El orden sin Estado. Desviación, conflictos y justicia en la sociedad anarquista

AnarquismoUna de las grandes cuestiones que se plantean al proyecto de sociedad anarquista ha sido siempre la de la desviación: cómo gestionarla, controlarla, limitarla en una sociedad sin Estado y sin fuerzas de coerción, intrínsecamente ligadas a esa superestructura institucional. Esta cuestión, que es forzosamente compleja, tiene a menudo el mérito de poner a prueba de la realidad, de lo cotidiano, a la teoría anarquista. Para responder a ello, algunos libertarios -tanto ayer como hoy- eligen la solución fácil, la de un pensamiento idealista, desconectado de lo real, al límite a menudo franqueado del misticismo, de lo religioso. Este pensamiento es como un eslogan, que rechaza concebir la sociedad revolucionaria como una sociedad humana, en beneficio de un mundo utópico -en el verdadero sentido del término- en el que no habría ni desviaciones ni conflictos, en el que los humanos vivirían en tal fraternidad que se anularían todos los humores y patologías mentales, incluidas las que pueden ser el origen de transgresiones sociales. El problema de este género de respuestas, además de que no son creíbles porque no están razonadas, es que alimentan una buena parte de los juicios negativos sobre el anarquismo: utopismo, idealismo, ensoñación, etc.

El problema de la seguridad ha sido siempre una de las preocupaciones sociales más importantes; y un problema que, por el momento, solo ha encontrado respuestas aseguradoras basadas en esa falsa idea de que seguridad y libertad no van juntas, y que el avance de una implica necesariamente el retroceso de la otra (más libertad, menos seguridad; más seguridad, menos libertad). Como si la seguridad solo pudiera estar garantizada por la coerción y la fuerza (violencia, encierro, vigilancia, etc.).

Y aquí es justamente donde debe intervenir el anarquismo, poniendo por delante otras respuestas, otras propuestas, mostrando que es posible, si se dan los medios, construir una sociedad en la que la libertad no sea enemiga de la seguridad, sino su principal garante.

La inevitabilidad de la desviación y el conflicto

Creer que la sociedad revolucionaria estará desprovista de antagonismos, de oposiciones, de rivalidades y de desviaciones procede de un pensamiento ciego que, negándose a enfrentarse a realidades delicadas -porque pueden poner en causa algunos de sus fundamentos teóricos- roza la debilidad y la falta de honradez. No nos engañemos: la desviación es humana y es poco probable que el hombre pueda un día pensar en un sistema social viable en que pueda eliminarse. La sociedad anarquista no solo no se librará, sino que deberá poder aportar una solución, sin la cual duraría poco tiempo.

Si, en la sociedad libertaria, la desviación siguiera existiendo, se puede al menos suponer que será más limitada que hoy. La sociedad capitalista, al ser una sociedad de clases, engendra inevitablemente una desviación económica ligada a las desigualdades sociales: el robo alimentario o motivado por el deseo de obtener las comodidades negadas a su clase, la delincuencia directamente surgida de la miseria social, la violencia nacida de las relaciones de conflicto entre las clases populares y el poder, etc. La sociedad anarquista, al ser garante de la igualdad social a través de la desaparición de las clases por medio de la colectivización de los medios de producción, no podrá a priori engendrar este tipo de comportamientos, inevitables y legítimos en la sociedad capitalista.

No obstante, si la desviación de clases desapareciera de facto, la desviación patológica -ligada a problemas psicológicos- existirá siempre. Y lo mismo sucederá con los crímenes o las agresiones personales que, por definición, son poco previsibles, y por tanto, difíciles de evitar, tanto en una sociedad anarquista como en una sociedad policial.

Por otra parte, además de esas desviaciones patológicas y pasionales, la sociedad anarquista no estará libre de conflictos, tanto entre individuos como entre estructuras (por ejemplo, entre un municipio y los sindicatos, o entre varios municipios). No solo no estará libre, sino que es probable que sea más proclive. Una sociedad que permite que todos sus miembros puedan ser actores a tiempo completo, y que se define, entre otras cosas, por el libre desarrollo y expansión de los individuos, tendrá más posibilidades de producir caracteres y temperamentos enérgicos, o al menos lo podemos suponer (sin caer en el determinismo social absoluto).

Desde el momento en que queda establecido que una sociedad anarquista será también escenario de desviaciones y conflictos, ¿qué respuestas puede aportar para evitar que se ponga en peligro un orden social desprovisto de estructuras coercitivas (Estado u otras)?

Gestión de conflictos y justicia

Al contrario que las sociedades actuales, la justicia en la sociedad anarquista no será profesionalizada. Arbitrar conflictos, resolverlos o zanjarlos para saber quién es la víctima y quién el culpable no será cosa de un grupo de individuos profesionales, sino de la colectividad en su conjunto. Porque, cuando se produce un problema, cualquiera que sea su naturaleza, y es cuestión de justicia, concierne a la colectividad; es por tanto natural que le corresponda a ella encargarse y tomar las decisiones que las situaciones puedan exigir. Profesionalizar semejante carga llevaría a crear exégetas del funcionamiento social de la colectividad y, de hecho, a eliminar el principio mismo de una gestión social (autogestión), principio que implica que cada uno tiene sus cosas que decir y puede ser entendido en la construcción, la definición y el desarrollo de la colectividad, incluidos los términos «jurídicos».

Si el tamaño de una colectividad lo permite, podría plantearse un funcionamiento del tipo «asambleísta» en el ejercicio de la justicia. Eso llevaría sencillamente a reunir al conjunto de la colectividad con el fin de que juzgue ella misma situaciones que se le presentan y tome, según las modalidades del funcionamiento de la democracia directa, las decisiones adecuadas, por poco necesarias que sean. En el caso, más probable, de una comunidad demasiado numerosa para permitir el ejercicio del asambleísmo -como el caso, por otra parte, de situaciones surgidas de una escala organizativa superior a la colectividad (una escala federal, por ejemplo)- el principio del mando imperativo o semi-imperativo -pero en todos los casos controlable y revocable- sería oportuno. La idea sería, por tanto, que las colectividades y las federaciones se dotaran regularmente de mandatarios responsables del ejercicio de las «comisiones de conflictos», que tratarían de resolver los antagonismos sobrevenidos en la sociedad. En un caso como en otro, se puede también tratar de constituir «comisiones de investigación», encargadas, cuando sea necesario, de investigar sobre determinados asuntos para aclarar los razonamientos de los mandatarios de las comisiones de conflictos.

En este nivel de reflexión, se plantea inevitablemente la cuestión de las modalidades de arbitraje de los conflictos y las tomas de decisiones «jurídicas». Por falta de espacio, no voy a entrar en detalles, y me conformaré con dar algunas pistas para profundizar. De acuerdo con los fundamentos mismos del anarquismo, impartir justicia no sería sinónimo de represalias pasionales, de venganza social o de castigo colectivo. El origen y fin de una justicia anarquista sería simplemente reparar los daños cometidos o evitar que se produzcan (o se reproduzcan). El arbitraje del conflicto vendría, por tanto, a buscar, ante todo, una solución de conciliación entre las partes afectadas: en ese caso, la comisión no intervendría como «juez» sino como participante neutro que permita desapasionar el conflicto con el fin de permitir que surjan soluciones consensuadas. Si no puede darse una solución, y el caso tratado implica decisiones, sería la comisión de conflictos la encargada de zanjar y decidir los eventuales daños e intereses por la víctima.

Podemos preguntarnos, no obstante, sobre qué se basarán los mandatarios de la comisión de conflictos para resolver o para tomar medidas de reparación de los prejuicios sufridos. Dicho de otro modo ¿qué es lo que determina una decisión, un juicio? ¿En qué se basan los mandatarios para deliberar? El pacto asociativo -en su origen, como lo ve el principio mismo de la libre asociación, de la constitución de una colectividad o de una federación- sería sin duda el instrumento principal de la comisión de conflictos: a partir de ese pacto se podría saber dónde se sale el individuo de los principios que dan base a la asociación (colectividad o federación). Además de ese pacto, cierta «tradición» podría servir como ejercicio de la comisión de conflictos. Cuando hablo de «tradición», me refiero a esos usos y prácticas que, sin estar escritos, rigen la vida de una asociación. Sin prevalecer sobre el pacto asociativo -verdadero cimiento de la cohesión social- pueden, no obstante, permitir responder a ciertas problemáticas sobre las que el pacto se muestra silencioso (y tanto más cuando los usos y costumbres nacen generalmente para llenar los vacíos del pacto asociativo de base).

Ejecutar las decisiones de la justicia y mantener el orden

Tomar decisiones, resolver un conflicto, «hacer justicia», no plantea, en el fondo, tantos problemas en una sociedad anarquista. Incluso sin Estado, sin magistratura, un grupo social, y poco importa su tamaño, puede llevar a cabo una justicia viable, capaz de resolver conflictos y de evitar otros. Por el contrario, lo que es más problemático -y que sin embargo es fundamental- es la aplicación y la ejecución de las decisiones de la justicia. ¿Cómo, en efecto, puede una sociedad anarquista, desprovista de todo cuerpo represivo, hacer aplicar las decisiones tomadas por su justicia? Una comisión de conflictos puede decidir que un individuo se comprometerá a reparar el coche de otro por haberlo abollado, pero ¿quién obliga al «condenado» a respetar esta decisión? Incluso ¿quién garantizará la seguridad de todos en una sociedad sin policía? ¿Qué impedirá que un individuo sea agredido por un borracho a la salida de una fiesta? ¿Qué impedirá que dos vecinos se peguen una paliza un domingo por la mañana? Resumiendo, ¿qué es lo que permitirá limitar los excesos de los que es capaz el ser humano según su carácter y su estado?

Se puede concebir, en un primer tiempo, que cualquier individuo, en el límite de sus capacidades físicas, pueda oponerse a una pelea o arbitrar las disputas de sus vecinos. Se puede también imaginar que dos personas se arreglen entre ellas después de un incidente, sin recurrir a una comisión de conflictos. Incluso se puede suponer que la existencia de una cierta «presión social» obligaría a ciertos individuos a respetar las decisiones tomadas por la colectividad, a riesgo de ser rechazados, excluidos. El hecho, igualmente, de que en una sociedad anarquista los individuos sean actores de la colectividad, que tengan realmente la gestión en sus manos, puede dejarnos suponer que la transgresión de las reglas y las decisiones de la comunidad sea menos corriente y menos gozosa que hoy, al sentirse las personas responsables del buen funcionamiento de lo que han contribuido a construir. En resumidas cuentas, las soluciones pueden venir directamente de la «base», y esa será probablemente una práctica a favorecer.

Por otra parte, sería peligroso dejar reposar el mantenimiento del orden solo en la buena voluntad de unos y otros. No solo no supondría una garantía de seguridad suficiente, sino que se podría igualmente caer en una sociedad fundada en el «haz la justicia tú mismo». Si esta concepción es liberal, no es en absoluto libertaria, porque llevaría a entregar la sociedad a manos de la ley del más fuerte -la de la jungla- y establecería el autoritarismo más arbitrario y menos limitado que pueda haber.

¿Qué hacer, entonces? Si es evidente que no se trata de conservar una policía como la que sufrimos actualmente por todas partes (una policía profesionalizada, incontrolable, violenta y arrogante que mantiene y hace reinar la injusticia social), será probablemente necesario poner en marcha a grupos encargados de «mantener el orden». Esta idea es difícil de concebir para un anarquista -la policía actual es sinónimo de represión, de brutalidad y de atentado sintomático contra las libertades- pero me parece, de momento, la única que puede representar una verdadera garantía de seguridad. Sin embargo es necesario vigilar para no caer en un irenismo ridículo y no reproducir, bajo el calificativo de «libertario», a los brutos en uniforme de la república burguesa. Y, para ello, podemos avanzar algunas pistas interesantes:

-Los miembros de esos grupos deberán ser elegidos por la asamblea de la colectividad.

-Ocuparán su puesto con una duración limitada.

-Sus prerrogativas serán definidas por la asamblea y no podrán sobrepasarlas en ningún caso.

-Podrán ser revocados en cualquier momento bajo demanda de la asamblea.

-No llevarán armas letales.

-Deberán rendir cuentas sobre su actividad en cada asamblea.

No profesionalizados, controlados por la base y revocables, estos grupos de «mantenimiento del orden» están dotados de un poder limitado del que no podrán abusar a priori. Escogidos por la asamblea, no serán impuestos a los ciudadanos, que, por otra parte, tendrán la posibilidad de controlarlos. Si la sociedad anarquista no elimina la existencia de la moneda, se plantea entonces, e inevitablemente, la cuestión de la remuneración de los individuos encargados del mantenimiento del orden. A primera vista, se podría pensar que la ausencia de ingresos contribuiría a relativizar el poder del que estarían dotadas las personas encargadas de esa actividad. Pero, si lo pensamos bien, es también muy posible que la ausencia de remuneración acabe por llevar a la corrupción para, al final, poner en peligro el fin mismo de la justicia. Sea como sea, con un «sistema» como ese, estaríamos lejos de la policía del Estado, que solo rinde cuentas a los dirigentes y que se beneficia habitualmente de cierta clemencia, incluso de impunidad, por parte del aparato judicial.

Ideas más o menos parecidas se han experimentado tanto ayer como hoy. En Barcelona, el 10 de agosto de 1936, en plena revolución social, el Comité de las Milicias Antifascistas puso en marcha las «patrullas de control». Bajo la autoridad de los anarquistas Aurelio Fernández y Dionisio Eroles, su composición se basaba en el principio de «compromiso»: estaban representadas todas las organizaciones sindicales o antifascistas (a pesar de eso, es la CNT la que las controla realmente). Organizadas en doce secciones, contaban con más de novecientos hombres en octubre de 1936. Sometidas a procedimientos y a protocolos muy precisos para limitar los riesgos de abuso de poder, se encargan principalmente de mantener el orden conteniendo los excesos perjudiciales a la vida social. Organismos autónomos que escapan al control del Estado en reconstrucción, serán suprimidas por decreto el 12 de mayo de 1937 por la Generalitat, ahora en manos de los contrarrevolucionarios estalinistas. La historia, apasionante, de esas «patrullas de control» no está desprovista de algunas derivas, pero nos falta espacio para ir más lejos. Incluso la existencia de comités de obreros y de soldados, formados, entre otras cosas, para vigilar y controlar la actividad de las antiguas instituciones policiales de la República (guardia de asalto y policía), merecerían algún estudio.

Más recientemente, en México, en el Estado de Guerrero, las comunidades indígenas nahuas, mixtecas y tlapanecas crearon, de acuerdo con el proyecto de autonomía, una «policía comunitaria». Puesta en funcionamiento en 1995 para responder a las agresiones de las autoridades, de los paramilitares y de los grupos de bandidos que sometían a la región, esta «policía autónoma» cuenta con más de seiscientos miembros y abarca sesenta y cinco comunidades (unas 100.000 personas). Elegidos en asambleas públicas, no perciben ninguna remuneración, a no ser, de vez en cuando, los frutos de subsistencia de los habitantes de las comunidades. En uno años, han contribuido a hacer caer considerablemente el número de violaciones y de atracos en las carreteras de Guerrero controladas por ellos. Muy diferentes a la policía estatal y federal, son muy apreciados por la población. A este respecto, el comandante Florentino García, de la policía comunitaria, confiaba a un periodista: «Venimos del pueblo. Estamos con la gente. Trabajamos para el pueblo». Poco después de su visita a Santa Cruz El Rincón (Guerrero) el 18 de abril de 2006, el subcomandante Marcos declaraba: «¡Ha sido la primera vez que nosotros, zapatistas, hemos saludado a oficiales de la policía!»

No sé si estas pocas ideas -aclaradas por algunas experiencias históricas y actuales- pueden representar la solución al problema de la gestión de las desviaciones y conflictos en la sociedad anarquista, pero al menos darán alguna pista para profundizar y comenzar desde hoy una nueva reflexión al respecto, que contenga proposiciones concretas para el futuro.

Guillaume Goutte
http://www.nodo50.org/tierraylibertad/7articulo.html
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