Discurso de Kropotkin ante el tribunal de Lyon, enero del 1883

Discurso de Kropotkin ante el tribunal de Lyon*.

KropotkinCreo, señores, que estaréis asombrados de la debilidad de los argumentos del ministerio público para probar que pertenecemos a la Internacional.

Debéis deducir, naturalmente, que no existe la Internacional, y por otra parte casi lo ha confesado así la acusación, puesto que el Procurador ha dicho que perseguiría constantemente a los anarquistas.

La cuestión se plantea, pues, de un modo diferente, y se comprende fácilmente que éste es un proceso de opiniones, y diré más, un proceso de circunstancias, puesto que desde 1872 se ha aplicado muy poco la ley, que parecía haber caído en desuso.

Desde aquella época no han cesado los trabajadores de estar en relación con los extranjeros. ¿Se ha deducido de esto la reconstitución de la Internacional?

Este proceso, independientemente de su carácter, es un proceso de clase. En efecto: la ley de 1872 divide a la sociedad en dos clases, puesto que sólo se ocupa de la Asociación Internacional de los Trabajadores. ¿No es buena prueba de ello el derecho que tiene la burguesía de asociarse impunemente con los extranjeros sin que la ley se lo impida?

Es esto tan cierto que muchos diputados franceses asistían últimamente a la inauguración de un monumento elevado a la memoria del revolucionario Mazzini, que se pasó toda la vida tratando de asesinar a los monarcas austríacos, franceses e italianos.

¿Se los ha perseguido por esto? ¿No hay de algún tiempo a esta parte reuniones de republicanos franceses e italianos en París? En vista de que éste es un proceso de opiniones, de circunstancias y de clase, he vacilado en defenderme, pero hay algo por encima de nosotros que nos juzga: la opinión pública, y por eso hablo.

Ciertamente que hubiera sido muy grato para nosotros haber podido confesar que pertenecíamos a la Internacional, pero no podemos hacerlo porque esta gran Asociación de los trabajadores del mundo entero no existe en Francia desde que la destruyó la inicua ley de 1872.

Por lo que a mí toca, grande hubiera sido mi orgullo si hubiera podido confesarme afi liado a esta Sociedad, de la que el gran patriota Garibaldi dijo: ‘ése es el sol del porvenir’.

Nunca consideraré como un crimen decir a los trabajadores de ambos mundos: ‘Trabajadores: cuando la burguesía os impele a la miseria, tregua a los odios, estrechaos las manos y sed hermanos’.

Decís, señor Procurador, que nosotros no tenemos patria. ¿Creéis, acaso, que mi corazón no late más aprisa cuando oigo una canción rusa que cuando oigo una canción francesa? ¿Creéis por ventura que no amo más los cantos de mi país y la cabaña del campesino ruso que la casa francesa?

Pero yo amo la Francia porque considero que este hermoso país marcha a la cabeza de las demás naciones, y estoy dispuesto a contribuir a su desenvolvimiento; y no soy yo sólo.

Cuando los sicarios alemanes quemaban y talaban a los gritos de ‘¡Viva el Emperador!’ las viviendas de vuestros campesinos, hubo voces que protestaron en Alemania: las de Bebel y Liebknecht.

Se ha hablado tanto de mí, que bien a mi pesar me veo precisado a dar algunos detalles sobre mi vida.Mi padre era propietario de siervos, de esclavos, y desde muy pequeño he podido presenciar lo que todos habéis leído en el célebre libro La cabaña del tío Tom. En aquella época aprendí a amar al pueblo, que gemía en la esclavitud, y en la cabaña de mi nodriza aprendí a querer a los oprimidos, haciendo el juramento de no estar nunca al lado de los opresores.

Más tarde ingresé en el colegio de pajes del Czar, vi la corte por dentro y aprendí a despreciarla. Sucedía esto en 1862, época en que un soplo de libertad recorría Rusia, que empezaba a hablar de reformas.

Teniendo el derecho de escoger el cuerpo en que se debía servir, no vacilé en elegir un regimiento de cosacos de Siberia, comprendiendo que en este desgraciado país, podría precisamente trabajar en pro de las reformas tan deseadas. Nombrado ayudante de campo del general gobernador, me encontré en condiciones de hacer todo el bien posible.

Era entonces crédulo, y creía que el gobierno tenía intención de hacer reformas; pero estalló la revolución polaca, que fue seguida de una reacción terrible, y después de dos años comprendí que el gobierno no quería hacer nada en este sentido, por lo cual, desengañado, me dediqué al estudio de las ciencias y recorrí toda la Siberia, que abandoné por fin, yendo a sentarme a los veinte años en los bancos de la Facultad de Matemáticas de San Petersburgo.

Durante los cuatro años que permanecí en ella, se declaró un gran movimiento socialista.

En 1863 el gobierno nos arrestó a mi hermano y a mí, pasando yo dos años y medio en prisión. Mi hermano, que había obtenido, por medida especial, permiso del emperador para acabar una obra de Geografía sobre Siberia, pudo publicar el primer tomo, quedando el segundo en poder de los carceleros.

Desde mi calabozo oía los gritos que desde las mazmorras subterráneas lanzaban los desgraciados, presa de la locura. Nueve de ellos se volvieron locos y once se suicidaron.

Al cabo de dos años me habían inoculado el escorbuto y la gastralgia, por cuya razón fui trasladado a un hospital de donde me evadí.

Mis compañeros permanecieron presos preventivamente cuatro años, y fueron juzgados en el famoso proceso de los 193.

En Suiza, a donde fui con el nombre de Levachoff, observé la misma miserable situación de los obreros; en todas partes igual miseria. Yo he visto las grandes ciudades manufactureras donde los niños no tienen para jugar más que unos patios inmundos, sucios y repugnantes. Yo he visto a las mujeres buscar restos de legumbres en los montones de basura, para comerlas. He visto, en una palabra, la miseria de Londres y me he impuesto la misión de trabajar en la renovación social.

Expulsado de Suiza en 1881, fui a Thonon, donde permanecí dos meses. Al dirigirme a Inglaterra, fue cuando me detuve en Vienne, en Saint-Etienne y en Lyon. Éste es el viaje que se me reprocha. El 12 de octubre volví a Thonon, y no necesito decir que nada tengo que ver en los acontecimientos de Montceau-les-Mines, puesto que me encontraba entonces en Londres.

Se ha tratado de presentarme como el jefe del partido nihilista, ¡como el apóstol de la dinamita! Después de haber oído a los procesados, habréis podido observar que no quieren jefes.  Continuamente recibo cartas en las que se me ofrece dinamita. Mi mujer, que está en Lyon, recibe también ofertas de máquinas infernales. Lo mismo que en Thonon se presentaban individuos en mi casa pidiendo plazas de jardineros o de criados, y en realidad iban a espiarme, y yo les daba un franco, compadeciéndoles por ejercer tan villano oficio.

Al día siguiente, el periódico El León Republicano se atrevió a publicar lo siguiente: ‘Nuestro corresponsal ha visto al príncipe Kropotkin, el cual le ha dicho que era el jefe del movimiento anarquista’. [Risas prolongadas] Una sociedad que está dividida en dos clases distintas, una que produce y no posee nada, y otra que no produce y lo posee todo, es una sociedad sin moral que se condena a sí misma. El trabajo de un obrero representa por término medio diez mil francos al año, y su salario anual no es más que de dos mil, y frecuentemente, de mil francos. Al lado de esta miseria, se despliega un lujo desenfrenado, un derroche loco, una depravación vergonzosa de esta clase burguesa, tan bien retratada por el novelista moderno Émile Zola. ¿Por qué medio puede reformarse esta vergonzosa injusticia? La ciencia es impotente hasta ahora y el trabajo seguirá aprovechando a la clase acomodada.  Nosotros somos revolucionarios por ser justos. Somos revolucionarios porque no debe continuar una sociedad tan injusta como la presente y porque por medio de la fuerza y no de la razón se nos persigue. ¿Qué hemos de hacer, pues? La revolución está entre vosotros porque en vosotros está la fuerza; en nosotros está la evolución porque está la libertad. Es el choque de vuestra fuerza bruta con nuestro ideal de libertad la que produce la revolución que tanto os asusta después de haberla esgrimido tanto.

Lo que ocurre con los anarquistas sería desesperante de no tener la serenidad de ánimo de que todos estamos dando pruebas. Por revolucionarios nos persiguen los representantes de un sistema político y social que por la revolución se impuso, y que además no nos ofrece elementos de lucha evolutiva. La revolución fue su medio y la reacción ha sido su fin. Justo fuera que se nos persiguiera por revolucionarios si se nos dejase exponer libremente nuestras ideas y si para ahogarlas no se fraguaran procesos como el presente, que no tiene más objeto que la persecución ilegal del anarquista.

Por revolucionarios nos persiguen y vuestras leyes y vuestros actos no nos dejan obrar más que clandestinamente. La anomalía es un poco aburrida. Desde que vivo en Francia, y hace poco tiempo, todos los días recibo ofertas de gente que quiere meterse en casa trabajando o sirviendo casi por nada. Es vuestra libertad que me acecha y persigue en todas partes, y luego se me acusa de revolucionario cuando vuestra policía, vuestro gobierno y vosotros mismos, mis buenos jueces, me condenan a no ser otra cosa…[El discurso de Kropotkin se interrumpe por un diálogo con el Presidente del tribunal]–Las palabras del acusado son aventuradas –dijo el Presidente.

–Mi presencia aquí las justifi ca. Es más, si se compara mi vida con la del señor Presidente…

–No es propio el caso para comparaciones.

–Si se compara mi vida…

[El Presidente interrumpe de nuevo al acusado. El auditorio está pendiente de lo que ocurre entre el príncipe Kropotkin y el magistrado M. Jacomet. Los periodistas, los abogados que asisten al acto, el público todo, distinguido y selecto, prevé un choque entre uno de los mejores magistrados de Francia y uno de los hombres más célebres del mundo. Hasta la calle, llena de gente, ha trascendido lo que ocurre en la sala. Todo el mundo está atento y ansioso. Kropotkin, dispuesto a terminar la frase, exclama:]

–Si se comparase mi vida con la del señor Presidente, que ampara, sin duda forzado por las circunstancias, este inicuo proceso, ni él podría ser mi juez ni yo su reo.

–El Presidente puede ser juez en todas partes –dice M. Jacomet en tono que denota haber perdido su habitual ecuanimidad.

–Pues yo, dentro de todas las conciencias, limpias de interés, puedo ser juez de jueces y ahora soy un reo. Ello demuestra la condición moral de lo actuado y de cuantos lo amparan.

[Todos los magistrados se ponen de pie en señal de protesta; en los bancos destinados a los abogados se oyen murmullos de protesta también. Entre el público de la Sala, la protesta cunde asimismo. Los defensores cuchichean. Se oyen vivas y aplausos. Las palabras del acusado acaban de llegar a la calle. Son dos conciencias opuestas. Kropotkin, sereno, espera que acabe el pequeño tumulto que sus palabras han producido para continuar defendiéndose. El Presidente espera también, pero sin duda, para replicar al preso. Es demasiada su responsabilidad para dejar fi rme la afi rmación del príncipe. La magistratura francesa pende de sus labios, pero el defensor y reo a la vez es temible. Sin duda alguna, el Presidente busca en su mente, llena de recursos, una contestación que reivindique a los Tribunales y no dé lugar a réplica alguna del acusado, que si como tal tiene derechos limitados, como defensor no se le pueden limitar.]–El acusado –exclama al fi n el Presidente– está mejor defendido en sus ideas que defendiendo su persona, porque mientras ha defendido sus ideas no sintió necesidad de ultrajar a un Tribunal que tan complaciente ha sido con los reos.[La contestación es hábil y moral. Se ve que va dirigida a un hombre de delicadez y de inteligencia. El reo sin duda hubiese preferido una réplica más violenta]–Agradezco la complacencia –repuso Kropotkin–, pero yo hubiera preferido que el señor Presidente gozase de ella desde mi sitio.[Lo sutil de la contestación gana para el acusado las simpatías que perdiera en su ofensa al Tribunal. El mismo Presidente se sonríe. M. Jacomet invita al acusado a que continúe su defensa, opinando que puede haber conciencias tan rectas como la suya.]–No lo dudo –repuso el preso–, y en atención a la complacencia de que antes habló el Presidente, no añado frases que pudieran molestar al Tribunal, aunque sí ruego se me permita decir que han de ser muy rectas las conciencias que quieran serlo tanto como para no condenar ni procesar a nadie por sus opiniones.

[Las palabras de Kropotkin no fueron oídas sin duda alguna para no hacer interminable aquella audiencia.El acusado, continuando su interrumpida exposición, dijo:]

La clase media ha despojado de sus tierras y riquezas a la teocracia por una expropiación violenta. Nosotros pedimos la aplicación de un decreto de la Convención: ‘La tierra pertenece a todos’. ¿Es esto un crimen? No; porque hay que hacerlo así para la felicidad general y no en provecho de una sola clase.

El señor Procurador de la República ha dicho que yo era el fundador de la Anarquía; entonces, ¿dónde dejaremos a Proudhon, Herzen, Spencer y todos los grandes pensadores de 1848?

Nosotros no cesamos de trabajar y de estudiar, y en vez de discutir nuestras ideas se nos prende y condena porque defendemos utopías, como las llamáis; utopías que serán las verdades de mañana. Nuestras ideas han nacido y crecido a pesar de todo, a pesar de las persecuciones, a pesar de las condenas y a pesar de los destierros.

Debéis convenceros de que esta prisión y esta condena producirían aún más prosélitos. Cuantos esperan en la calle, mañana serán anarquistas. Ya sabéis que las persecuciones atraen las simpatías y, por lo demás, al condenarme no resolveréis la cuestión, sino que por el contrario, aumentáis su importancia y hacéis su propaganda. Se me ha reprochado mi viaje a Lyon, Vienne, Saint-Ettienne, mi presencia en el Congreso de Londres a consecuencia del cual hacía el Révolté un llamamiento para la formación de un Congreso de la Asociación Internacional de Trabajadores, llamamiento que por cierto no fue escuchado.

Aun cuando los hechos que se me atribuyen fuesen ciertos, no podrían caer bajo la férula de la ley de 1872, puesto que fracasó esta pretendida tentativa de reconstitución de la Internacional, y que por esto mismo es insostenible el cargo de afi liación a una asociación que no existe.

Por otra parte, ¿ha existido en Lyon semejante asociación? No, porque siempre que se ha intentado su ensayo, se ha combatido y rechazado el proyecto.

El Ministerio público ha leído en su acusación muchos artí-culos de periódicos que se remontan a dos o tres años, pero de esto no ha resultado ninguna prueba que afirme la existencia de la Asociación Internacional.  Por lo que a mí se refi ere, comprendo que como extranjero, era necesario en el proceso. Tanto es así, que fui arrestado el 21 de diciembre, unos días antes de que empezaran estos debates. Si se aplazaron al 8 de enero fue porque el Ministerio Público quería explotar los sentimientos patrióticos del pueblo francés, tratando a Herfug de prusiano, aun cuando es ginebrino y no sabe una palabra de alemán.  Afirmo, por último, que los trabajadores de Francia y de Europa, que saben que no existe la Internacional, tienen fijas sus miradas sobre vosotros y dirán, si nos condenaseis, que para la burguesía y los trabajadores tiene la justicia dos pesos y dos medidas.  No fomentéis los odios; la represión no ha servido nunca para nada. Perseguida dos veces bajo el Imperio, la Internacional se ha levantado más gloriosa y más fuerte en 1870.  Aplastada en las calles de París, después de la Commune, bajo el peso de 35.000 cadáveres, el socialismo, más fuerte que nunca, ha tomado nueva vida en la sangre de sus discípulos. Las ideas sobre la propiedad han tomado un formidable desarrollo, y el mismo Bismarck reconoce la inutilidad de las leyes contra los socialistas. Inspiraos en sus ideas, bajad hasta sus fi las y veréis que tengo razón.

Permitidme que os diga lo que pienso. No fomentéis los odios de los trabajadores, porque prepararéis nuevas desdichas. Ya sabéis que la persecución es el medio más seguro de propagar una idea. ¿Es esto lo que queréis? ¿Deseáis para la Francia un porvenir de matanzas? Pues os repito que no pasarán muchos años sin una revolución social.

¿Qué hacer ante esta revolución? ¿Cerrar los ojos a todos, no ver, ni oír, ni saber? No: hay que estudiar con elevación de miras este movimiento, y hay que verificarlo investigando con lealtad de parte de quién está la razón.

Yo os aseguro que para todos los hombres de corazón, aun para los que me escuchan, la revolución social es inevitable. Puede que me juzguéis audaz al usar el sincero lenguaje que he usado ante un Tribunal: pero si molestase a alguno con la verdad de mis palabras, téngalas como una advertencia saludable, que yo, por mi parte, me consideraré de sobra pagado, aunque sufra años de amarga prisión, si tengo la satisfacción de haber cumplido con mi deber.

Si puedo llevar a vuestras refl exiones la certidumbre de la revolución social, y con ello evitar algunas gotas de sangre, aun en el calabozo más profundo moriría satisfecho.Sin embargo, si mis advertencias no fuesen sufi cientes, si la revolución social se plantease en el terreno de la violencia, la culpa sería de los burgueses y no de los trabajadores ni de los que sin ser obreros defendemos su causa, porque es la causa de la humanidad. Yo soy anarquista porque mi dignidad de hombre no me permite ser otra cosa: porque si no fuese anarquista creería ofenderme a mí mismo. Cualquier otra opinión va contra mi personalidad y contra mi libertad. Por tanto, si os proponéis perseguir a los anarquistas podéis condenarme; pero tened al menos el valor de vuestros actos y no los ocultéis persiguiendo a una asociación que no existe. Pero aunque no existimos como internacionalistas, existimos como anarquistas, y como anarquista estoy a disposición del Tribunal.

* Fuente: Los anarquistas ante sus jueces, ediciones de La Revista Blanca, Barcelona 1931. Las palabras entre corchetes son copiadas de esa misma edición. El título de la edición de La Revista Blanca, de la que saco el texto, dice “Defensa de Kropotkin ante los jueces que lo condenaron a seis años de presidio, en el proceso de Lyon”; pero vimos que, en sus Memorias, Kropotkin dice que la condena fue a cinco años de prisión más multa.

Contra Los Juces (El discurso anarquista en sede judicial) de Aníbal A. D´Auria – Coleccion Utopia Libertaria – Pag. 115-125

Para la descarga en PDF del libro: http://is.gd/not0fF

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