«La plegaria del burro», por Rafael Barrett

Dado que el jueves 8 de octubre, Editorial Eleuterio lanzó el libro Mi anarquismo y otros escritos de Rafael Barrett, dejamos a vuestra diposición un escrito suyo publicado en Moralidades actuales (1910), único libro publicado en vida por el autor hispano-paraguayo. Se trata de la “Plegaria del Burro”, texto que, en tanto la naturaleza gusta disfrazarse (o como diría Heráclito de Efeso: “El ser tiende a ocultarse”), juega con la imagen de los dioses y los burros para entregarnos una metáfora de la obediencia y sus efectos.

BarrettLA RECIENTE PSICOLOGÍA COMPARADA revela que los animales —sobre todo los animales superiores— tienen lo necesario para ser tan infelices como nosotros; deseos, inteligencia, manías morales, remordimientos y la ilusión de la responsabilidad. El perro es hasta religioso; su dios es el hombre. Consultad los estudios de Anatole France sobre Riquet, el can de monsieur Bergeret, y quedaréis convencidos. Maeterlinck, en su artículo Sur la mort d’un petit chien, opina igual, y asegura que el perro es la única especie con que se comunica la nuestra, de alma a alma. El caballo padece un espanto incurable. Está medio loco. Las otras bestias domésticas no piensan sino en tragar. Yo, y perdóneme el gran Maeterlinck, haría una excepción con el burro. Se le ha colocado científicamente junto al caballo, pero eso no prueba nada, como no prueba mucho nuestro parecido exterior con el mono. La naturaleza gusta de disfrazarse, y no es prudente juzgar por la cascara el fruto. Creo que somos también los dioses del asno, y que su metafísica y su teología son más profundas, más alemanas que las del perro. El asno nos reza. Escuchemos su plegaria. No seamos sordos como las demás divinidades. Escuchemos:

“Hombre omnipotente, a ti me entrego en cuerpo y en espíritu. Tómame: ¿qué asno habrá bastante ciego para no ver que eres el creador del cielo y de la tierra? Si creas faroles y focos rechinantes que disipan las sombras nocturnas, vencedoras del sol, ¿no hemos de reconocerte el poder de crear el mismo sol y las exiguas estrellas? Y si creaste el pasto esencial, el grano absoluto, ¡ oh señor de las mieses!, ¿no habrás creado plantas y cosas menos útiles? El que puede lo más puede lo menos. Hombre innumerable y sutil, dueño mío, tú fabricas establos sublimes y altas viviendas que duran tanto como cien generaciones de burros. Sin duda me engendraste a mí, que duro tan poco. Si existo, es por tu infinita bondad. ¿De qué te sirvo yo, torpe, lento, ingrato, irreverente, a ti, amo de los carros de fuego que devoran la distancia rodeados del universal terror? Tu mano sagrada sostiene mis horas. Cada minuto de mi existencia es un beneficio tuyo.

“Tú me das de comer —¡oh misterio adorable!—, tú permites que te transporte de un punto a otro, que oprima mis lomos tu excelsa persona. ¡ Y cuántas veces te he llevado con sacrílega distracción! Pero cuando resplandece tu inagotable misericordia es cuando me castigas, cuando haces caer tu santísimo palo sobre mis huesos.

“Si te ocupas de mí, es con un fin trascendental. Me pegas desinteresadamente; me corriges como padre amoroso. Te propones elevarme a la vida perfecta. Tu rigor es benéfico. Mis pecados formidables merecerían torturas sin término. El crimen mayor del burro es su soberbia. Soy impaciente, colérico, cruel. Soy, además, lascivo. La lujuria de la burra, su perfidia disimulada a veces bajo las apariencias del pudor y de la virginidad, nos traen vergonzosas catástrofes. ¡Ay! La burra es amarga como la muerte.

“Tus palos divinos me indican mi deber; debo ser humilde, casto, resignado. No debo desanimarme en la lucha. La carne del burro es flaca, las tentaciones numerosas, pero Tú me ayudarás. Los cortos días que pasamos en un mundo de penas y de horrores oscuros, y lo inmenso de nuestros sueños, me dicen que el alma del burro es inmortal. Después que me hayan enterrado resucitaré, si fui burro y supe aprovechar las enseñanzas de tu palo santísimo; entonces me uniré a ti, y contemplaré en tu espléndido rostro la sonrisa de la eterna reconciliación.

“Entonces obtendré tus caricias, que aquí abajo serían absurdas. Cuenta la leyenda que un Hombre cabalgó sobre un asno sin fustigarle, y entró así en una ciudad donde les recibieron entre palmas. Aquel Hombre era débil, y los Hombres le pusieron en una cruz. Hicieron bien. Mi Hombre es el Hombre fuerte, el Hombre del palo. Sin el palo tu majestad sería inconcebible. Obedecido y reverenciado seas por los siglos de los siglos, y hágase tu voluntad, y no la mía. (Me parece que es lo que más me conviene por ahora.)”

Breve nota biográfica sobre Rafael Barrett

Rafael Barrett (1876 – 1910). Formado como ingeniero en Madrid, inició su exploración en la escritura con la publicación de “El postulado de Euclides”, un artículo de divulgación científica que redacta en 1897. Durante esos años, traba amistad con diversos escritores de la Generación del ’98, como Ramón María del Valle-Inclán, Pio Baroja y Ramiro de Maeztu.

Tras un percance con el Tribunal de Honor, Barrett abandona Europa y se instala en Argentina, donde comienza a colaborar en publicaciones como El Tiempo El Correo Español. En 1904, como corresponsal, viaja a Paraguay para cubrir los acontecimientos de la Revolución Liberal, tras lo cual se queda a vivir en Asunción. Para 1907, trabajando como agrimensor y agudizando su rol periodístico, Rafael Barrett recorre todo Paraguay, conociendo a fondo la triste vida en los yerbatales, donde, en condiciones de esclavitud, trabajan los mensúes. Es así como se inicia su filiación a las ideas anarquistas, fundando, en 1908, la revista Germinal junto al anarquista argentino José Guillermo Bertotto, donde no sólo publica importantes artículos, sino también denuncia los hechos ocurridos a causa del Golpe de Estado del coronel Albino Jara. Ese mismo año presenta los primeros síntomas de tuberculosis.

Debido a su rol en Germinal es deportado a Brasil, dirigiéndose, luego, a Montevideo, donde continúa publicando, esta vez en la prensa uruguaya. Su enfermedad, mientras tanto, sigue desarrollándose. En 1909, tras pasar por Buenos Aires y Corrientes, decide volver a Paraguay, cruzando clandestinamente la frontera. Durante esos años, escribe en distintas publicaciones, logrando gran reconocimiento en los alrededores del Río de la Plata. Con espíritu crítico y un corazón abierto hacia el pueblo paraguayo y al mundo entero, Rafael Barrett fallece al año siguiente, víctima de la tuberculosis. Tenía 34 años. Pocos meses antes, recibe un ejemplar de Moralidad actuales, el único libro que publicó en vida.

 Fuente: http://grupogomezrojas.org/ 
¡Haz clic para puntuar esta entrada!
(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio