¿Revolución integral o decrecimiento?

¿REVOLUCIÓN INTEGRAL O DECRECIMIENTO? CONTROVERSIA CON SERGE LATOUCHE

Félix Rodrigo Mora. Comunicación presentada en:

“Causas y alternativas en la crisis actual” Conferencia/Debate Serge Latouche­Félix Rodrigo Mora ATENEO DE MADRID, C/ PRADO 21 Organiza: FAL (Fundación Anselmo Lorenzo) 20 de Octubre de 2011

“Quien se hace esclavo de los hombres se hace antes esclavo de las cosas”

Epicteto

“El apego al cuerpo y a los bienes terrenales es la pérdida del hombre, la venta de su libertad”

Epicteto

“El que es dado a la frivolidad y a los bienes terrenales es incapaz de amar”

Epicteto

Consumismo

El debate público entre Serge Latouche, creador cualificado de la teoría del decrecimiento, y yo, me invita a poner por escrito lo sustancial de mis posiciones. Éstas no se dirigen tanto a evaluar, ya sea con espíritu coincidente o crítico, lo que aquél argumenta y formula como a investigar la situación real de los problemas considerados para enunciar las adecuadas soluciones, si es que existen y en la medida en que soy capaz de pensarlas. Tal es el contenido de la conferencia­debate, expresado en su título, “Causas y alternativas en la crisis actual”.

Hasta el presente he prestado una atención reducida a la teoría del decrecimiento, por parecerme escaso de objetividad planeada, penetración analítica, adecuación al momento histórico, radicalidad sistémica y espíritu revolucionario. Pero una vez que se acordó realizar la controversia he estudiado bastantes materiales salidos de la pluma de Latouche.

De ahí se ha derivado un entramado de acuerdos y desacuerdos, siendo estos últimos de bastante peso sin que los primeros dejen de ocupar un lugar. En particular me siento solidario con el propósito de superar, aunque a menudo sea sólo de manera parcial o incluso meramente verbal, los planteamientos desarrollistas, consumistas, progresistas y tecnoentusiastas de la izquierda, para el caso de “España” constituida por PSOE, PCE­IU, extrema izquierda y gueto político, haciendo los dos últimos sobre todo de tontos útiles. Tal hace de esa la formación ecocida por antonomasia, aquí y en toda Europa, al continuar persiguiendo con su senil ideario y cansina práctica el reino de Jauja, colmado de megaabundancia material, cosismo maniático y plenitud del estómago, lo que es consustancial a su programa y sistema de disvalores.

La única idea que promueve en el presente la izquierda es la del consumo máximo. Una vida de superconsumo, por lo tanto de devastación ambiental al mayor nivel, bajo la dictadura del Estado y con sometimiento al poder del capital, es todo lo que ofrece a las clases populares. Ahora, cuando la gran crisis múltiple de Occidente pone en entredicho la sociedad de consumo y su fundamento institucional, el Estado de bienestar, la ideología de la izquierda promueve rebeliones de consumidores frustrados y airados, los cuales desean seguir destruyendo la naturaleza y despilfarrando recursos no renovables. Aquéllas son, por lo general, reaccionarias.

Es cierto que Latouche sueña con ganar a la izquierda, tanto como a la derecha, para su política de salvación interclasista e institucional del planeta, pero eso es una ingenuidad (además de un fundamental error). En “España” la izquierda ha hegemonizado la vida política desde el fin del franquismo y ha sido la fuerza principal en la elaboración del intolerable texto político­jurídico que nos oprime, la Constitución de 1978 (digna sucesora en su espíritu liberticida de la de 1812), plena de desvaríos productivistas y desarrollistas, la cual ha instaurado un orden de dictadura, político, económico, académico e ideológico que ha llevado la destrucción medioambiental a cotas máximas y muy alarmantes, de tal manera que nuestros ecosistemas están hoy mucho peor que en 1978.

No puede olvidarse que el sistema vigente, una dictadura constitucional, parlamentarista y partitocrática, es consecuencia en lo esencial del pacto suscrito entre el Estado franquista, representado por el falangista reconvertido Adolfo Suárez, y el Partido Comunista de España (hoy Izquierda Unida) en 1974­1978.

Desde el auto­final del franquismo, en 1978, el capitalismo español, privado y estatal, ha tenido en la izquierda su principal fuerza política, por delante de la derecha. Ha sido la izquierda en el gobierno la que constituyó la gran empresa multinacional española, que es la forma más aflictiva y depredadora de capitalismo, en el periodo 1982­1996. Además, el Estado (ejército, aparatos represivos, poder judicial, régimen carcelario, cuerpos de altos funcionarios, capitalismo estatal, sistema educativo y universitario, poder mediático institucional y sistema sanitario y asistencial), ha sido convertido por ella en “lo público”, o propio de las clases populares, fomentando así una fusión ejército­pueblo no sólo aberrante en lo político e intolerable en lo ético sino además dramática en lo medioambiental, dado que el ejército es la fuerza que, de forma directa e indirecta, más consume (al suyo se ha de calificar de consumo institucional, que es el peor, muy por encima del consumo particular o personal), despilfarra y destruye el medio ambiente, como expongo en “Naturaleza, ruralidad y civilización” y como luego se dirá.

Ha sido la izquierda la que ha incluido de manera definitiva al país en la OTAN, ha enviado al ejército a más de una docena de intervenciones en el exterior, ha incorporado a las mujeres al ejército para hacerlo más poderoso (asunto presentado sin pudor como “emancipador” por el feminismo, en todo a las órdenes del Ministerio de Defensa y del Ministerio del Interior) y la que se dispone a seguir dando pasos en la dirección de alcanzar la total militarización, que es una forma de fascistización, de la vida social. Para ello está obsesionada por crear la forma definitiva de Estado policial, subordinando a leyes la totalidad de la vida social, llenando las cárceles y convirtiendo la tortura en mera rutina.

En el periodo 2004­2011 el gobierno del PSOE ha destruido el país, no sólo en lo económico, al haber promovido un consumismo descomunal, basado en el endeudamiento, la explotación del Tercer Mundo, la constitución de una economía improductiva y parasitaria y la inmolación despiadada del medio natural, sino en todo. Por medio de las diversas religiones políticas y de continuas operaciones de ingeniería social ha creado una sociedad embrutecida, encanallada, desmoralizada, volcada en el culto al tubo digestivo, la dieta hiper­calórica y la obesidad, envilecida y falta de civilidad, una sociedad que ya no es humana.

Ha arrasado de raíz la vida intelectual y cultural, ha expandido en flecha el alcoholismo y la drogadicción, ha enfrentado entre sí a los diversos sectores populares, ha llevado el hedonismo a sus niveles más patéticos, ha aculturado a las masas de manera casi absoluta. En suma ha dado un salto decisivo hacia la destrucción de la esencia concreta humana y en pos de la constitución de una dictadura casi perfecta del Estado y del empresariado.

La izquierda y sus adláteres se han marcado como meta construir desde el poder una infra­sociedad de la mentira, la ignorancia de masas, la barbarie y la deshumanización, de la irresponsabilidad y la infantilización, de los estómagos llenos y las mentes vacías, una especie de gran horda inmoral, brutal y depravada, volcada en el odio a sus semejantes y el culto por las cosas (mercancías), que sólo vive para producir y consumir, esto es, para destruir por partida doble la naturaleza.

No se puede olvidar que fue la extrema izquierda y el gueto político quienes dieron respaldo al PSOE en 2004 haciendo una substancial contribución a que ganase las elecciones. Esa izquierda demagógica, que incluso cita a Marx para falsear su lado revolucionario, que está subvencionada por el PSOE y en todo a su servicio, es la que ahora pretende seguir consumiendo y consumiendo, haciendo de la conservación del Estado de bienestar, creado por el ministro falangista de Franco Jesús Romeo Gorría en 1963 (Ley 193/1963, de 28 de diciembre, sobre Bases de la Seguridad Social), el centro de su línea política. Si fuera consecuente, esa izquierda, en particular PCE­IU que es quien con más arrobo vitorea ese engendro fascista, debería levantar un monumento a la Falange y otro a Franco, por ser los principales creadores del Estado de bienestar en “España”.

El PCE­IU, en tanto que partido de la burguesía de Estado, que medra y prospera a través de la explotación fiscal de los trabajadores sobre todo (además de por la explotación directa de los 2,5 millones de asalariados que trabajan en empresas de capitalismo de Estado) tiene uno de sus principales centros de concentración y acumulación de capital sobre sí mismo en las cajas de ahorro, presentadas como banca “pública”, en cuyos consejos de administración está presente conforme a la legislación vigente. Desde ellos ordena ejecutar los desahucios de quienes habiendo solicitado una hipoteca para adquirir una vivienda no pueden pagarla al mismo tiempo que, sin pudor, agita en la calle la consigna de “movilización de masas contra los desahucios”.

Por otro, en los años de prosperidad ha financiado desde las cajas muchos de los peores atentados medioambientales, desde la urbanización de casi todo el litoral hasta los campos de golf, al mismo tiempo que se une en las elecciones con grupos del más turbio ecologismo de Estado, Iniciativa Per Catalunya Verds, Els Verds País Valencià, Federación Los Verdes y varios otros. Esa es la política de la izquierda: hacer una cosa en las instituciones y decir otra a sus votantes, siempre ansiosos de ser engañados. La mentira es su principal herramienta de trabajo.

La meta última del PCE­IU es convertirse en burguesía de Estado propietaria de la totalidad de la riqueza del país, como lo es en Cuba el Partido Comunista, pues no se contenta con poseer sólo una parte, que es su situación actual. De ahí que toda su política se dirija hacia la estatización completa de la vida social. Similarmente, para aquél el parlamentarismo es sólo un régimen transitorio impuesto por las circunstancias, dado que su objetivo es crear la dictadura de un solo partido, como en la Cuba propiedad de la familia Castro, a la que presenta como modélica. Eso hace del PCE­IU una formación política de extrema derecha, en la modalidad del fascismo de izquierda. Su apología del Estado, al que sin rubor tilda una y otra vez de “lo público”, indica lo que desea, una dictadura total del Estado con PCE­IU como “partido de vanguardia”, según el ejemplo de Corea del Norte.

En definitiva, el izquierdismo es estatolatría. Ahora bien, la estatolatría es militarismo y el militarismo es ecocidio.

Los fundamentos doctrinales del ataque izquierdista al medio natural

Hoy la izquierda suele presentarse con una envoltura verbal “verde”, para hacerse atractiva en lo electoral, en un intento de ocultar su esencia destructora, medioambientalmente nihilista, pues consumir es destruir. Incluso se presenta como ecologista en algún asunto puntual, las nucleares por ejemplo, para mejor poder continuar con su política de devastación en todos los demás. Tales fullerías son habituales en el izquierdismo que abomina de la moral y sigue a Maquiavelo y Nietzsche, ideólogos del totalitarismo estatal.

Esto exige recordar sus cimientos teoréticos.

Para aquél la índole última de la historia, de la vida social y de la condición humana está en la economía. Lo determinante es la producción, distribución y consumo. Todo depende de esto y todo se realiza a través de esto1. La supuesta liberación de los oprimidos es consecuencia de la progresión de la base material de la sociedad, del desarrollo constante de las fuerzas productivas, es decir, del crecimiento ilimitado de los instrumentos de producción (sobre todo, en la forma de gran industria, tecnología y servicios), del transporte, la tecnología, las ciudades y áreas industriales.

El bien más codiciado es, pues, el crecimiento cuantitativo y cualitativo de la producción, y el ascenso en flecha del consumo. Crecer más y más para tener más y más abundancia material es el meollo de la concepción izquierdista, que coincide al completo con el proceso de acumulación capitalista. Las diversas etapas de la pretendida evolución de la humanidad, el socialismo y el comunismo, son en lo principal fases de desarrollo ascendente de las fuerzas productivas, en particular, como se dijo, de la gran industria, la agricultura tecnificada y quimizada, las infraestructuras y la tecnología en general. Eso equivale a decir que el comunismo, tal como lo entiende aquélla, es una formación social de un productivismo máximo y un consumismo superlativo, por tanto de una devastación total de la naturaleza.

En “Crítica del Programa de Gotha”, 1875, Carlos Marx presenta como la meta histórica más deseable que “crezcan las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva”. Ya Simone Weil adujo que no es posible pues el planeta como realidad física es finito. Cierto. Pero además no es deseable. El bien humano y la realización de nuestra esencia dependen de lo contrario, de la pobreza decorosa y la escasez suficiente admitidas por convicción interior, de alcanzar la independencia respecto a las cosas y a la riqueza, del desarrollo continuado de las cualidades y atributos del espíritu con indiferencia frente a los bienes materiales, que sólo son imprescindibles a la vida humana en pequeñas cantidades. Marx se limita a reproducir en esto la concepción del mundo propia de la burguesía, que lleva al proletariado, al que destruye así como fuerza potencialmente anti­burguesa.

Las desventuradas realizaciones de la distopía izquierdista, la Unión Soviética ayer y Cuba, Venezuela, China o Corea del Norte hoy, se caracterizan por sacrificar el medio ambiente a las exigencias del crecimiento económico. La burguesía de Estado de esas formaciones sociales trata a la naturaleza con mayor desprecio y enseñamiento, si cabe, que la burguesía privada occidental. Lo mismo en Brasil, desde hace años gobernada por el izquierdista PT (Partido de los Trabajadores); en el régimen pseudo­indigenista, estatolátrico y racista anti­blanco de Evo Morales en Bolivia, dedicado ahora a dar un uso devastador a la selva y a sus pobladores tras años de estomagante retórica supuestamente a favor de la Pachamama (Madre Tierra); en Venezuela con el gobierno del hiper­desarrollista, como buen militar, teniente coronel Chavez y en todos los países en los que la izquierda posee el poder del Estado o del gobierno.

En China, bajo la dirección totalitaria del Partido Comunista y sobre la base de la propiedad “colectiva” (estatal) de una parte decisiva de los medios de producción, un industrialismo desenfrenado está creando problemas medioambientales muy numerosos y en extremo graves. En el exterior, sobre todo en África y Latinoamérica, las empresas multinacionales chinas están destruyendo bosques, arruinando cursos de agua, contaminado suelos, agotando los recursos y, además, tratando a la mano de obra local como esclava, valiéndose incluso de castigos corporales. Cuando sólo cuenta el crecimiento económico se instaura la peor forma de tiranía y barbarie.

El capitalismo chino, impuesto por el Partido Comunista de China, es el más brutal y salvaje de todos, un hiper­capitalismo que en apenas nada sustantivo se diferencia del promovido por el nazismo. Toda la izquierda comparte esa ideología y la aplica en cuanto la correlación de fuerzas le es favorable. La izquierda es la enemiga fundamental del medio ambiente, de la revolución, de la libertad (de conciencia, política y civil), de la civilización y de la esencia concreta humana.

En su lunática devoción por el desarrollo y el consumo, el progresismo y el izquierdismo coinciden, como se ha dicho, con el fascismo. En efecto, fue el régimen del general Franco quien industrializó “España”; hizo desaparecer la sociedad rural tradicional; concentró la población en las ciudades; liquidó a gran escala el bosque ancestral para sustituirlo por hórridas plantaciones de pinos, chopos y eucaliptos, generalizó el uso de productos de síntesis química en los cultivos; expandió la aridificación, desertificación y sequía estival con la agricultura tecnificada; inició la destrucción de las áreas costeras, sacrificadas a la industria turística; motorizó la movilidad social; implantó la sociedad de consumo de masas; fundó el Estado de bienestar y popularizó la tecnología, sobre todo por medio de la intervención estatal. Dicho de otro modo, fue el fascismo quien ha realizado lo axial del programa de la izquierda. Sus resultados a la vista están.

Ello es así porque franquismo e izquierda, en esencia, tienen la misma ideología, como se manifiesta en los regímenes de extrema derecha hoy existentes en Cuba (fue el burdel de EEUU con Batista y es el burdel de la UE con Fidel), China, Corea del Norte y demás expresiones del “paraíso socialista”, los cuales en su ordenamiento jurídico­político sólo en la terminología se diferencian del franquismo.

Nada más vergonzoso en el presente que la encendida apología del Estado de bienestar, estatuido por el régimen de Franco en 1963, que está haciendo toda la izquierda. Como veterano de la lucha antifranquista y víctima del terror fascista no puedo admitir esa rehabilitación de facto del franquismo que hace ahora toda la izquierda, al loar una de las más substanciales realizaciones de Franco y Falange, el Estado de bienestar, al que se atreven a presentar, en el colmo de la desvergüenza, como una “conquista” de los trabajadores cuando fue una imposición más del Estado franquista a las clases asalariadas2. Es, además, uno de los instrumentos más activos para promover el consumo y el despilfarro en beneficio de la industria química y farmacéutica, que acumula aceleradamente capital al mismo tiempo que contamina a descomunal escala.

La ideología desarrollista propia de la izquierda lo sacrifica todo a la producción y a su correlato, el consumo: el ser humano en tanto que humano, el medio ambiente, la voluntad de verdad, los valores, la sensibilidad estética, la idea de bien y virtud, la convivencia y, por supuesto, la libertad, que es el bien (inmaterial) más necesario. Pero por encima de todo fomenta la aniquilación de la esencia concreta humana y se opone a la revolución integral. De ella dimana el colapso de los ecosistemas, la dictadura total, la incivilidad de masas, la imposición del individuo­nada y la barbarie institucionalizada.

Un caso bien visible de lo expuesto es el actuar de los ayuntamientos en poder del PCE­IU. Se caracterizan por cometer los peores excesos contra el medio ambiente, desde la apertura de canteras a la destrucción de lo poquísimo que queda del bosque autóctono, desde el establecimiento de todo tipo de industrias a la construcción de las infraestructuras más ominosas. Con tal de promover el desarrollismo y cobrar más impuestos hacen lo que sea. Al ser burguesía de Estado el incremento del poder del Estado es su principal garantía de medro y prosperidad.

Latouche se equivoca al considerar que su programa de decrecimiento obliga a una alianza con la izquierda, dado que ésta nunca renunciará a ser lo que es, el partido del estómago, de la negación de la libertad, de la más ciega veneración por el Estado (por tanto, por el ejército y la policía) y de la agresión al medioambiente. Es más razonable considerar al izquierdismo como adversario sustantivo, buscando su arrinconamiento por medio de la lucha política y la crítica3.

Eso es hoy hacedero dado que la izquierda está en declive, falta de ideas y de discurso, desacreditada tras muchos años de enormidades y tropelías, con los países a ella sometidos en grave crisis de una u otra naturaleza, falta de cerebros, muy envejecida y repudiada por amplios sectores de las nuevas generaciones. Su único programa hoy es mantener hasta donde pueda, por medio del crédito y el endeudamiento (esto es, por la sobreexplotación del Tercer Mundo y la profundización de la ruina medioambiental), la sociedad de consumo y el Estado de bienestar.

Ahora es posible liberar a Europa de esa ideología aciaga abriendo una etapa de renovación intelectual, política, convivencial, moral, estética y medioambiental, que podría desembocar en una gran revolución integral, iniciándose así una fase nueva y magnífica en nuestra historia, como sociedad, como axiología, como calidad de los seres humanos y como naturaleza.

La izquierda, toda ella, es la expresión más acabada de la derecha. Por eso: ni izquierda ni derecha, revolución integral. O lo que viene a ser lo mismo, ni Estado ni capitalismo, ni crecimiento ni decrecimiento: revolución integral.

Un enunciado de la avidez ilimitada por el consumo de masas a gran escala es el título, tanto como el contenido, del libro de Vicenç Navarro “Bienestar insuficiente, democracia incompleta”, 2002. A este autor, próximo al PSOE y al Partido Demócrata de EEUU, el terrorífico bienestar material existente sobre todo desde 1994 hasta 2008, pura barbarie de un populacho aferrado al “pan y circo” que renuncia a ser humano para poder consumir más y más, ¡le parece “insuficiente”! Es imposible una perfidia mayor. Además, el parlamentarismo (que denomina “democracia”) le resulta “incompleto”, porque no acaba de favorecer el consumir sin límites. En efecto, las reformas políticas que propone el izquierdismo no tienen más meta que maximizar el contexto institucional del consumo de mercancías tanto como el de servicios, la mayoría otorgados por el Estado de bienestar.

Parece que Navarro no se detiene a observar nuestros páramos yermos y sin árboles, que aterran por su aridez, desolación, sequedad y desnudez, los campos devastados por los fitotóxicos, los ríos convertidos en cloacas, el aire envenenado de las ciudades, las costas hormigonadas, la biodiversidad desmoronada, el poco arbolado que sobrevive enfermo, la sequia estival cada año más grave, el afeamiento radical del paisaje, la omnipresente suciedad (vómitos, escombros, vertederos), las nuevas generaciones trituradas por los disruptores hormonales, los aditivos tóxicos, la comida basura e Internet. A este autor, como buen izquierdista, sólo le interesa una cosa: consumir de manera reduplicada, o dicho de otro modo, desarrollar las fuerzas productivas. Tiene su dios particular y a él sacrifica el medio ambiente a la vez que a los seres humanos, la libertad, la espiritualidad y los fundamentos mismos de lo humano.

Para Navarro la persona es una criatura que devora, un estómago insaciable, no un ser humano. Eso se pone de manifiesto en otro de sus libros ”El Estado de bienestar en España”, 2004, un ejercicio de engaño y manipulación de naturaleza neo­franquista, dirigido a un objetivo, fomentar el consumo a través de crear un hiper­Estado paternalista, ultradespótico y “protector” que reduzca al pueblo a una mera y lastimosa nada ya de forma definitiva. Aquél, como todos los jerarcas del izquierdismo, defiende sus intereses en tanto que sector integrante de la burguesía de Estado, que medra en proporción a la expansión y robustecimiento del ente estatal, a costa del pueblo y del medio ambiente.

Para que las y los prebostes del izquierdismo tengan un poder creciente en el Estado la naturaleza toda ha de ser destruida. Su idea del mundo surge de

T. Hobbes, el gran estatólatra, para el cual la vida humana debe ser “casi exclusivamente… una perpetua pugna por conseguir honor, riqueza y autoridad”. En ese sistema de ideas los recursos naturales son elementos físicos para conseguir más poder político, militar, ideológico y económico, de ahí que se haga un uso devastador de ellos.

Más penoso es aún si cabe el libro de V. Navarro “El subdesarrollo social de España. Causas y consecuencias”, 2006. Hay que tener cara dura para hablar ¡en 2006!, ¡en plena bacanal de ultra­consumo de masas!, de “subdesarrollo social”. Dejando de lado toda racionalidad, Navarro se lanza a especular sobre que el Estado, en la forma de Estado de bienestar, ha de alcanzar un poder máximo sobre el pueblo a fin de que éste se haga populacho sobre­dominado. Para ello hace comparaciones arbitrarias entre “España” y los países con un Estado de bienestar más agresivo y totalitario ignorando las diferencias estructurales. Aquél, vinculado al imperialismo norteamericano y a la alevosa socialdemocracia sueca, es un agente intelectual del Estado y del capitalismo de primera magnitud, lo que no impide que la extrema izquierda sin cerebro le cite con unción en sus ramplones panfletos.

Una cuestión última. La ciega fe de Navarro en el Estado de bienestar produce nauseas, lo que le impide fijarse en un dato estremecedor. Dado que el “sistema público de salud” es, entre otras cosas negativas, una institución dirigida a maximizar el consumo de medicamentos y tratamientos, a costa de la salud y el bolsillo del pueblo trabajador (éste, no los empresarios, no el Estado, es quien en definitiva financia el montaje, como demuestro en “El giro estatolátrico”), tenemos que las medicinas prescritas e ingeridas, al ser eliminadas por la orina y las heces, llegan a las aguas superficiales y las contaminan gravemente, lo que se manifiesta en el declive de la flora y fauna acuáticas, fenómeno tremendo del cual es concausa. Esa es la medicina estatal en vigor desde que Franco la crease, un procedimiento para: 1) acumular capital en la industria química y farmacéutica, 2) expoliar al pueblo, 3) envenenar a las gentes con tratamientos en la mayoría de los casos innecesarios y contraproducentes, 4) devastar aún más el medio natural, 5) reducir a las personas a estados todavía mayores de dependencia, pasividad, irresponsabilidad, insociabilidad, amoralidad y entontecimiento, 6) robustecer al Estado y, con ello, al capitalismo.

Dado que Latouche da respaldo al Estado de bienestar la crítica anterior se hace extensiva a sus escritos.

El libro de Latouche “Sobrevivir al desarrollo” es una fábula para adultos inmaduros que falta al respeto a la inteligencia del lector o lectora por la elementalidad con que expone “la construcción de una sociedad alternativa”. ¿Es necesario explotar de ese modo el infantilismo de las multitudes manejadas desde la cuna a la tumba por los poderes constituidos?, ¿es ético fabricar para ellas un cuento de hadas tan simplón, fácil, vacío y manipulativo? En él se ofrece todo, literalmente todo, vale decir, el paraíso realizado en su versión progresista e izquierdista: bienestar, felicidad, justicia social, equidad intergeneracional, un mundo sano, bienes relacionales, salvar el planeta y, por supuesto, decrecimiento, gran paquete que ha de ser obtenido a precio de saldo, casi sin esfuerzo ni lucha, como si fuera un producto más de las rebajas de unos grandes almacenes. Tal certifica que Latouche está dentro de la ideología de la sociedad de consumo y no fuera de ella. Y que es un político profesional más, un mercader de palabras que lo promete todo a la caza de votos.

Los grandes problemas medioambientales hoy

Lo que más llama la atención en los ideólogos del decrecimiento es la simplificación y banalización, cuando no el escamoteo y la ocultación, a que someten en sus textos a la situación del medioambiente. Ésta, sin duda, es mucho más grave y dramática, mucho más preocupante y llena de amplias zonas de sombra e incertidumbre. Podría decirse que proporcionan una visión “amable” y “abreviada”, aceptable por el poder constituido, en definitiva, de esta cuestión. Basta con consultar, pongamos por caso, mi libro “Naturaleza, ruralidad y civilización”, o una obra ya clásica, “Algo nuevo bajo el sol”, de J.R. McNeill, para observarlo. Eso no impide a los decrecentistas entregarse de forma paralela a verbalizaciones catastrofistas e incluso apocalípticas, hoy tan de moda, las cuales no son de recibo pues la objetividad y la verdad han de estar por encima de todo4.

Pero, si una catástrofe medioambiental está en puertas, ¿cómo es que ofrecen remedios tan descoloridos y vacíos, tan insustanciales e institucionales?

Todo eso se desprende de la estrategia misma, conciliadora, tacticista, pragmática, timorata, gris, institucionalista y no­revolucionaria, del programa decrecentista, como luego se dirá.

No se encuentra en Latouche un estudio digno de tal nombre del declive de los suelos agrícolas en todo el mundo5, sobre todo en el sur de Europa, a pesar de que tiene cerca los trabajos de C. Bourguignon. Nada dice sobre un asunto inseparable del desarrollo de la gran industria metalúrgica y química, la contaminación por metales pesados de las tierras agrícolas y no agrícolas, materia que trato con considerable extensión en mi libro antedicho. Los fenómenos, tan aterradores, de desestructuración de los suelos, erosión, pérdida de materia orgánica, decaimiento de los bosques autóctonos, perturbación del régimen de lluvias, sequia estival en ascenso, cambio climático y desertificación tampoco aparecen, salvo de pasada, a pesar de lo mucho que editan y disertan los teoréticos del decrecimiento. Las ningunean porque tales nocividades no pueden resolverse en el marco de la sociedad actual, sin revolución integral pensada y realizada conforme a las exigencias histórico­concretas del siglo XXI. Tampoco se halla nada consistente en concreto, diferenciado del programa institucional, sobre el cambio climático, fenómeno mucho más complejo de lo que se suele admitir.

En los 8 principios de Latouche, o retahíla de las palabras mágicas que todo lo remedian y que comienzan por “R”, “rehabilitar, reinventar, ralentizar, restituir, reponer, recomprar, reembolsar, renunciar”, falta, al menos, una, “reforestar”. Y otra más, que no comienza por esa letra pero es decisiva, “verdad”. Verdad, por tanto, sentido de la realidad, es lo que no se encuentra en la obra de Latouche.

Tampoco hay formulaciones consistentes sobre la agricultura ecológica, a la que da respaldo. Hasta ahora es el “remedio” institucional, empresarial y sobre todo estatal, a los desastres provocados por la agricultura convencional. Es cierto que, una vez que aquélla se ha convertido en un suculento negocio vinculado a las grandes superficies de las megalópolis, su prestigio como solución “radical” ha caído en picado6. En mis escritos explico lo que es con voluntad de rigor, calificándola de agricultura neo­química, negando que sus productos estén libres de tóxicos, que proteja y conserve los suelos agrícolas, que favorezca la flora y fauna silvestre y que sea una forma actualizada de la agricultura tradicional, esto último una ofensa para quienes practicaron y aún practican ese tipo de agricultura.

Latouche advierte que “comprar productos biológicos está bien”, ¿en las grandes superficies, como cada día es más común en las ciudades? En una sociedad libre y restaurada en lo medioambiental, sin Estado ni clase empresarial, los alimentos básicos han de ser sobre todo auto­producidos en huertos comunales y particulares, e intercambiados, pero no comprados. La agricultura del futuro tiene que ser la popular, no la ecológica ni la convencional. Aquí se pone en evidencia.

Apenas he hallado referencias a la reducción de la capa de ozono, otro asunto de una gravedad enorme para cuyo tratamiento de nada han servido los acuerdos internacionales (entre Estados), tan apreciados por los decrecentistas, pues casi año tras año el porcentaje que de ella desaparece es mayor, por desgraciada. Estamos ante una manifestación bien expresiva de que la propuesta decrecentista, cuyo meollo es la unidad entre opresores y oprimidos en el interior de cada país, y del conjunto de los Estados a nivel planetario, para “salvar el planeta” como meta única y excluyente, es medioambientalmente inefectiva y nula, además de inasumible en lo político por quienes tenemos como meta una revolución popular integral.

La contaminación del aire, las aguas y los suelos por sustancias de la industria química, farmacéutica y médica con capacidad de provocar un impacto notable en los seres vivos, los denominados disruptores hormonales, tampoco merece la atención del decrecentismo militante, a pesar de su extrema peligrosidad. Me bastará con remitir al libro fundamental en esta materia “Nuestro futuro robado ¿Amenazan las sustancias químicas sintéticas nuestra fertilidad, inteligencia y supervivencia?”, T. Colborn et allii, para que el lector o lectora tome conciencia de la gravedad de esta cuestión.

Quien dice industria química (y gran industria de los metales), en realidad está diciendo ejército. La función del aparato militar es decisiva en ello, y a él se han de atribuir en última instancia los desarrollos continuados de aquéllas. Pero Latouche, siguiendo en esto al ecologismo de Estado (el único que existe hoy, dejando a un lado unas pocas pero muy honrosas excepciones, a las que mando mi apoyo y admiración), guarda al respecto un prudente silencio, que sólo se rompe para colocar alguna frase de rancio sabor pacifista, tan inoperante como insincera.

Su propuesta es fundar una sociedad del decrecimiento con aparato militar (y policial) incluido, el actual, que seguiría entregado a lo que es una de sus funciones inherentes, hacer crecer la gran industria y la tecnología para dotarse de medios de inteligencia, intervención y combate cada vez más letales, lo que equivale a devastar el medio de un modo progresivo e implacable.

El mundo contemporáneo, tal como ha salido de procesos de trituración de lo humano, liquidación de los factores de la civilización, progresión en flecha de la dictadura político­económica existente y devastación del medio natural tan notables como la revolución francesa o la revolución liberal española (sustentada en la criminal Constitución de 1812), se asienta en la competencia entre aparatos estatales, en el conflicto permanente, en ocasiones pacífico pero en otras armado, entre Estados7. Esa competencia sólo conoce dos momentos, el de paz, que es preparación para la guerra, y el de conflicto abierto, que es guerra efectivamente realizada.

En el primero, el rearme y la militarización demandan una primacía del crecimiento económico para que el Estado (que en definitiva es el ejército) logre el máximo de ingresos monetarios por vía tributaria, y tenga a su servicio una gran industria lo más desarrollada posible, estatal y privada, en lo tecnológico y productivo, capaz de proporcionar las armas y equipo imprescindibles a aquél.

Se ha de recordar que entre el 50% y el 70% de los científicos y técnicos del mundo trabajan directa o indirectamente para los ejércitos y cuerpos de policía, para los Estados pues, no para la empresa multinacional como suele creerse. Por tanto la gran industria, la tecnología y sus devastadores efectos sobre el medioambiente son en primer lugar un asunto relacionado con el aparato militar. Eso es hoy aún más verdadero, puesto que EEUU y China se están rearmando para librar la que, de no ser evitada por la acción de los pueblos, será la IV Guerra Mundial.

El enfoque institucional, en consecuencia fácil, lúdico y simplificador, que ofrece Latouche tiene en su “olvido” de la cuestión militar (dentro de su estupefaciente “olvido” del Estado, ¡nada menos!, desmemoria propia de toda la socialdemocracia), esto es, de la relación entre el aparato castrense y lo peor de la devastación medioambiental, uno de sus componentes definitorios. Tal es negarse a ver una parte decisiva de la realidad, ceguera voluntaria imprescindible para que resulte creíble la blanda, fácil, conformista y descansada estrategia decrecentista, un autoengaño como tantos en que ha incurrido la humanidad a lo largo de su historia, por temer a la realidad y por no soportar la verdad, en definitiva, por falta de fuerza interior y reciedumbre psíquica.

No querer ver lo que es, huir de lo que existe y está ahí, nos agrade o no, impide encontrar soluciones. El engaño a sí mismo está entre las peores formas de agresión a uno mismo. Podemos “soñar”, según nos exige Latouche, pero eso no eliminará la siempre compleja y dura, tensa y difícil, realidad. Como dice el aforismo, “los caminos fáciles no llevan lejos”. Aplicado a la teoría del decrecimiento nos indica cuál es su real utilidad: nada.

La lucha antidesarrollista en su meollo último es una brega para denunciar los aparatos militares, con la perspectiva estratégica de su total eliminación.

La tecnología, en su génesis, desarrollo y difusión, está en íntima relación con los ejércitos. Ha sido así desde siempre y lo es mucho más ahora. La visión economicista de aquélla, que la hace sobre todo un medio de la clase empresarial para incrementar los rendimientos y mejorar los quehaceres productivos es errónea. Tres son las misiones sustantivas de la tecnología: 1) servir al aparato militar, 2) ampliar la capacidad de los cuerpos policiales y funcionariales para controlar y reprimir a las clases populares, 3) multiplicar el poder adoctrinador y manipulador de las mentes y las conductas que realizan las elites del poder, en particular a través del sistema educativo, académico y mediático. Sólo en cuarto lugar pueden situarse sus prestaciones económicas.

Ahora ello se está manifestando en los hechos, pues el declive económico de Occidente, ya irremediable, acontece a pesar de su incontestable dominio de la tecnología más vanguardista. Esto le hace, en efecto, hegemónico en lo militar pero no le está preservando, más bien al contrario, de la decadencia económica y la desintegración como gran potencia planetaria.

Que el decrecentismo apenas nada coherente, no demagógico y creíble, tenga que exponer sobre la tecnología, un factor de destrucción medioambiental colosal (además de aniquilación de lo humano en lo somático y, más aún, en lo espiritual, Internet sin ir más lejos), evidencia su verdadera naturaleza.

Otro gran vacío en los escritos de Latouche es la ausencia de crítica a la ciudad, a la gran urbe, a la megalópolis. Lo cierto es que admiten y promueven la existencia de la ciudad. Esto es bastante inquietante, además de incomprensible, dado que en ella habita en torno al 75%, e incluso más, de la población en los países desarrollados. La ciudad es incompatible con un medio natural restaurado. Emerge por causa de la existencia misma del Estado, que la construye como el espacio donde desplegarse físicamente para dominar al pueblo y saquear las áreas rurales. Es, por su propia naturaleza, super­contaminante, como es bien conocido, e hiper­despilfarradora de agua, energía, alimentos, tiempo de trabajo, materias primas y otros bienes básicos.

Al provocar el abandono de los campos a la agricultura tecnificada y a la ganadería industrial degrada los ecosistemas del pasado inmediato, incluidos los bosques, que necesitan de labores regulares, realizadas al modo tradicional, para mantenerse, lo que tiene como pre­condición una población rural numerosa. Enfermedades devastadoras de los quercus (¿qué será de Iberia sin encinas ni robles ni alcornoques ni quejigos ni coscojas?), como “la seca”, es probable que tenga una parte de su etiología en esta cuestión8.

El efecto depresor de la ciudad sobre la biodiversidad no puede ser dejado de lado. Finalmente, la agricultura mecanizada y quimizada existe para alimentar a las megalópolis con lo cosechado en campos dañados por los tóxicos, los transgénicos, la maquinaria pesada, el monocultivo, el regadío forzado, el productivismo, el mercantilismo, el intervencionismo estatal y el resto de las nocividades. Por tanto, admitir la existencia de las ciudades es dar el visto bueno a ese tipo de agricultura, lo que equivale a negarse a toda transformación mejorante del medio natural.

Ya hace años definí mi posición al respecto en la declaración “Por una sociedad desurbanizada y desindustrializada”, que es bastante detallada e incluye un programa de once puntos. A ella remito a quien desee profundizar9.

Pero no es solo que Latouche “olvide” la ciudad sino que la otorga legitimidad y defiende su continuidad. Para ello se sirve de ciertas piruetas verbales demagógicas, con neologismos como “ecópolis” y “ecociudad”, propios de la neolengua del Gran Hermano. En vano, por su naturaleza la ciudad es incompatible con la recuperación del medio natural. Tales vocablos, engañadores y fuleros, muestran que su autor se sitúa al lado del orden constituido, que hace suyo el programa estratégico del Estado y del capital para el medioambiente. Su apología de la ciudad y, en consecuencia, su condena de facto de lo rural, crea una contradicción antagónica entre mi ideario y la teorética del decrecimiento, una nueva forma de urbanofilia “verde”, mendaz, inicua y devastadora.

Mi criterio es que una significativa línea de avance hacia una nueva humanidad está en las gentes, colectivos e individuos, que abandonan la ciudad para volver a poblar el medio rural, con recuperación actualizada de saberes, paisajes, relaciones y valores, tarea dura y sacrificada pero sustantiva.

Tampoco se muestra Latouche locuaz sobre la defensa de los bienes comunales aún existentes, los que han logrado escapar al proceso de privatización forzosa, puesto en marcha en los siglos XVIII­XIX por el Estado ilustrado y luego por su heredero, el liberal­constitucional. Al respecto hay mucho que hacer, desde investigar y reflexionar a movilizarse. En mis libros es un tema bastante tratado, así como en artículos10 y otros materiales. En “Francia” fue la revolución francesa, creación de un ente estatal hiper­despótico, quien destruyó casi del todo el comunal, aplastando con métodos criminales y genocidas las diversas resistencias campesinas a las que, además, se sigue calumniando, al etiquetarlas de “retrógradas”, “clericales” y “feudales”, mientras a sus verdugos se les presenta como emancipadores del género humano, en las escuelas estatales (“públicas” dicen los agentes del Estado), por los profesores­funcionarios.

La carnicería llevada a cabo por las tropas republicanas en la región de La Vandée, a partir de 1793, es una de las peores atrocidades de que se tiene memoria, con cerca de 200.000 personas del medio rural asesinadas, por negarse a obedecer las órdenes de la Urbe despótica, parasitaria, corrompida y devastadora, París. Así se implantó la modernidad, el progreso y “los derechos del hombre y el ciudadano”, por citar sólo los más bufos lugares comunes de que se vale la propaganda del Estado para, tras exterminarlas, demonizar a sus víctimas. No es necesario añadir que de ahí salió un orden de cosas letal para el medioambiente.

Dado que el comunal es no sólo propiedad colectiva sino también sistemas de ayuda mutua, formas asamblearias de autogobierno, sabiduría ancestral de tipo experiencial, formas hermanadas de convivencia y relación, música y oralidad, cultura y arte, fiesta y regocijo, ausencia de sexismo de un tipo u otro, relación no destructiva con la naturaleza, ahorro de recursos y formas de hacer el trabajo productivo no aniquiladoras del ser humano, en tanto que humano (esto es, como realidad en primer lugar espiritual), su defensa se convierte en un complemento necesario para la restauración del medio natural.

En particular, la ancestral institución del concejo abierto11 , que con su propia existencia es una negación magnífica de toda forma de parlamentarismo, de dictadura constitucional, partitocrática y parlamentaria, monárquica o republicana, de derechas o de izquierdas, es un legado maravilloso que nos deja la sociedad rural popular. En ella se une tradición y revolución, mostrando lo que ha sido aunque hoy no es pero mañana será, pues la revolución integral por realizar supone un orden político fundamentado exclusivamente en una red que abarque todo el cuerpo social de asambleas omnisoberanas, sin instituciones políticas (Estado) ni económicas (empresa capitalista), ambas ilegítimas por liberticidas y tiránicas, sólo con las gentes del común gobernando sus propias vidas y ayudándose de forma desinteresada las unas a las otras.

Me pesa decir que mi posición ante esta cuestión difiere de manera antagónica de la de Serge Latouche, que en esto se une a las muy poderosas tendencias de la ultimísima modernidad que buscan aculturar a los pueblos europeos, convirtiéndolos en un gran tropel de seres sin historia, avergonzados de sí mismos, llenos de sentimientos de culpa y auto­odio, desconocedores, por desprecio inducido hacia sí, de su pasado12. No. Los pueblos sin memoria, sin cultura propia, sin una historiografía centrada en lo positivo y sin autoestima son grandes rebaños de esclavos.

El lado admisible, por civilizador y revolucionario, de la cultura occidental es imprescindible para realizar una revolución integral, la única vía posible hacia la recuperación de la plenitud, sublimidad, grandeza y belleza de la naturaleza.

Se podría seguir poniendo objeciones concretas al decrecimiento, mostrando los asuntos medioambientalmente sustantivos que no trata, maltrata o a apenas se refiere, que son muchísimos. Pero para no alargar el texto terminaremos aquí.

¿Hacia un apocalipsis medioambiental?

En la obra de S. Latouche se da una ambigüedad e indefinición, al parecer calculada, sobre cuál va a ser la evolución más probable de las nocividades que sufre el medio natural. Entre líneas se encuentra en ella el conocido catastrofismo ecologista que lleva decenios anunciando el final próximo de la vida sobre el planeta por destrucción de sus principales ecosistemas. Pero es cierto que tales formulaciones no aparecen claramente expuestas en su obra.

Lo que parece legítimo deducir, aunque tampoco lo expresa en su literalidad, es que enuncia una política de “unión nacional” y “unión planetaria” para hacer frente al gran problema común a toda la humanidad, según su criterio, el colapso medioambiental, la única cuestión que, según él, debería preocuparnos.

Esto hace del decrecimiento un catastrofismo más, junto a las tesis sobre el inmediato fin del petróleo, que nos devolvería en un periquete a la sociedad preindustrial, asunto gravísimo al parecer, o acerca de una crisis económica inminente, definitiva e irreversible que, según se anuncia, hundirá a la humanidad en la pobreza más desolada. El sensacionalismo vende, el amarillismo atrae la atención de las multitudes apáticas y sin cerebro de la modernidad, y el atractivo del dinero y fama que eso proporciona suele dejar poco espacio a los análisis sobrios y objetivos.

Lo que se extrae de los enunciados de Latouche en el terreno de la política básica es: 1) ha de cesar el conflicto entre dominadores y dominados, entre patronos y asalariados, para, todos unidos, poner manos a la obra en las tareas de la redención medioambiental, 2) esa “Unión Sagrada” se tiene que hacer conforme a las estructuras vigentes, esto es, los sometidos han de admitir la jefatura de sus opresores, 3) hay que renunciar a todo lo que no sea cosa medioambiental, como hace él, lo que es un reduccionismo mutilador. Nada pues de luchas por la libertad, contra el Estado policial y el aparato militar, nada que distraiga del único problema sustantivo que tiene la humanidad, el próximo colapso de los ecosistemas.

Si se observa, en la estructura de sus formulaciones Latouche reproduce los esquemas de que se vale el nacionalismo burgués. Al declarar que “la patria está en peligro” a causa de un enemigo exterior preconiza la unión de todas las clases y fuerzas contra la potencia agresora. Ahora el mal es medioambiental, el planeta agoniza, no hay tiempo para controversias ni para divisiones: debemos unirnos y abrazarnos por encima de cuestiones “menores”, como la opresión y la libertad, para encarar el novísimo peligro, cada cual en su lugar “natural”: los que mandan arriba y los que obedecen abajo.

De ahí que utilice un “nosotros” de sorprendente sonoridad. Según él “todos” estamos contribuyendo al desastre entre líneas sugerido. Pero en las sociedades actuales, en las que no hay libertad política; en las que las elecciones no son libres porque no existe libertad de conciencia; en que el parlamento no es el centro de poder sino la hoja de parra que malamente oculta a los verdaderos poderes; en que éstos no son elegidos sino que están ahí: el ejército, las policías, el poder judicial, el aparato académico, la casta intelectual y estetocrática, la oligarquía financiera, las viejas y nuevas religiones institucionalizadas; en la que los partidos, lejos de ser el cauce para la participación política de las masas, son sólo una forma de impedir ésta, no es legítimo porque no es realista, ese uso del “nosotros”.

Lo que acaece en todos los ámbitos de la vida social, e incluso personal, lo deciden las elites del poder, no las clases populares. Ellas son las responsables de los problemas medioambientales. El pueblo es también responsable y culpable, pues hay que repudiar el devastador victimismo autocomplaciente y narcisista de la izquierda. Culpable de no pensar y no luchar más, de no resistir más, de no negarse al consumo, de contentarse con el bienestar material, de dejarse reducir a un aparato digestivo, de no apreciar la rectitud moral, de confiar aún en la ideología izquierdista. De llevar una vida de esclavos “felices”, en definitiva de cerdos. Cierto. Pero a fin de cuentas la responsabilidad del Estado­capital y del pueblo en la crisis de los ecosistemas es diferente en lo cualitativo y cuantitativo. Aquél es el culpable fundamental, y debe hacerse desaparecer; éste es el responsable secundario, y debe auto­educarse.

La recuperación medioambiental no puede realizarse con las elites sino contra las elites.

Ésta es una diferencia sustantiva entre lo que preconiza Latouche y lo que cualquier persona sensata concluiría, a la vista de la realidad. Lo que propone no es realista, al estar mediatizado por el dogma medular de su autor, a saber, lograr una recuperación del medio natural sin transformación cualitativa de la sociedad, de los seres humanos y del orden de los valores y la cosmovisión, esto es, sin una revolución integral, por medio de una estrategia de unión de dominadores y dominados, de la que saldría un bloque “salvador” del planeta, el formado por el terceto Estado­Pueblo­Capital.

Cuando Latouche proclama que “el decrecimiento… está forzosamente contra el capitalismo” falta a la verdad. Es sólo una frase para quedar bien ante ciertos sectores, los más radicales, dado que su estrategia es la de realizar la triple unión anunciada. No hay en sus obras ni la más mínima referencia a cuál sería esa sociedad sin capitalismo que preconiza a la vez que una y otra vez se manifiesta partidario del actual orden social tras haber realizado en él algunas transformaciones superficiales y cosméticas. Embaucar y hacer demagogia populista no es correcto. A la luz de todo ello parece cierto que el decrecimiento es una forma de populismo ambientalista.

Es más, sólo unas líneas más abajo explica un elemento medular de su programa, cargar con “fuertes imposiciones” al capitalismo, lo que significa, 1) que aún muy gravado permanece, 2) que quien ha de hacer tal en una sociedad como la actual no puede ser otro que el Estado, pero dado que éste es la matriz misma del capitalismo, su apología es la del capital, 3) para llevarlo a efecto hay que robustecer el Estado, a fin de que sea capaz de “meter en cintura” al capital, lo que lleva a la sobreexplotación a través del sistema tributario, al Estado policial, al totalitarismo de Estado y, como consecuencia, al militarismo. Latouche es, pues militarista por comisión y por omisión.

Dado que el Estado busca nada más que su propio bien (en tanto que fundamental corporación dedicada a maximizar su ansia de poder), no el del pueblo, no el del medio ambiente, ha de promover el capitalismo, pues de él proviene una parte sustancial de sus ingresos, además de una parte colosal de lo que necesita para abastecerse de armas y otros elementos físicos de poder13 .

Nuestro autor ni siquiera comprende qué es la formación social capitalista. En su trabajo más sintético, “Pequeño tratado de decrecimiento sereno”, 2009, aduce que es una “sociedad absorbida por una economía sin otro fin que el crecimiento por el crecimiento”, formulación tomada de Marx, de un irracionalismo que chirría. El estudio ateórico y experiencial de los orígenes del capitalismo, así como de su desenvolvimiento posterior, muestra que el crecimiento económico no es ni un fin en sí mismo ni el todo del actual orden, pues resulta ser un medio para la realización de la voluntad de poder del Estado, en primer lugar, y de la voluntad de poder de los propios capitalistas en segundo. Es de la pugna permanente entre Estados, así como de la que enfrenta a cada uno de éstos con “sus” clases populares, de donde ha salido y se ha desarrollado el capitalismo, no del “crecimiento (económico) por el crecimiento”.

En consecuencia, aunque Latouche lo niega, su proyecto en nada sustantivo se diferencia del preconizado por el ecocapitalismo. Únicamente es más cauteloso en lo verbal y más demagógico, más sutil, más decidido a “vender” su teoría en todos los ambientes. Por eso, el uso desenfadado que hace de la expresión “revolución del decrecimiento” es meramente un exceso de verbosidad y una artimaña publicitaria.

Pero avancemos un paso más en la reflexión. ¿Vamos hacia un colapso medioambiental, hacia el fin de la vida sobre el planeta?

No hay duda de que los problemas que atenazan al medio ambiente son muchos y bastante agudos, con el agravante añadido de que sus efectos se multiplican al actuar aunadamente. Nuestro autor se refiere a “catástrofes ecológicas” originadas por el “sobrecrecimiento económico”. Pero hay que establecer qué se entiende por catástrofe, o gran crisis, medioambiental. Si con eso afirmamos que se han producido dramáticos cambios a peor en relación a cómo era la situación hace 200 años, y que tales alteraciones seguirán dándose, entonces sí podemos hablar de calamidad.

La estrategia de las minorías mandantes es la reorganización productiva total de la naturaleza, para hacer de ella una fuente de recursos explotables de donde extraer elementos físicos de poder para el Estado, adquiridos con el dinero proporcionado sobre todo por el sistema tributario, y medios de acumular capital para el empresariado.

Eso requiere reducir las especies significativas a unas 20­30 en total, entre vegetales y animales, que son de las que se extrae el 99% de los recursos para los humanos y el ganado, de ahí el colapso de la biodiversidad. Conseguir la madera y derivados de los cultivos arbóreos en vez de los bosques. Obtener pescado de la acuicultura más que de la pesca. Depurar las aguas residuales de las megalópolis para devolverlas a los sistemas acuáticos eliminando los contaminantes más visibles y dejando lo más tóxicos (productos químicos de síntesis, residuos médicos y farmacéuticos, metales pesados, etc.). Paliar en lo formal el horror de las metrópolis con zonas verdes, constituyendo las repulsivas “ecociudades” que Latouche preconiza. Poner por doquier medidores de la contaminación del aire y adoptar algunas providencias puramente formales cuando se superen los límites máximos, cada vez más a menudo. Instituir la recogida selectiva de residuos y el reciclaje mientras la suciedad, las escombreras y los desechos lo invade todo. Destruir a conciencia el paisaje pero dejar unos pocos parques estatales para que los turistas de fin de semana “entren en contacto con la naturaleza”. Financiar carísimos programas de protección de especies en peligro de extinción para mantener a duras penas unas docenas de ejemplares con vida. Arruinar los prados tradicionales pero poner campos de golf.

Usar motores cada vez más potentes para extraer agua de acuíferos cada vez más vacíos. Plantar cada año con especies autóctonas un número de hectáreas dos o tres veces inferior a las que se queman. Hacer que el 90% de la población no sepa distinguir una encina de un abedul, ni un tilo de un roble, ni un álamo blanco de un tejo, ni un fresno de un haya, ni un pino silvestre de una sabina, de manera que ni conozca ni entienda ni, por tanto, ame los árboles. Otorgar al paisaje agrario una fealdad tal que uno desearía viajar con los ojos cerrados, o de noche, siempre que no haya luna. No hacer nada contra la sequía estival, excelente para el turismo de borrachera, aunque impida la regeneración del bosque autóctono. Sostener que el cambio climático se revierte con reuniones en la cumbre y pactos entre Estados. Hacer que todo sea gris en la realidad y “verde” en la publicidad política y comercial. Llevar a sus últimos extremos la ganadería industrial y convertir a las mascotas en los nuevos ídolos de una ¿humanidad? que “ama a los animales” sólo porque odia a los seres humanos.

Establecer programas para la recuperación de unas pocas has de los suelos muy erosionados o desertificados mientras se ignora al resto. Abandonar las tierras arruinadas por la agricultura intensiva y buscar nuevos espacios donde recomenzar el proceso. Edificar desalinizadoras donde la capa freática esté exhausta y vender desalinizadoras de parcela a los agricultores cuyos pozos se hayan degradado. Cambiar a cultivos que toleren mejor la alta salinidad en las áreas en que el regadío continuado haya saturado el suelo de sales. Dañar, a menudo de manera irreversible, los ríos y arroyos encauzándolos a base de maquinaria pesada y cemento. Usar herbicidas tan eficaces que eliminen las ranas de los pocos ríos que hoy llevan agua en verano. Fabricar cada día más motores de explosión pero algo menos contaminantes. Sustituir parcialmente la energía nuclear por las hiper­destructivas eólicas.

Vigilar la acumulación de metales pesados en los suelos agrícolas y no hacer nada más al respecto. Habituar a la población a alimentos cada vez más insípidos, monótonos y manipulados, además de insanos y tóxicos. Pagar campañas mediáticas contra la obesidad pero promover su causa principal, el estilo de vida urbano. Construir centrales nucleares cada vez más “seguras”. Eliminar las razas14 y variedades autóctonas para generalizar los transgénicos. Poner en marcha de facto numerosos tipos de medidas anti­natalistas para reducir la población por motivos “ecológicos”, con la impagable asistencia del feminismo, siempre feminicida. Financiar miles y miles de caros e inútiles estudios medioambientales sobre esto y lo otro mientras en lo decisivo y urgente no se hace nada. Continuar calumniando a la cultura campesina premoderna con los epítetos para tal fin fabricados por los profesores­funcionarios, los intelectuales jacobinos y el feminismo: “atrasada”, “clerical”, “feudal”, cuando no acuden sin más a la injuria, “palurdos”, “paletos”, “catetos”, “patanes”, “machistas” y el resto de la letanía. Hacer creer que todo el pasado es espantoso, en especial la Edad Media, y que tenemos delante de nosotros, por necesidad, un radiante provenir (teoría del progreso). Sostener que la intervención del Estado es la fórmula ideal para mejorarlo todo en el agro, de forma que la población rural sea sometida a un régimen de neo­servidumbre respecto de los altos funcionarios del ente estatal y sus agentes de la izquierda y el ecologismo pues, como arguyen éstos, el Estado es Dios y todos estamos obligados a ser creyentes de la nueva religión monoteísta. Y así similarmente en decenas, o cientos, de cuestiones.

En consecuencia, para el poder constituido no estamos ante una situación que tiende a ser “catastrófica” en el sentido en que lo entienden los decrecentistas, sino ante el tránsito a un medioambiente de nuevo tipo (y a la hegemonía de las ideologías que lo justifica, siempre “verdes”), adaptado en todo a sus intereses y necesidades, reorganizado y racionalizado. Es cierto, admite dicho poder, que en esa traslación se producen daños colaterales pero en lo sustantivo todo marcha bien. Las clases mandantes no manifiestan ninguna inquietud observable por lo que está sucediendo en el terreno medioambiental15 . Se sirven del movimiento ecologista como nueva fuerza política a las órdenes del poder y financiada por él, en numerosos países y cada vez más descaradamente, pero no creen en sus hipócritas jeremiadas e interesados sensacionalismos. Lo utilizan para gestionar las nocividades, aquellas que pueden ser tratadas, y para embrollar las mentes y controlar las conductas con su demagogia “verde” y decrecentista en todo lo demás.

Por tanto, hay dos formas de comprender la crisis medioambiental en curso. Una considera lo que está sucediendo como del todo inaceptable e intolerable, lo que desemboca en el propósito de restaurar a la naturaleza en su prístina integridad a través de un proceso mega­complejo de cambio revolucionario integral, que renueve y regenere la sociedad y el ser humano para recuperar el medioambiente. La otra consiste en paliar los daños que afecten a los intereses fundamentales del poder constituido, maquillar las expresiones más visibles de las nocividades y dar respaldo al programa estratégico de las elites de poder para lo medioambiental.

Los “verdes” preconizan la segunda vía, que se sustancia en un interminable chalaneo con el poder constituido, para ir logrando, una tras otra, “conquistas” que en casi todos los casos son pseudo­soluciones que dejan todo lo sustantivo como está, cuando no empeorado, y que el ecologismo de Estado, tan generosamente subvencionado, se encarga de publicitar como lo que no son, grandes logros, fabulosas conquistas y portentosos remedios.

Su pragmatismo, del que se jactan, oculta lo que es obvio, que por cada problema “solucionado” al menos diez, o quizá el doble, empeoran. La demagogia “verde” y ecologista es la cortina de humo tras la cual se perpetran hoy los mayores desastres medioambientales. El caso de las eólicas es una prueba indudable de ello. Mucho más cuando el calentamiento global no dimana ni única ni quizá principalmente del incremento de los gases de efecto invernadero sino de la deforestación a descomunal escala, que es lo que refuerza y promueve la deletérea generalización de los aerogeneradores en los espacios rurales, una práctica de las más ecocidas.

El decrecimiento es una variante del ecologismo de Estado dirigido a dar respaldo al programa estratégico del capitalismo y el Estado para el medio ambiente, manifestándose como ingenioso renovador de las expresiones verbales de aquél.

La cuestión, siempre insinuada pero nunca puesta sobre la mesa para su debate, es, ¿llevará la estrategia medioambiental de las elites del poder a un colapso total de los ecosistemas?, ¿se alcanzará un momento en el que desaparecerá, con degradación irreversible, la vida en general y la vida humana en particular? La respuesta es que eso es una eventualidad, sin duda, pero que no acontecerá a corto o medio plazo. Hay otras posibilidades, aunque no podamos determinar qué probabilidad de realización contiene cada una de ellas. Aquí nos situamos en el ámbito de la incertidumbre. Un ejemplo histórico es sugerente. En los años 70 y 80 del siglo pasado muchos creyeron que el conflicto USA­URSS llevaría inevitablemente a la guerra nuclear, pero la primera encontró una estrategia para vencer a la segunda sin necesidad de acudir a ese tipo de letal conflagración, lo que no liberó al mundo de numerosas guerras locales y de un rearme frenético. Meterse a pronosticar el futuro es un ejercicio harto problemático.

Si para algunos, entre los que me sitúo, la reorganización hiper­productiva del medio natural equivale a su total destrucción para las elites mandantes garantiza el aporte de recursos, que es lo único que exigen a aquél. Quizá logren hacer exitosa y estable su estrategia lo que, por un lado, dejará a la naturaleza convertida en una caricatura de sí misma pero, por otro, no llevaría a catástrofes alimenticias o sanitarias masivas, al menos por el momento.

Lo innegable es que todas las propuestas de “resolver” la crisis medioambiental en el marco del actual sistema de dominación están obligadas, por la propia lógica de lo real, a adherirse al programa medioambiental del poder constituido, antes esbozado. Eso puede hacerse de manera sobria o acudiendo a un gasto enorme de retórica, teorética y frases. En el segundo campo se sitúa la escuela que encabeza Latouche. En realidad sólo hay dos programas, sin terceras vías, el del poder y el de quienes negamos al poder, aunque el primero está muy desarrollado y el segundo por el momento manifiesta enormes carencias, vacíos y debilidades, lo que ha de animarnos a dejar de lado el inoperante e incluso suicida activismo y ponernos en serio a desarrollar el factor consciente a través de la autogestión del saber y el conocimiento en estas materias.

Sobre estas perentorias cuestiones es inútil buscar respuestas en los escritos decrecentistas, notables por su capacidad de decir sin decir, escurrir el bulto y acudir a soniquetes vacíos, cuando no a narraciones infantilizantes. Sin embargo, cuando entran en la prédica de la fusión entre el poder y el pueblo ahí sí son lo suficientemente claros. Y también lo son cuando hacen de su teoría un producto inmaterial de consumo con destino a los sectores más “enrollados” de las clases medias, deseosos de justificar su estilo de vida parasitario, derrochador, conformista, frívolo e hiper­consumista (aunque de manera peculiar) con algunas frases, poses, pintas y gestos “verdes”, ansiosos por autoengañarse y ser engañados, pues pocas cosas odian tanto como la percepción objetiva de la realidad, vale decir, como la verdad. Su ideal de vida es existir en la mentira.

Latouche sugiere en abstracto que el apocalipsis ambiental se aproxima, pero en concreto señala pocas nocividades, en cada una de ellas elude referirse a los aspectos más inquietantes y las soluciones que preconiza son las que lleva propagandizando el movimiento ecologista bajo la dirección del Estado y de las grandes empresas desde hace decenios, a saber, buscar “remedios” compatibles con la lógica inherente al statu quo, sean o no efectivas, y casi nunca lo son.

Por el contrario, la decisión de unificar la recuperación de la naturaleza con una transformación revolucionaria del orden vigente, del ser humano y del sistema de valores libera a la mente del funesto cálculo posibilista. Éste se fundamenta en un mandamiento todopoderoso: sólo nos hemos de marcar como meta aquello que sea compatible con el vigente orden militarizado, funcionarial, industrial, urbano, productivista, doctrinario, policiaco, tecnológico y empresarial. Lo que no alcance a ser resuelto con las ocho “R” decrecentistas no puede ser pensado y ni siquiera percibido, pues éstas actúan como una venda, una mordaza y una camisa de fuerza para el espíritu. Dado que la inmensa mayoría de los problemas ambientales se sitúan más allá de tan simplista, manido, demagógico y limitado recetario, la teoría decrecentista no sólo nos hace incapaces de actuar transformadoramente sino también de pensar. Y lo que es peor aún, de ver y percibir la realidad como es. Eso es lo más a deplorar de este dogmatismo tan férreo que, como todos ellos, nos vuelve ciegos y sordos, irreflexivos, pasivos e impotentes.

Al romper los límites mentales establecidos por la adhesión apriorista al sistema de poder en curso, se alcanza un estadio mental de libertad suficiente que permite acceder a la comprensión más veraz posible de la cuestión medioambiental, que es la más alejada de autoengaños y demagogias.

En oposición a Latouche, que sacrifica la verdad a la política y sólo tiene por nocividad aquello que admite “solución” en el marco del orden político, axiológico y económico existente, se ha de considerar que la verdad es el mayor bien, en sí y por sí, por lo que debe regir y gobernar la política. En tanto que verdad posible, esto es, finita, incompleta e impura, está por delante no sólo de la política institucional, o reaccionaria, sino también de la noción de revolución como cambio meramente político, concepción que no es admisible. En efecto, al usar la categoría de revolución integral, estoy enunciando la idea antes expuesta, que la verdad es la meta sustantiva, primera y principal del quehacer humano, y que la política, en todas sus manifestaciones, ha de someterse a la verdad16 .

Esto, para el caso considerado, viene a significar que toda reflexión posibilista, pragmática y utilitarista de la cuestión medioambiental debe ser resistida, para adherirse a una única meta, la comprensión objetiva y veraz de la realidad en este terreno, yendo de lo particular a lo general. En un segundo momento se han de articular soluciones, si es que existen, desde la verdad posible­finita así lograda, sin consideración hacia los límites institucionales.

Pensar la verdad es lo decisivo y lo primario. Buscar remedios es lo derivado y secundario. Eso es antagónico con lo que hacen los teóricos del decrecimiento, para los cuales el engaño de sí y del otro por motivos “prácticos” es el centro mismo de su sistema. Dado que preconizan oponer al “pesimismo” el más fogoso autoengaño con el fin de no sufrir psíquicamente, no dejan de elaborar narcóticos espirituales.

Pero ni el pesimismo ni el optimismo, que son dos formas de pensamiento apriorista, pueden anteponerse a la investigación imparcial de lo real. La teoría del decrecimiento, toda ella, es un narcótico espiritual que ser auto­administran quienes no desean ver la realidad tal cual es, en su terrible mismidad, que, cierto es, da pavor. Pero quienes escogen el camino de la drogadicción se niegan a sí mismos como seres humanos. Asumir el lacerante dolor del existir aquí y ahora es la única vía hacia nuestro reconstrucción como seres humanos.

Quizá haya problemas que no tengan remedio, pero podemos pensarlos en toda su dificultad, cómo son en sí, más allá de nuestros temores o aprensiones y mucho más allá de nuestro deseo de goce, irresponsabilidad, comodidad, posesividad, dominio y felicidad. Tal vez la situación del medioambiente haya alcanzado un punto en que ya no admita, para un cierto número de nocividades decisivas, ni una solución institucional ni una solución revolucionaria, pero en todos los casos podemos comprender cómo son las cosas si nos aferramos a la noción de que la verdad, en tanto que coincidencia entre lo pensado y la realidad, debe ser lo primero. Comprender no equivale siempre a transformar dado que a veces el cambio mejorante ya no es hacedero pero dejarse embaucar por una teoría (y todas las teorías son embaucadoras y manipulativas, además de paralizantes y aniquiladoras de las capacidades pensantes del sujeto que las padece) para hacer, en nuestra imaginación, fácil y cómodo lo que es difícil y sacrificado, nos degrada como seres humanos y nos cierra toda posibilidad de alcanzar transformaciones, si ello fuera posible.

Dicho de otro modo, hay que rechazar los remedios fáciles y las fórmulas insustanciales. Todo tratamiento simple a un problema humano contiene un error, una mentira, un engaño o un autoengaño. Hay que precaverse de los mercaderes de recetas y teorías cómodas y “emancipadoras”, de viejas y nuevas utopías de pacotilla, siempre distopías en realidad, que especulan con nuestra comodonería, egotismo y cobardía. Es pueril pretender que algo de tan enorme significación como es la preservación de la naturaleza va a solventarse con un recetario simplón y milagrero, unas formulaciones vagas y unas propuestas elementales. Para reconstruirnos como seres humanos hay que acabar con la mentalidad utópica, hay que reconciliarse con la realidad, hay que poner fin a los recetarios pueriles que nos destruyen como seres pensantes y como sujetos adultos. Tenemos que madurar como personas y eso no puede hacerse sin una alta porción de sufrimiento.

La humanidad ha llegado a un momento trágico donde el mal, en numerosas de sus expresiones más agresivas y estremecedoras, también en las de tipo medioambiental, ha avanzado tanto y es tan poderoso que quizá ya no pueda ser remediado. Tenemos que tener fortaleza de ánimo y coraje intelectual para ver y entender la realidad tal cual es, rechazando las engañosas fórmulas paliativas y sin acudir a la automentira como narcótico espiritual.

La revolución integral no tiene el marchamo de necesidad, puede acaecer

o no, y desde luego es todo menos sencilla, placentera, inmediata y agradable. Quizá nunca acontezca (sobre todo si quienes podrían sumarse al proyecto de cambio cualitativo lo evitan o rechazan) pero puede ser pensada y puede ser escogida como meta personal o colectiva. Como ente de la mejor especie de razón, es lúcida y rigurosa a la par que esforzada y generosa, siendo el marco intelectivo ideal para pensar los problemas de la naturaleza sin anteojeras pragmáticas, sin interdicciones institucionales, sin apriorismos utilitaristas, sin obsesiones con el aquí­y­ahora propio de la mentalidad del usuario de supermercado.

Mucho más cuando lo cierto es que el pragmatismo activista propio del ecologismo, tras medio siglo de ir a “lo concreto”, apenas ha obtenido ningún logro concreto que pueda mostrar a quienes no deseen seguir haciendo actos de fe en una línea marcada por el utilitarismo, el no pensar, el activismo, la falta de estrategia, la chapuza como hábito y el pragmatismo que ha resultado ser un fiasco total. En el folleto “Los límites del ecologismo” me adentro en el análisis de este asunto con algún detenimiento, concluyendo que el menosprecio por la verdad propio del ecologismo ha proporcionado dos efectos a cual más negativos, tras medio siglo de actuación, 1) ha habituado a muchas y muchos a vivir en el autoengaño, en la mentira, 2) no ha conseguido prácticamente ninguno de los fines “concretos” y “prácticos” que se había marcado en sus reivindicaciones, ni siquiera los más modestos.

Los últimos cincuenta años han sido estériles y catastróficos en el terreno del pensamiento, la autoconstrucción del sujeto y la acción, pues en ninguno de esos tres aspectos han aportado nada. Eso tiene que ser remediado ahora. Tenemos que entrar en un periodo fértil, de creatividad, de innovación, de elaboración de lo nuevo, de renovación radical y revolución en las conciencias, de emergencia de un reconstruido sujeto de capacidades y virtudes, de fijación de estrategias de combate que pongan al poder constituido y a sus peones de la izquierda y el ecologismo a la defensiva, por primera vez en siglos. Eso no es imposible, puede hacerse, siempre que nos lo pongamos como meta.

A la luz de esto la lucha medioambiental debe ser repensada y reformulada, reinventada en definitiva, para el siglo XXI. Su objetivo, como la casi totalidad de las luchas en las sociedades actuales, no pueden ser los logros concretos y prácticos, que casi siempre son imposibles, sino elevar el grado de conciencia, combatividad y organización, en particular la primera.

Una reflexión añadida es que el actual orden es rígido del todo, al estar dominado por una complejísima lógica interna muy bien elaborada e implantada durante siglos, de la que ha surgido una estructura social a la que no es posible escapar. Por eso no admite apenas ninguna modificación que no le beneficie. Esperar introducir cambios en él lleva necesariamente a pasarse a su campo y ponerse a su servicio, pues sólo son posibles las reformas que le favorezcan. No comprender esto es la tragedia del ecologismo y de su último retoño, el decrecentismo. Para lograr otro tipo de transformaciones hay que sustraerse a la perversa lógica de lo existente, situarse fuera de ella y pensar­planear su aniquilación cualitativa.

La experiencia de más de 200 años de reformismo es que los reformadores jamás han logrado cambiar el sistema ni en lo más pequeño e insignificativo, pero éste sí ha logrado en todas las ocasiones ponerlos a su servicio, hacer de ellos sus agentes y servidores. Por lo demás, sólo se desea reformar lo que se pretende mantener y perfeccionar.

Hoy la cosa es todavía peor pues el sistema, al estar tan regulado y estatizado, y al quedar sometido al poder de la gran corporación capitalista organizada de manera jerárquica y estricta, militar de facto, ya no admite reformas, salvo las que le favorecen de manera rotunda. Se ha vuelto rígido e irreformable. Eso explica que medio siglo de activismo ecologista no haya logrado, hablando en puridad, nada. Lo mismo puede decirse de su continuador, el decrecimiento. Su futuro es la esterilidad total que proviene de la elección de una vía que no lleva a ninguna parte.

En tales condiciones, el reformismo no consigue ni alcanza nada, en ningún campo. La única vía hacia lograr algunas reformas es, paradójicamente, la acción revolucionaria, que al alarmar a las elites del poder las lleva a hacer concesiones parciales. En consecuencia, el activismo reformador y socialdemócrata, además de reforzar el sistema de dominación, es al completo estéril e inefectivo. Sus petulantes muñidores, tan “prácticos” siempre, se ponen con ello en evidencia, lo que se manifiesta en el decreciente apoyo popular que consiguen, fenómeno bien visible en los últimos decenios.

Relación de aquello en que, por fortuna, el decrecentismo supera y niega al izquierdismo

El, con todo, mérito histórico del decrecentismo es que rompe con la dogmática desarrollista y ecocida de la izquierda en algunos puntos de bastante significación. Eso invita a mirarlo con simpatía, parcial y crítica pero sincera, y con fastidio a las invectivas que recibe de cierto izquierdismo senil.

En primer lugar, proponer rebajar, limitar e incluso revertir el crecimiento económico es una idea excelente, no sólo porque reduce la degradación de los ecosistemas sino también (y principalmente) porque la riqueza material es negativa para el fomento de las facultades espirituales y físicas del ser humano. Por su causa la persona declina en inteligencia, rectitud moral, convivencia y fortaleza física. La abundancia material nos hace estúpidos, egotistas y malvados, además de enfermos del cuerpo, porque impide el desarrollo de lo más deseable, los bienes inmateriales, espirituales.

Pero al mismo tiempo, tal formulación posee algunos desaciertos de bastante fuste. Uno, el primordial, es que mantiene nuestra atención, conducta y metas dentro de la esfera de la economía, cuando de lo que se trata es de abandonarla. Decrecer es una finalidad tan económica como crecer, de manera que seguimos dentro de la misma pesadilla, la de la primacía intelectual y práctica de lo económico. Hay que atreverse a dar un paso más y definir la futura sociedad en términos no económicos sino humanos y civilizatorios, con sublimidad y trascendencia: libertad, verdad, convivencialidad, belleza, comunión con la naturaleza, preferencia por lo inmaterial, olvido de sí, conocimiento, cultura y moralidad.

Conviene repudiar las nociones de consumo y bienestar material, ellas y sus malévolas concreciones hodiernas, sociedad de consumo y Estado de bienestar. Hay que sentar el criterio organizador de que la economía nunca es determinante y jamás es decisiva, pues lo importante es lo humano y sus capacidades. La actividad económica siempre sirve a metas no económicas, y todo modo de producción se pone al servicio de fines inmateriales, en primer lugar los políticos, hoy la voluntad de poder de las elites mandantes y mañana, esperemos, la realización plena de la esencia concreta humana en una sociedad con libertad, afecto de unos a otro, servicio mutuo y pluralidad.

Lo más urgente e importante es abandonar la obsesión enfermiza por la economía, en la forma de crecimiento tanto como en la de decrecimiento, rompiendo con el economicismo, que es una ideología propia de la burguesía, liberando con ello las conciencias para pensar, planear y realizar lo decisivo, las metas específicamente humanas, con la grandeza y altura de miras que debería ser inherente a todo lo humano, pero que hoy apenas existe por la monomanía de lo económico, una cosmovisión creada por la burguesía y llevada a las clases populares por la izquierda y la intelectualidad estatolátrica.

El aburguesamiento de los trabajadores, el encanallamiento del pueblo, se ha producido porque se han dejado de preocupar por el todo finito de la condición humana, incluido su componente como ser de la naturaleza, para obsesionarse con lo económico: reivindicaciones salariales, pensiones, bienestar material, etc. Así el sujeto medio se ha deshumanizado para hacerse un monstruo, eso que se ha venido en llamar “homo oeconomicus”.

Latouche arguye que lo ideal sería retornar al nivel de producción que había en “los años sesenta y setenta” del pasado siglo. Pero fue en 1962 cuando se publicó “Primavera silenciosa”, de Rachel Carson, libro emblemático que muestra que ya entonces la devastación medioambiental era bastante fuerte. Por tanto esa formulación no vale. En esto aquel autor pone al descubierto una de sus muchas incoherencias. Advierte que el decrecimiento no es un mero retroceso económico sino un pretendido nuevo orden social, la “sociedad del decrecimiento”, a la que luego no alcanza a definir más que con balbuceos, pero en el citado aserto se desdice, poniendo en claro que está simplemente por una regresión de la economía bajo el capitalismo y el Estado.

Es, además, irritante que formule tal meta, citando en positivo los años en que la sociedad rural popular tradicional fue destruida en “España” por el franquismo, para crear la actual infra­sociedad totalitaria, urbana, consumista, militarizada, policial, despreciativa de la naturaleza, inmoral, hostil a la cultura rural, monetizada, policiaca, centrada en el egotismo, de seres solitarios condenados a la depresión, devota de la fealdad, entregada a un sinfín de fanatismos laicos, o religiones políticas, y apasionada de la tecnología.

Al apuntar como deseable el retorno al estadio económico de hace decenios, muestra que, aunque pretenda negarlo, su teoría postula una vulgar regresión de las cifras macroeconómicas y en realidad nada más, lo cual está sucediendo, o casi, en Europa y EEUU desde 2007­2008 sin que ello alivie la presión sobre el medio natural. No podía ser de otro modo cuando rechaza por principio la transformación revolucionaria del orden existente, pues una vez que se establece éste sólo queda la esperanza de que, decreciendo, el sistema sea menos ecocida, lo que no tiene por qué suceder, ni mucho menos, más bien al contrario como luego se expondrá. Así es, los años transcurridos de crisis económica prueban que el no crecimiento económico suele ir unido a formas peculiares, a veces más graves, de devastación medioambiental, al exigir el declive de los beneficios empresariales poner en práctica formas aún más agresivas y destructivas de relación con el medio ambiente.

Lo que cuenta en esto es lo cualitativo, no lo cuantitativo.

Ni crecer ni decrecer son metas deseables pues de lo que se trata es de un orden político, económico y axiológico nuevo. Por eso en la práctica el decrecimiento es sólo una variante de ecocapitalismo para los tiempos de crisis económica crónica en Europa, esto es, para el presente.

Es aterrador, repito, que Latouche presente como deseables, en realidad como modélicos, los años 60 del siglo pasado, cuando hubo una pérdida descomunal de saberes rurales populares. Estos conocimientos y saberes ancestrales, acumulados durante milenios, que eran benéficos para el medio natural, que proporcionaban autonomía al sujeto y permitían su desarrollo como ser humano de manera mejor y superior a la opresora, deshumanizante y devastadora tecnología actual, han dejado paso al muestrario de horrores que es hoy la agricultura, selvicultura, ganadería y pesca fundamentadas en la ciencia y la tecnología. Quizá sea esto lo que en realidad defienda el decrecimiento.

En todo eso mi discrepancia es grande. No hay soluciones cuantitativas, no se trata de más o de menos en el marco del sistema actual, no es lo decisivo crecer, estancarse o decrecer bajo el orden vigente. Lo único que puede restaurar la magnificencia y esplendor de la naturaleza es un cambio cualitativo triple, de la sociedad, del ser humano y del sistema de valores. Al proponer meras variaciones en la cantidad Latouche traiciona la causa por la que dice batirse.

Éste difícilmente va a abandonar el economicismo, ya que es licenciado en ciencias económicas, profesor en varias universidades francesas y, además, durante mucho tiempo fue marxista, esto es, economicista compulsivo y militante, de todo lo cual es evidente que no ha hecho balance autocrítico. El marxismo es una ideología adictiva, que moldea la psique de manera totalitaria y la convierte en inhábil para captar lo humano tanto como para apreciar lo que es propio de la naturaleza. Su incapacidad para superar y trascender lo económico, su fe en que lo sustantivo de nuestra condición se expresa y realiza ahí evidencia que sigue pensando como marxista, además de como profesor­funcionario del Estado francés17, estatuto que le priva de libertad de conciencia.

En “La apuesta por el decrecimiento” exhorta a “salir de la economía y entrar en la sociedad”. Muy de acuerdo, pero ¿por qué no lo hace, por qué no deja las formulaciones económicas para entrar en las humanas?, ¿por qué no re­humaniza de una vez su discurso? De nuevo se comprueba que predica lo que no practica, asunto que es una constante en sus textos, construidos según el principio de afirmar y a continuación negar lo afirmado para dar soporte, según convenga, a una tercera o cuarta posición. Tan poco ética manera de exponer proviene de su presuntuosa meta estratégica, unir a “todos” en torno a un vocablo polisémico en demasía, decrecimiento. Eso es lo que, más o menos, hacen los políticos profesionales, célebres por su oportunismo y facundia, cuyo propósito es “vender” sus productos a todos los públicos.

Cuando habla de “sociedad convivencial” y de “bienes relacionales” acierta. Una sociedad convivencial es, en efecto, una meta muy deseable. Convivir con las y los iguales, ponerse a su servicio, superar la cárcel del yo, dotarse de una personalidad generosa ajena al barbárico principio del interés particular, con fusión interpersonal, es excelente. Además, dado que la convivencia es un bien espiritual (el mayor junto con la verdad y la libertad), no consume bienes materiales y no devasta el medioambiente, antes al contrario, lo protege, pues el sujeto amoroso de la sociedad convivencial por hábito ha de mirar también con ojos llenos de afecto y amor al mundo natural.

Pero ¿cómo realizar esa sociedad convivencial? La observación más simple muestra que es el Estado el adversario fundamental de lo relacional, de la hermandad, el compañerismo, la amistad y el amor. En concreto, el Estado de bienestar, al sustituir la ayuda mutua por la “ayuda” forzosa, vertical y jerárquica, organizada desde los Ministerios por altos funcionarios, tecnócratas, ingenieros, economistas y otros expertos en maldades y liberticidios, a todas y todos del aparato estatal y desde él, arruina la convivencia, convirtiéndonos en seres pasivos, abúlicos, insociables, egocentrados, solipsistas, enemigos perpetuos del otro (también de nosotros mismos), que no saben convivir y que, peor aún, ni siquiera lo desean. Derrocar en buena hora la dictadura de los Ministerios es uno de los componentes de la conquista de la libertad civil, política y de conciencia.

Pretender crear una sociedad convivencial mientras el Estado siga vomitando sus maldades sobre todas y todos es una ingenuidad que se eleva a dislate colosal. El ente estatal nos hace insociables para mejor dominarnos porque aplica el apotegma “divide y vencerás”. Dividir es enfrentar y vencer es sobre­dominar: así es ahora la realidad, bastante diferente a las almibaradas frases de Latouche, que en unas pocas ocasiones propone lo que, siendo magnífico por sí, no es hacedero sin una revolución integral, con lo que sus formulaciones quedan como simple parloteo.

No más favorable a una “sociedad convivencial” es el capitalismo. La empresa, como estructura de poder, adoctrina y amaestra a sus empleados para la competencia y el conflicto entre los iguales, ya que sólo así puede mantenerse la autoridad del propietario o propietaria, como individuo o sociedad mercantil. El fundamento del capitalismo, además, es la no­convivencialidad en estado puro, a saber, el dogma de la primacía absoluta del interés particular, hasta el punto de que es sólo la realización concreta de ese principio en la esfera de lo económico. Para poner fin a la hobbesiana “guerra de todos contra todos”, que se agrava y profundiza día a día, hay que realizar una gran transformación: no valen las mezquindades y cicaterías de las ocho “R”.

Latouche ignora que la sociedad de consumo se implantó tras la II Guerra Mundial para, entre otras metas, suplantar las funciones humanas primordiales: convivir, ayudarse, quererse, etc., que eran muy peligrosas para el poder constituido por una actividad sustitutiva de tipo obsesivo y monomaniaco, consumir y consumir. Dado que el consumidor es por su propia naturaleza un ser solitario, y que la acción revolucionaria, también por su propia naturaleza, es un quehacer colectivo, la sociedad de consumo es estática y conservadora de manera estructural, y el sujeto que de ella dimana es simplemente un monstruo. Pero en términos de eficacia política es formidable en pro del poder constituido.

El sujeto asocial, egomaniaco, agresivo hacia sus iguales, mega­servil hacia sus superiores jerárquicos, disfuncional en el ámbito relacional, narcisista y por tanto incapaz de amar, ha sido creado por el sistema universitario, que lleva décadas adoctrinando a la juventud en el principio del interés particular, por la intelectualidad poli­subsidiada de la modernidad, por la pérfida estetocracia, en particular desde las vanguardias artísticas hasta hoy, por los medios de comunicación, por la escuela estatal, por el feminismo, por el movimentismo especializado, deshumanizado y mutilador, el ecologismo en primer lugar, en suma, por todo el aparato de adoctrinamiento.

Juntos han creado un ser no humano, volcado en el odio y la agresividad, una criatura tan desgraciada por causa de esas compulsiones interiores que le llevan a enfrentarse a sus iguales, a los que debería servir y amar. Pero ese ser aberrante necesita una compensación. Ya que no logra convivir con las personas toda su actividad relacional ha de hacerla con las cosas, consumiéndolas, maltratándolas, poseyéndolas de manera absoluta y destruyéndolas en definitiva. Al estar cargada de odio (que se hace, según se ha dicho, envidia, veneración y ciego servilismo hacia los poderosos) es tan destructiva que arrasa con la naturaleza toda, como está sucediendo.

De ahí se infiere que liquidar el consumo, y con él sus escalofriantes efectos medioambientales, demanda dos medidas: a) poner fin a la dictadura estatal y capitalista, b) promover una cosmovisión y un sistema de valores que recupere lo convivencial, lo inmaterial, lo espiritual, con la meta de vivir para ser y no para tener, no para consumir, devorar y destruir, no para contaminar, ensuciar, erosionar, desertizar y extinguir. Vivir con las y los otros, vivir en el amor y satisfacerse con él.

Empero, no se puede ignorar que la causa agente número uno de la codicia, la fuerza social que ha impuesto un orden estructural que exige el productivismo y ha adoctrinado a las gentes en la devoción por el dinero y el consumo es el Estado. Para ampliar su poder, para ingresar más por medio del sistema tributario, el ente estatal está vitalmente interesado en el fomento de todo lo que pueda ser cargado con impuestos, directos e indirectos. Por eso, en los siglos XVI­XVIII, creó el capitalismo, de forma directa e impulsando las tendencias espontáneas que se dirigían en esa dirección. En consecuencia, el Estado es el elemento agente número uno en pro de la producción y del consumo ilimitadamente ascendentes, lo que hace de la estatolatría de los decrecentistas un esperpento repulsivo.

La concepción reduccionista y mutiladora del ser humano que tiene Latouche, centrada en lo económico, se pone de manifiesto, por citar un caso particular, en que explica el gran gasto actual de antidepresivos por el consumo, y sólo por él, en “Pequeño tratado de decrecimiento sereno”. Pero lo observable es que las causas de la depresión, enfermedad del alma en rápido ascenso, son varias, la mayoría no económicas: el colapso de las relaciones humanas, la obligatoriedad de vivir en la mentira, la pérdida de las referencias morales y los criterios axiológicos, la pesadilla de ser permanente adoctrinado, el infierno del trabajo asalariado, la ausencia total de libertad política, la aculturación, la falta de tratamiento de los principales problemas existenciales, los daños estéticos al entorno, la pérdida del sentido de la historia, el confinamiento en las ciudades, el temor al futuro construido exclusivamente por las elites del poder, la ausencia de comunión con la naturaleza, la trituración de la esencia concreta humana y algunos otras cuestiones. Reducirlo todo al consumo manifiesta una concepción del ser humano que excluye sus componentes más decisivos.

En esto Latouche manifiesta pensar como un economista, cuando de lo que se trata es de superar la degradante y deshumanizadora especialización profesional en todas sus manifestaciones para desear ser y llegar a ser personas integrales. Todo enfoque con mentalidad de expertos (peor aún de expertos académicos) de los grandes problemas de nuestro tiempo lleva al error y al fracaso. La vida humana es no­especializada y hemos de enfrentarnos a ella como lo que somos de manera sustantiva, seres no­especializados que desean realizar el todo finito de su esencia concreta y no perpetuarse como especialistas mutilados y mutiladores.

Un asunto en el que Latouche acierta es en su crítica y repudio del neomaltusianismo, que se encuentra sobre todo en “Pequeño tratado de decrecimiento sereno”. Excelente. Es sabido que los Estados más poderosos y las grandes compañías multinacionales, a través de Fundaciones de toda laya que reparten dinero a manos llenas, llevan decenios culpando al “exceso de población” de todos los males, también de los ambientales, y promoviendo la desnatalidad. Para ello se han valido en especial del feminismo, lanzado ahora a prohibir a las mujeres ser madres, a perseguirlas y demonizarlas por ello. La libertad total, si bien ejercida con responsabilidad y sentido moral, de que han de gozar las mujeres para ser madres, así como para cualquier actividad, está por encima de toda otra consideración. Que el feminismo, estatal y subsidiado por aquellas Fundaciones, se lo niegue evidencia su naturaleza neo­machista y neo­patriarcal.

Sólo una sociedad libre puede restaurar el medioambiente

Para recuperar la naturaleza la precondición primera y principal es la existencia de libertad para hacerlo. Si no hay libertad, si no vivimos en una sociedad libre, si seguimos sometidos a los atroces dictados del ente estatal y la clase empresarial, si los aparatos de coerción y adoctrinamiento, cuyo fundamento último es la fuerza (ejército­policía­poder judicial) y no el derecho, nos privan de las tres formas básicas de libertad, de conciencia, política y civil, ¿cómo podremos llevar a efecto las numerosas, complejas y dilatadas intervenciones sociales, colectivas y personales imprescindibles para que el medio natural recupere su primitiva grandeza, vitalidad y belleza?

Sin libertad nada es posible hacer. Este enunciado, de sentido común, no se encuentra en la obra de Latouche. Para él vivimos en una sociedad libre, quizá imperfecta pero libre. En sus textos o bien falta toda referencia a la libertad, que es el mayor bien humano, como dice Cervantes, o peor aún se presenta la actual dictadura constitucional, parlamentarista y partitocrática como una “democracia”, por tanto, como una sociedad de libertades para el pueblo. En sus escritos falta la crítica del parlamentarismo y la defensa de la única sociedad dotada de libertad política, la sustentada en una gran red social de asambleas soberanas en que se organice políticamente toda la población adulta. Sin asambleas no hay libertad, y sin libertad nada significativo (a pesar del autoengaño activista y estatista) puede hacerse por el medioambiente.

La libertad es lo determinante. La libertad, junto con la verdad, el desinterés, la valentía y la sociabilidad, es el supremo bien.

Latouche cree en el parlamentarismo y en el régimen partitocrático. Sugiere que dentro de este sistema, con partidos que vayan asumiendo el credo decrecentista y, al parecer, un gobierno orientado por dicho ideario, todo será maravilloso, lográndose avances cardinales en la recuperación de la naturaleza. Ni que decir tiene que esto es una fantasía funesta y un auto­engaño pueril. Lo decisivo del poder en las actuales sociedades no reside ni en el parlamento ni en los partidos ni en el gobierno, las elecciones no son libres porque no existe libertad de conciencia y por otros motivos. El poder real está en el ejército, en las policías, en los cuerpos de profesores, catedráticos y otros adoctrinadores, en los poderes económicos del capitalismo privado y de la gran empresa estatal. Éstos, como se expuso, tienen un programa muy detallado, que se lleva aplicando desde hace decenios, para la reorganización productivista de la naturaleza, el cual excluye la restauración del medio natural.

Si Latouche no respalda el parlamentarismo y la partitocracia, ¿dónde está su crítica sustantiva y no episódica, sistemática y no fraseológica, sentida y no demagógica, a ese sistema, al orden constitucional y a su gran sarta de fúnebres y despiadadas mentiras que destrozan nuestras vidas?

Creer en el parlamentarismo, no decir nada coherente sobre un sistema de gobierno por asambleas muestra la verdadera naturaleza del decrecimiento. Es, si cabe, más extraviado enaltecer demagógicamente “lo local” cuando los poderes del Estado cada día son menos locales, al hacerse más centralizados, más impositivos, más llenos de fuerza, maldad y furor. Lo local sin comillas sólo puede fundarse y desarrollarse en lucha contra lo central. Pero, dado que lo central, al menos en lo formal, es el gobierno del Estado, resulta engañador pretender al mismo tiempo promover “lo local” y defender que el decrecimiento ha de realizarse por una intervención partitocrática, parlamentarista y gubernamental.

En verdad, no hay más que dos opciones. O una revolución integral que establezca la libertad política, junto con la civil y de conciencia, imprescindible para que el pueblo restaure de forma autogestionada el medio natural, o depender del actual sistema para realizar supuestas transformaciones que, en definitiva, se quedan sobremanera cortas y escasas, considerando la magnitud de la devastación.

Quienes desean operar con los medios del sistema de dominación y desde dentro de él, ya sea para la acción medioambiental o para cualquier otra, no sólo no logran prácticamente nada sino que se convierten, por la lógica misma de las cosas, en agentes del sistema, como se ha dicho. Un ejemplo tristísimo de ello son los partidos “verdes” de varios países de la UE, hoy fuerzas al servicio del imperialismo europeo, destinadas a defender la ley y el orden con una desvergonzada retórica “verde” que encubre su participación cada día mayor en el militarismo, la construcción del Estado policial y la renovación del capitalismo, por tanto, en el ecocidio institucional. En definitiva, son los instrumentos de que se valen las elites dominantes para mejor realizar su programa de devastación medioambiental y tiranización del pueblo.

Poner fin al consumo institucional, que es el más decisivo y por ello el peor de todos, esto es, al consumo realizado por el Estado y por el capitalismo, es primera condición de una política medioambiental creíble. A esta cuestión S. Latouche ni se refiere, apostándolo todo a un sermoneo moralizante dirigido al sujeto común para que consuma menos, lo que ignora las causas estructurales del mal. Pero eso sólo será creíble una vez que el consumo institucional cese, de la única manera realista, con el fin de la existencia social de los dos tiranos colectivos que, al alimón, hoy nos privan de libertad, el ente estatal y la clase empresarial.

En efecto, se admite que el consumo energético realizado por el ejército de EEUU (1,5 millones de personas, mujeres y varones) es unas 25 veces superior a la media de consumo de una comunidad humana civil de igual número de integrantes en los países desarrollados. Pero, en realidad, el cálculo está infravalorado pues esa cifra sólo mide el consumo directo y no el indirecto, no el de las industrias civiles, estatales y privadas, que aparentemente no trabajan para el ejército pero de facto sí lo hacen, que son muchísimas. Si se suma su gasto descomunal de acero, metales raros, productos químicos, elementos de comunicaciones, etc., se concluye que los ejércitos son un elemento decisivo de la sociedad de consumo. Algo similar puede decirse de la policía, en realidad un apéndice de los ejércitos. Tampoco hay que olvidar el aparato estatal civil, por ejemplo, los 16 Ministerios en “España”, con su enorme concentración de altos funcionarios dotados de un poder inmenso sobre la sociedad, que son un centro descomunal de despilfarro de energía, agua, materias primas y otros, por sí y sobre todo por las medidas que imponen al conjunto de la sociedad, siempre dirigidas a maximizar su poder y a debilitar, en todos los sentidos, a la gente común.

Latouche y los decrecentistas, al tener una actitud de veneración hacia el aparato estatal, se niegan toda posibilidad de dar una respuesta razonable al consumo, por tanto al colapso del medio natural.

Cuando de manera vaga, ambigua y confusa, como casi en todo y casi siempre, trata de las experiencias de retorno al medio rural tras abandonar las ciudades, lo que destaca es que apenas sabe nada de este asunto, que no ha analizado proyectos particulares y que, en realidad, no tiene interés en el esperanzador movimiento de vuelta al campo para revivir una vida en comunión con la naturaleza, colectivista, esforzada y plena de valores inmateriales: sustentada en la asamblea, convivencia, afecto, desinterés, reflexión persistente, anhelo de verdad, rectitud moral, pobreza voluntaria y superación del consumismo. Desde su programa es lógico que sea así, pues si la meta es construir “ecociudades” (?) carece de significación la marcha al campo.

Según mi criterio las únicas ciudades buenas son las que no existen, de manera que la población ha de estar distribuida de manera homogénea por el territorio, único modo de que pueda fundirse con la naturaleza, restaurar amorosamente ésta y ser una con ella, habitando pequeños núcleos de población. Ello supone el abandono voluntario de las ciudades, lo que sólo tendrá lugar de manera masiva una vez que ésas dejen de ser lo que hoy son, espacios hiper­privilegiados, después que desaparezcan los elementos agentes de tales privilegios, el ente estatal sobre todo, que es el que ha creado, promovido y mega­expandido la ciudad. Declararse contra el Estado es hacerlo contra la ciudad, y viceversa.

Sin duda, hay que fomentar el movimiento de retorno al mundo rural, como una vía entre otras encaminada a promover la revolución integral indispensable para restaurar los valores de la civilización, lo que sólo es posible, hablando en puridad, sin ciudades. Por eso tienen una importancia notable los núcleos de nueva ruralidad ya en marcha: Lakabe, Rala, Aritzkuren, Leunda Berri, el proyecto Auzolan en Euskal Herria, Escanda, As Chozas, Sieso de Jaca, Artaso, Can Pasqual, Can Piella, Can Masdeu (éste de tipo rurbano), Amayuelas de Abajo, Los Apisquillos, Manzanares, Almoradú, El Manzano, los diversos ¡B.A.H.! (¡Bajo el Asfalto está la Huerta!) y varios otros. Fuera de la península Ibérica está la experiencia de Longo Maï18 , de larga data, problemática y discutibles en varios aspectos determinantes pero imprescindible. Está además la red de ecoaldeas, deficientemente orientada desde el principio, pues lo que se necesita ante todo son aldeas convivenciales y revolucionarias de manera integral, siendo lo ecológico parte pero no todo, reduccionismo que milita en contra de la concepción integral de lo humano.

Dicha corriente tiene ante sí problemas y tareas urgentes, desde hace mucho postergadas, la más importante es, a mi entender, constituirse ante la sociedad como un movimiento social activo, por medio de un Manifiesto que dé a conocer sus fines y propósitos, fije las líneas generales de su estrategia y articule un régimen de organización autogestionaria. Ello haría posible que lo que ahora es una elección de unos cientos de personas se hiciera opción de muchos miles.

En definitiva, la lucha por la libertad es al mismo tiempo precondición y meollo de una nueva ruralidad. Así es pues sin una batalla de larga duración, y muy dura, en pro de la libertad de conciencia, contra el aleccionamiento pro­megalópolis en curso, no se podrá liberar la mente de las gentes sometidas al estilo de vida urbano de la confusión, ignorancia y embrutecimiento que éste lleva aparejado. A ello la teoría del decrecimiento ni aporta nada ni sirve de nada, salvo de dispersión, traba y estorbo. Su apología de la ciudad es inaceptable, la cual dimana de su elogio activo y por omisión al mismo tiempo del ente estatal, creador de la ciudad.

En los últimos años se han dado avances de significación en la comprensión de los verdaderos problemas de las experiencias y proyectos de la nueva ruralidad, a partir de numerosas prácticas particulares. Se han aislado los que parecen ser más importantes, los convivenciales por un lado, y los éticos y de comportamiento por otro. De los primeros ya se ha hablado algo, sobre los segundos trata mi charla en la aldea ocupada de Rala (Navarra), el 22­6­2011, de significativo título, puesto por el colectivo que vive en ella, “La libertad y autonomía como trabajo y responsabilidad”, que en breve aparecerá como folleto

o texto colgado en mi página.

Cuando Latouche, con su habitual incoherencia, escribe sobre “democracia local revitalizada” ¿a qué se refiere? Teniendo en cuenta que apoya el sistema de partidos y el parlamentarismo, que sostiene que las elecciones bajo la dictadura del Estado­capital son libres, que es un apasionado de la ciudad, que nada dice sobre un régimen de gobierno por asambleas omnisoberanas, que “olvida” la soberanía del municipio como elemento sustantivo de un orden político libre y que también “olvida” que la economía ha de ser comunal y colectivista podemos concluir que estamos ante una de sus muchas incursiones en la demagogia.

Probablemente ha llegado la ocasión de exponer algunos criterios organizadores sobre la vida económica en una sociedad libre y en lo medioambiental restaurada. En el izquierdismo, lo mismo que bajo el régimen de “libre empresa”, la economía se hace un asunto harto complejo, que exige un gran número de expertos y ocasiona la publicación de una enorme masa de libros y otros escritos. Ante todo eso la persona común se suele dejar intimidar, declarándose inhábil para entender de ello y delegando en las autoridades, los entendidos, los profesores y la clase empresarial.

Las causas de tanta verborrea presuntuosa y tanta falsa sapiencia están en que es una minoría la que toma todas las decisiones y, además, que en ellas se prima por encima de todo el incremento de la producción y del consumo, con el correspondiente aumento de los beneficios empresariales y estatales. Eliminados esos dos factores la cuestión se hace mucho más asequible. En efecto, sólo una economía natural, libre de artificios, alambicamiento, especializaciones y academicismos puede ser gobernada por el pueblo. Esto no debe entenderse como una loa del simplismo mental, pues todo lo humano, lo económico también, está marcado por su condición de realidad hiper­compleja.

Aquella antidemocrática creencia, fomentada desde arriba, es el primer problema. Por consiguiente, una solución revolucionaria a los problemas de la economía ha de contener una pre­condición, que el nuevo ordenamiento sea de tal modo que el sujeto común pueda participar en su dirección, eso sí, sobre la base de un estudio regular, personal y grupal, de lo más importante que atañe a la vida económica.

Lo decisivo es que el quehacer productivo ha de ser libre, constituyéndose como un ámbito en que el pueblo ejerce asimismo su soberanía, como en cualquier otro. Eso equivale a decir que la vida económica toda ha de regirse desde las asambleas omni­soberanas. El capitalismo es la dirección de la economía por una minoría muy reducida, la clase empresarial estatal, la privada y los altos funcionarios, del Estado y de la Unión Europea. Eliminar su actual capacidad para tomar todas las decisiones en este terreno es el primer paso. Eso sólo puede hacerse expropiando a la clase propietaria, con lo que el pueblo se haría soberano, por tanto libre, en esta actividad.

La conquista de la libertad es el bien primero y principal también en el ámbito de la economía.

En segundo lugar, la economía ha de tener una base municipal, de tal manera que la comunidad local sea el más sólido fundamento de la vida económica. Ello hace de ésta una realidad de base y, al mismo tiempo, un procedimiento para recuperar las potencialidades productivas locales, que han de proporcionar una buena parte de lo necesario para una existencia sobria, frugal y sencilla en la que todo lo innecesario esté fuera de lugar y quede proscrito.

Esa economía, popular por natural y no especializada, ha de ser mínima en todo, en el trabajo, en el consumo y en la intervención en el medio natural. El conjunto de las actividades económicas se han de minimizar. También, como se ha dicho, para disponer de energías y tiempo libre para maximizar la vida del espíritu y poder auto­construirnos como seres humanos integrales. Del mismo modo se ha minimizar paso a paso la influencia del mercado y el ámbito de acción del dinero, e incluso en un momento dado, cuando la conciencia popular sea suficientemente sólida y madura, suprimirlos del todo conforme al principio de las mayorías.

La ayuda mutua y la autogestión de los recursos, en el seno de una sociedad dedicada al ejercicio del desinterés, al repudio de la posesividad, la exclusión de toda forma de voluntad de poder y a la práctica de la frugalidad, por convicción interior, afecto al otro y pasión por la naturaleza, han de ser los procedimientos de actuación fundamentales. La completa exclusión del trabajo asalariado, monstruoso y contranatura, será una liberación formidable, una recuperación descomunal de la esencia concreta humana y un salto adelante de proporciones históricas. Pasaremos con ello de la sub­humanidad a la humanidad y de la barbarie a la civilización19 .

Para ello lo primero y principal es poner fin a la existencia del Estado, que es sujeto agente número uno del desarrollismo y el consumismo, como se expuso.

La tecnología ha de ser, primero, considerada con sobriedad, despojándola de su actual aureola redencionista, mágica y milagrera, lo que sólo puede hacerse sometiéndola a una severa crítica como totalidad y, además, subordinándola en sus concreciones a rigurosas normas de admisión o repudio. Cada sistema técnico ha de pasar un escrutinio popular, que determinaría si se elimina, transforma de modo sustantivo o admite. Anteriormente se citó un programa de once puntos pensado para cumplir tal finalidad. No hace falta decir que esto sólo es hacedero en una sociedad libre, sustentada en la asamblea.

Lo más importante en el quehacer económico es fijar los fines a los que ésta ha de servir. En efecto, lejos de ser el factor concluyente de la historia humana, la observación de la experiencia del pasado y el presente indica que es un medio al servicio de fines no económicos. En vez de un factor determinante es un elemento determinado, pues todo modo de producción se limita a aportar recursos para realizar ciertas metas. A fin de cuentas siempre se producen bienes para vivir de una específica manera, para crear este o el otro tipo de sociedad, para alcanzar tales o cuales designios no económicos, para realizarse de un modo u otro. Sólo la supersticiosa mentalidad de la izquierda, que todo lo distorsiona, cree que la economía es el principio de la vida humana y lo más decisivo. Precisamente, la conquista de la libertad interior y exterior exige negar ese lúgubre postulado, que nos ata a la producción, convirtiendo nuestras vidas en algo malogrado, en una pesadilla y una tortura, y haciendo de nosotros verdugos de la naturaleza.

En consecuencia, lo más importante es determinar los fines concretos de la sociedad libre que se desea construir, en sus componentes no económicos, y en un segundo momento, establecer qué tipo de economía, qué modo de producción diríamos acudiendo a la terminología decimonónica, se ha de poner al servicio de las altas metas y designios inmateriales escogidos. Si el régimen estatal­capitalista subordina la economía a la única finalidad que admite, la realización óptima de la voluntad de poder, el pueblo sólo puede alcanzar la liberta duradera y segura si se fija fines inmateriales magníficos por su grandiosidad.

Éstos no pueden ser otros que reconstruirnos y construirnos como seres humanos en una sociedad libre y autogobernada desde la asamblea, con libertad de conciencia, política y civil.

El decrecimiento, una nueva teoría omniexplicativa, reduccionista, totalizante y salvacionista

La noción de teoría misma es repudiable, como queda dicho en “La democracia y el triunfo del Estado”, pues sustituye el saber experiencial por una fastidiosa construcción verbalista y especulativa, que se desentiende de las categorías epistemológicamente decisivas, a saber, realidad, experiencia y verdad. Toda teoría es, con muy escasas excepciones, una huida de la realidad, un aborrecimiento de la experiencia y un atentado a la verdad. Por ello, es un instrumento para el control de las conciencias, el aniquilamiento del pensamiento creador y la dominación ideológica.

Las teorías las elabora el poder y las sufre el pueblo.

En oposición al “saber” teórico está el saber experiencial, o ateórico. No es omniexplicativo porque se construye a lo largo de un proceso sin fin de acción y reflexión. No es reduccionista porque en su esencia está la voluntad de ir acogiendo e integrando lo mejor de todas las elaboraciones cavilativas sobre la totalidad de lo humano, vengan de donde vengan. Finalmente, no es totalizante debido a que define la verdad posible como finita, imperfecta, siempre contaminada por el error y necesitada de continuos ajustes y modificaciones, vale decir, como verdad dinámica y cambiante al mismo tiempo que estable y objetiva.

Serge Latouche no sólo ha construido una teoría sino que la ha hecho, como suele ser habitual, omniexplicativa. Al acudir a sus escritos esto resalta de inmediato: el decrecimiento lo explica todo y tiene respuestas para todo. Dado que verbosear es fácil, pues sólo exige ingenio verbal y desparpajo, en sus textos va desgranando un largo rosario de explicaciones, argumentos y soluciones que no están extraídas de la experiencia, que carecen de la voluntad de ser verdaderas, que están faltas de complejidad y que se articulan por los mismos principios que la publicidad comercial y la política institucional. No hace falta ser muy entendido en técnicas de mercadotecnia para caer en la cuenta que el decrecimiento es una marca comercial encaminada a “vender” un producto ideológico a las clases medias de los países ricos, devastadas por el hedonismo, la hipocresía, el colapso del pensamiento, el ansia de remedios fáciles (de milagros en definitiva) y el culto al Estado.

Al ser omniexplicativa es totalizante y no deja sitio, como se ha dicho, a otras argumentaciones. Se expande desde sí misma, sin referencias profundizadas a la realidad ni análisis riguroso de experiencias particulares, a base de especulaciones, juegos de palabras, superficialidades clamorosas y deducciones sin anclaje en lo real.

El reduccionismo quizá sea uno de los rasgos más a deplorar, por su capacidad para ofuscar las mentes y destruir la psique del sujeto común. Latouche limita y rebaja al ser humano a su componente fisiológico, lo concibe nada más que como un ente zoológico con necesidades materiales: supervivencia como especie en un planeta viable biológicamente, un medioambiente sano y alimentos saludables. Niega casi en su totalidad el mundo del espíritu y las necesidades inmateriales: libertad, autogobierno político, autonomía, verdad, conocimiento, convivencia (ésta aparece, sí, pero reducida a su caricatura), eticidad, virtud, adhesión al bien, belleza, magnanimidad, superación de la cárcel del yo, sentido, disciplina interior, transcendencia, cultura, autodominio, coraje integral, deseo de encarar los grandes problemas existenciales de la condición humana (soledad ontológica, finitud, muerte), disposición para afrontar el dolor y el sufrimiento, sublimidad, autoexigencia, rectitud de propósitos y amor al amor.

Latouche, como buen izquierdista no regenerado, es incapaz de entender la definición de ser humano que ofrece, por ejemplo, Husserl, del cual dice que “se da fines y normas, crea valores y pretende conocer la verdad”. En particular, los valores y la verdad le traen sin cuidado, una vez que ha concluido, igual que hace el marxismo y todo el izquierdismo socialdemócrata, que el ser humano es mera fisiología, una criatura sin entendimiento, sin alma, con sólo manos para producir y estómago para digerir, sin cerebro y sin corazón, sin vida del espíritu, justamente el tipo de ente sub­humano que necesita la burguesía.

Propone salvar nuestro soma sólo para dejar morir nuestro espíritu.

En su “olvido” del espíritu Latouche incurre en contradicción. En su sociedad del decrecimiento, además de no consumir ¿qué harán las gentes? Se ha de notar que su propuesta es sólo negativa, un no hacer. Esto lo pretende llenar con banalidades, algunas bienintencionadas (convivencialidad puramente verbal) y otras mucho menos (juego, goce, y algunas más de tipo lúdico, esto es, infantilizantes y degradatorias). Lo cierto es que la renuncia al consumo, imprescindible para salvar el medio natural, sólo es sólida, creíble y hacedera sobre la base de un programa que proponga un doble actuar paralelo, restaurar la naturaleza y al mismo tiempo restaurar la vida espiritual del ser humano.

Es de sentido común que lo primero es imposible sin lo segundo, de ahí la necesidad de una revolución integral que no sólo cambie la sociedad sino al ser humano en tanto que humano, como conciencia y como cuerpo, y al sistema total de valores que articula y ordena la existencia.

Al poner como meta los requerimientos del espíritu, sobre la base del fomento social, grupal y personal de sus funciones sustantivas: pensar, experimentar, sentir, querer, elevarse, autovigilarse, trascender y recordar, por citar los más importantes, se está asentando el golpe definitivo a la ideología consumista, que queda sin fundamento. Pero eso es lo que justamente NO hace Latouche, porque para él la persona es, lo diré de nuevo, una mera realidad fisiológica, el autómata biológico de Descartes, ese gran majadero de la modernidad.

Los ideólogos del decrecimiento no comprenden que la vida humana, para ser viable, no puede ser mero crecimiento o decrecimiento económico, pues ello mutila al sujeto y hace inviable la existencia en sociedad, al reducirle a un epifenómeno de lo económico, en un caso de su versión “más” y en el otro de la variante “menos”. La condición humana exige una vida cognoscitiva, una creación de cultura, unas prácticas colectivas en pos de la transcendencia, una espiritualidad (en mi caso, sin religión, dado que no soy creyente, para los que sí lo son con ella) que nos reconcilien con lo que somos, seres con conciencia, con necesidades inmateriales que el medio ambiente más impoluto y verde no puede satisfacer por sí mismo, porque se necesita algo más, mucho más, la auto­organización para construir lo humano como cualitativamente superior a lo biológico y zoológico, esto es, a lo medioambiental y ecológico.

Como consecuencia de todo ello es, además, excluyente. En efecto, sólo la teoría del decrecimiento está en condiciones de dirigirnos al nuevo paraíso celestial somático connatural a una naturaleza “restaurada”. Al convertirse en sistema se hace más rotundamente salvacionista, ya que sólo ella aporta redención del medio natural. Todos estos rasgos la hacen no sólo enfadosa sino también ridícula. Esto último se hace clamoroso cuando llega a ofrecer incluso un “Glosario del decrecimiento” (aparece en “La apuesta por el decrecimiento”), algo que ni el mismísimo Marx, y ni siquiera el ególatra por excelencia, Voltaire, se atrevieron a hacer, lo que convierte a Letouche, por obra de sí mismo, en el creador no sólo de una nueva fe sino de un nuevo lenguaje.

Pero no necesitamos maestros del pensar, ni mesías “verdes”. Lo que nos urge es realizar la autogestión del saber y el conocimiento desde el ideal de servicio desinteresado de unos a otros, sin mercenarios ni funcionarios. Al parecer Latouche no ha oído ese dicho, constituido en el corazón mismo del magnífico mundo concejil y comunal castellano de antaño, hoy por desgracia extinguido, el cual advierte que “nadie es más que nadie”.

Latouche ha construido la teoría del decrecimiento a partir de las metaideas sustantivas del izquierdismo, dado que antaño se adhirió a esta ideología y nunca la ha superado. Las principales son: 1) El Estado no existe, y si existe se le ignora, modo óptimo de protegerlo 2) la revolución integral es “imposible” (indeseable quiere decir) debido a que el entusiasmo por el orden vigente le ofusca, 3) sus exigencias y perspectivas son escasas, no pretende ser un sujeto integral y los procesos anímicos le son indiferentes, 4) el capitalismo se reduce a un palabro invocado de manera agobiante sólo para cazar a los incautos con un “anticapitalismo” de pacotilla, la vieja treta socialdemócrata, siempre de mucho éxito.

A partir de esas cuatro premisas constituye su sistema de creencias, que “vende” algo muy viejo, la idea misma de milagro, tan demandada por quienes no desean construirse como seres humanos maduros a través del esfuerzo, el servicio, el olvido de sí y el sufrimiento. Por eso, como es lógico, cuando se enfrentan a los problemas decisivos e inesquivables de la existencia, demandan lo fabricado por gurús que les ofrezcan eso, portentos y milagros, además de artificios y mendacidades, para poder llegar a creer que lo imposible es posible, lo difícil fácil, lo complejo elemental, lo intranscendente sublime, la nada el todo y lo institucional revolucionario. Unos anhelan engañar y los otros ser engañados, ambos se encuentran en el mercado de las ideas, unos como vendedores y otros como compradores. Y todos contentos, al parecer.

Latouche y sus educandos (no olvidemos que, ante todo es profesor­funcionario del Estado francés a su servicio) no han comprendido lo que quizá sea la primera lección del fracaso práctico del marxismo en los regímenes del “socialismo real” pasados y presentes, que la condición humana no puede reducirse a la producción y a lo económico, ni tampoco a lo medioambiental y fisiológico, que no puede limitarse a empujar para arriba, o para abajo, los índices macroeconómicos, pues necesita imperiosamente ofrecer y organizar respuestas, razonables o no eso es otra cuestión, a los grandes problemas de la condición y el destino humano.

Es trágico tener que recordarlo tantas veces, y el que sea imprescindible hacerlo mide hasta qué punto ha llegado la destrucción de la esencia concreta humana en las sociedades contemporáneas. Las personas, si es que aún lo son, necesitan trascendencia, verdad, libertad, colectivismo con respeto por el individuo, afectuosidad y valores, por causa de que poseen necesidades espirituales que han de ser atendidas.

El “olvido” de eso es lo que hace del marxismo, del izquierdismo y del decrecimiento meras expresiones particulares de algo horripilante, el proyecto totalitario del Estado surgido de la revolución francesa y de las revoluciones liberales (en nuestro caso la miserable Constitución de 1812) para aniquilar la esencia concreta humana, a la par que alterar de manera drástica el medio natural, al tener necesidad de allegar recursos físicos formidables para ejecutar su proyecto de hiper­dominación. Ante estos programas de deshumanización total no hay más que una estrategia, la defensa y promoción creadora de lo humano, por tanto, la defensa de una revolución integral, que emancipe y rescate lo humano, contra las fuerzas tenebrosas que desean ahogarlo para siempre, el Estado, la clase empresarial y sus apologetas vergonzantes del izquierdismo y el ecologismo.

Finalizando diré que sólo los seres humanos reconstruidos como tales, que se sienten espíritu a la vez que cuerpo, pueden abordar con garantías de éxito estratégico, generación tras generación durante varios siglos (otro planteamiento es autoengaño), una vez que ha sido establecida una sociedad libre por medio de una revolución adecuada a las condiciones del siglo XXI, la ciclópea tarea de devolver el medio natural a su prístina condición. Primero, porque no hay espiritualidad sin algún grado, por pequeño que sea, de ascetismo, y, segundo, porque sin él no puede darse una vida acorde con la naturaleza y respetuoso de ella. Pero Latouche dice cosas un tanto mentecatas contra el ascetismo en sus textos, porque sigue siendo un izquierdista que vive para loar la ideología del hedonismo zoológico, el goce del estómago y las viles monsergas autoritarias que hace obligatoria y forzosa la busca de la felicidad, concepción cien por cien burguesa, falsa, atrabiliaria y destructiva del ser humano.

Naturalmente la ascesis es un asunto moral que cada individuo ha de rechazar o admitir en condiciones de completa libertad e igualdad para lo uno o lo otro, y que en ninguna situación puede imponerse a nadie ni prohibirse a nadie. Pero lo cierto es que todas las sociedades menos la actual han tenido una idea positiva de la ascesis, la autolimitación y la autonegación, razonable pero heroica dentro de su cotidianidad, de lo corporal para fomentar lo no­corporal, lo transcendente, lo espiritual. También porque sin espiritualidad no puede haber inmersión en la naturaleza ni fusión con ella.

Ésta se ama y respeta cuando se entiende como fuerza telúrica, belleza primigenia y existencia palpitante realizada, como expresión magnífica de la fortaleza y excelsitud de lo viviente y sólo de manera secundaria como fuente de recursos. Todo acercamiento pragmático y utilitarista a la naturaleza ha de ser cuestionado, pues lo sustantivo en esto como en todo es renunciar al egoísmo y ponernos a su servicio en vez de servirnos de ella.

Servir y no ser servidos, ser los primeros en el esfuerzo y el sacrificio, es el estado de ánimo necesario para abordar los tremendos problemas de nuestro tiempo, los medioambientales entre ellos, primero para evitar el autoengaño, segundo para ejecutar con éxito su resolución. Frente a esto, que es de sentido común, Latouche se encasquilla en las viejas cantinelas hedonistas, mega­destructivas de lo humano, elaboradas con segundas intenciones por los “filósofos” e ilustrados dieciochescos, serviles instrumentos intelectuales de las testas coronadas de Europa, reelaboradas por la economía política, el marxismo y los utopistas sociales del siglo XIX, que en esto como en tantas cosas manifestaron una penosa incapacidad para innovar y ser creativos, hechas suyas por el progresismo, la contracultura, el sesentayochismo y los movimientos marxistas del siglo XX. Todo ello es ya casi solamente quincalla verbal, que las nuevas generaciones han de repudiar por convicción.

El hedonismo, que es el cimiento más firme del consumismo, ha de extinguirse en el interior del ser humano para que la naturaleza pueda sobrevivir y para que la persona se re­humanice y reconcilie con el otro y la otra. La inconsecuencia de Latouche reside en que propone lo segundo excluyendo lo primero, lo que es una muestra más de su incapacidad para ser coherente y dejar de lado los juegos de palabras, las tretas politiqueras y la sofistería con que suele abordar los problemas20 .

Opuestos al hedonismo y al epicureísmo fueron los filósofos cínicos de la Antigüedad, de los que mucho se ha de aprender. Diógenes de Sínope tenía como ideal llevar “una vida frugal y parca”, rechazando el placer y la abundancia de bienes materiales al mismo tiempo, a fin de “vivir según la virtud”. Luciano de Samósata concentra el ideario cínico en “despreciar la muerte y ser fuertes en los sufrimientos”, para lo cual sus seguidores se abstenían de las riquezas, el dinero y de los placeres. Creían que la fortaleza personal consiste en prescindir lo más posible de las cosas para desarrollar al máximo las cualidades de la persona. Esto es una verdad indudable que la modernidad, lerdamente cosista, se niega a admitir.

El uso de las cosas, si no es mínimo, si va más allá de lo indispensable, nos degrada y destruye. Si no limitamos la calefacción no dejamos a nuestro cuerpo fortalecerse contrarrestando al frío. Cuando nos valemos del automóvil estamos haciendo raquítico el propio sistema muscular, circulatorio y óseo. Si comemos demasiado nos hacemos dependientes de la comida. Si acudimos a la sanidad “pública” con cualquier malestar y allí nos dejamos atiborrar de fármacos y tratamientos, perderemos la capacidad psíquica­física para mantenernos sanos por nosotros mismos, a la vez que contaminamos el medio. Si nos damos al goce nos volvemos flojos y el Estado nos atrapará a través de la represión, o de la mera amenaza de ejercerla. Nuestra fortaleza, inteligencia y libertad exige reducir el uso y consumo de las cosas al mínimo para reforzar hasta el máximo las capacidades propias: así entendían los filósofos cínicos la noción de virtud, o elevación de la propia calidad en tanto que designio o meta.

Los cínicos practicaron una filosofía eminentemente moral que ponía la virtud muy por delante de la sabiduría verbalista y académica a fin de regenerar al individuo. Esas enseñanzas son de enorme significación hoy, si se desea constituir una cosmovisión que armonice al ser humano con la naturaleza, al apartarle del consumo y concentrarle en la prosecución de bienes espirituales. Su formulación “los dioses no necesitan nada y los que se asemejan a los dioses necesitan lo menos posible” establece, con una carga notable de ironía (una buena parte de ellos eran ateos), que es en el abstenerse de las cosas donde está una parte sustantiva del ideario de la vida buena por sabia, esforzada, valerosa, arriesgada, desentendida de lo material y, en suma, virtuosa. Heracles, el héroe mítico al que los cínicos admiraban, guiaba sus actos por tres principios, no enfurecerse, no buscar las riquezas y no amar el placer.

Sabían que la plétora de las cosas nos arrebata la fortaleza del ánimo, el ejercicio del entendimiento y el vigor corpóreo por lo que deben ser usadas lo menos posible21. Hoy, cuando las cosas son además mercancías, el mal es aún mayor. Tuvo que venir el marxismo, el sindicalismo y el izquierdismo en general a reconciliarnos con las cosas, esto es, con las mercancías, para hacernos gozadores, flojos, ininteligentes, necios, sin imaginación ni creatividad y además dependientes de los amos de las cosas, la burguesía. Ésa ha sido su obra. Estas ideologías han llevado la concepción burguesa del mundo a las clases trabajadoras y populares, que han sido de ese modo corrompidas e integradas en el sistema de dominación.

Las fundamentales aportaciones de la filosofía cínica, que son también las de una parte del estoicismo y las del cristianismo revolucionario y de su expresión altomedieval, el monacato, prueban que la cultura occidental, en contra de lo que Latouche sostiene, posee soluciones para los grandes problemas de nuestro tiempo, soluciones magníficas además.

Corresponde a las y los europeos revolucionarios sentirse orgullosos de lo positivo de su cultura.

Se ha de añadir que el anticlericalismo burgués, esa zafia concepción que en muy poco se diferencia de la del nazi­fascismo (Nietzsche, el anticlerical anticristiano por excelencia es el principal ideólogo del nazismo), ataca con furor la idea de auto­restricción de lo material y placentero achacándose al cristianismo, cuando en realidad fue creado por la filosofía cínica, pasando de ésta al cristianismo, que en sus orígenes, antes de ser tergiversada por la Iglesia, era una cosmovisión muy revolucionaria, excelente y admirable. El anticlericalismo burgués es otra de las ideologías hiper­consumistas, chabacanas, reaccionarias y ecocidas de la modernidad.

Cambiando de materia se insistirá en que una sociedad libre, civilizada y re­humanizada no se puede construir sobre la base de la economía, ni de su crecimiento ni de su decrecimiento. No se puede construir tampoco tomando como único fundamento la recuperación del medio natural, con olvido de la libertad política, de la libertad económica, de la libertad social y de la libertad de conciencia. Es la totalidad de lo humano y la totalidad de lo medioambiental lo que debe ser puesto como cimientos. Lo otro es aberrante y al mismo tiempo imposible. Y esa doble tara, la de la imposibilidad y la de la aberración, es la que se manifiesta en la doctrina decrecentista.

Latouche no puede llamarse anticapitalista sin comillas también porque “olvida” (así, con comillas) la denuncia del trabajo asalariado, esa monstruosidad sin cuya erradicación no puede recuperarse la actual sociedad de sus peores vicios y lacras. El trabajo asalariado, como expresión del capitalismo, es compañero inseparable de la devastación medioambiental. Al renunciar a la primera tarea, Latouche manifiesta que, de facto, renuncia también a la segunda, como ya sabíamos.

La crisis general actual y la teoría del decrecimiento

Las formulaciones decrecentistas, fraguadas a finales del siglo pasado, corresponden a un periodo de prosperidad y estabilidad en la UE (Unión Europea), que la gran crisis iniciada en 2007­2008 está trastocando de manera rotunda y, lo que es más importante, probablemente irreversible.

La situación, con gran probabilidad, ya nunca volverá a ser como antes. La crisis en curso es muy peculiar y, por supuesto, es mucho más que un simple desajuste económico que tarde o temprano será superado. Significa el declive de Occidente, la descomposición del orden mundial establecido tras la II Guerra Mundial, la constitución de un poder planetario multipolar en que EEUU­UE ya no poseen la hegemonía económica, aunque sí, todavía, la militar y política. Es el inicio de un nuevo ciclo de rearme y militarización para, si llega el caso, redistribuir el mundo entre las superpotencias por medio de la guerra.

El ecologismo, como movimiento destinado a mantener el actual régimen de dictadura so pretexto de “salvar” el medio ambiente es propio del largo periodo de prosperidad que han conocido los países ricos desde los años 50 del siglo pasado hasta 2008. En ese tiempo se consideraba que, gracias al Estado de bienestar y a la sociedad de consumo, con parlamentarismo y libertades formales (falsas) para el pueblo, se había conseguido la sociedad ideal, quedando como mácula el arrasamiento de la naturaleza, único problema existente y, por tanto, el único que debía ser afrontado, ignorando los específicamente humanos.

El ecologismo es una forma radical de antihumanismo, de ninguneo, olvido y desprecio por lo humano y por el ser humano, igual que todas las ideologías segregadas por el poder de la modernidad.

De aquel análisis, simplista, erróneo y reaccionario, surge el movimiento ecologista. Éste, al comprometerse muy pronto con el poder constituido y hacerse ecologismo de Estado, sufre un rápido proceso de descrédito entre las personas más conscientes, lo que no le impide convertirse en aparato electoral partidista en varios países. De su desenmascaramiento surge la teoría del decrecimiento, que renueva y actualiza el discurso ecologista para evitar ser el blanco de las cada vez más numerosas críticas dirigidas al mismo.

Apenas nada hay en la dogmática decrecentista que no esté en el ecologismo institucional, o de Estado, y en el ecocapitalismo. Sólo se diferencia en la terminología, en su carácter sistemático o doctrinario y, también, en ser creación de Serge Latouche.

Ahora la situación ha cambiado. Ya no estamos, por suerte, en los prósperos decenios anteriores, en los que al socaire del consumo un ambiente de torpor, apatía y embrutecimiento se impuso en los países ricos. Occidente se va paso a paso desmoronando en lo económico, comenzando por sus partes más débiles, “España” entre ellos. En tales condiciones el decrecentismo o bien no tiene nada significativo que aportar o bien se ha de convertir en un doctrinarismo más para hacer aceptable a las clases populares las nuevas condiciones de declive económico y pobreza, o dicho con el término acuñado, de decrecimiento. Al estar atrapado entre la nada y un uso instrumental toscamente institucional, su futuro es poco brillante, dejando a un lado el culto que seguirá recibiendo en reducidos círculos de devotos.

Esto será todavía más negativo para el sistema doctrinal sostenido por Latouche por cuanto no hay motivos para considerar que el decrecimiento económico bajo el capitalismo y el poder del Estado vaya a mejorar la situación medioambiental. En efecto, la decrepitud de la economía hará que, en bastantes ocasiones, se haga aún más vandálica y despiadada la relación con la naturaleza, para abaratar costos, frenar la tendencia al declive de los beneficios de las empresas, lograr tales o cuales metas estratégicas, favorecer en esto o en lo otro el nuevo militarismo y así sucesivamente.

Ya se ha anunciado desde medios para­institucionales que la crisis económica “se come la lucha (institucional) contra el cambio climático”, por falta de recursos, lo que pone a los decrecentistas en una delicada tesitura, o dicho más crudamente, cuestiona su doctrina22 . La constatación de que la regresión económica no tiene por qué beneficiar al medio natural impugnará la teoría decrecentista. Ésta queda, por ello, condenada a ser negada más o menos rápidamente por la experiencia.

Como expongo en “Crisis y utopía en el siglo XXI”, la situación actual está definida por otros elementos mucho más importantes que las alteraciones de la vida económica y sus secuelas (y que la crisis medioambiental y sus horrores), paro, declive de los salarios, contracción de las prestaciones del Estado de bienestar, retroceso del consumo, etc., por llamativas que puedan ser éstas.

Estamos ante una crisis total y general en la que se están desmoronando no sólo los fundamentos de la sociedad y los cimientos de la vida civilizada sino que lo humano en su esencia está siendo destruido conforme a un plan implacablemente ejecutado por los poderes de facto en las sociedades de la modernidad, el Estado y la clase empresarial. Para crear las multitudes hiper­dóciles que necesitan para realizar hasta el fin su insaciable voluntad de poder, las elites mandantes han casi culminado su programa estratégico de crear entes subhumanos con apariencia humana, los cuales odian la libertad, se mofan de la verdad, idolatran la ignorancia, se ciscan en la virtud, adoran la fealdad, la suciedad y la contaminación, son incapaces de amar a sus iguales y resultan inhábiles para todo lo colectivo, criaturas posthumanas que nada más aprecian el dinero (en esto han sido adoctrinados y amaestrados por la izquierda), los placeres más pedestres y el tener mando sobre sus semejantes, sádicos con los inferiores y masoquistas con los superiores.

Es de sentido común que este tipo de seres ni quieren ni pueden ni saben hacer nada a favor del medioambiente.

Lo peculiar de nuestra época es que todo está siendo destruido, todo, no sólo la naturaleza. Esa inmensa bacanal de destructividad, que se concentra sobre todo en el ser humano y en lo humano, en la cultura y en la civilización, es lo que el ecologismo y su hermano gemelo el decrecentismo no desean ver. Ante un asunto de tal calibre no valen los paños caliente los remedios blandos y flojos, escasos y pueriles, institucionales e inofensivos, que Latouche preconiza. Hace falta una gran revolución integral. Que aquél no se ocupe de la aniquilación de lo humano en tanto que humano, como forma de existencia en primer lugar espiritual, manifiesta que es una ideología para sujetos sin cultura y sin conciencia, para los seres­nada de la modernidad, en buena medida moldeados por la división del trabajo y la especialización.

Ésa es la catástrofe civilizacional en curso, que no es de ahora pero que casi nadie desea ver. Lo humano desaparece y el izquierdismo, siempre “práctico”, nos conmina a que nos ocupemos de las pensiones, los salarios, la sanidad y el consumo, y sólo de eso. De manera similar Latouche y sus acólitos nos reducen a considerar nada más que la destrucción medioambiental, cuando ésta: 1) va unida a la trituración de lo humano, 2) no puede ser resuelta si no se aborda con decisión e inteligencia la tarea de restaurar la esencia concreta humana, 3) carece de soluciones bajo el actual sistema y requiere de una revolución integral.

Es deplorable que no comprendan cuál es el meollo de los problemas humanos de nuestro tiempo, que se dan junto a los medioambientales y los determinan, dado que entre los primeros y los segundos hay una relación de causa a efecto. Lo expone Dominique Belpomme en “Avant qu’il ne soit trop tard” del modo que sigue, “una megalomanía individualista, un rechazo de la moral, un gusto por la comodidad, un egotismo”. Ésos, y otros varios como esos, son los que han de ser resueltos en el marco de un programa de revolución integral suficiente. En ese contexto, y sólo en ese, pueden ser tratados con verdad, seriedad, radicalidad, coraje y eficacia los asuntos medioambientales.

Diríamos que los decrecentistas operan con una visión muy parcial y notablemente reducida de los problemas de nuestro tiempo: la gran mayoría de ellos no alcanzan ni siquiera a percibirlos, debido a sus fortísimas anteojeras dogmáticas, y a los que sí logran vislumbrar otorgan un tratamiento miope, conformista, timorato y reaccionario, con alguna excepción. Esto se agrava porque es un sistema doctrinario elaborado para los años de prosperidad que no se adecua, sin aplicaciones que lo están ya poniendo en evidencia, a los actuales de crisis, declive y regresión hacia una sociedad de la escasez y la pobreza.

El decrecentismo concita el apoyo interesado de quienes desean medrar profesionalmente a su costa, al demandar que las instituciones estatales, sobre todo la universidad, constituyan una “industria del decrecimiento” en la que realizar exitosas carreras, con becas, premios, empleos, cátedras y otras prebendas y sinecuras similares, como sucede con el ecologismo. En un orden social tan corrompido, en el que nadie cree en nada salvo en realizar el propio interés en lo monetario y profesional, el análisis objetivo de las formulaciones y teorías ha de colocar en un lugar destacado eso precisamente, el peso y significación de los intereses particulares.

Propuestas y programa de actuación

El decrecimiento, como ultimísima teoría redencionista, no es importante, como ya se dijo. Lo determinante es analizar con acierto suficiente la gran crisis general en curso, que sólo en apariencia es principalmente económica, pues la desintegración de la libertad, de la civilización y de lo humano forma su meollo último.

La tareas que la situación nos demanda son, expuestas en sus rasgos generales, la que siguen.

Investigar la realidad actual, que es hiper­compleja por nueva y cambiante. Sin comprenderla medianamente bien no se puede avanzar. Para ello la constitución de equipos de trabajo para tal fin es imprescindible, pues sería la forma organizativa concreta de realizar la autogestión del saber y el conocimiento mediante la reflexión y el duro e ingrato esfuerzo de pensar.

El proceso indagador tendría que fijar una estrategia y plan de acción para el conjunto y para cada una de las partes que resultase adecuado a las nuevas condiciones creadas con la gran crisis económica, política, educativa, de hegemonía ideológica, de cambio de escenario global y de supremacía imperialista que se está dando, la cual se irá profundizando en los próximos años y decenios. En efecto, la fase de estabilidad y paz social que ha conocido Occidente desde el final de la II Guerra Mundial está terminando, lo que viene a significar que nos adentramos en un escenario político sustantivamente nuevo y distinto, para bien o para mal.

No es posible estar más tiempo sin abordar la decisiva tarea de diseñar una estrategia.

El plan de actuación ha de ser general y parcial, para el conjunto y para cada una de sus partes. En este epígrafe habría que destinar una atención específica a definir los contenidos, línea de actuación y programa para los problemas medioambientales, a fin de acabar con la preponderancia del ecologismo de Estado, el ecocapitalismo y la teorética decrecentista en este fundamental terreno.

A mi juicio ha llegado el momento de librar una batalla de liquidación contra el izquierdismo en todas sus manifestaciones, poniendo al descubierto que es la política e ideología del Estado­capital para las clases populares. Ahora está debilitado y maduran las condiciones para convertirlo en fuerza marginal, lo que podría desembocar en un triunfo a medio plazo del ideario y programa de una revolución integral que las circunstancias demandan. El izquierdismo es el adversario político principal en las actuales condiciones. Con él activo ningún movimiento popular genuino puede prosperar pues su meta es controlarlos y destruirlos.

Necesitamos un análisis detallado de lo sucedido en el último periodo de la fase histórica precedente, el que se abre con la transición del franquismo al parlamentarismo, 1974­1978, y termina con la crisis de 2007­2008, alcanzando conclusiones lo bastante objetivas sobre ese tiempo aciago y terrible, para la naturaleza al igual que para los seres humanos y los factores de la civilización, que ha durado 30 años, y sobre sus principales actores, para adentrarnos en una nueva fase con claridad de ideas y seguridad.

A fin de afrontar el futuro con ciertas garantías de éxito se necesita una línea para la autoconstrucción del sujeto, con rigor y autoexigencia, con olvido de sí, generosidad y grandeza de ánimo, porque la persona, en tanto que tal, con su doble naturaleza social/individual, es siempre elemento decisivo, más en lo que se avecina. En efecto, de la calidad del sujeto depende casi todo, y dicha calidad puede elegirse y autoconstruirse.

Sin esperar más hay que emprender un camino de perfeccionamiento espiritual y físico que haga de cada una de nosotras y nosotros un combatiente de primera por la libertad, el bien y la virtud, vale decir, por la revolución integral.

Hay que aferrarse a la lucha política y aprender el arte de la lucha política, para oponer a la acción partidista, mediática, académica e institucional una sólida trama de formulaciones y propuestas, de denuncias masivas, argumentaciones contundentes y acciones en la calle. Dado que el combate político es, en esencia, una pugna de ideas, construir y dar forma a tales ideas es la precondición de dicha lucha23 .

Una cuestión determinante, tal como están las cosas, es la denuncia del ejército y del militarismo, asunto siempre “olvidado”. Los adoradores del Estado son afectos al militarismo, pues el ejército es la columna vertebral de aquél, de manera que quienes se desgañitan a favor del Estado de bienestar, Latouche entre ellos, forman la plana mayor del nuevo militarismo.

Tenemos 3­4 años para realizar, o comenzar a realizar, tales tareas, antes que la situación se haga bastante tensa, escenario al que hay que llegar con claridad de ideas, una estrategia, planes de actuación, ideas y programas razonablemente bien elaborados, además de con criterios firmes sobre el sujeto autoconstruido, renovado y regenerado, como fuerza agente decisiva de la transformación social.

No hace falta decir que todo lo expuesto sobra para quienes sólo desean, en el nuevo escenario estratégico e histórico que se está constituyendo por la mudanza de las condiciones objetivas, verter lágrimas por sus pensiones, implorar la continuidad del Estado de bienestar, gimotear porque se reduce la sociedad de consumo o agitar demagógicamente consignas “verdes” mientras el medio natural es triturado. Dada su sandia veneración por los palos de ciego y por actuar a tontas y a locas, desde una mentalidad activista que hace de ellos y ellas el peonaje de la socialdemocracia, no hace falta fijar ninguna estrategia ni pensar y planear nada, pues vale con seguir como hasta ahora, yendo de lo ridículo a lo sempiternamente fracasado, de lo chapucero a lo grotesco, de lo penoso a lo esperpéntico, de lo sectario a lo liliputiense y de lo vil a lo servil, siempre con el PSOE como gran y dadivoso patrón entre bastidores.

En las circunstancias que con celeridad se van constituyendo los males del activismo, el economicismo, la incomprensión del momento histórico en que estamos y el espíritu socialdemócrata son los obstáculos a superar por la crítica. También las propuestas sectoriales, parceladas y especializadas, que se olvidan del conjunto y únicamente atienden a una porción de lo real sin ninguna perspectiva estratégica ni aferramiento a las condiciones concretas ni pasión revolucionaria, como hace el decrecentismo. Al respecto de esto último hasta Latouche admite en alguno de sus escritos que son los grandes medios de comunicación del Estado­capital los que más han hecho por popularizar y promover su teoría, aunque se abstiene de preguntarse por qué.

Ahora, y mucho más en el futuro inmediato, el conflicto entre las fuerzas políticas que sólo desean vivir “mejor”, o superar unas pocas nocividades medioambientales de escasa significación, mientras transigen con las más demoledoras, bajo el actual régimen de dictadura política y económica, y aquellos que preconizamos un cambio cualitativo, esto es, una revolución, se irá agudizando más y más.

Los cambios que están teniendo lugar en el escenario político e ideológico mundial, y particularmente en los países periféricos de Occidente, tienden a ser favorables para un obrar ofensivo en pos de una acción transformadora de la sociedad, recuperadora de lo humano y restauradora de la naturaleza. Es una oportunidad que no debemos perder por falta de perspectivas, ausencia de reflexión, aferramiento a ideas y métodos de la fase histórica precedente o mera estupidez.

La clave es el desarrollo del factor consciente. Dado que somos seres humanos ­o deberíamos serlo­no “masas” que corren enardecidas tras la pitanza conforme al criterio de “Yo primero”, y considerando que lo específico de los seres humanos, su principal rasgo distintivo, es la facultad de pensar, comprender y apreciar la verdad por su valía intrínseca y después por su capacidad de orientar el actuar, estamos obligados a poner el acento en el desarrollo de la conciencia. Reflexionar, de manera individual y grupal, es lo más importante. Aportar lo así logrado al conjunto del cuerpo social es determinante.

Conciencia es conocimiento, y conocimiento es revolución.

Félix Rodrigo Mora

http://felixrodrigomora.net/

NOTAS

1 La exposición concentrada de tal concepción se encuentra en el prólogo a “Crítica de la economía política” de C. Marx, en la cual se asevera que el desarrollo de “las fuerzas productoras de la sociedad… trastorna más o menos lenta o rápidamente toda la colosal superestructura”, lo que “abre una era de revolución social”. Es decir, las fuerzas productivas son el factor primero y principal del cambio histórico, el creador de nuevas formas de existencia social e individual, el elemento revolucionarizador por excelencia. Eso equivale a dotarlas de una naturaleza cuasi divina, un nuevo ídolo ante el que todas y todos hemos de arrodillarnos. El texto, de 1859, tiene como fundamento la más frívola arbitrariedad gnoseológica, pues Marx inventa e imagina lo que expone, dado que ni lo prueba ni puede probarlo y ni siquiera se molesta en intentarlo, de modo que ha de ser creído por fe. Lo cierto es que somete a la historia humana, sobre la que tiene un desconocimiento descomunal, a una simplificación infundamentada, a un tratamiento especulativo y verbalista. Es comprensible que cuando ese colosal dislate ha sido aplicado en la práctica, en la URSS por ejemplo (y en China, aunque de otro modo), haya fracasado miserablemente. En realidad, lo que hace es convertir la concepción por excelencia de la burguesía, el economicismo, en ideología obligatoria para el proletariado, de donde ha resultado el envilecimiento y liquidación política, mental y existencial de éste. Otro efecto de esa concepción es la devastación medioambiental a gran escala. Pretender que la izquierda renuncie a su creencia básica, el desarrollo de las fuerzas productivas y el hiper-consumo como supremo bien, es tan ilusorio como esperar que la Iglesia se pase al ateísmo. De ahí que cierto izquierdismo esté haciendo un uso oportunista y manipulador de la idea y vocablo de decrecimiento.

2 Este asunto se trata con la extensión y profundidad que se merece en “El giro estatolátrico. Repudio experiencial del Estado de bienestar”, Félix Rodrigo Mora. Al mostrar las fundamentales coincidencias existentes entre la izquierda y el franquismo (ambos, por citar un importantísimo asunto más, son devotos del capitalismo de Estado, al que califican de “público”) está recibiendo muchos ataques y descalificaciones, por lo general más llenos de improperios que de argumentos. Pero hasta el momento nadie ha refutado sus formulaciones centrales.

3 La crítica izquierdista al decrecimiento es inasumible. Basta leer “La miseria del decrecimiento. De cómo salvar el planeta con el capitalismo dentro”, José Iglesias Fernández, para cerciorarse de ello. La obra, una concentración singular de errores, estuticia y disparates propia del izquierdismo residual de nuestro tiempo, se centra en defender la sociedad de consumo actual, acudiendo a la teoría del subconsumo, elaborada por el populismo y obrerismo decimonónicos, refutada por Marx y sus epígonos (Lenin, etc.) y revivida por la socialdemocracia y Keynes posteriormente. El autor, con un desparpajo propio de otros tiempos, cita una y otra vez a “K. Marx” como autoridad, sin comprender gran cosa de su obra y sin diferenciar en ella lo erróneo (que es muchísimo) de lo acertado (que existe). Lo que Iglesias hace es falsear el marxismo, eliminando su espíritu revolucionario y haciendo de él un credo reformador del capitalismo. Causa estupor su apología del consumo, indiferencia ante los problemas medioambientales, majadero entusiasmo por la tecnología, propensión a considerar al ser humano como un animal de granja entre otros, con sólo necesidades fisiológicas, economicismo fantástico-dogmático, afección al parlamentarismo y apología del Estado de bienestar (en lo que se identifica con el régimen franquista, instaurador en 1963 de dicha forma de aparato estatal), un componente sustantivo de la actual sociedad de consumo, esto es, de la trituración del medio natural. Pero quizá lo más negativo del libro sea su proyecto de “destruir el capitalismo” apoyándose en el Estado (al que Marx denomina “Estado capitalista”, enfatizando que su destrucción por la revolución es necesaria, como expongo en el capítulo XXI de “El giro estatolátrico”, titulado “El marxismo no es una forma de estatolatría”), ante el cual el citado autor se arrodilla, como hacen todos los socialdemócratas. Su línea es sólo una versión demagógica de la del PSOE, como pone de manifiesto, entre otros muchos asuntos, sus citas apologéticas del diario “Público”, órgano de expresión del partido gubernamental en el momento de escribir estas líneas, en el que se ha integrado la extrema izquierda. El “anticapitalismo” que preconiza es una mascarada y una parodia para justificar la loa que el autor hace del capitalismo, de quien le mantiene, el Estado, y del programa del partido que más ha hecho en pro de aquél en los últimos 40 años, el PSOE y su patético escudero, PCE-IU. Iglesias Fernández ni una sola vez usa el vocablo revolución, lo que se le ha de agradecer pues lo desprestigiaría. Pero ¿qué se puede pensar de un “anticapitalismo” que “olvida” la revolución, además del Estado, y que todo lo apuesta a superar el pretendido subconsumo, esto es, a consumir aún más? Dentro de lo esperpéntico de este libro, que es mucho, podemos quedarnos con una cuestión, su juicio sobre Platón, en el que se manifiesta la incultura y el espíritu reaccionario de la obra. Diga lo que diga un panfletista tan desinformado como Iglesias, el 80% del proletariado consume más, e incluso mucho más, de lo que debería, en los países ricos, y una revolución integral ha de devolver las cosas a su racionalidad, apartando a la clase obrera del pesebre y recuperándola para una vida verdaderamente humana, cuyo fundamento material ha de ser consumir, pongamos por caso, el 10% de lo actual. Por lo demás, dicho proletariado hoy reduce su obrar a sacar todo lo que pueda del capital, cooperando con él en el consumo, en el respaldo al parlamentarismo y en la devastación del medio natural. Son los izquierdistas como Iglesias quienes han hecho reaccionaria y ecocida al grueso de la clase obrera, al persuadirla que su meta ha de ser luchar por dinero para consumir en vez de por ideales. En el libro que citamos se pone de manifiesto que hoy toda la extrema izquierda es sólo un apéndice del PSOE, el partido del capitalismo por excelencia, al que sigue y sirve en todo lo importante. Lo cierto es que quien “olvide“ la idea de revolución se condena a ser una marioneta del actual principal partido del capital y del Estado, el fundado por Pablo Iglesias y hasta 1979 programáticamente marxista. Por lo demás, las críticas de tal izquierdismo al decrecimiento y a S. Latouche lo que hacen es prestigiar a ambos.

4 Una de las fórmulas más utilizadas por el inofensivo catastrofismo populista en curso es “la quiebra del capitalismo global”, expresión de la inmadurez intelectual y emocional de cierta “radicalidad”, que sueña con que el capitalismo desaparezca por sí mismo y sin más, solución bastante cómoda, lo que le libera de la tarea, para ella tremenda e indeseable, de realizar la revolución. Tales letanías no son nuevas, recordemos el libro de H. Grossmann, “La ley de la acumulación y el derrumbe del sistema capitalista”, 1929, o el no menos insensato “La bancarrota del sistema económico y político del capitalismo”, D. Abad de Santillán, 1932. Cuando han transcurrido tantos años desde que esos textos fueron escritos, sin que el sistema ni se derrumbe ni parezca que vaya a desintegrarse en un futuro cercano, podemos decir que tales autores y corrientes sufren una patología mental muy vieja, a saber, la creencia en milagros. Lo cierto es que el capitalismo nunca se desmoronará por sí mismo, sobre todo porque está sostenido por el Estado, que es un poder con capacidad probada para persistir durante siglos y milenios. Sólo la revolución puede poner fin a la existencia del capitalismo, por ello todas las teorías apocalípticas son pro-capitalistas en la medida que se oponen a la revolución, o que la “olvidan” siempre, lo que viene a ser lo mismo, como hace el decrecentismo. A la vez, aquéllas parten de una percepción errada de lo que es el capitalismo, al que comprenden como una estructura, en vez de como una suma hiper-compleja de relaciones sociales, mecanismos de poder, estados de la conciencia y conductas individuales-colectivas con el aparato estatal en el centro.

5 En mis libros sostengo que la agricultura es una alteración indeseable de los ecosistemas, lo que demanda reducir la superficie cultivada al mínimo. Para ello preconizo eliminar el 50% de ella en “España”, destinando unos 10 millones de has hoy en uso agrícola a la forestación con especies autóctonas (lo que llevaría a plantar, calculando por lo bajo, 2.000 millones de árboles propios del país, épica tarea en la que deberían implicarse varias generaciones), medida imprescindible del todo para que a finales del siglo XXI las 4/5 partes de la península Ibérica no se hayan convertido de manera probablemente irreversible en un desierto. Una reflexión añadida es que esa gran recuperación de la cubierta arbórea no puede hacerse en las actuales condiciones, pues ni es un negocio, por lo que no interesa a la clase empresarial, ni forma parte de los designios estratégicos del Estado, lo que excluye a éste como agente. Preconizo, en relación con ello, obtener hasta un 1/3 de la alimentación humana en hierbas y frutos silvestres, ajenos a la agricultura, volviendo al pan de bellota, castaña, etc., de nuestros antepasados. Otro elemento necesario es poner fin al derroche nihilista de alimentos, pues la idea de abundancia material como “bien” le eleva a estadios asombrosos. Según expone T. Stuart en el libro “Despilfarro, el escándalo global de la comida”, el 25%-50% de los productos alimenticios adquiridos por los particulares se desperdician y tiran hoy en los países ricos. Si se aprovecharan, la superficie cultivable (y la importación de alimentos) podría reducirse en una cantidad proporcional, devolviendo la porción así ganada al bosque, pero para ello hace falta una revolución al mismo tiempo, política, económica, axiológica, convivencial y ética, que supera en mucho, y va mucho más allá de la pequeña gavilla de transformaciones inesenciales e insignificativas que el decrecimiento preconiza.

6 En 2009 el valor de mercado de los productos ecológicos, a nivel mundial, fue de 40.000 millones de euros, con un incremento del 5% respecto al año precedente, según “La Fertilidad de la Tierra” nº 44, 2011. Tales datos indican que la agricultura ecológica es ante todo un procedimiento para desarrollar el capitalismo, el mercado y el uso del dinero en una nueva actividad productiva. Por eso no pueden ser tomados en serio los que se dicen “anticapitalistas” y la otorgan su apoyo. En “España” no sería casi nada sin el descomunal respaldo monetario y legislativo que la otorga el Estado. La pregunta es, ¿por qué el aparato estatal desea de forma tan vehemente su desarrollo? Lo expuesto no debe entenderse como un alegato contra los pequeños agricultores que, por motivos de supervivencia, se acogen a esa modalidad de agricultura, loa cuales tiene toda mi consideración.

7 Tenemos que agradecer a M. Bakunin que, en “Dios y el Estado”, haya tenido la penetración intelectual y la majeza, o valentía personal, de exponer lo obvio en la historia contemporánea (también en buena parte de la anterior), que los Estados sólo pueden existir en lucha permanente entre ellos, de manera que Estado, militarismo, rearme y guerra vienen a ser sinónimos. Así pues, remito a la lectora o lector al capítulo de esa obra titulado “El principio del Estado”. Esto es una verdad fundamental que han de admitir todos los seres humanos que rechazan el autoengaño, que desean ser dueños de sus propios pensamientos y que tienen la presencia de ánimo y el coraje personal suficientes para hacer frente a cualquier realidad, por dura y dramática que sea. No hace falta decirse anarquista para valorar este texto de Bakunin: no tengo definición ideológica y lo recomiendo encarecidamente. Bakunin hace lo contrario que Marx, mientras éste prima lo económico, conforme a la cosmovisión burguesa, Bakunin pone el acento en lo político, el Estado, y su opuesto, la libertad, que es el bien mayor para los seres humanos. Siglo y medio después los hechos han quitado la razón al primero y se la han dado al segundo. Sin tener en cuenta estas sencillas verdades no se puede abordar con rigor y responsabilidad la cuestión medioambiental. Pero Latouche “olvida” el Estado -nada menos-en sus textos, según la tradición socialdemócrata en curso.

8 La relación de destrucción, expolio y dominio que mantiene la gran ciudad con el campo se estudia en “El impacto de la ciudad en el mundo rural” (de próxima publicación), Félix Rodrigo Mora. Incluye, como anexo nº 1, “La alimentación humana con bellota, un posible remedio a la crisis agraria y medioambiental”, y como anexo nº 2, un pequeño trabajo laudatorio de la ganadería tradicional caprina, “La transformación histórica del medio rural español”.

9 Está publicado en “Antología de textos de Los Amigos de Ludd”, VVAA, y en “Naturaleza, ruralidad y civilización”, Félix Rodrigo Mora.

10 La cuestión se presenta actualizada en “Defender el comunal frente a un nuevo proceso desamortizador”, Félix Rodrigo Mora, en “Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas” nº 4, enero 2011.

11 Sobre el concejo abierto, “Procesos asamblearios en nuestra historia” (Acampada del 15-M, Sol, Madrid), video y audio, y “Del batzarre (concejo abierto) y su complejidad” (Lakabe, Navarra), audio. También, “La otra historia del mundo rural” (Amayuelas de Abajo, Palencia), video, todos en http://felixrodrigomora.net/. Para el caso de Galicia, tan magnífico, el libro “O atraso político do nacionalismo autonomista galego”, Félix Rodrigo Mora.

12 El libro de S. Latouche “La otra África”, 1989, (también “El planeta de los naúfragos”), es una concentración de todos los tópicos paternalistas (por tanto racistas de nuevo tipo) y neocolonialistas sobre África en curso en los ambientes de las ONGs y otras instituciones estatales para la destrucción del Tercer Mundo por medio de la “ayuda” y la “cooperación”. Pero hay más. Cuando preconiza repudiar la totalidad de la cultura europea para asumir la de los pueblos africanos, sin hacer distinciones entre lo positivo y negativo de una y otra, se sitúa en el centro mismo de las corriente actuales que están llevando adelante una de las operaciones políticas más útiles a las elites del poder, la aculturación completa de los pueblos de Europa, a los que desde las instituciones, desde la universidad en primer lugar, se desea degradar a infrahumanos sin cultura, sin historia y avergonzados de sí mismos para mejor dominarlos. Además, y sobre todo, el libro citado ofrece una imagen falsa, por unilateral, de África al sur del Sahara, a la que presenta como una sociedad ideal, como el nuevo paraíso terrenal que el necio y prepotente (neo-racista) europeo practicante del “turismo revolucionario” ha de visitar cuanto antes. La verdad desnuda es que entre los pueblos negros africanos se está dando un alto número de guerras, formas atroces de opresión de la mujer, violencia indiscriminada y actos de genocidio, en las que hombres y mujeres negros llegan a asesinar a un gran número de hombres y mujeres negros. El caso más conocido, pero no el único ni mucho menos por desgracia, es el genocidio cometido por los hutu contra los tutsi en los años 90 del siglo pasado, en el que fueron muertas de la forma más cruel unas 900.000 personas. En segundo lugar, culpar sólo a Occidente de actos de devastación medioambiental a gran escala no es objetivo dado que olvida numerosos casos en que pueblos no europeos han realizado descomunales catástrofes medioambientales, algunas de ellas estudiadas con detalle por Jared Diamond en el libro “Colapso” y en otros, entre los que destaca la deforestación completa de la isla de Pascua por los indígenas que la habitaban, sin olvidar el ecocidio realizado por los indios anasazi, los mayas y algunos otros. Es significativo que en los casos que Diamond con tanto rigor como penetración examina el factor causal del ecocidio es el ansia y avidez de poder de las elites mandantes, y no el capitalismo (inexistente) ni la tecnología (rudimentaria). Dicho de otro modo, cuando se constituyen minorías mandantes y emerge el Estado, adopte éste la forma y grado de desarrollo que adopte, el medioambiente tiende a ser triturado, con independencia de la raza de quienes lo ejecuten. Pero los decrecentistas, una facción más de los estatólatras, esperan del Estado maravillas en la gestión “positiva” del medio natural… Para alcanzar una imagen realista de África subsahariana un libro interesante es “Peor que la guerra. Genocidio, eliminacionismo y continua agresión contra la humanidad”, D.J. Goldhagen. Una reflexión final es que quienes con tanto furor atacan la cultura occidental sin admitir que en ella hay un componente muy valioso por popular, rural, revolucionario, se hacen culpables de perpetrar un genocidio cultural, cuando no de practicar el racismo anti-blanco. No hace falta decir que Latouche, como todos los intelectuales actuales, ignora a la cultura clásica occidental, a la que jamás cita positivamente. Una reflexión final para decrecentistas: los occidentales no deben ir a África a “salvar” a los africanos, éstos pueden hacerlo por sí mismos. La ideología salvacionista y paternalista, que rebosa en las obras de Latouche, es la última expresión del racismo blanco y occidental propio de la política neocolonial, que tiene en el Estado francés uno de sus más importantes agentes en África.

13 Dejando a un lado la escolar retórica sobre las ocho “R”, donde S. Latouche expone con más claridad, que tampoco es mucha, el programa decrecentista completo es en los 9 puntos contenidos en las págs. 240-241 de “La apuesta por el decrecimiento”. En ninguno de ellos hay nada que sea incompatible con el capitalismo, antes al contrario. En suma, nada que sea útil a la regeneración del medio natural. Lo que propone es una reorganización moderada y prudente del capitalismo en un sentido vagamente ecologista, del todo compatible con el programa estratégico de aquél para las cuestiones medioambientales. Pero además, varios de los puntos son puramente demagógicos pues proponen lo que es imposible bajo el poder del capital, por ejemplo, el número 5, una afirmación de piadosos deseos. El 6, “impulsar la “producción” de bienes relacionales”, sólo puede hacer reír, ¿no ha leído Latouche a Maquiavelo y a Hobbes? Pues ¿qué sociedad nueva vamos a construir cuando partimos de textos como éste, fundamentado en el autoengaño y el engaño, comenzando por el ocultamiento del Estado, cuestión tremenda? La honradez, en primer lugar intelectual, el rigor, la verdad y el respeto al otro son los fundamentos de una sociedad renovada. Verbigracia, y para terminar, cuando exige “decretar una moratoria sobre la innovación tecnológica” ¿ha pensado en qué va a decir sobre esto el ejército?

14 Un caso particular que manifiesta la destructividad y barbarie de la sociedad actual, que está centrada en aniquilarlo y triturarlo todo, comenzando por lo humano y el ser humano, es la del caballo losino, así llamado por tener sus últimos ejemplares en el valle del Losa (Burgos), en estado semi-salvaje, como han vivido siempre. Esta singular y bien diferenciada raza equina, a la que se atribuye una existencia de

40.000 años, aparece representada en el arte rupestre (complejo cárstico de Ojo Guareña), probablemente con una antigüedad de 10.000 años, así como en la decoración escultórica de algunas iglesias románicas de la zona, siglos XII y XIII, fue llevada a su extinción de facto en los años del desarrollismo, los 60 y 70 del siglo pasado, periodo visto con admiración por Latouche. El benemérito entusiasmo de unas cuantas personas pudo reunir las pocas yeguas y sementales sobrevivientes en los primeros años 80, de manera que hoy se cuenta con unos cientos de ejemplares, lo que es, con todo, una situación inestable que, a mi juicio, no garantiza la supervivencia de esta variedad equina a largo plazo. Aterra que una especie que ha existido desde milenios conviviendo con el ser humano haya sido casi extinguida en el espacio de 20 años (1960-1980), lo que es prueba de la descomunal capacidad del actual sistema para devastar de manera ilimitada lo viviente. Consultar “La raza losina. El caballo de Las Merindades”, Eduardo Ruiz Sainz-Amor. Este caso concreto muestra que el decrecimiento, con su política de paños calientes y servilismo respecto a lo institucional, no puede resolver los problemas medioambientales.

15 En “La apuesta por el decrecimiento”, 2008, Latouche se refiere a una pretendida “unanimidad para salvar el planeta”, fantasiosa aserción que justifica con unos pocos ejemplos parciales que nada significan. Al negarse a admitir que las elites del poder, políticas, militares, académicas, intelectuales, mediáticas, religiosas y económicas, tienen su propia estrategia para las cuestiones medioambientales y que en ésta nada hay de un proyecto para “salvar el planeta”, aquél manifiesta un rasgo propio del izquierdismo y utopismo, su asombrosa capacidad para el autoengaño, para ver lo que no hay y regocijarse con lo que no existe más allá de su propia cabeza. Mirar de frente, con coraje y valentía, la realidad, regirse por el principio de que la verdad ha de ser lo primero y principal, sin amilanarse por el sufrimiento psíquico que ello crea, debería ser un principio inexcusable de higiene mental. Pero cuando se perora una y otra vez a favor de “la felicidad” y se promete más felicidad en la sociedad del decrecimiento que en la del crecimiento, entrando en una competencia repulsiva, específicamente politiquera, se nos niega la necesaria reciedumbre anímica para encarar con rigor y esfuerzo una etapa histórica tremenda por su complejidad tanto como por los sacrificios que a no tardar demandará a todas y todos. Así las cosas sólo me queda recomendar mi trabajo “Crítica de la noción de felicidad y repudio del hedonismo. Elogio del esfuerzo”, contenido en el libro “Seis estudios”. Pero ¿qué puede esperarse de quien, como Latouche, cita de forma positiva a un atorrante del calibre de Woody Allen?

16 En “Agenda Viva”, verano 2011, nº 24, contesto del modo que sigue a la pregunta “¿Cuáles son las lecturas que podemos sacar de lo ocurrido en Japón?”, en relación con el desastre nuclear de Fukushima, “deploramos lo que afecta a nuestro cuerpo pero nos mostramos mucho más tolerantes con los daños que padece nuestro espíritu… no hay masas en la calle protestando contra la mentira institucional, pero sí las hay, aunque cada vez menos, contra los desastres medioambientales… estamos acomodados a la inespiritualidad y la verdad no es apreciada… deseamos vivir… como seres puramente fisiológicos”.

17 Al respecto, debe consultarse su libro “Le projet marxiste. Analyse économique et matérialisme histórique”, 1975, (hay traducción al castellano). Se trata de un tratado de escolástica marxista, como había miles y miles en esos años, que carece de originalidad y que en sus VI capítulos se limita a glosar la parte más tediosamente economicista, por tanto extraviada y reaccionaria, de la obra de Marx. Hoy es una pieza de museo, sí, pero de sus contenidos ha sobrevivido, por desgracia, lo peor del marxismo, el dogma de la centralidad y causalidad de lo económico. Mientras no ponga fin a esta concepción, errónea, burguesa y perversa, destructiva y auto-destructiva, Latouche no podrá encarar con objetividad y verdad los problemas medioambientales. El economicismo de este autor es tan férreo que le lleva a afirmar, por ejemplo, que “la manipulación de la publicidad comercial es infinitamente (sic) más insidiosa que la de la propaganda política”, cuando el meollo de la primera es que afirma por medio del adoctrinamiento el vigente orden político, sin el cual no habría capitalismo ni, por tanto, publicidad comercial. El economicismo ciega a quienes lo padecen, les hace inhábiles para aprehender, conocer y comprender lo humano en sus infinitas expresiones no económicas. Ello es una gran tragedia, una de las más grandes de nuestro tiempo.

18 Dos trabajos sobre este ensayo de sociedad rural reconstruida son “Longo Maï. Vingt ans d’utopie communautaire”, Luc Willette, y “Longo Maï. Révolta et utopie après 68”, Beatriz Graf. El balance de este proyecto está por hacer, señalando sus aspectos positivos y negativos tanto como su adecuación a la situación en el siglo XXI.

19 De nuevo he de recomendar, como lectura y meditación, “Trabajo y capital monopolista. La degradación del trabajo en el siglo XX”, Harry Braverman, 1987. Una interpretación no económica sino sobre todo existencial, axiológica, política, cultural, histórica y moral de este decisivo texto enseña muchísimo sobre qué es el capitalismo, frente a quienes lo reducen a un mecanismo económico, a mera propiedad privada de los medios de producción, a una acumulación de dinero en particulares, a subconsumo para las clases laborantes, a una determinación de la tecnología, a nada más que explotación de los asalariados o a cualquiera de las muchas simplificaciones-falsificaciones en uso entre los ideólogos de la izquierda, siempre e inevitablemente pro-capitalistas. Admitido que es una relación social de subordinación de naturaleza total e hiper-compleja establecida entre personas reales nos situamos en un enfoque excelente para poder poner fin a su existencia, lo que no han conseguido, antes al contrario, quienes siguen atrapados por una versión economicista de su naturaleza y condición, numerosas veces refutada por la experiencia de los últimos cien años.

20 Una crítica sustantiva del decrecimiento, en sí y sus concreciones, se encuentra en “Perspectivas antidesarrollistas”, Miguel Amorós, así como en otros trabajos de este autor. Un aspecto de aquella teoría, a no olvidar, es su escasa originalidad. Sigue los Informes del Club de Roma de los años 70 del siglo pasado, de los ideólogos del llamado “crecimiento cero” y los textos de autores como E.J. Mishan, por ejemplo, su libro “Growth: the price we pay”, 1969.

21 La fuente principal para el estudio de la filosofía cínica sigue siendo la obra de Diógenes Laercio “Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres”, aunque se duda de la imparcialidad de su autor, dado que era seguidor de Epicuro, al parecer, y por tanto enemigo de los cínicos. Por lo demás, es escandalosa la manera como los profesores-funcionarios al servicio del Estado (ahora llamado de bienestar) y de la sociedad de consumo falsifican la filosofía cínica, reduciéndola a un compendio de chocarrerías y extravagancias. Dado que la gran mayoría de esos virulentos agentes del Estado son hedonistas compulsivos no pueden sino contemplar con horror al cinismo griego. Otra innoble artimaña que usan es reducir el ascetismo a un componente del cristianismo, cuando en realidad éste lo toma de los cínicos, que influyeron en la génesis del ideario cristiano original, lo que dotó a éste de un atractivo y fuerza descomunales. Lo mismo hace una buena parte del estoicismo, por ejemplo Epicteto. Sería de una gran significación para la realización de una revolución integral, por tanto emancipadora y civilizante, que lo mejor de la juventud, ellas y ellos, leyeran a los autores de la cultura clásica occidental, en la que encontrarán orientaciones, aunque no recetas, muy valiosas y acertadas para encarar positivamente muchos de los grandes problemas de nuestro tiempo, sociales e individuales. Hoy, cuando las elites del poder en Occidente repudian aquella cultura corresponde a las y los revolucionarios apreciarla, estudiarla, transmitirla y, sobre todo, vivirla. A su lado lo que en el presente se produce es poco más que quincalla y basura, con algunas excepciones muy a celebrar. Sin leer y reflexionar a los clásicos no hay cultura ni saber ni verdad.

22 Una exposición sintética de este asunto en “La crisis se come la lucha contra el cambio climático”, El País 35º Aniversario, 30-6-2011. Aduce que “llegó la crisis económica y la prima de riesgo, el paro y los tipos de interés dejaron a un lado la necesidad de reducir el anhídrido carbónico”. Apunta que en 2010 en plena caída de la actividad productiva, con estancamiento e incluso decrecimiento económico, las emisiones de gases de efecto invernadero aumentaron un 5% sobre las de 2008, año en que, desafortunadamente, fueron toda una marca. Hechos como éstos no se reducen a tal asunto sino que están dándose en casi todo lo relacionado con el medioambiente. Por ejemplo, las ayudas estatales y de Fundaciones para programas de preservación, recuperación y regeneración conocen ya recortes y muchas de ellas serán eliminadas. La verdad desnuda es que el crecimiento devasta el medio ambiente de un modo y el estancamiento o decrecimiento económico de otro, de modo que no existen soluciones en el marco del actual sistema. Lo que no están disminuyendo, ni van a disminuir en ningún caso, son las subvenciones estatales y empresariales a los colectivos y partidos “verdes” y decrecentistas, absolutamente necesarios al poder para manejar la crisis medioambiental.

23 Sobre esta fundamental cuestión, “De la intervención política”, Félix Rodrigo Mora, “Estudios” nº 1. Aprender a hacer intervenciones políticas, dotándose de la voluntad de hacerlas, es decisivo en el actual panorama político. Sólo dominando el arte de la lucha política podremos ganar una posición de ofensiva estratégica en el ámbito de las ideas y las convicciones, que es el paso fundamental en la tarea de preparar la revolución integral.

Fuente: http://es.scribd.com/doc/70124973/REVOLUCION-INTEGRAL-O-DECRECIMIENTO
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