Los mitos de la transición española

Francisco Franco murió en 1975. Felipe González ganó sus primeras elecciones en 1982. En España, al periodo entre ambas fechas se le llama la Transición, la que tuvo lugar entre una dictadura anacrónica y un sistema político que en 1986 se integró a la Unión Europea. Dicho modelo, tradicionalmente alabado dentro y fuera de España, últimamente está tratando de ser impuesto en los países “en desarrollo”.

«A los españoles se les redactó en 1978 el texto constitucional mejor preparado para la integración­disolución del Estado en el sistema de la Europa de la Guerra Fría. En la Constitución de 1978, las cesiones de soberanía posibles son prácticamente ilimitadas, superiores a las impuestas a Alemania e Italia después de su derrota en 1945. Y expeditas: basta una simple ley orgánica para transferir a organizaciones o instituciones internacionales competencias inherentes al Estado, sin ninguna limitación».(1) El politólogo y abogado español Joan Garcés defendió este argumento años antes de hacerse famoso como impulsor del juicio en España contra el ex dictador chileno Augusto Pinochet.

Visto con perspectiva, tanto los redactores de la Constitución como su ilustre detractor se adelantaron a su tiempo. Apenas un mes después del 11 de septiembre de 2001, la Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior y la Gorbachev Foundation of North America organizaron en Madrid, España, la Conferencia sobre Transición y Consolidación Democráticas (CTCD)(2) . En dicha reunión participaron una treintena de jefes y ex jefes de Estado y de gobierno de Europa Oriental, América Latina, Africa y Asia. Entre ellos, el ex presidente Ernesto Zedillo, quien, desde entonces, forma parte de la comisión permanente del CTCD. Vicente Fox no fue a Madrid pero se adhirió al club.

La CTCD o Club de Madrid es «una organización independiente cuyo principal objetivo […] es contribuir al reforzamiento de la democracia en el mundo. Con este fin, promoverá, estimulará, apoyará y llevará a cabo iniciativas y actividades y participará en proyectos dirigidos a la consecución de este objetivo; de manera más concreta, actuará como órgano consultivo y grupo de apoyo de aquellos países implicados en procesos de democratización con el objetivo de hacer recomendaciones prácticas que contribuyan a la consolidación de la democracia».

Todo ello, por supuesto, a partir de una transición a la que se le atribuyen propiedades modélicas.

La transición no es como la pintan

La transición, sin embargo, no es tan ejemplar como la suelen pintar tanto dentro como fuera de España. Es verdad que mientras duró el proceso (1975­1982) se logró conjurar la posibilidad de una nueva guerra civil y constituyó una base importante para la modernización ibérica. Pero también estuvo trufada de toda una serie de problemáticas (la mayoría aún pendientes) que matizan su carácter supuestamente modélico y, por ende, exportable. Los que se enumeran a continuación son algunos de los mitos o contradicciones más recurrentes cuando se habla de la transición española:

Mito 1: La transición se basó en la reconciliación de los bandos enfrentados durante la guerra civil.

Si realmente hubo reconciliación en España, no fue espontánea sino impuesta.

Política, administrativa y legalmente jamás hubo una ruptura explícita con el régimen franquista: la primera condena parlamentaria del mismo se realizó el pasado 20 de noviembre, 73 años después del inicio de la Guerra Civil.

Las responsabilidades criminales tampoco han sido exigidas: nunca ha habido juicios, comisiones de la verdad ni nada que se le parezca. La petición de perdón a las víctimas del franquismo ha tardado 24 años en llegar y, en cuanto a las indemnizaciones, existen pero son irrisorias comparadas, por ejemplo, con las que Alemania y Austria le han pagado a las víctimas del nazismo. Con ello, entre otros, se ha exonerado del pago a los grandes capitales nacionales formados gracias al trabajo esclavo de los presos políticos.

España, por ende, no está en condiciones de exportar ni memoria histórica ni asunción de responsabilidades.

Mito 2: El consenso entre las fuerzas políticas permitió dotar de contenido a la transición.

En 1975, el desarrollo de las fuerzas productivas era todavía débil en una España que había quedado arrasada y aislada tras la Guerra Civil (1936­1939) y el triunfo de Franco en la misma. A tan incipiente desarrollo económico le correspondía otro, político, aún balbuceante. Durante años se ha confundido la voluntad de acabar con el franquismo, mayoritaria en la España de los setenta, con una cultura política desarrollada. Dicho de otro modo: por aquel entonces los partidos políticos ­incluidos los de izquierda­ no iban mucho más allá de sus estructuras de mando, por muchos militantes que pudieran llegar a acumular. Prueba evidente: la Constitución fue redactada por siete «padres de la Patria», que representaron a otras tantas formaciones políticas. Por cierto, los representantes vascos fueron excluidos. El consenso no fue, pues, construido sino impuesto. La participación, esencia de la democracia, brilló por su ausencia. Si algo resulta exportable a este respecto, por consiguiente, es el ignorar la voluntad popular.

Mito 3: La monarquía es un elemento de moderación escogido por los españoles.

El actual rey de España, Juan Carlos I, fue escogido por Franco como su sucesor.

Garcés se refiere a ello: «En marzo de 1971 el presidente Nixon encargaba a Vernon A. Walters […] la misión confidencial de transmitir a Franco que […] no quería ver desarrollarse una situación caótica o anárquica. Nixon expresó la esperanza de que Franco entronizara al joven príncipe Juan Carlos» (op. cit.).

Cuatro años más tarde, a la muerte del dictador, Juan Carlos de Borbón fue entronizado: los españoles no pudieron pronunciarse al respecto. En realidad, de forma explícita, nunca han podido. Los defensores de la transición arguyen que el voto favorable a la Constitución fue una forma de hacerlo. Se suele olvidar, sin embargo, que el 6 de diciembre de 1978 los españoles hubieron de pronunciarse sobre esa y otras 168 cuestiones más (la Constitución tiene 169 artículos). Además, dicho referéndum tuvo lugar en un clima de chantaje socio­político que asimilaba el «no» a una nueva guerra civil.

Mito 4: La división de poderes garantizó la implantación del Estado de derecho.

Cuando en España se habla de «franquismo sociológico» se hace referencia a los residuos autoritarios que quedaron en la administración hasta por lo menos mediados de los ochenta. Siempre que se piensa en ese problema se remite a la burocracia o al Poder Legislativo. Se suele olvidar, sin embargo, que en el poder judicial, la transición tuvo más que ver con una cuestión generacional que con una ética o una política. La división entre poderes apenas existe. Lo propicia el hecho de que España sea un país de régimen parlamentario y no presidencialista como México. Como consecuencia, muchos de los secretarios del gobierno, e incluso el propio presidente, son diputados. Dicha situación, en lugar de propiciar el control, lo dificulta, ya que los partidos políticos son férreas estructuras verticales al margen de las cuales poco o nada existe. En realidad el que mejor expresó el problema fue el ex vicepresidente socialista, Alfonso Guerra, quien dijo:
«Montesquieu ha muerto». Muerto Montesquieu, la transición no parece estar muy en condiciones de exportar control político, otra de las esencias de la democracia.

Mito 5: La descentralización acercó el poder a los ciudadanos y resolvió el problema de las identidades periféricas.

El modelo de las comunidades autónomas es uno de los que España ha pretendido exportar en los últimos tiempos. Este modelo, sin embargo, es problemático por cuanto que es transitorio. Fue pensado para compensar a unos y a otros, y por ello no es ni plenamente centralista ni estrictamente federal. Las competencias no están definidas: el Estado descentraliza a conveniencia y de forma heterogénea. Ello genera desequilibrios políticos y socioeconómicos que convierten al propio Estado central en rehén de las entidades territoriales con mayor capacidad de cabildeo. Pese a la magnitud del problema, éste sigue sin resolverse: las nacionalidades periféricas ­la catalana, la gallega y la vasca­ siguen sin ver reconocida su identidad diferenciada y, menos aún, su derecho a la autodeterminación. Por si fuera poco, el modelo municipal también presenta serias deficiencias en términos de competencias y, por supuesto, de financiamiento. En este caso, si algo es exportable son los problemas.

Mito 6: El establecimiento de un sistema de partidos garantizó la pluralidad.

Los partidos políticos fueron, desde un primer momento, estructuras piramidales de jerarquías pesadas y bases ­aunque en algunos casos numerosas­ irrelevantes en términos políticos. En los primeros años de la transición existió lo que se llamó una «sopa de letras», es decir, muchas siglas y escasos centros de poder.

Como las oportunidades nunca se repartieron equitativamente ni en términos financieros ni mediáticos, en poco tiempo los polos partidarios se redujeron a tres o a lo sumo cuatro por región. A ello hay que sumarle el carácter falsamente representativo de la ley electoral (mayoritario y en listas cerradas), así como la posibilidad de reelección indefinida de todo cargo público.

En un contexto como el descrito, es lógico que, a largo plazo, el sistema haya terminado pervirtiéndose aún más. Hoy en día, los representantes políticos responden ante las direcciones de sus partidos y no ante la ciudadanía. Si tenemos en cuenta la estructura partidista de España, los que deciden son prácticamente sólo dos grandes polos y, en algunas regiones, tres. Por ahí es donde, entre otros motivos, se explica la tendencia creciente a la abstención. Una forma de pluralidad controlada y de sutil disuasión de la participación que, en principio, no debieran parecer muy exportables.

Mito 7: La Constitución no está ligada a un sistema productivo concreto.

Uno de los mitos más recurrentes cuando se habla de la Constitución española de 1978 es que ésta no se liga a sistema productivo alguno, es decir, que en sus márgenes pudiera haber cabido desde el socialismo «real» hasta el ultra­liberalismo. Este argumento, sin ser del todo falso en términos técnicos, resulta sutilmente demagógico. De hecho, una cosa es que haya espacio casi para cualquier estructuración socioeconómica y otra muy distinta que las condiciones sociales y políticas estén realmente dadas para ello. Que España formara parte de la OTAN en plena Guerra Fría era un elemento muy significativo al respecto.

Además, jamás se le pusieron límites jurídicos a la formación bruta de capital ni a su circulación. Al contrario, el resto de la Constitución más bien tiende a facilitar ambos procesos. Una forma como otra cualquiera de aceptar un status quo de partida que, en los hechos, ligaba al régimen al sistema capitalista. Algo que en plena globalización debe interesarle mucho exportar (e importar) a algunos.

Mito 8: La libertad de prensa es una garantía de pluralismo.

No se debe confundir proliferación con pluralidad. El hecho de que los medios de comunicación se hayan modernizado tanto técnica como profesionalmente no quiere decir que la libertad de prensa esté garantizada. La mayoría de los medios se someten a las leyes del mercado y hoy en día eso quiere decir que los capitales más potentes son los que controlan el acceso a la información. Se sustraen, más o menos, los medios públicos, pero la falta de una institucionalización satisfactoria los convierte en voceros del poder. Consecuencia fundamental: los ciudadanos van quedando progresivamente aislados. Gracias a ello, imponer «versiones oficiales» ­como la de la transición­ se hace cada vez más sencillo. Algo muy exportable.

Juan Agulló
Masiorare

¡Haz clic para puntuar esta entrada!
(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio