Empresa y mercado

trabajadoresLa empresa es una actividad organizada con fines lucrativos a través de la producción y el intercambio de bienes y servicios.

Hay que remarcar como objetivo de la actividad de una empresa tanto la consecución del lucro, utilidad o provecho, como una diferencia positiva entre beneficios y costes, mientras que la producción, compra y venta de bienes y servicios son solo el instrumento necesario.

En otras palabras, ni la producción de bienes y servicios ni la satisfacción de necesidades privadas o públicas esenciales vitales, y ni siquiera la creación de puestos de trabajo constituyen el objetivo del ejercicio de una empresa, sino «hacer dinero», o sea, conseguir ganancias.

Todo esto es tan evidentemente verdadero que, en efecto, cuando por cualquier motivo, como sucede en un periodo de crisis económica, disminuye la posibilidad de obtener beneficios, numerosas empresas cierran, o son redimensionadas temporal o definitivamente.

Por otro lado, la misma razón de ser de la empresa comporta el hecho de que busque pagar el mínimo precio posible por lo que adquiere a otros y obtener el máximo beneficio posible por lo que vende.

En este sentido, puede decirse, sin intención denigratoria u ofensiva, que la empresa juega un papel parasitario respecto al ambiente externo, es decir, al sistema socioeconómico en el que opera.

Se comprende que necesariamente debe tomar de fuera más de lo que da y, preferiblemente, intentar tomar el máximo posible y dar el mínimo posible, hasta llegar -en los casos más favorables- a obtener gratuitamente algunos de los factores productivos.

Es necesario subrayar que dar el mínimo posible o, como poco, intentar reducir lo que se da, comporta, cuando se trata de costes, pérdidas y daños inevitables, endosárselos al menos parcialmente o, cuando es posible, totalmente, a otros sujetos, públicos o privados.

Tales sujetos podrán, según los casos, identificarse con los trabajadores dependientes, los proveedores, el Estado, las entidades de previsión, sanitarias, asistenciales y de seguridad laboral y también con el ambiente interno y externo de la factoría en que se ejerce la actividad y, finalmente, las generaciones futuras.

Las formas de pago serán, como es obvio, las más variadas según los casos, y podrán comportar breves, largos o larguísimos periodos de tiempo.

Podrán consistir en mayores desembolsos de dinero para la adquisición de bienes y servicios públicos y privados, en la reducción de la cantidad o en el empeoramiento de su calidad, en la reducción o pérdida de posibilidades de trabajo actuales o futuras, en la pérdida o reducción de derechos sociales, asistenciales o sanitarios, o en mayores riesgos laborales y otros.

Sin miedo a equivocarnos, hay que remarcar que los demás sujetos que operan en el sistema socioeconómico no se comportan de forma diferente a la empresa. En otras palabras, se trata de trabajadores, consumidores, ahorradores, inversores, financieros, propietarios de tierras o edificios residenciales, industriales o comerciantes, y cada uno tiende a agrandar la diferencia entre lo que recibe y lo que da

La diferencia está en la relación de fuerza, es decir, en la condición de debilidad de los demás sujetos respecto a quienes organizan y gestionan las actividades empresariales y los diferentes aspectos técnicos, comerciales y financieros conectados con el ejercicio de los negocios, la mayor parte de naturaleza o con referencia dineraria, relacionados con la consecución de la máxima utilidad posible.

Como queda claro, eso que se define como mercado no es otra cosa a fin de cuentas que la resultante de la opción y de las decisiones de compra y de venta de todos los diferentes sujetos que operan en un sistema socioeconómico.

Todo el que compra o vende intenta obtener el máximo posible de estas operaciones de cambio. Se afana, según sus posibilidades, en explotar y condicionar el mercado.

Como es obvio, esto resulta más ágil para la empresa, que efectúa inversiones tendentes a modelar, manipular y condicionar la demanda de los bienes y servicios propios, con el fin de obtener el máximo de beneficios.

La hipótesis de la autodenominada soberanía del mercado, es decir, del carácter soberano de las decisiones del consumidor, del adquiriente final, está por completo lejos de la realidad, ya que no tiene en cuenta en absoluto el comportamiento real de las empresas.

Del pequeño comerciante de barrio a la gran sociedad multinacional, la empresa que adoptase coherentemente el principio de rechazar totalmente condicionar a la propia clientela actual o potencial, tendría que renunciar a importantes beneficios o sencillamente sería expulsada el mercado.

Aparte de esto, puede decirse que nadie respeta las llamadas leyes del mercado ni siquiera en el sentido de que un operador de intercambios nunca tiene equivalencia entre lo que da y lo que recibe. Efectúa el intercambio solo si se atribuye mayor valor a lo que recibe respecto a lo que da.

Esto sirve sobre todo para las empresas, que ejercen profesional y continuamente la actividad comercial, o sea, de intercambio de bienes y servicios, y para quienes las actividades materiales técnico-productivas son solo un medio, un camino obligatorio entre dos operaciones de carácter pecuniario: la compra de factores productivos y la venta de productos y servicios en el mercado.

En el desarrollo del proceso productivo, la empresa se encuentra continuamente en la necesidad de escoger si seguir directamente una determinada fase (instrumental, intermedia o accesoria) de la actividad productiva, o hacerlo externamente, o sea, en el mercado.

De acuerdo con las conclusiones a que han llegado varios exponentes de la escuela institucionalista, como Ronald Coase, la empresa puede definirse como una institución centralizada y regida por principios jerárquicos, alternativa al mercado, a la que se recurre cuando los costes de transacción son muy altos.

Se puede decir que la empresa y el mercado, como hipótesis permanente teórica e irreal de masas de consumidores totalmente independientes y soberanos de sus decisiones, entendida en el riguroso sentido adoptado por la teoría económica tradicional imperante todavía, constituirá de hecho, en esencia, dos instituciones sustancialmente incompatibles.

Progreso y paro

El «hombre de negocios», empresario autónomo o ejecutivo asalariado, se encuentra en una situación de poder y preeminencia respecto a cualquier clase de sujetos particulares no organizados que operan en el sistema socio-económico.

Por un lado, de hecho, detenta o controla el capital, ejerce una actividad organizada con continuidad y posee las competencias y la profesionalidad tendentes a conocer mejor y controlar el ambiente material y humano con el que opera.

Por otro lado, cuando se enfrenta con organizaciones de trabajadores, medioambientales, entes públicos, autoridades monetarias y financieras u otros sujetos, la empresa no cesa de desarrollar actividades de lobby y de cooptación, tendentes a minimizar o anular las posturas contrarias a sus intereses.

Como es evidente en el ejercicio de este tipo de acciones, con frecuencia las empresas sobrepasan los límites de la corrupción y del conflicto de intereses, aparte del código penal, siempre con el fin de minimizar los riesgos y daños propios y, en consecuencia, restablecer o incrementar su capacidad de conseguir beneficios.

La teoría económica tradicional se funda sobre la hipótesis, de larga trayectoria, de que las empresas se someten a las reglas de la competencia, de la libre iniciativa emprendedora y de la soberanía del mercado, es decir, del consumidor.

No obstante, somos perfectamente conscientes de que en la vida real, es decir, siempre y en la totalidad de las cosas, estos principios son olímpicamente ignorados y, de hecho, de la manera más ímproba y distorsionada.

En la práctica empresarial, los beneficios se consiguen también (y a veces únicamente) limitando o impidiendo el acceso al mercado de otras empresas, además de con la estipulación de acuerdos, la mayor parte de las veces secretos, entre empresas del mismo sector, con el fin de aumentar los precios, la facturación y los beneficios, y recurriendo a la publicidad, promociones y otras técnicas de venta para manipular y condicionar para el propio beneficio las opciones de los consumidores.

Tampoco hay que olvidar que, en el orden institucional típico del capitalismo moderno, son las empresas las que controlan la aplicación con fines productivos de las innovaciones científicas y tecnológicas.

De esta forma, descubrimientos e invenciones originariamente encaminados a la reducción e, incluso, al ahorro de trabajo y a la mejora de las condiciones en que se desarrolla en lo que se refiere a duración, esfuerzo, peligrosidad y salubridad son reducidos en una gran y casi preponderante medida, y transformados sistemáticamente por las empresas en reducción de la plantilla laboral y de las retribuciones y gastos consiguientes.

Solo en pequeña medida y las más de las veces de manera indirecta y con gran retraso, los progresos científicos y técnicos se traducen en reducciones de horario y mejoras en las condiciones de trabajo y remuneración, desde el momento en que su introducción es en gran medida acometida por las empresas exclusivamente para el incremento de sus beneficios.

Muy raramente las autoridades gubernativas y los economistas han condenado o contrastado este modo de proceder de las empresas, evidentemente casi siempre achacándolo al orden natural de las cosas.

Tampoco John Maynard Keynes, en otras ocasiones feroz crítico de los hombres de negocios y de las finanzas, sobre el aspecto citado alcanza a expresarse en términos negativos en lo referente a las empresas, considerando negligentes y transitorios los inconvenientes inherentes a la utilización de las nuevas tecnologías y al incremento del beneficio.

Escuchando los cantos de sirena, se abandonó al optimismo, aunque no parece que tuviera mucho más éxito que sus adversarios monetaristas, como parece demostrar este párrafo suyo de 1930: «La desocupación debida al descubrimiento de instrumentos economizadores de mano de obra procede con un ritmo más rápido que el que empleamos en encontrar nuevas tareas para esa misma mano de obra. Pero esta es solo una fase de desequilibrio transitoria. Visto en perspectiva, esto significa que la humanidad está encontrando la solución a sus problemas económicos. Me oiréis afirmar que de aquí a cien años los niveles de vida de los países desarrollados serán de cuatro a ocho veces superiores a los actuales (…) Por lo que llego a la conclusión de que, descartando la eventualidad de guerras e incrementos demográficos excepcionales, el problema económico se puede resolver, o por lo menos ponerse más en vías de solución, en el transcurso de un siglo. Esto significa que el problema no es, si miramos al futuro, el problema permanente de la raza humana».

De buena o mala fe, Keynes parece haber infravalorado el papel y la voracidad de las instituciones del capitalismo moderno, en particular de las empresas de negocios y finanzas, y no contempla que deben ser obligadas por la ley a reducir los horarios de trabajo.

A menos que caigamos en creencias mágico-religiosas, no vemos cómo puede ser posible pensar que con el mero pasar del tiempo la tendencia de las empresas a maximizar los beneficios y a aminorar los costes y en particular en coste del trabajo, pueda convertirse en su contraria.

Evidentemente, la única manera de obligar a la empresa, como a cualquier otro sujeto, a ir contra su propio interés inmediato y a operar a favor de los trabajadores, de los consumidores, del medio ambiente y, a fin de cuentas, del propio interés a largo plazo, consiste en la introducción de obligaciones contractuales con fuerza legal y en vigilar que se respeten de la manera más rigurosa posible.

Francesco Mancini
(Sicilia Libertaria)
Periódico Anarquista Tierra y Libertad, Mayo de 2014
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