Socialismo de Estado y anarquismo: En qué coindicen y en qué difieren – Benjamin Tucker

Socialismo de Estado y anarquismo: En qué coindicen y en qué difieren

Probablemente, ningún movimiento de agitación ha conseguido nunca tal número de sus adherentes o ha gozado de un área de influencia tan amplia como el socialismo moderno, siendo al mismo tiempo tan poco y tan mal entendido, no sólo por los hostiles y los indiferentes, sino también por los simpatizantes e incluso por la gran mayoría de sus adherentes. Esta situación, tan desafortunada como peligrosa, es en parte debida al hecho de que las relaciones humanas que este movimiento — si algo tan caótico puede ser llamado movimiento — busca transformar, no son las de una sola clase o clases especiales, sino literalmente las de toda la humanidad; en parte también a que estas relaciones son de una naturaleza infinitamente más variada y compleja que aquellas con las que se ha ocupado cualquier otro movimiento de reforma política; y también en parte al hecho que las grandes fuerzas formadoras de la sociedad, los canales de información y de educación, están casi exclusivamente bajo el control de aquellos cuyos intereses pecuniarios inmediatos están en antagonismo con la más básica reclamación del socialismo: que el trabajador debe convertirse en dueño de su propio trabajo.

Se puede decir que casi las únicas personas que comprenden, aunque sea de un modo aproximado, el significado, los principios y los propósitos del socialismo son los dirigentes principales de los sectores extremos de las fuerzas sociales, y quizás unos pocos de los mismos magnates financieros. Es un tema que últimamente se ha puesto bastante de moda entre predicadores, profesores y escritores de a centavo y éstos han hecho, en su mayor parte, un trabajo tan horrible con ello, que suelen provocar la burla y el desprecio de aquellos competentes para juzgar. Es evidente que las personas prominentes en las tendencia socialistas intermedias no entiendan completamente de qué se tratan los postulados que defienden ni los objetivos a que aspiran. Si realmente los comprendieran, si pensaran de manera coherente y lógica o si fueran lo que los franceses llaman hombres consequent, haría mucho que su razón les hubiera hecho inclinarse a uno u otro extremo.

Es curioso que los dos extremos del vasto contingente que nos ocupa, aunque unidos, como hemos mencionado antes, por la causa común de que el trabajador entre en posesión de sus propios medios, están, sin embargo, más diametralmente opuestos entre sí en sus principios fundamentales de acción social y en sus métodos para alcanzar los objetivos proclamados, que lo están cada uno de ellos frente a su enemigo común, la sociedad actual. Esta oposición diametral está basada en dos principios cuyos conflictos son tan antiguos como la historia del mundo desde que el hombre apareció en él; y todos los demás sectores, incluyendo a los defensores de la actual sociedad, se sitúan en un punto intermedio entre estos dos principios. Está claro entonces que cualquier oposición inteligente y profunda al orden establecido debe proceder de uno u otro de estos dos extremos, pues cualquier alternativa de otra fuente, en lugar de tener un carácter revolucionario, sólo podrá ser una modificación superficial, totalmente incapaz de atraer hacia sí el grado de atención actualmente concedido al socialismo moderno.

Los dos principios a los que nos referimos son los de Autoridad y Libertad, y los nombres de las dos escuelas de pensamiento socialista que sin reservas y totalmente representan al uno y al otro son, respectivamente, el Socialismo de Estado y el Anarquismo. Aquel que sabe qué quieren estas dos escuelas y cómo se proponen conseguirlo entiende al movimiento socialista. Pues, del mismo modo que se ha dicho que no existe un camino intermedio entre Roma y la Razón, también se puede decir que no hay un camino intermedio entre el Socialismo de Estado y el Anarquismo. Hay de hecho, dos corrientes fluyendo sostenidamente desde el centro de las fuerzas socialistas y que se están concentrando a la derecha y a la izquierda; y si el socialismo llega a prevalecer, una de las posibilidades es que, después que este movimiento de separación se haya completado y el orden existente haya sido aplastado entre los dos campos, el último y más amargo conflicto esté todavía por llegar. En ese caso, todos los hombres de las 8 horas, todos los sindicalistas, todos los Caballeros del Trabajo, todos los que apoyan la nacionalización de la tierra, todos los militantes del Partido «Greenbank»[1], y, en resumen, todos los miembros de los mil y un diversos batallones que integran el gran ejército del Trabajo, deberán desertar de sus antiguos puestos, y, habiéndose colocado a un lado o el otro, comenzará la gran batalla. Establecer lo que significaría una victoria total del Anarquismo o una victoria total del Socialismo de Estado, es el propósito de este artículo.

Para hacer esto de una manera clara, sin embargo, debo primero describir los rasgos comunes de ambos, aquellos que hacen que llamemos a ambos Socialistas.

Los principios económicos del Socialismo Moderno son una deducción lógica del principio expuesto por Adam Smith en los primeros capítulos de su «Riqueza de las Naciones»: que el trabajo es la verdadera medida del precio. Pero Adam Smith, después de haber establecido este principio de la manera más clara y concisa, lo abandonó para dedicarse a mostrar cómo realmente se establecen los precios y cómo, por lo tanto, la riqueza es distribuida en la actualidad. Desde sus días casi todos los economistas políticos han seguido su ejemplo y limitado su función a la descripción de la sociedad tal como es, en sus fases industrial y comercial. El Socialismo, por el contrario, extiende sus funciones a la descripción de la sociedad tal como debe ser, y al descubrimiento de los medios necesarios para lograr este objetivo. Medio siglo o después de que Smith enunciara este principio, el Socialismo lo tomó donde él lo había abandonado y, al llevarlo hasta sus últimas consecuencias lógicas, lo convirtió en la base de una nueva filosofía económica.

Esta labor parece haber sido realizada en forma independiente y por tres hombres diferentes, de tres diferentes nacionalidades, en tres diferentes idiomas: Josiah Warren, un norteamericano; Pierre J. Proudhon, un francés y Karl Marx, un judío alemán. Que Warren y Proudhon llegaron a sus conclusiones por su cuenta y sin ayuda, está comprobado; pero no es seguro que Marx no esté en deuda con Proudhon por sus ideas económicas. Sin embargo, aunque fuera así, la presentación que Marx hizo de sus teorías fue en tantos aspectos tan peculiar y propia, que es justo que se le reconozca su originalidad. Que el trabajo de este interesante trío haya sido hecho casi simultáneamente parece indicar que el Socialismo estaba en el ambiente, que la época estaba madura y la condiciones eran favorables para la aparición de esta nueva escuela de pensamiento. En lo que a prioridad en el tiempo se refiere, el crédito parece pertenecer a Warren, el americano, — un hecho que deberían tener en cuenta los oradores callejeros, tan amigos de atacar a al Socialismo por ser un artículo importado. Warren, además, proviene de la más pura sangre revolucionaria, pues desciende del Warren que cayó en Bunker Hill.[2]

Del principio de Smith de que el trabajo es la verdadera medida del precio — o, como lo expresó Warren, que el costo es el límite apropiado del precio — estos tres hombres extrajeron a las siguientes conclusiones: que el salario natural del trabajo es igual a su producto; que este salario, o producto, es la única fuente legítima de ingresos (dejando de lado, por supuesto, los regalos, las herencias, etc); que todos los que derivan ingresos de cualquier otra fuente lo sustraen directa o indirectamente del natural y justo salario del trabajo; que este proceso de substracción generalmente toma tres formas, — interés, renta y lucro; que estas tres formas constituyen la trinidad de la usura[3], y son simplemente diferentes métodos de imponer un tributo por el uso de capital; que siendo el capital simplemente trabajo almacenado que ha recibido ya su pago completo, su uso debe ser gratuito, bajo el principio que el trabajo es la única base del precio; que el prestamista de capital se merece el retorno intacto de la cantidad que prestó, y nada más; que la única razón por la cual el banquero, el accionista, el terrateniente, el fabricante, y el mercader están capacitados para extraer usura desde el trabajo yace en el hecho de que están respaldados por privilegios legales o monopolios, y que la única manera de asegurar que el trabajo reciba el salario natural — es decir, su producto íntegro — consiste en derribar los monopolios.

No se debe inferir que Warren, Proudhon o Marx usaron exactamente esta fraseología o siguieron al pie de la letra esta línea de pensamiento, pero ella indica de manera bastante clara las bases fundamentales adoptadas por los tres y la parte sustancial de su pensamiento hasta el punto en que coinciden. Y, para que no se me acuse de estar exponiendo las posiciones de estos hombres incorrectamente, debo decir que los he enfocado con gran amplitud, y que, con el propósito de lograr una nítida, vívida, y enfática comparación y contraste, me he tomado considerables libertades con su pensamiento reordenándolo, y exponiéndolo a menudo con mis propias palabras, a pesar de lo cual no creo haber interpretado mal ningún elemento fundamental del mismo.

Fue en este punto — la necesidad de derribar los monopolios — que sus caminos se separaron. Aquí la ruta se bifurca. Se dieron cuenta de que debían doblar a la derecha o a la izquierda, seguir la ruta de la Autoridad o la de la Libertad. Marx siguió un camino, y Warren y Proudhon siguieron el otro. Así nacieron el Socialismo de Estado y al Anarquismo.

Ocupémonos primero del Socialismo de Estado, al que podemos definir como la doctrina según la cual todos los asuntos de los hombres deben ser manejados por el gobierno, independientemente de la preferencias individuales.

Marx, su fundador, concluyó que la única manera de abolir los monopolios de clase era centralizar y consolidar todos los intereses industriales y comerciales, todas las agencias y organismos de producción y distribución, en un vasto monopolio controlado por el Estado. El gobierno debe convertirse en banquero, fabricante, agricultor, transportista, y mercader, y no debe sufrir ninguna competencia en estas áreas. Tierra, máquinas, y todos los instrumentos de producción deben ser arrebatados de las manos individuales, y hechos propiedad de la colectividad. El individuo sólo debe poseer los productos a ser consumidos, pero no los medios para producir esos productos. Un hombre puede poseer sus ropas y su alimento, pero no la máquina de coser con que hace sus camisas ni el azadón con que desentierra sus papas. Producto y capital son esencialmente cosas diferentes; el primero pertenece a los individuos, el segundo a la sociedad. La sociedad debe hacerse dueña del capital que le pertenece, por la vía electoral si es posible o por medio de la revolución si fuera necesario. Una vez en posesión del capital, lo debe administrar bajo el principio del bienestar de la mayoría, a través de su órgano, el Estado, el cual se encarga de la producción y la distribución, fija los precios por la cantidad de trabajo involucrada, y emplea a toda la gente en sus talleres, granjas, almacenes, etc. La nación se transformará en una vasta burocracia, y cada individuo en un funcionario del Estado. Todo deberá ser hecho a precio de costo, sin que nadie pueda extraer ganancia. Los individuos no podrán poseer capital y nadie podrá emplear a ningún otro, ni siquiera a sí mismo. Toda persona será un asalariado, y el Estado el único empleador. Aquel que no trabaje para el Estado deberá exponerse a morir de hambre o, más probablemente, ir a la cárcel. Toda libertad de comercio deberá desaparecer. La competencia deberá ser completamente barrida. Toda actividad industrial y comercial estará centralizada en un vasto, enorme y totalizador monopolio. El remedio contra los monopolios es el monopolio.

Tal es el programa económico del Socialismo de Estado que adoptó Karl Marx. No es éste el momento para describir la historia de su crecimiento y progreso. En los Estados Unidos los partidos que lo propugnan son el Partido Socialista Obrero, que pretende seguir a Karl Marx; los Nacionalistas, que siguen a Karl Marx filtrado a través de Edward Bellamy; y los Socialistas Cristianos, que siguen a Karl Marx filtrado a través de Jesucristo.

Las consecuencias de esta aplicación del principio de Autoridad en la esfera económica, son muy evidentes. Significa, finalmente, el absoluto control por la mayoría de toda conducta individual. El derecho a tal control ya es admitido por los Socialistas de Estado, aunque ellos mantienen que, de hecho, al individuo se le permitirá mucha más libertad que la que disfruta actualmente. Pero esta libertad será sólo una concesión y ningún individuo podrá reclamarla como suya propia. La sociedad no estará fundada sobre la garantía del disfrute igualitario de la mayor libertad posible. Tal libertad, en caso de existir, sería muy difícil de ejercer y podría ser suprimida en cualquier momento. Las garantías constitucionales no serían de ningún provecho. La constitución de un país con socialismo de Estado constaría de un solo artículo: «El derecho de la mayoría es absoluto».

La historia de los gobiernos y los pueblos no avala, sin embargo, la pretensión de los Socialistas de Estado, de que este derecho no será ejercido en las más privadas e íntimas relaciones de la vida del individuo. El poder ha tendido siempre a crecer, a aumentar su esfera de acción, el avanzar más allá de los límites que se le han fijado; y cuando el hábito de resistir tal usurpación no es incentivado, y no se enseña al individuo a ser celoso de sus derechos, la individualidad gradualmente desaparece y el gobierno o el Estado se convierten en la totalidad. Al control, naturalmente, acompaña la responsabilidad. Bajo el sistema del Socialismo de Estado, por lo tanto, que hace a la comunidad responsable por la salud, la riqueza y la prudencia del individuo, es evidente que la comunidad, a través de su expresión mayoritaria, insistirá más y más en prescribir las condiciones de salud, riqueza y prudencia, limitando y finalmente destruyendo la independencia individual y con ella todo el sentido de la responsabilidad individual.

En consecuencia, independientemente de lo que los Socialistas de Estado puedan reclamar o negar, sus sistema, si se adopta, está condenado, más tarde o más temprano, a terminar en una religión del Estado, a cuya manutención todos deberán contribuir y ante cuyo altar todos deberán postrarse; a un Sistema Estatal de Medicina, con cuyos médicos todos los pacientes se deberán tratar; a un Sistema Estatal de Higiene, que prescribirá lo que todos deban y no deban comer, beber, vestir, y hacer; a un Código Estatal de Moral, que no se contentará con castigar el crimen, sino que también prohibirá lo que la mayoría considere vicio; a un Sistema Estatal de Educación, que eliminara todas las escuelas privadas, academias y colegios; a un Sistema Estatal de Guarderías, en las que todos los niños deberán ser criados en común a costa del presupuesto general; y finalmente, una Familia Estatal, con un intento de eugenesia, o procreación científica, en el cual a ningún hombre o mujer se le permitirá tener niños si el Estado lo prohíbe, ni rehusar tenerlos si el Estado se lo ordena. Así la Autoridad lograra su clímax y el Monopolio llegará a su cumbre de poder.

Tal es el ideal consecuente del Socialismo de Estado, tal es la meta que yace al final de la ruta tomada por Karl Marx. Veamos ahora los avatares de Warren y Proudhon, que tomaron el otro camino, el de la Libertad.

Esto nos lleva al Anarquismo, al que podemos definir como la doctrina según la cual todos los asuntos del hombre deben ser manejados por los individuos o las asociaciones voluntarias, y que el Estado debe ser abolido.

Cuando Warren y Proudhon prosiguieron su búsqueda de justicia para el trabajo y se enfrentaron cara a cara con el obstáculo de los monopolios de clase, se dieron cuenta de que esos monopolios se basaban en el principio de Autoridad, y concluyeron que lo que había que hacer no era fortalecer la Autoridad y, por lo tanto, crear un monopolio universal, sino desenraizar por completo la Autoridad y dar rienda suelta al principio opuesto, el de la Libertad, haciendo a la competencia, antítesis del monopolio, universal. Vieron en la competencia el gran nivelador de los precios hasta alcanzar el costo de producción del trabajo, en lo que coincidían con los economistas clásicos. En ese momento, la cuestión que naturalmente se presento ante ellos fue ¿porqué los precios no coinciden con el costo del trabajo?; ¿donde se generan los espacios para adquirir ingresos fuera del trabajo?; en una palabra, ¿porque existen el usurero, el receptor de intereses, renta, y lucro? La respuesta fue encontrada en el actual desequilibrio de la competencia, en su carácter unilateral. Descubrieron que el capital ha manipulado la legislación para permitir una competencia ilimitada en el suministro de la fuerza de trabajo, manteniendo los salarios de hambre o en un puro nivel de subsistencia; que una gran competencia es permitida en el suministro del trabajo de distribución, o el trabajo de las clase mercantil, manteniendo así, no los precios de los bienes, sino el lucro que los mercaderes derivan de esos bienes muy próximo a la justa recompensa por el trabajo de esos mercaderes; pero que, por el contrario, no se permite casi ninguna competencia en el suministro de capital, de cuyo apoyo dependen tanto el trabajo productivo como el distributivo para su poder adquisitivo, manteniendo así la tasa de interés del dinero, el alquiler o renta de viviendas y bienes inmuebles y el alquiler o renta de la tierra a un precio tan alto como las necesidades de la gente puedan soportarlo.

Al descubrir esto, Warren y Proudhon acusaron a los economistas de tener miedo de su propia doctrina. Los seguidores de la Escuela de Manchester fueron llamados inconsecuentes. Creían en la libre competencia entre los trabajadores para reducir sus salarios, pero no en la libre competencia entre los capitalistas para reducir su usura. El laissez-faire era bueno para el trabajo pero no para el capital. Cómo corregir esta inconsistencia, cómo someter a los capitalistas a la competencia, como poner al capital al servicio tanto del hombre de negocios como del trabajador al precio de costo, o sea libre de usura, ese era el problema.

Marx, como hemos visto, resolvió el problema al declarar al capital una cosa diferente del producto, y mantener que el capital pertenecía a la sociedad, que debe ser capturado por ésta y empleado para el beneficio de todos por igual. Proudhon, por el contrario, despreció esta distinción entre capital y producto. Mantuvo que capital y el producto no son diferentes clases de riqueza, sino simplemente condiciones o funciones alternativas de la misma riqueza; que toda la riqueza sufre una incesante transformación de capital a producto y, nuevamente, de producto a capital, que este proceso se repite interminablemente, que capital y producto son términos puramente convencionales; que lo que es producto para un hombre inmediatamente se convierte en capital para otro, y viceversa; que si hubiera una sola persona en el mundo, toda la riqueza sería para él, al mismo tiempo, capital y producto; que el fruto de la labor de A es su producto, el cual, al ser vendido a B, se transforma en el capital de B (a menos que B sea un consumidor no productivo, en cuyo caso sería simplemente riqueza gastada, lo que queda fuera del ámbito de la economía política);que una máquina a vapor es tan producto como una capa, y que una capa es tan capital como una máquina a vapor; y que las mismas leyes de igualdad que gobiernan la posesión de uno gobiernan la posesión del otro.

Por estas y otras razones Proudhon y Warren se encontraron incapaces de sancionar cualquier plan de captura del capital por la sociedad. Pero, aunque opuestos a la socialización de la propiedad del capital, eran partidarios, sin embargo, de socializar sus efectos al hacer su uso beneficioso para todos en lugar de un medio para empobrecer a muchos y enriquecer a unos pocos. Y cuando la luz se hizo en su mente, vieron que esto podía ser logrado al someter al capital a la ley natural de la competencia, llevando así el precio de su uso al nivel del precio de costo, — esto es, nada más de los gastos incidentales de su manipulación y transferencia. En consecuencia, levantaron la bandera de la Libertad Absoluta de Comercio, tanto del comercio nacional como internacional, convirtiendo al laissez faire en regla universal, consecuencia lógica de la doctrina de Manchester. Bajo esta bandera comenzaron su lucha contra los monopolios, ya sea el monopolio totalitario de los Socialistas de Estado, o los distintos monopolios de clase que hoy prevalecen.

De los últimos distinguieron cuatro de importancia principal: el monopolio del dinero, el monopolio de la tierra, el monopolio de los aranceles o tarifas, y el monopolio de las patentes.

El monopolio que consideraron más importante, debido a sus nocivos efectos, era el monopolio del dinero, que consiste en el privilegio dado por el gobierno a ciertos individuos, o a quienes detentan ciertos tipos de propiedad, a poner en distribución los medios de cambio, un privilegio que es actualmente fiscalizado en este país por una impuesto nacional de 10%, sobre cualquier otra persona que intente poner en circulación un medio de cambio, y por leyes estatales que consideran un delito la distribución de moneda. El resultado es que los beneficiarios de este privilegio controlan las tasas de interés, el precio de los alquileres de las casas y edificios, y los precios de los bienes y mercancías en general, — las primeras directamente, y los dos últimos de forma indirecta. Según Proudhon y Warren, si el negocio de la banca fuera libre para todos, cada vez entrarían en él más y más personas hasta que la competencia reduciría las tasa de interés de los préstamos al costo del trabajo de gestionar el préstamo, que las estadísticas muestran que es menor del 0,75%. En ese caso los millares de personas que actualmente se abstienen de entrar en un negocio por las ruinosamente altas tasas de interés que deben pagar por el capital que necesitan para comenzar y mantener su negocio hallarían muchas menos dificultades en su camino. Si ellos tienen propiedad que no desean convertir en dinero a través de su venta, un banco puede tomarla como garantía de un préstamo por una cierta proporción de su valor de mercado a menos del 1% de descuento. Si ellos no tienen propiedad pero son personas industriosas, honestas y capaces, serán capaces, por lo general, de obtener un número suficiente de avales conocidos y solventes, y de esta manera serían capaces de recibir un préstamo bancario en condiciones igualmente favorables. Así, las tasas de interés caerán a plomo. Los bancos, en realidad, no estarán prestando capital sino haciendo negocio con el capital de sus clientes. Negocio que consistirá, básicamente, en un intercambio de los conocidos y ampliamente disponibles créditos de los bancos por los créditos desconocidos, pero igualmente buenos, de los clientes y un cargo consiguiente de menos del 1%, no como un interés por el uso del capital, sino como un pago por el trabajo de gestión bancaria. Esta facilidad de adquirir capital daría un impulso nunca visto a los negocios y, en consecuencia, crearía también una demanda nunca vista de trabajo. Una demanda que siempre estará por encima de la oferta, precisamente lo contrario de la condició n actual del mercado laboral. Se harían realidad así las palabras de Richard Cobden[4] cuando dice que si dos trabajadores andan detrás de un empleador, los salarios caen, pero que si dos empleadores andan detrás de un trabajador, los salarios suben. El trabajo estaría en condición de dictar sus salarios, y asegurar así su salario natural, el producto entero. Así, de un solo golpe se harían bajar las tasas de interés y subir los salarios. Pero esto no es todo. Caería el lucro también. Porque los mercaderes, en lugar de comprar a crédito y a precios altos, conseguirían dinero en los bancos a menos del 1% de interés, comprarían al contado y a precios bajos y, correspondientemente, reducirían los precios de sus bienes al consumidor. Y de esta manera caerían también los alquileres de los inmuebles. Porque nadie que pueda conseguir capital al 1% de interés con el cual construir una casa por si mismo aceptaría pagar renta a un consorcio de la construcción o a un dueño de casa a una tasa más alta que esa. Y tales son las consecuencias que, según Warren y Proudhon, derivarán de la simple abolición del monopolio del dinero.

Segundo en importancia es el monopolio de la tierra, cuyos efectos nocivos se ven, sobre todo, en países predominantemente agrícolas como Irlanda. Este monopolio consiste en que el gobierno otorga títulos de propiedad sobre la tierra a personas que no son, necesariamente, las que la ocupan y cultivan. Warren y Proudhon advirtieron claramente que, tan pronto como los individuos dejaran de ser protegidos por sus pares en nada que no sea la instalación y cultivo personal de la tierra, la renta de ésta desaparecería, y así la usura tendría una pierna menos sobre la cual sostenerse. Sus seguidores de hoy estamos dispuestos a modificar este enunciado y admitir que la muy pequeña fracción de renta de la tierra que no descansa en el monopolio, sino en la superioridad del suelo o del sitio, continuará existiendo por un tiempo y quizá por siempre, aunque tenderá siempre a un mínimo en situación de libertad. Pero la desigualdad de los suelos que da lugar a la renta económica de la tierra, así como la desigualdad en los talentos humanos que da lugar a la renta del rendimiento en el trabajo, no es una causa de preocupación seria ni siquiera para el más apasionado enemigo de la usura, pues su naturaleza no es la de una semilla de la cual otras y más graves desigualdades pueden surgir, sino más bien la de una rama decadente que acabará por marchitarse y caer.

En tercer lugar, el monopolio de los aranceles o tarifas, que consiste en fomentar la producción a altos precios y bajo condiciones desfavorables al gravar con impuestos a aquellos que fomentan la producción a bajos precios y en condiciones favorables. El efecto negativo de este monopolio podría ser llamado falsa usura más que usura, porque obliga al trabajador a pagar un impuesto, no por el uso del capital, sino más bien por el mal uso del mismo. La abolición de este monopolio resultaría en una gran reducción de los precios de todos los artículos gravados con impuestos, y el ahorro que esto supondría para los trabajadores que consumen esos artículos sería un paso más hacia la consecución del salario natural de su trabajo, su producto entero. Proudhon admitió, sin embargo, que la abolición de este monopolio antes de la abolición del monopolio del dinero sería una política desastrosa y cruel. En primer lugar, por que los efectos negativos de la escasez de dinero, escasez creada por el monopolio del mismo, serían intensificados por el flujo de dinero hacia el exterior del país causado por el aumento de las importaciones sobre las exportaciones, y en segundo lugar, porque los trabajadores del país que están ahora empleados en las industrias protegidas quedarían a la intemperie y enfrentando el peligro de morirse de hambre al no existir la demanda insaciable de trabajo que un sistema competitivo de dinero crearía. Proudhon insistió que, como una condición previa para el libre comercio de bienes con los países extranjeros, debe existir libertad de comercio con el dinero al interior del país, con la consiguiente abundancia de dinero y de trabajo.

En cuarto lugar, el monopolio de las patentes, que consiste en la protección de los inventores y autores contra la competencia por un período lo bastante largo como para permitirles extraer una recompensa muy por encima del trabajo empleado — o en otras palabras, en dar a cierta gente un derecho de propiedad por un período de años sobre las leyes de la Naturaleza, y el poder de gravar con tributos a otros por la utilización de esta riqueza natural, que debe estar abierta a todos. La abolición de este monopolio infundiría en sus exbeneficiarios un sano temor a la competencia, temor que les haría sentirse satisfechos con un pago por sus servicios igual al que otros trabajadores obtienen por los suyos, y asegurarlo al colocar sus productos y trabajos en el mercado desde el principio a precios tan bajos que su línea de negocios no sería más tentadora para los potenciales competidores que otras líneas.

El desarrollo de este programa económico consistente en la destrucción de estos monopolios y su sustitución por la más libre y amplia competencia condujo a sus autores a la percepción del hecho que todo su pensamiento descansaba sobre un principio fundamental, la libertad del individuo, su derecho de soberanía sobre si mismo, sus productos y sus asuntos, y de rebelión contra los dictados de la autoridad externa. Tal como la idea de quitar el capital a los individuos y dárselo al gobierno encaminó a Marx en una ruta que termina en hacer al gobierno todo y al individuo nada, igualmente la idea de quitar el capital de los monopolios patrocinados por el gobierno y ponerlo al alcance fácil de todos los individuos encaminó a Warren y a Proudhon por una ruta que termina en hacer al individuo todo y al gobierno nada. Si el individuo tiene derecho a gobernarse a sí mismo, toda autoridad externa es tiranía. De aquí se sigue, lógicamente, la necesidad de abolir el Estado. Esta fue la conclusión natural a la cual Warren y Proudhon llegaron, y se convirtió en el artículo fundamental de su filosofía política. Es la doctrina que Proudhon llamó An-arquismo, una palabra derivada del griego, que no significa necesariamente ausencia de orden, como generalmente se supone, sino ausencia de dominio. Los anarquistas son, simplemente, demócratas jeffersonianos[5] hasta las últimas consecuencias y sin miedo de éstas. Ellos creen que «el mejor gobierno es el que menos gobierna», y el que gobierna menos es el que no gobierna en absoluto. Niegan a los gobiernos apoyados por impuestos obligatorios incluso la simple función policial de proteger a las personas y a la propiedad. La protección es un cosa a ser asegurada, en la medida de lo necesario, por asociaciones voluntarias y cooperación para la autodefensa, o como un bien a ser comprado, como cualquierotro bien, a las personas que ofrecen la mejor protección al menor precio. Desde su punto de vista, es una invasión de la libertad del individuo obligarlo a pagar para sufrir una protección que no ha sido solicitada y que no es deseada por él. Además establecen que la protección se volverá cada vez más innecesaria en el libre mercado, después que la pobreza y consecuentemente el crimen hayan desaparecido a través de la realización de su programa económico. Los impuestos obligatorios son el principio vital de todos los monopolios, y la resistencia pasiva, pero organizada contra el cobrador de impuestos, realizada en el momento apropiado, será uno de los métodos más efectivos de lograr sus propósitos.

Su actitud en esto es la clave para su actitud en todas las otras cuestiones de naturaleza política o social. En religión son ateos en lo que concierne a sus propias opiniones, pues ellos ven a la autoridad divina y la sanción religioso de la moral como el principal pretexto utilizado por las clases privilegiadas para el ejercicio de la autoridad humana. «Si Dios existe», dijo Proudhon, «es el enemigo del hombre». Por su parte, el gran nihilista ruso Mijaíl Bakunin[6] en respuesta al famoso epigrama de Voltaire, «Si Dios no existiera, habría que inventarlo», opuso su proposición antitética: «Si Dios existiera, habría que abolirlo». Pero, aunque se oponen a la jerarquía divina, en la cual no creen, los anarquistas defienden firmemente creían en la libertad de creer y se oponen diametralmente a cualquier negación de dicha libertad.

Del mismo modo que creen en el derecho de cada individuo a ser o seleccionar su propio sacerdote, creen en su derecho a ser o seleccionar su propio doctor. Ningún monopolio en teología y ningún monopolio en medicina. Competencia en todas partes y siempre; consejo espiritual y consejo médico elegidos o rechazados sobre la base de su propio mérito. Y este principio de libertad debe ser seguido tanto en medicina como en higiene. El individuo debe decidir por si mismo no sólo qué hacer para mejorarse, sino también qué hacer para mantenerse bien. Ningún poder externo debe dictarle lo que él debe o no debe comer, beber, vestir, o hacer.

Tampoco proporciona el anarquismo ningún código moral a ser impuesto al individuo. «Ocúpate de tus propios asuntos» debe ser la única ley moral. La interferencia con los asuntos del otro es el principal y único crimen, y como tal debe ser apropiadamente resistido. De acuerdo con este punto de vista, los anarquistas ven los intentos de suprimir arbitrariamente el vicio como crímenes en si mismos. Creen que la libertad y el consecuente bienestar social serán la cura segura para todos los vicios. Pero reconocen el derecho del borracho, el apostador, el vagabundo y la prostituta a vivir su vida tal como la han elegido hasta que libremente elijan abandonarla.

En el tema de la manutención y crianza de los niños los anarquistas no apoyan la guardería comunista que los socialistas de Estado favorecen ni los sistemas de escuela comunitarios que hoy prevalecen. La niñera y el profesor, como el médico y el predicador, deben ser seleccionados voluntariamente, y sus servicios deben ser pagados por aquellos que los eligen. No se debe privar a los padres de sus derechos, y no se deben imponer a otros las responsabilidades familiares.

Incluso en materia tan delicada como la de las relaciones entre los sexos los anarquistas no retroceden en la aplicación de sus principios. Reconocen y defienden el derecho de cualquier hombre y cualquier mujer de amarse o vivir juntos por el tiempo que ellos libremente decidan. El matrimonio y el divorcio legal son considerados igualmente absurdos. Esperan que, en el futuro, cada individuo, ya hombre o mujer, sea autosuficiente y tenga un hogar independiente, sea una casa separada o una habitación en una casa con otras personas; que las relaciones amorosas entre los individuos independientes sean tan variadas como las atracciones e inclinaciones individuales; y que los niños nacidos de esas relaciones pertenezcan exclusivamente a las madres hasta que tengan edad suficiente para pertenecerse a ellos mismos.

Tales son las principales características del ideal social anarquista. Existen amplias diferencias de opinión entre aquellos que sostienen este ideal acerca de la mejor manera de lograrlo. El tiempo impide el tratamiento de ese tema aquí. Simplemente llamaré la atención sobre el hecho de que es un ideal completamente inconsistente con el de aquellos Comunistas que falsamente se hacen llamar Anarquistas al mismo tiempo que proclaman un régimen de Arquismo tan despótico como el de los mismos Socialistas de Estado. Un ideal que es tan poco promovido por el príncipe Kropotkin como es retardado por las fuerzas conservadoras del sistema judicial; un ideal por el que los mártires de Chicago hicieron mucho más con su gloriosa muerte en el patíbulo por la causa común del Socialismo, que con su desafortunada defensa durante sus vidas, en el nombre del Anarquismo, de la fuerza como una agente revolucionario y de la autoridad como guardiana del nuevo orden social. Los Anarquistas creen en la libertad tanto como un fin como un medio, y son hostiles a todo lo que con ella antagoniza.

No hubiera intentado un resumen final de esta ya suficientemente resumida exposición del Socialismo, desde el punto de vista anarquista, si no hubiera encontrado que la tarea ya había sido realizada por el brillante periodista e historiador francés, Ernest Lesigne, bajo la forma de una serie de contrastantes antítesis. Exponiéndolas para usted como una conclusión de esta lectura espero profundizar la impresión que me propuse hacer.

«Hay dos Socialismos.
Uno es comunista, el otro es solidario.
Uno es dictatorial, el otro libertario.
Uno de metafísico, el otro positivo.
Uno es dogmático, el otro científico.
Uno es emocional, el otro reflexivo.
Uno es destructivo, el otro constructivo.
Ambos están por el máximo bienestar posible para todos.
Uno busca establecer la felicidad para todos. El otro busca hacer capaz a cada uno de ser feliz a su manera.
El primero considera al Estado como una sociedad sui generis, de una esencia especial,
el producto de una suerte de derecho divino aparte y por encima de toda la sociedad,
con derechos especiales y con derecho a una obediencia especial;
el segundo considera el Estado como una asociación como cualquier otra,
generalmente manejada peor que las otras.
El primero proclama la soberanía del Estado,
el segundo no reconoce ninguna clase de soberanía.
Uno desea a todos los monopolios controlados por el Estado;
el otro desea la abolición de todos los monopolios.
Uno desea a la clase gobernada convertida en la clase gobernante;
el otro desea la desaparición de todas las clases.
Ambos declaran que el presente estado de cosas no puede perdurar.
El primero considera las revoluciones como los agentes indispensables de las evoluciones;
el segundo enseña que la represión por si sola convierte a las evoluciones en revoluciones.
El primero tiene fe en un cataclismo.
El segundo sabe que el progreso social es el resultado del libre juego de los esfuerzos individuales.
Ambos entienden que estamos entrando en una nueva fase histórica.
Uno desea que no haya más que proletarios.
El otro desea que no haya más proletarios.
El primero desea tomar todo para todos.
El otro desea que cada cual tenga lo que le pertenece.
El primero desea que todos sean expropiados.
El otro desea que todos sean propietarios.
El primero dice: «Haz como desea el gobierno»
El segundo dice: «Haz como te plazca»
El primero amenaza con el despotismo.
El otro promete libertad.
El primero hace a cada ciudadano un sujeto del Estado.
El segundo hace al Estado un empleado del ciudadano.
Uno proclama que el sufrimiento de los trabajadores es necesario para el nacimiento de un nuevo mundo.
El otro declara que el progreso real no causará sufrimiento a nadie.
El primero tiene confianza en la guerra social.
El otro cree en las obras de la paz.
Uno aspira a comandar, regular, legislar.
El otro desea que exista un mínimo de comando, regulación, legislación.
Uno será seguido por la más atroz de las reacciones.
El otro abre horizontes ilimitados de progreso.
El primero caerá, el otro triunfará.
Ambos desean igualdad.
Uno bajando las cabezas que sobresalen muy alto.
El otro elevando las cabezas que están muy bajo.
Uno busca igualdad bajo un yugo común.
El otro asegurará la igualdad en completa libertad.
Uno es intolerante, el otro tolerante.
Uno asusta, el otro reconforta.
Uno desea dar instrucciones a todos.
El segundo desea que cada uno se instruya a sí mismo.
El primero desea sostener a todos.
El segundo desea que cada uno sea capaz de sostenerse a sí mismo.
Uno dice:
La tierra al Estado.
La mina al Estado.
La herramienta al Estado.
El producto al Estado.
El otro dice:
La tierra al agricultor.
La mina al minero.
La herramienta al trabajador.
El producto al productor.
Hay sólo esos dos Socialismos.
Uno es la infancia del Socialismo; el otro su madurez.
Uno ya es el pasado; el otro es el futuro.
Uno dará lugar al otro.
Hoy cada uno de nosotros debe elegir por uno o el otro de esos dos Socialismos, o confesar que él no es un Socialista».

Postdata

Cuarenta años atrás, cuando el anterior ensayo fue escrito, la negación de la competencia no había tenido el efecto de concentración de riqueza que ahora tan gravemente amenaza el orden social. No era todavía demasiado tarde para cortar el brote de acumulación con una reversión de la política del monopolio. El remedio anarquista era todavía aplicable.

Hoy el camino no es tan claro. Los cuatro monopolios, descontrolados, han hecho posible el desarrollo moderno de la corporación, y la corporación es hoy un monstruo tan grande que me temo que incluso la liberación total de la banca, de ser aplicada, no sería capaz de destruir. Mientras la Standard Oil controlaba cincuenta millones de dólares, la institución de la competencia libre la hubiera discapacitado sin esperanza. Necesitaba el monopolio del dinero para su sustento y desarrollo. Ahora que controla, directa o indirectamente, quizá diez mil millones, ve en el monopolio del dinero una política conveniente, sin duda alguna, pero ya no una necesidad indispensable. Puede seguir sin él. Si todas las restricciones sobre la banca fueran removidas, las grandes concentraciones de capital podrían salir airosas de la nueva situación al separar anualmente para el sacrificio una suma que removería a todo competidor del campo.

Si esto es verdad, entonces este monopolio, que sólo puede ser controlado permanentemente por las fuerzas económicas, ha alcanzado en estos momentos una posición que está más allá del alcance de estas mismas fuerzas, y las únicas fuerzas que pueden medirse con él son fuerzas políticas o revolucionarias. Hasta que medidas de confiscación forzosa, efectuadas a través del Estado o en desafío de éste, hayan abolido la concentración que los monopolios han creado, la solución económica propuesta por el Anarquismo y reseñada en las páginas anteriores — y no hay otra solución — quedará como una cosa a ser enseñada a las futuras generaciones, que tal vez disfruten condiciones favorables para su aplicación después de la gran igualación. Pero la educación es un proceso lento, y puede que no llegue lo suficientemente rápido. Los Anarquistas que pretenden acelerarla uniéndose a la propaganda del Socialismo de Estado o de la revolución cometen, en verdad, un triste error. Contribuyen así a forzar la marcha de los acontecimientos de tal manera que las gentes no tendrán tiempo de observar por ellas mismas, por el estudio de sus experiencias, que sus problemas se han debido a la falta de competencia.

Si esta lección no puede ser aprendida en el corto plazo, todo lo que ocurrió en el pasado se repetirá en el futuro, en cuyo caso deberemos buscar consuelo en la doctrina de Nietzsche, según la cual esto tenía que pasar de todas maneras, o en aquella reflexión de Renán que dice que, desde el punto de vista de Sirio, todos estos asuntos ocupan sólo un breve instante.

Notas:

[1] Partido político que, después de la Guerra de Secesión, se oponía a la reducción de la cantidad de papel moneda en circulación.

[2] Una de las primeras batallas de la independencia de los EEUU.

[3] Usura: El diccionario la califica como «ganancia, provecho o aumento que se obtiene de una cosa, sobre todo cuando es excesiva». Esto es poco preciso. El término se aplica, sobre todo, al préstamo con interés. Muchos filósofos, incluso los padres y doctores de la Iglesia, la han condenado. Tucker no la limita sólo al interés sino también al lucro del comerciante y a la renta del propietario. De esta manera, en su concepto, la usura podría definirse como aprovecharse de una posición de ventaja para obtener beneficios económicos que se sustraen a otro que realmente los ha producido.

[4] Richard Cobden: economista inglés, gran defensor del libre comercio.

[5] Demócratas jeffersonianos: Seguidores de Tomas Jefferson, uno de los firmantes de la independencia de los Estados Unidos y tercer presidente del mismo país. Defensor de un gobierno limitado, descentralización de poderes y amplias libertades individuales.

[6] La confusión al calificar de «nihilista» a Mijaíl Bakunin es comprensible. Ver, sobre este tema, el primer capítulo de «La Revolución Rusa: La historia desconocida» de Volin y Pedro Archinoff.

Benjamin Tucker – 1928
Fuente: http://es.theanarchistlibrary.org/library/benjamin-tucker-socialismo-de-estado-y-anarquismo-en-que-coindicen-y-en-que-difieren
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