El crédito y las contradicciones del capitalismo moderno

El sistema capitalista es intrínsecamente contradictorio en su modo de ser y de operar. Por un lado, se funda en el movedizo enriquecimiento, en la acumulación y en la concentración de la riqueza, a través de la sistemática aplicación del principio de pagar poco y vender caro, es decir, tomar de los otros lo más posible y dar a cambio lo menos posible. Por otro lado, sin embargo, todo ello se basa en una red de relaciones para cuyo mantenimiento y ampliación es necesario gozar de una buena reputación e inspirar confianza no solo a clientes y proveedores, sino también a acreedores y deudores. De hecho, normalmente el ejercicio empresarial se desarrolla, aparte de con el empleo de capital propio, también solicitando crédito, la mayor parte de las veces para poder pagar a los demás. La obtención y la concesión de crédito son operaciones indispensables en vista de la ampliación del volumen de negocios y de la posibilidad de beneficio, incluso para hacer frente a la competencia, que en cualquier caso funciona, pudiendo de tal manera asegurarse una ventaja desmesurada.

Más en general, la confianza, la fiabilidad y el crédito son los elementos esenciales y pilares fundamentales en su sistema socioeconómico basado en los intercambios y en la expectativa del respeto por las acciones contractuales y del reconocimiento de cuando se adeuda a cada uno en base al ordenamiento jurídico vigente. En la práctica, muy a menudo el intento depredador y la avidez tienden a exceder, desnaturalizar y trastornar derechos, garantías e incluso relacione crediticias y fiduciarias. A veces esto sucede de forma subrepticia y no inmediatamente perceptible o, en otras ocasiones, de manera clara, y finalmente con procedimientos legislativos tendentes a hacer legítimos y no perseguibles unos comportamientos que antes eran condenados por la ley.

Por lo que concierne al crédito en particular el que, por su misma naturaleza, no puede hacer otra cosa que infundir confianza y buena reputación, es en todo momento transparente una especie de descuido o benévola negligencia o sospechosa ineficacia a la hora de sancionar y, sobre todo, prevenir e impedir la violación de los derechos patrimoniales de los ahorradores, la confianza del público y el interés general en el correcto y ventajoso funcionamiento del sistema crediticio y financiero.

No es una forma de hablar sino una realidad absoluta que las instituciones crediticias prestan esencialmente dinero pero no ellas directamente, sino que se han comprometido contractualmente a devolverlo a otros. Sobre todo, el mecanismo de multiplicación de los depósitos, que se determina por el efecto de la creación de depósitos acumulativos a través del préstamo y la puesta a disposición del dinero recibido en depósito, es decir, en custodia, definida en sí como “irregular”, que constituye un objetivo factor del azar. De hecho, esto opera en concreto de manera que niega en los hechos lo que los bancos y los otros intermediarios crediticios garantizan contractualmente, que es la posibilidad para todos los impositores de obtener la restitución de lo que han depositado.

Dado el carácter objetivo del azar y la precariedad connatural al modo de ser y funcionar del crédito en el sistema capitalista, lo mínimo que se puede esperar es el máximo cuidado en la concesión y gestión del crédito, particularmente en la selección de la clientela de la que fiarse y de las iniciativas empresariales a financiar. Solo la perspicacia en la clientela y una cuidada cuantificación y reparto del crédito pueden garantizar la devolución en plazos razonables de las cantidades prestadas y el pago de los intereses, y la contención de las pérdidas dentro de los límites asumibles por efecto de acontecimientos difícilmente predecibles. Pero corrección y rigor en el manejo del dinero ajeno solo son una opción en el modo de gestionar el crédito por parte de una gran cantidad de banqueros pequeños y grandes, y, más en general, parecen en contradicción con la naturaleza misma del sistema capitalista.

Este sistema, bien mirado, es por su naturaleza invariablemente puesto en crisis o en discusión no solo en casos de ajustes de cuentas, como sucede cuando los depositarios se presentan en masa a pedir la restitución de sus capitales sino, como subrayaba Marc Bloch, en caso de una verificación general de las posturas deudoras crediticias. En otras palabras, el capitalismo moderno simplemente no se puede permitir garantizar el perfecto funcionamiento del sistema, que en absoluto estaría de acuerdo con los principios, siempre agitados, respecto de los derechos contractuales y de propiedad, y de equivalencia de las prestaciones correspondientes.

Y esto no solo por los actos fraudulentos y estafadores de algunos, sino sobre todo por la naturaleza y las modalidades de funcionamiento del sistema crediticio, de ahorro e inversión, especialmente si se pertenece a las clases menos pudientes e influyentes, como incluso la experiencia reciente demuestra de una manera clara, que pueden a menudo verse privados de sus haberes, sin esperanza real alguna de que un juez o un político les ayude a recuperarlos. Todo esto parecería venir a confirmar la afirmación de que un sistema capitalista que se entregase a hacer lo efectivamente correcto y riguroso, además de igualitario y no injusto, el ejercicio del crédito en su interior, se desnaturalizaría, se convertiría en algo muy diferente de lo que siempre ha sido desde su creación. La transformación de este elemento esencial y vital del capitalismo sería tan relevante que sería correcto en tal circunstancia hablar no de supervivencia de otra forma del sistema preexistente sino de su cese o sustitución.

De un punto de vista de alguna manera análogo partían Proudhon y los mutualistas cuando, a mediados del siglo XIX, propugnaron la transferencia del control de las relaciones económicas, de los banqueros y capitalistas a los trabajadores, y fueron tildados de pequeño-burgueses o charlatanes.

Parece que todavía se puede afirmar que, incluso en el ámbito de un ordenamiento capitalista, no existe motivo alguno por el que los comerciantes, banqueros o financieros deban continuar gestionando por sus propios intereses, frecuentemente en contraste patente con los de la colectividad y el código penal, el dinero de los trabajadores, pensionistas y pequeños ahorradores, sin que estos puedan influir mínimamente en su gestión y ni siquiera estar garantizados ante estafas, fraudes y enredos. Por otro lado, no se ha dicho que la reforma radical de un pilar esencial del sistema no está dispuesta a sufrir transformaciones de amplio calado que lo conduzcan a un sistema diferente, menos injusto, menos irracional y menos orientado al despilfarro y a la destrucción de recursos.

Soberanistas, identitarios y charlatanes

Charlatán es aquél que se aprovecha de la buena fe y de la credulidad de los demás en beneficio propio, la mayor parte de las veces aparentando habilidades, conocimientos y certezas que no posee.

El objetivo del charlatán no es proporcionar un servicio o resolver un problema a cualquiera, sino, fingiendo tal intención, buscar convertirse en un parásito y enriquecerse a su costa.

Obviamente, el charlatán no puede presentarse como tal abiertamente. Debe simular o exagerar aspiraciones, pasiones y sentimientos por lo general completamente ajenos a él o bien vividos con una intensidad muy inferior a la manifestada en las ocasiones públicas.

Campos privilegiados del ejercicio de la charlatanería son la política, la religión, la medicina y las finanzas, por las enormes posibilidades que ofrecen de vender humo y hacerse mantener por el prójimo.

Entre los charlatanes, los menos dotados y más desacreditados se inclinan normalmente por la política, colocándose acríticamente al servicio de cualquier causa y simulando total fidelidad y abnegación hacia ella, salvo que cambien de líder, idea y empleo apenas surja la oportunidad.

Siempre se ha dicho que en las clases pudientes al hijo inteligente se le dejaba la empresa familiar, mientras que al pícaro se le dedicaba a la carrera eclesiástica y al bueno para nada pero capaz de todo se le destinaba a la política.

Puede parecer injusto y caricaturesco generalizar de tal manera, y quizás lo sea.

Se tiene todavía la impresión, a juzgar por las experiencias recientes de países como Italia y Estados Unidos, que no se está muy alejado de la realidad al expresar juicios drásticos similares sobre la calidad del personal político, tanto el del gobierno como el de la oposición.

Es un as en la manga que en todo tiempo ha permitido superar impedimentos intelectuales y culturales, y recuperar éxitos en la arena política.

Particularmente eficaz ha resultado en la confrontación política en todo tiempo, de hecho, simular desenfrenados sentimientos patrióticos e identificarse con raíces nacionales e identitarias y con la defensa o reivindicación de la soberanía del propio país o de la propia región.

Esta propensión parecería todavía más arraigada últimamente, sobre todo aunque no exclusivamente, en los países citados, probablemente por efecto de una cierta caída o declive mental o analfabetismo político.

El éxito de los pioneros y promotores de esta cómoda manera de aprovecharse de la ingenuidad del prójimo y vivir como un pachá a su costa ha producido las más de las veces un efecto de emulación y competición, y una proliferación hoy más que nunca fuera de control de partidos y movimientos guiados por tal hatajo de ceporros y sinvergüenzas.

El secreto del éxito de tales sujetos parece residir en su disposición para todo, o sea, a cualquier acción, complicidad, mentira, arrogancia, cambio de chaqueta y traición, que otros rechazarían con horror y vergüenza. Y, en efecto, el secreto de estos movimientos y de sus líderes normalmente consiste en potentes apoyos financieros orientados a conseguir el control de partidos, medios de comunicación, votos y campañas electorales.

Tarea de los medios de comunicación controlados es transformar sistemáticamente errores, estupideces, inexactitudes, desastres, actitudes maleducadas y cabriolas léxicas del líder en manifestaciones de gran capacidad política o, según los casos y las necesidades, en descontextualizaciones, malentendidos, incomprensiones, errores de comunicación o mala fe y traición de los otros.

Se ha llegado al punto en que, más que nunca, se puede definir a la edad contemporánea como era de la post-verdad.

En realidad se debe sobre todo a la constante deformación de la realidad de los hechos por parte del poder y al éxito de muchas formaciones políticas y el carisma de sus jefes, que no por casualidad, pasan por ser grandes comunicadores y a veces lo son verdaderamente.

Obviamente la propaganda de este tipo de movimientos, para tener éxito, debe necesariamente incidir en las dificultades y problemas de la gente, las más de las veces recurriendo a la tradicional práctica del chivo expiatorio. La culpa de cualquier cosa, de la pobreza al paro, pasando por la mala calidad o carencia de los servicios públicos, debe siempre recaer sobre las minorías marginadas, migrantes, países extranjeros y complots de todo género.

Creencias de este tipo no tienen necesidad de demostración, sino que presentan grandes analogías con la religión, la magia, la alquimia y las supersticiones y, como tales, normalmente son a prueba de bombas, es decir, de la verdad.

En tal contexto, la defensa de la soberanía y de la identidad se realizará impidiendo la libre circulación de personas y mercancías entre las naciones, y con la vuelta a las monedas nacionales y a las políticas aduaneras proteccionistas.

Especialmente en materia de economía, fisco y finanzas, se tiene siempre alguna solución sencillísima al alcance de la mano incluso para los problemas más complejos y las situaciones más graves. Para la vuelta a la prosperidad y a niveles elevados de desarrollo sería suficiente la vuelta a la moneda nacional, el redimensionamiento drástico de la deuda fiscal, la reinstauración de rígidas y rigurosas barreras aduaneras y la expulsión de los migrantes a sus países de origen.

Por supuesto, para cosechar adhesiones y votos de los descontentos y de las personas en graves dificultades, no hay que señalar todas las dificultades o imposibilidades objetivas que las medidas adoptadas comportan.

A título de ejemplo, en lo que concierne al caso italiano, hay que subrayar que la enorme deuda pública acumulada, en gran parte por actividades exteriores, deberá ser reembolsada al viejo valor de la moneda común y, casi seguro, a tasas de interés muy superiores a las de la zona euro.

Esta exigencia requeriría todavía más rigor en la gestión del gasto y de los ingresos públicos.

No habría sitio, evidentemente, para devaluaciones de la moneda nacional, drásticas reducciones de la presión fiscal y financiación del gasto público deficitario, o sea, a través de la emisión de bonos por parte del banco central nacional o la posterior expansión de la deuda pública.

Y es a esto a lo que se alude cuando se habla de la recuperación de la soberanía nacional.

Un hipotético rechazo, siquiera parcial, de la deuda pública sería impracticable no solo porque marginaría sine die al país de los mercados internacionales, sino, peor todavía, porque le impediría en el futuro recurrir a este medio de financiación, mientras sus necesidades continuarían en dirección opuesta.

El crédito y la moneda

Los historiadores y los arqueólogos han constatado que el crédito y también las finanzas son muy anteriores al nacimiento de la moneda. Los préstamos y operaciones financieras de cierta complejidad han precedido en milenios a la acuñación de las primeras monedas, por lo menos en la cuenca mediterránea y en el Medio Oriente, cuna de la que después se denominará civilización occidental.

La reconstrucción del proceso histórico ahora trazada en algunos manuales de economía política, según los cuales el trueque habría precedido a la moneda, y esta última al crédito y a las grandes finanzas después, choca irremediablemente con los resultados del trabajo de historiadores y arqueólogos.

El crédito y ciertas formas no particularmente abstrusas de operaciones financieras han coexistido durante varios miles de años con el trueque, es decir, con el intercambio de bienes sin la utilización de moneda acuñada.

La escritura y también diferentes obras literarias nacieron mucho antes de la aparición de las primeras monedas acuñadas en Lidia según Heródoto, a finales del siglo XVII antes de nuestra era, y ciertamente no se ha contemplado esa época a la hora de inventarse referencias para la determinación del valor en los intercambios.

Milenios antes de la moneda existía eso que Keynes define en su tratado de la moneda como moneda de cuenta, o sea, bienes de la naturaleza más variada que se consideran útiles para satisfacer necesidades. Esto resulta bastante evidente de la lectura de antiguos escritos incluso de contenido no económico, y de obras literarias anteriores a la moneda, como la Epopeya de Gilgamesh, y la Ilíada y la Odisea.

Desde un punto de vista temporal sería correcto decir que la moneda nació del crédito y no viceversa, pero no merece la pena estrujarse el cerebro, sobre todo porque tal afirmación sería válida solo en sentido amplio.

De hecho, la elección de metales preciosos para acuñar moneda es el resultado de una selección milenaria de mercancías que poco a poco han sido utilizadas como valores de medida, medios de intercambio y bienes de reserva, para después ser sustituidas y otra vez volver a tener la misma función en épocas sucesivas, con milenios de distancia.

Hay que subrayar que las sociedades y las economías antiguas, medievales, modernas y contemporáneas se han fundado más sobre el crédito que sobre la moneda, la cual a menudo ha sido abandonada incluso en largos periodos, mientras que, incluso bajo la forma de trueque, el crédito ha seguido funcionando.

Por otro lado, la moneda ha sido una mercancía, aunque en el último periodo en un sentido algo vago, hasta llegar todo sumado a época más reciente.

De hecho, y solo con la suspensión formal y la práctica supresión de la convertibilidad del dólar en oro, la moneda ha perdido totalmente, y ahora se puede decir que definitivamente, su referencia a una mercancía, adquiriendo, como dice Galbraith, una personalidad diferente.

Solo con la declaración de inconvertibilidad del dólar del 15 de agosto de 1971, el así llamado “Nixon shock”, la moneda ha perdido cualquier carácter residual de la medida oro y se ha pasado del curso fiduciario del papel al curso forzoso.

Antes del paso al euro, incluso los billetes emitidos por los bancos centrales de los países europeos llevaban escrito que el banco pagaría al portador su valor en monedas, aunque en la práctica esto no servía para nada, pero era un vestigio de un eficaz curso fiduciario, o sea, de efectiva convertibilidad.

El curso forzoso actualmente vigente en casi todo el planeta significa que el portador se debe contentar con trozos de papel privados de todo valor intrínseco, cuyo valor de cambio está determinado únicamente por el número que lleva impreso. Puede decirse en cierto sentido que la moneda ha adquirido naturaleza de puro espíritu, de puro símbolo de valor, que era el presagio de muchos filósofos de la antigüedad y del Medioevo, pero también de épocas más recientes. Pero también puede decirse, frívolamente, que se ha vuelto otra vez y de manera más clara e inequívoca, a una situación en la que son evidentes la primacía y el papel de la confianza en el sistema socioeconómico capitalista.

La moneda, los depósitos bancarios y los productos financieros tienen actualmente un valor tanto en cuanto suscitan la confianza de que seguirán funcionando como valores y disponibilidad líquida fungible, si no inmediatamente, al menos en un plazo razonablemente breve. Hay en todo esto un ineludible e innegable elemento de irracionalidad.

Los ahorradores y los inversores, en la práctica gran parte de la humanidad, especialmente en situaciones de crisis y de incertidumbre, se ven forzados (y en parte no pueden hacer otra cosa individualmente) a guardar, es decir, a atesorar, trozos de papel carentes de valor, y confiar en la suerte, con el fin de que les ahorre la bancarrota por haber confiado los recursos propios a algún banquero o financiero golfante o incluso incapaz.

En la práctica, los ahorradores y también los productores y consumidores, se comportan de manera análoga a la de los primeros tiempos del capitalismo moderno, que en los siglos XVII y XVIII atesoraba y se deshacía de monedas de metales preciosos adecuando en la práctica la circulación monetaria a las necesidades del intercambio. En la actualidad se atesoran trozos de papel sin valor.

Se debe admitir todavía que, al menos en condiciones particulares de crisis, inestabilidad e incertidumbre, esas teorías elaboradas hace tanto tiempo con referencia a un ordenamiento económico y monetario muy diferente al actual, parecen de alguna manera funcionar todavía.

El capitalismo, por efecto de su más reciente evolución, parece ser más vulnerable e irracional, pero seguramente se trata en gran medida de apariencia, y las últimas transformaciones no han hecho más que hacer más evidente y marcado su carácter natural.

Francesco Mancini

Publicado en el periódico anarquista Tierra y Libertad, marzo de 2019

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