminarlos de los pedestales donde se paran para fomentar un tipo de conocimiento abierto, donde la opresión manifieste sus propios lugares de definición de acuerdo con la realidad y contexto que viven.

Cuando se define lo masculino como lo opresor, hablamos justamente de formas contrahegemónicas de analizar los lugares sociales. Contrahegemónico, porque lo masculino se definirá asimismo como una parte de un binario, donde por un lado está “lo masculino y por el otro lo femenino”, no se asumirá asimismo como el lado opresor. Puede hacerlo porque considera que quien se lo critica (el feminismo) no es un igual ni está por encima de él cómo para interpelar su forma de autodefinirse. Definirá un lugar estático y subjetivo, incluso para quien se piense a si mismo como un “buen tipo” que no quiere hacer diferencias.

Esta forma de poder es una forma de poder hegemónico, y define nuestra masculinidad. Opinar de la opresión desde los lugares opresores es una forma explícita de demostrar el poder que ya se ostenta.

Para los movimientos contrahegemónicos como el feminismo, opinar y accionar desde la opresión es una forma de reivindicar los lugares excluidos, aquellos que se definen a partir de injusticias y que incluso llegan a ser peligrosos.

Por eso, y pensando en una primera forma autocrítica de vivir la masculinidad, son los hombres quienes deben entender que no es rol ni responsabilidad de las mujeres andar con cuidado de “no herir ni molestar” a los hombres por creer (y demostrar) que a partir de un caso “todos los hombres son capaces de reproducir la misma actitud machista». Cuestionar a las mujeres en ese sentido es una forma de reproducción patriarcal histórica esperando “protección y cuidado” de las mujeres frente a nuestra importancia en el sistema. Esperar eso es nuevamente reproducir el sistema patriarcal en nuestra relación cotidiana.

Por el contrario, cuando los hombres queremos pensarnos dentro de la problemática de género nos explican que debemos cuestionarnos los privilegios. Los privilegios son ventajas que poseen los hombres frente a las mujeres y las diversidades. Tales privilegios son “mejores recursos y oportunidades frente a una realidad dispareja”, son privilegios porque al ser los ejecutores de tales acciones tenemos “la ventaja” de correr un mínimo riesgo frente al peligro real que corren las mujeres y las diversidades por el mero hecho de ser, parecer o constituirse como tal. Los privilegios los creamos y los reproducimos los hombres, los aprovechamos y nos construyen las ventajas que creemos son parte de “lo normal”.

Entonces, si entendemos que los privilegios son parte de nuestra socialización, o nos formamos un lindo lió existencial para probar que frente a la posibilidad de reproducir lo considerado “normal” no somos todos lo mismo; o nos vamos por la superficial fácil y nos declaramos aliados (feministos, sensibles, hombres feministas, antipatriarcales) para no parecer los villanos, ocupando los significantes y símbolos de un movimiento que justamente pretender interpelarnos sobre lo que hacemos y como pasamos por encima de las voluntades de las mujeres frente a nuestra masculinidad.

El lugar del patriarcado de los hombres que pretenden ser críticos, parte por entender el lugar que ocupan en la dinámica social. Parte por sentirse interpelado y asumir esa interpelación en sus lugares de poder. Por ende, no se puede jugar al “igualismo” respecto a las desigualdades que se pueda forzar frente a la relación de género hombre-mujer-diversidades, ya que estadísticamente no existe tal igualdad, y forzarla es caer en falacias argumentativas. Cabe destacar que las falacias argumentativas es el método más utilizado por los hombres al momento de “charlar sobre su rol en la problemática de género”, y en espacial al intentar “responder” a las interpelaciones del feminismo. ¿Por qué falacias? Porque se basan en las respuestas autoritarias y arbitrarias de los hombres justificando las ideas que las feministas ponen en conflicto y que no tienen una base veraz ni indiscutible dentro del cotidiano que se comparte (pueden ser fácilmente cuestionadas). Los hombres que argumentan de esta forma quieren defender lo que creen saber y no poner en cuestionamiento esas ideas. Las defienden con argumentos validados solo por el “poder” que tienen para definir que es o no es verdad (como se planteó anteriormente), no lo ponen en análisis ni aceptan otra hipótesis como válida. Tampoco aceptan la “falsación” (demostración empírica que algo no es lo que dice ser) como forma de deconstruir verdades culturales e históricas, y menos validan el argumento testimonial de las mujeres como forma demostrativa de que las cosas que ocurren tienen consecuencias y condicionantes que van más allá de se puede saber “públicamente”.

Puede que el primer paso para cuestionarse de manera real las implicancias del patriarcado en nuestras propias formas críticas de entender el género, sea el cuestionar y entender qué son los privilegios. Luego sigue entender el daño provocado por la desigualdad a partir de la empatía en las relaciones de género cercanas (mamá, hermana, polola, amigas, etc.), pero no puede quedarse ahí, dado que es un lugar discursivo que corre el riesgo de quedarse en lo específico. Por eso hay que avanzar en preguntarse y cuestionar los cimientos mismos de nuestra socialización, deconstruir los códigos que nos hacen formar parte de una hegemonía opresora.

Deconstruir la existencia no implica eliminar el cotidiano, sino asumirlo y revisar en su accionar diario la evidencia de aquello que los hombres críticos se pueden cuestionar (y que el feminismo nos interpela respecto a nuestras formas, modos y aplicaciones). Ese lugar ayuda a respetar las luchas feministas, no abrazarlas e intentar ser parte de ellas. No se trata de ocupar un lugar en el feminismo, sino se trata de hacerse cargo del lugar que se tiene en la dinámica patriarcal. De ahí, estrategias de visualización y cambio entre los pares, de cuestionamiento colectivo, de exponer las estructuras que nos hacen estar por sobre otras personas por el mero hecho de pertenecer a un género.

Los hombres críticos frente a su masculinidad nunca dejan de ser hombres, no necesitan negar su lugar en lo social, sino tienen que asumirlo para entender el lugar del opresor que quieren cuestionar. Pueden empezar a dejar de reproducir aquellas cosas que lo construyen como un sujeto con mayores privilegios frente a lo femenino. Este ejercicio es autoconciente y se vuelve colectivo a medida que vamos avanzando en la interpelación a los círculos directos, y se toma posición reflexiva en la problemática de género desde el cotidiano.

Si no hay voluntad de cuestionamiento, es imposible hacer este ejercicio o entender cualquier cuestionamiento crítico a la construcción patriarcal del cual los hombres son parte. Entonces, volviendo a los ejemplos anteriores, el hombre convierte su acción crítica en una búsqueda individual, descontextualizada, y superficial. Una actitud que solo funciona en contextos de microvalidación, donde no se cuestiona ningún tipo de poder ni de desigualdad.

La idea es entendernos desde nuestro propio lugar y no reproducir la necesidad de cooptar los espacios feministas. Como hombres nos falta asumir que «lo personal es político». La dimensión pública que define lo «antipatriarcal» es fácil de reproducir superficialmente como un discurso, la masculinidad como construcción está acostumbrada a construirse sobre eso. Profundizar, complejizar y exponerse, no. Al final, nos queda el desafío de matar al macho, no solo al interno, sino al de tus amigos, al de tu contexto, al de tus consumos.

Cracklitos

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