Prehistoria del anarquismo – Ángel Cappelletti

Prólogo

El anarquismo es una filosofía social que surge en Europa durante la primera parte del siglo XIX, con el comienzo de la sociedad industrial, con el nacimiento de la clase obrera y con el triunfo de la Revolución Francesa.

Si se quiere conservar cierto rigor terminológico no se puede hablar, entonces, de “anarquismo” antes de Proudhon.[1]

Sin embargo, muchas de las ideas esenciales del anarquismo fueron concebidas y expresadas, de un modo más o menos aislado, y en contextos filosóficos ciertamente muy diversos (entre sí y con respecto al pensamiento anarquista moderno) desde épocas muy remotas de la historia de la cultura.[2]

En cuanto representan una posición ético-política que traduce un sentimiento de rebelión frente al poder en general, y en cuanto tal sentimiento parece haberse dado con mayor o menor profusión, con mayor o menor autoconciencia, en todas las sociedades históricas, podría decirse que tales ideas “anarquistas” son universales, y hasta se podría hablar del carácter “suprahistórico” y simplemente “humano” del anarquismo.

Como nuestra tarea consiste en aclarar ideas y en delimitarlas históricamente para hacer patente su alcance filosófico y su significado práctico, no incurriremos en la tentación de comenzar tratando del pensamiento anarquista en la Antigüedad.

Como, por otra parte, estamos lejos de todo academicismo historicista, tampoco podemos omitir la mención de aquellas ideas que, a partir de la Antigüedad, anunciaron, desde ángulos diferentes, las tesis esenciales de la filosofía política y social del anarquismo.

Nos referimos a ellas, pues, como a la prehistoria de dicha filosofía, más que al proto-anarquismo o al paleo-anarquismo, según han hecho algunos autores.[3]

En tal tarea no sólo debemos remontamos por lo menos a medio milenio antes de Cristo sino también salimos del marco de la cultura occidental. Y, por el otro lado, hemos de llegar hasta Godwin y Stirner, aún cuando sea frecuente hablar de ellos precisamente al comienzo de la historia del anarquismo.[4] Se trata de figuras bastante aisladas, que no sólo no tuvieron nada que ver con el movimiento obrero y sindical ni con ninguna organización específica del anarquismo sino que tampoco se vincularon de un modo directo con Proudhon y con quienes, reivindicando para sí por vez primera el calificativo de “anarquistas”, se presentaron como tales y llegaron a la auto-conciencia de sus sentimientos mediante una clara y precisa exposición de sus ideas.[5]

Esperamos que esta prehistoria pueda prestar algunas luces a la historia, así como la historia debe brindarlas a la teoría y a la praxis.

1. Oriente, Grecia y Roma

A fines del siglo VII a.c. nace, según parece, en China (en el reino de Ch’u, actual provincia de Hu-nan)[6] un hombre a quien la tradición conocerá con el nombre de Lao-tse,[7] esto es, el Viejo Maestro.[8] Bibliotecario y archivero, según esta misma tradición, en la capital del Imperio (Lo, hoy Hu-nan-fu), tuvo allí un célebre encuentro con Kong-fu-tse (Confucio), alrededor del año 525 a.c. Este, atraído sin duda por la fama de sabio que rodeaba al bibliotecario, quiso conocer su opinión sobre los antiguos ritos,[9] Lao-tse expresó así su opinión: “Los hombres de los que habláis no existen ya y sus huesos se han consumido hace mucho. De ellos no quedan sino sus máximas. Cuando el sabio se encuentra en circunstancias favorables, es elevado a cargos honoríficos; cuando los tiempos le son adversos, anda errante al azar, como el “pong” (hierba del desierto), que es arrastrado por el viento. He oído decir que el comerciante hábil disimula cuidadosamente sus riquezas y asume la apariencia de la pobreza. El Sabio cuya virtud es perfecta se complace en mostrar en su rostro y en su aspecto exterior la apariencia de la estupidez. Renunciad al orgullo y a la muchedumbre de vuestros deseos; despojaos de ese exterior brillante y de las ambiciosas pretensiones. He aquí lo que yo os puedo decir”. Confucio comentó a sus discípulos; “Sé que los pájaros vuelan, que los peces nadan, que los animales caminan. Pero los que corren pueden ser apresados con una red, los que nadan con un anzuelo, los que vuelan con una flecha. En cuanto al dragón, que se eleva hasta el cielo, transportado por los vientos y nubes, no sé cómo se le puede capturar. Hoy he visto a Lao-tse: no puedo compararlo sino con un dragón”.

En realidad, Lao-tse y Confucio representan los dos polos del pensamiento autóctono de China, y la anécdota referida, si bien se la comprende, ya lo revela así.

El confucianismo, originado en las secas mesetas de la China septentrional, surgido en un medio cortesano, entre aristócratas socialmente decaídos, constituido luego en ideología de mandarines y burócratas, es en realidad un humanismo del orden, que pretende revivir las antiguas tradiciones de la primera época de los Chou, y regular mediante la ley, la música y el rito toda la vida del individuo y de la sociedad. Su filosofía social se cifra en la rectificación de los nombres: que el padre sea padre; el hijo, hijo; el súbdito, súbdito; el rey, rey. La idea de esencias inmóviles y eternas subyace a esta concepción de la vida. El ideal de un feudalismo paternalista (supuestamente igual al de los primeros Chou) parece la fórmula última de su política.[10]

El taoísmo, por el contrario, nacido al sur semitropical, florecido primero entre anacoretas que huían de las cortes y de los grandes centros urbanos para refugiarse en la soledad de los montes, adoptado más tarde como filosofía de la vida por leñadores, pintores y poetas, puede caracterizarse como un naturalismo místico, que pretende retrotraer la sociedad a una época pre-feudal y pre-dinástica, organizada en una suerte de comunismo primitivo (o, mejor, de régimen de no-propiedad), enterrar la tradición y el rito, olvidar para siempre la ley, el gobierno y el Estado. Su filosofía social se cifra en la idea del “obrar sin obrar” (wei wu wei), esto es, del obrar de acuerdo con la naturaleza original, sin violentar jamás sus normas. Una metafísica de la unidad dinámica (que un tanto impropiamente tal vez llamaríamos “panteísta”) está por debajo de esta concepción anti-jerárquica de la convivencia. Su fórmula de gobierno es el no-gobierno. El Tao-teh king, obra que la crítica actual considera como recopilación de poemas anónimos, alguno de los cuales podrían haber sido escritos por el propio Lao-tse, es el clásico principal y más antiguo del taoísmo.[11] Aunque se trata de un poema metafísico, todo él está encaminado a mostrar un “camino” (tao) de vida y una “virtud” (teh) propia del hombre, y, en definitiva, a enseñar una fórmula de gobierno. Ahora bien, tal fórmula, aparentemente mística y enigmática, dice que el soberano sabio:

Conduce los asuntos sin acción,
predica la doctrina sin palabras;
todas las cosas ascienden, pero él no se aleja de ellas;
actúa, pero no se apropia;
cumple, pero no exige que se le reconozcan méritos.[12]

Esto quiere decir que el gobernante sabio gobierna sin gobernar; que, imitando al Tao, obra sin obrar, o sea, que obra lo menos posible, siempre conforme a la naturaleza de las cosas, nunca con violencia:

El que conquista el mundo lo logra a menudo no haciendo nada.
Cuando uno se ve obligado a hacer algo,
el mundo está ya fuera de su poder de conquista.[13]

De ahí el pacifismo del Tao~teh-king, según el cual la guerra constituye una desgracia aún para los vencedores:

Inclusive en la victoria no hay belleza
y quién la llama bella
se complace en la matanza.
El que se complace en la matanza
no triunfará en su ambición de dominar al mundo.[14]

Por eso, nada hay más nefasto que un ejército:

Donde hay ejércitos crecen las zarzas y las espinas.
El reclutamiento de un gran ejército
es seguido por un año de hambre.[15]

Nada hay más contrario al Tao y a su virtud que la profesión militar:

De entre todas cosas los soldados son los instrumentos del mal,
odiados por los hombres,
Por lo tanto, el hombre poseído de Tao los evita.[16]

El poema taoísta se muestra, por otra parte, tan adverso a la legislación y a la tecnocracia, como a la guerra:

Cuantas más prohibiciones hay, tanto más se empobrece el pueblo.
Cuantas más armas filosas hay,
tanto mayor el caos en el Estado.
Cuantas más habilidades técnicas,
tantas más cosas taimadas (ch’i) se realizan.
Cuanto mayor número de estatutos,
tanto más grande el número de ladrones y bandidos.[17]

Contra el afán civilizatorio de Confucio, que predica la moral, estudia la historia, cultiva la música, restituye los ritos, venera la tradición, Lao-tse confía en las tendencias naturales del hombre y propicia la vida natural:

Yo no hago nada y la gente se reforma (hua) por sí misma.
Amo la quietud y la gente es justa por sí misma.
No hago negocios y la gente se enriquece por sí misma.
No tengo deseos y la gente es sencilla y honrada por sí misma.[18]

Y es que, para la sabiduría taoísta,

cuando el gobierno es perezoso y torpe,
sus gobernantes se mantienen puros;
cuando el gobierno es eficiente y listo,
sus gobernados se muestran descontentos.[19]

<verse>

¿Cuál, será, pues, el mejor gobierno? El que no gobierna:

<verse>

De los mejores gobernantes
la gente (sólo) sabe que existen.
A los mejores después de aquellos, aman y alaban;
a los siguientes temen;
y a los siguientes injurian.[20]

¿Cuál, será, pues, el mejor modelo de sociedad? El Tao-teh-king formula así su utopía, reflejo quizás del comunalismo agrario de la antigua época Yin:[21]

(Que haya) un pequeño país, con pequeña población,
donde la provisión de mercancías sea el décuplo
o el céntuplo de lo que se puede usar.
Que la gente aprecie su vida y no emigre lejos.
Aunque haya botes y carruajes,
que no haya nadie que los utilice.
Aunque haya armas y armaduras,
que no exista ocasión para exhibirlas.
Que la gente nuevamente anude cuerdas para calcular,
que goce con su comida,
embellezca su ropa,
se sienta satisfecha con sus hogares,
complacida con sus costumbres.
Las aldeas vecinas se vean unas a las otras
de modo que puedan oír el ladrido de los perros
y el canto de los gallos de sus vecinos,
y la gente, hasta el fin de sus días,
no habrá salido nunca de su país.[22]

Así, pues, para Lao-tse y el Tao-teh king, la sociedad no se origina, como suponían en la antigua China (mucho antes de Hobbes y de Rousseau) Meng-tse y Mo-tse, en un pacto o contrato que pone fin al originario estado de las individualidades soberanas y aisladas, sino que es un producto natural. En esto, su doctrina se asemeja a la de Aristóteles; pero tal semejanza no sirve sino para oponerlo más radicalmente al mismo. En efecto, para el Estagirita, la sociedad natural (tan natural en el hombre como el lenguaje articulado) culmina en el Estado, sociedad política y esencialmente jerárquica, que resulta así justificada en sus mismas raíces. Para el taoísmo, en cambio, el Estado parece ser siempre fruto de una aberración, esto es, de una cierta corrupción del Tao y de la naturaleza, por la cual se instituyen leyes, gobernantes, jueces, violencia, jerarquías, guerra. La sociedad ideal, esto es, la sociedad natural, viene a ser así la sociedad sin Estado.

Esto explica, sin duda, la admiración que Tolstoi sentía por el Tao-teh-king, pero explica también por qué reputados sinólogos, como Giles y Waley llaman “anarquista” a Lao-tse.

También su discípulo Chuang-tse, poeta, humorista y místico, podía merecer (en su más amplia acepción) el mismo calificativo. Baste referir la anécdota siguiente: “Mientras Chuang-tse estaba pescando con línea al borde del río P’u, el rey de Ch’u le envió dos de sus altos oficiales para ofrecerle el cargo de ministro. Sin retirar su línea, sin quitar los ojos de su flotador, Chuang-tse les dijo: He oído decir que el rey de Ch’u conserva cuidadosamente, en el templo de sus antepasados, la caparazón de una gran tortuga trascendente, sacrificada para servir a la adivinación hace tres mil años. Decidme: si se le hubiera dejado escoger, ¿esta tortuga hubiera preferido morir para que su caparazón fuera honrada o vivir arrastrando su cola en el barro de los pantanos? Hubiera preferido vivir arrastrando su cola en el barro de los pantanos, dijeron al unísono los dos altos oficiales. Entonces, dijo Chuang-tse, volved allí de donde habéis venido; también yo prefiero arrastrar mi cola en el barro de los pantanos”.[23] La vida natural se opone así a la vida cortesana, el simple vivir con las cosas al soberbio mandar sobre los hombres. He aquí por qué dice: “Es preciso dejar que el mundo siga su curso y no pretender gobernarlo. En otro caso; las naturalezas, viciadas, no obrarán ya naturalmente (sino artificial, legal, ritualmente). Cuando todas las naturalezas, sanas, se sitúan y obran en su propia esfera, entonces el mundo es gobernado naturalmente y por sí mismo (y no hay necesidad de intervenir)”.[24]

Comentando la referida anécdota dice Tsui Chi; “Para ser justos con Chuang-tse, digamos que no es que prefiriera la indolencia de una tortuga a las responsabilidades que implica un cargo gubernamental, sino que tenía la convicción sincera —desde luego compartida por todos los laoístas— de que toda la maquinaria gubernamental o educativa no podía, a fin de cuentas, hacer otra cosa que perjudicar al pueblo”.[25]

El más remoto precedente del moderno anarquismo se produce, pues, según esto, en el contexto de una cosmovisión naturalista, que opone el ser prístino y originario de las cosas al ser facticio y degenerado de la civilización; la ley natural a la ley del Estado; la convivencia natural a la tradición. Se trata, por una parte, de un naturalismo metafísico y místico que en cuanto tal tiene poco en común con el naturalismo cientificista, al cual se vinculó una gran parte del pensamiento del anarquismo histórico. Pero, por otra parte, no deja de ser muy significativo que desde esta lejana perspectiva de su prehistoria, el anarquismo comience con una crítica de la sociedad y de la cultura, con una oposición apasionada a la historia como manipuladora de la naturaleza.

Esto mismo, aunque en un contexto filosófico caracterizado por un relativismo humanístico (que, provenía precisamente de la disolución del naturalismo presocrático, y en algunos casos concluirá también en un naturalismo ético y social), sucedió con los sofistas en la Grecia del siglo V a.c. Maestros ambulantes, se preciaban de enseñar el arte oratorio y solían vender la capacidad de persuadir a cualquiera sobre cualquier tema. Sin embargo, lejos de ser, como se empeña en presentarlos Platón, cazadores venales de jóvenes ricos,[26] o mercaderes de una aparente pero no real sabiduría, como quiere mostrarlos Aristóteles,[27] debemos considerarlos como los primeros críticos de la sociedad y de la cultura surgidos en Grecia y en Occidente, hasta el punto de que si la filosofía es, como quiere hoy la Escuela de Frankfurt, la teoría crítica de la sociedad, deberíamos decir que ellos fueron en realidad los primeros filósofos.

Aun prescindiendo de que se les deba atribuir, como nota Jaeger, una enorme ampliación del horizonte pedagógico y hasta de que se los pueda considerar como los verdaderos fundadores de la pedagogía[28]; aún dejando de lado su contribución a la ciencia del lenguaje y de la expresión y el notable incremento práctico que dieron a la dialéctica y el arte de la argumentación, sería difícil ignorar que con ellos pasa a primer plano el interés por el hombre, entendido como ser social, como animal político, como causa y efecto de la cultura.

Hegel y algunos historiadores del pasado y del presente siglo, como Gomperz, Grote, Wilcken, Lange, Bodrero, etc. han puesto de relieve, ciertamente, algunos méritos de los sofistas contra la tradicional visión socrático-platónica-aristotélica, encarnada en el significado peyorativo con que la palabra “sofista” ha pasado al lenguaje común.

Aún no se ha insistido bastante, sin embargo, según creemos, en esta condición de los sofistas como críticos radicales de la sociedad, que, al intentar elevar al nivel de teoría su visión crítica, traen un nuevo concepto de la filosofía.

No sin razón dice Alban Leasky, en Historia de la literatura griega, que ningún movimiento intelectual puede compararse con la sofística en la perduración de sus resultados y que los problemas planteados por ella no han dejado nunca de ser discutidos en toda la historia del pensamiento occidental hasta nuestros días. Otro historiador de la literatura helénica, W. Schmid, afirma que las cuestiones y controversias suscitadas en su seno no han perdido nada de su actualidad. W. K. C. Guthrie (que cita a los dos autores antes mencionados) hace notar, a su vez, que en muchos escritos recientes el conflicto entre los sofistas y Sócrates (o Platón) es expuesto, aún por historiadores académicos, con tonos apasionados, pues no se puede permanecer imparciales en cuestiones de tan vital importancia para la interpretación de nuestra vida contemporánea.[29]

Todo el pensamiento de los sofistas, en cuanto teoría crítica de la sociedad, se basa en la oposición entre los conceptos de physis y nómos. Tal oposición, que según Aristóteles, era un lugar común entre todos sus predecesores,[30] la encontramos ya en el tratado hipocrático Sobre el aire, las aguas y los lugares; en Empédocles, en Demócrito, y, ya en el plano ético-jurídico, en Arquelao, el maestro de Sócrates, para el cual justicia e injusticia no existen por naturaleza (physei) sino por convención (nomo).

Pero son los sofistas quienes hacen de ella el punto de partida y el fundamento de todo el pensamiento crítico acerca de la sociedad. El término physis, que suele traducirse como “naturaleza”, significa, para ellos, lo originario, lo primario, lo no manipulado, lo auténtico, lo verdadero, que es, sin embargo, por lo general olvidado y relegado. El término nomos, su antítesis, que puede vertirse como “arbitrio” o “convención”, expresa lo derivado, lo secundario, lo artificial, lo ficticio, que resulta, sin embargo, comúnmente aceptado por la sociedad.

Lo que es “por naturaleza” (physei) es lo universalmente humano; lo que es “por convención” (nomo) es lo particular, lo histórica y socialmente condicionado. Como observa el citado Guthrie, los sentidos más importantes de nomos son, para los sofistas, dos: 1) uso o costumbre basado en creencias convencionales o tradicionales acerca de lo que es bueno o verdadero, y 2) leyes formalmente promulgadas que codifican el uso correcto y lo elevan al carácter de norma obligatoria sancionada por la autoridad del Estado.[31] A partir de aquí puede decirse que generalizan y extienden el significado del vocablo a todo lo social, tal como históricamente se presenta. Pero si en la problemática resulta claro que hay una cierta unanimidad entre los sofistas, en la sistemática (sea permitido usar aquí el término consagrado, que no expresa, con todo, muy adecuadamente el carácter del pensamiento sofistico) la disparidad y el disenso resultan sin duda notables.

En efecto, la doctrina de casi todos los sofistas puede definirse por una toma de posición antitética frente a la básica oposición, y así cabe distinguir en ellos tres grupos en discordia: 1) el de los partidarios del nomos contra la physis, 2) el de los defensores de la physis contra el nomos, el cual se subdivide (y aquí es donde la oposición es más radical) en a) el de quienes interpretan la physis como fuerza y voluntad de dominio, y b) el de quienes la entienden como igualdad y como libertad.

El grupo 1, representado por Protágoras, podría caracterizarse, sin temor a un excesivo anacronismo, como sosteniendo una posición político-social de centro. De hecho, el amigo de Perícles, subjetivista y agnóstico, es el teórico de la democracia ateniense, tal como se da en las Atenas del siglo V a.c.

El grupo 2a, cuyos exponentes son Trasímao, Critias y Calicles, constituye la extrema derecha. La idea de que lo justo es lo que conviene al más fuerte y de que la naturaleza ha hecho a unos pocos hombres para mandar y a la inmensa mayoría de ellos para ser mandada y dominada, concluye en una especie de teoría del súper-hombre y postula el advenimiento de una tiranía idealmente opresiva.

El grupo 2b, formado por Antifón de Atenas, Hipias de Elis, Alcidamas de Elea, viene a ser la extrema izquierda que, en algunos casos prefigura admirablemente ideas básicas del anarquismo moderno.

Alcidamas, a quien Aristóteles cita no sin cierto desprecio, define, en efecto, la filosofía como “una catapulta contra las leyes”.[32]

Los sofistas de este grupo critican la ley positiva, esto es, la ley del Estado, en nombre de la naturaleza, y la consideran, en general, como una tergiversación y una perversión de la ley natural, que es la ley moral.

De esta crítica de la ley positiva se pasa a una crítica del Estado, de la jerarquía política y de las diferencias de clase. Así, Antifón defiende la idea de que todas las diferencias de clase (eupétridas y plebeyos) no están fundadas en la naturaleza sino en la mera convención (nomos), y deben ser repudiadas como tales. He aquí uno de los fragmentos que conservamos de Antifón: “Los hijos de padres nobles los respetamos y cuidamos, pero los de origen humilde ni los respetamos ni los cuidamos. En esto nos comportamos como los bárbaros, porque por naturaleza estamos hechos para ser todos, desde todo punto de vista, iguales, tanto los bárbaros como los griegos. Esto puede verse por las necesidades que todos los hombres tenemos por igual. [Ellas pueden ser satisfechas de la misma manera por todos, en todo esto] ninguno de nosotros está marcado como bárbaro o como griego, porque todos respiramos el aire por la boca y los pulmones [y comemos con nuestras manos]”.[33] Como haciendo eco a estas palabras del filósofo dice el trágico Eurípedes, por boca del coro, en su Alejandro: “Vamos demasiado lejos cuando ensalzamos la nobleza de nacimiento entre los mortales. Cuando por vez primera, hace mucho, la raza humana apareció y la Tierra, nuestra madre, la engendró, el suelo los dio a luz a todos con el mismo aspecto. No tenemos signos distintos; el noble y el plebeyo forman parte de un mismo lote; pero el tiempo, por medio del nomos, hizo del nacimiento un motivo de orgullo”. La Tierra, esto es, la naturaleza, nos hizo a todos iguales; el tiempo, esto es, la historia, que se vale de la ley y de la costumbre, nos diferenció en clases y nos dio rangos distintos. Muy especialmente merece ser destacada la crítica a la esclavitud, por ser ésta la institución básica en toda la estructura socio-económica del mundo antiguo. Por primera vez en la historia de Occidente algunos sofistas pusieron en claro la irracionalidad contenida en el hecho de que un hombre pudiera ser comprado y vendido, degradado al estado de “cosa” por otros hombres. El ya citado Alcidamas dice: “Dios hizo libres a todos los hombres; a ninguno la naturaleza lo creó esclavo”.[34]

Hipias de Elis, figura enciclopédica y profundo conocedor de la historia de su país y del mundo mediterráneo, presenta a la naturaleza (physis) como la demoledora de las barreras que la convención (nomos) (esto es, la ley positiva, la tradición y el Estado) ha erigido entre hombre y hombre.[35]

La idea de la igualdad aparece así como inseparable de la idea de libertad, ya que la libertad frente a la tradición, a la ley positiva, a la convención, al Estado, que se reivindica para todo ser pensante, trae como necesaria consecuencia la nivelación y la igualdad entre todos los grupos y clases. Quizá sea éste el rasgo más profundamente anarquista que puede hallarse antes del anarquismo histórico, pues apunta a lo más específico de su pensamiento: la identidad de libertad e igualdad.

Esta identidad se refleja inclusive en la tragedia. Así, expresando la esencia de la democracia directa de los griegos, Eurípides hace decir a su personaje Teseo: “la Ciudad es libre; el pueblo gobierna por turno, según períodos anuales; y el hombre pobre tiene el mismo rango que el rico”.[36]

Continuadores de los sofistas (sobre todo de los del grupo 2b, a los que nos referimos en particular) fueron los cínicos.

Antistenes (444-370 a.c.) a quién se suele considerar como el fundador de la escuela, era ateniense y su padre también lo era, pero su madre, en cambio, era una esclava bárbara, de origen tracto.[37] Discípulo, primero, del sofista Gorgias, adhirió luego al círculo formado en torno a Sócrates, a quién admiraba con fervor e imitaba con ingenuo fanatismo,[38] hasta merecer el apodo de “Sócrates maniático”. Siguió los pasos de Antístenes, extremando sus enseñanzas, Diógenes de Sínope (413-324 a.c.), hijo de un monedero falso, el más anti-convencional de los filósofos de su tiempo,[39] quién tuvo como discípulos a Crates y Metrocles de Maronea.[40] La secta se prolongó durante el siglo III a.c., con Menipo de Gadara,[41] Bión de Borístenes,[42] Menedemo de Pirra[43] y otros. Más tarde, el cinismo se asimiló a la Stoa, pero renació como escuela independiente, en el siglo I antes de la era cristiana, con Meleagro de Gadara, y en los primeros siglos de dicha era con Dión Crisóstomo, Enomao de Gadara, etc. Todavía en el siglo V p.c. se menciona como representante de la escuela a un tal Salustio.

Aunque los cínicos desprecian la lógica, la metafísica, la matemática y en general todo el saber teórico, no dejan de formular una teoría crítica del conocimiento. Siguiendo a los sofistas, Antistenes se muestra partidario del nominalismo y ataca la teoría de las Ideas de su condiscípulo Platón: “Veo el caballo, oh Platón, pero no veo la caballidad”, dice.[44] Este nominalismo, consecuencia de un extremado sensismo, hace imposible toda predicación y todo juicio, pues el juicio supone que lo uno es múltiple y lo múltiple uno[45]; hace imposible e inútil, por consiguiente, toda definición.[46] Así, cada ente sólo podrá ser designado mediante un nombre propio.[47] La ciencia propiamente dicha, esto es, la ciencia teórica, y la filosofía especulativa, se hacen imposibles. Pero esto no obsta a que la filosofía siga siendo considerada superior a la retórica, que era para Gorgias la más útil y elevada de las artes.[48] Por filosofía no entienden, sin embargo, los cínicos la ciencia que nos hace comprender el Universo sino el arte que nos libera de él. Jenofonte, cuya interpretación de la moral socrática, lo acerca mucho al cinismo, dice: “Lo divino es no necesitar nada; lo más próximo a lo divino el necesitar lo menos posible”.[49] Tal autosuficiencia, que equivale para los cínicos a la felicidad,[50] y al bien (pues la necesidad constituye en todos los casos un mal y toma peores a las cosas que sujeta, como dice Luciano), se logra mediante el rechazo del placer[51] y el cultivo de la virtud. Esta viene a ser el fin de la vida humana[52] y es autosuficiente para la felicidad.[53] Se logra sólo mediante el esfuerzo[54] y la práctica o ejercitación incesante.[55] Por eso, siguiendo al sofista Pródico, proponían como modelo al esforzado Hércules,[56] que después de haber realizado una serie de gloriosas hazañas, accedió a la condición divina.[57] Sólo la virtud no es convencional ni depende de la voluntad ajena; sólo ella es natural, y, en cuanto tal, se erige, frente a la ley positiva, a las convenciones sociales, al poder del Estado, como algo universal e invariable.[58]

La negación de la ley positiva supone la negación de toda limitación histórica (en el tiempo) y política (en el espacio). Surge así el concepto del Universo como patria del hombre. “Cuando se le preguntó de dónde era, Antistenes respondió: “Soy ciudadano del mundo” (kosmopolites).[59]

Los cínicos aspiran de este modo a afirmar la existencia de un Estado único, lo cual, al no tener más que un carácter ideal, equivale a negar todo Estado: “El único verdadero Estado viene a ser el universo entero”.[60]

Al mismo tiempo que se rebelan contra la técnica y contra todos los artificios de la cultura, sosteniendo que la “blandura y todas las debilidades son producto de la civilización”, repudian también la forzada convivencia dentro de los límites del Estado, afirmando que “los hombres, reunidos en Estados, a fin de no quedar a merced de los peligros extremos, se maltratan entre sí y perpetran las peores maldades, como si justamente para esto se hubieran congregado”.[61]

La negación del Estado y de la ley positiva, trae aparejada la negación de la propiedad privada: “Afirmaba Diógenes que las mujeres deben ser comunes… y por igual razón también los hijos”.[62] Se trata, sin duda, de lo más parecido que en el mundo antiguo puede encontrarse al comunismo libertario, y es evidente que, en este como en otros muchos terrenos, los cínicos se situaban aquí en las antípodas de Platón, cuyo comunismo era eminentemente aristocrático y estatal.[63]

Continuando las ideas de Hipias, Antifón, Alcidamas y otros sofistas, los cínicos se oponen también radicalmente a la doctrina aristotélica de la esclavitud,[64] ya que, según el propio Aristóteles recuerda, “ellos opinan que poseer esclavos es contrario a la naturaleza, ya que sólo por convención uno es esclavo y el otro libre, pues por naturaleza no hay diferencia entre uno y otro”.[65]

Se comprende, pues, que hayan despreciado asimismo el lujo, los alimentos refinados, los vestidos elegantes, la riqueza, la gloria y la nobleza de la sangre, como cosas contrarias a la virtud y la naturaleza.[66] La predilección por los pobres, por los marginados, por los delincuentes inclusive, caracteriza tanto a Antistenes como a Diógenes. El primero, como se le reprochara cierta vez que con frecuencia estaba en compañía de malhechores, contestó: “También los médicos están junto a los enfermos, pero no se contagian su fiebre”.[67] El segundo, según Estobeo, dijo: “El médico, en cuanto es causa de la salud, no trabaja con los sanos”.[68]

George G. Catin compara por eso a los cínicos con el Ejército de Salvación.[69] Pero, en verdad, se puede encontrar para ellos un término de comparación todavía más relevante, al recordar, como hace Mondolfo, que estas últimas afirmaciones son casi idénticas a las de Cristo: “No son los sanos quienes necesitan el médico, sino los enfermos; yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Marcos II 7; Mateo IX 12; Lucas V 31). “Los cínicos, al determinar la misión del filósofo y el objeto de ella, se anticipan a la transmutación de los valores que llevará a cabo después el cristianismo, al fijar la misión de la redención y su objeto. Pero ya también el cinismo pretendía ser una especie de redención espiritual: con la diferencia, sin embargo, que él ponía sus miradas únicamente en la vida presente, y el cristianismo en la futura”, concluye el citado Mondolfo.[70]

En todo caso, Antístenes (y sus seguidores en general), más que al agnosticismo de Protágoras o al ateísmo de Diágoras, parecen inclinados a un cierto deísmo de tipo rousseauniano, aunque la semejanza de sus críticas a la religión positiva, antropocéntrica y etnocéntrica nos hace sospechar que tal vez fuera mejor interpretar su pensamiento religioso como una suerte de panteísmo naturalista: “Según la convención hay muchos dioses; según la naturaleza, uno sólo”,[71] dice. Y Clemente Alejandrino nos informa que aquél “juzga que Dios no se parece a nadie”.[72]

El cinismo constituye, en realidad, como ha dicho Goettling, “la filosofía del proletariado griego”,[73] no sólo por el hecho de que tanto Antístenes como Diógenes de Sínope y varios de sus continuadores provenían de las más bajas capas de la sociedad helénica, sino también y sobre todo por el hecho de que expresó las ideas y aspiraciones más profundas de una gran masa humana, imposibilitada hasta aquel momento para hacerse oír y pronto de nuevo relegada al silencio por la filosofía de las escuelas que, por lo general, era la de las clases dominantes.

Hay, sin embargo, en esto una curiosa e importante salvedad que hacer: el estoicismo.

La escuela estoica, fundada por Zenón de Citium (336-264 a.c.), discípulo de Crates, puede considerarse como una continuación de la moral cínica, a la cual se le ha buscado en fundamento físico (o metafísico, que aquí es lo mismo) en el pensamiento presocrático (y, sobre todo, heraclítico), interpreta do a la luz de categorías platónico-aristotélicas.[74]

Aunque conservando el sensismo y el nominalismo de los cínicos en su gnoseología, se empeñan en salvaguardar, contra escépticos y neo-académicos, la objetividad del conocimiento.[75] Sólo así podrán desarrollar la física que, a su vez, servirá de base a la ética. Esta física, que en un sentido podría calificarse como materialista (en cuanto para los estoicos todo lo que existe es cuerpo, excepto el tiempo, el vacío, el lugar y lo expresable) y en otro como espiritualista, en cuanto el principio activo y determinante es la divinidad, no es, en realidad, ni la una ni la otra cosa, sino una especie de monismo neutro (que proviene del hilozoísmo y del pampsiquismo presocrático): hay para ellos, un principio indeterminado y pasivo, eterno y capaz de recibir todas las cualidades, al que llaman “materia” (hyle) y otro principio también eterno pero determinante y activo, inteligente y viviente, que organiza la materia, la mueve y la unifica, al que denominan “fuego” (pyr). De la acción del fuego surgen todos los entes que configuran el Universo (kosmos), en el camino hacia abajo; por dicha acción todos los entes y el Universo mismo como totalidad se reintegran, en el camino hacia arriba, en su principio divino. De aquí resulta la idea de un determinado universal de tipo finalista y la tan singular como significativa doctrina del parentesco o afinidad de todos los seres. El fuego, que es lo mismo que Dios, es también idéntico a la Razón universal (logos) y Alma del Universo.[76] Si todo en el Universo es divino y si el Cosmos mismo constituye un Todo orgánico, viviente e inteligente, todo será en él bueno y perfecto. El hombre, pane de este Cosmos, contiene en sí, como las otras partes del mismo, la totalidad del ser, se vincula con todas esas otras partes y refleja en sí la Divinidad.

La moral, esto es la sabiduría, no puede consistir, pues, para él, sino en adecuar su conducta al orden del Universo o, en otras palabras, en obrar conforme a la naturaleza y conforme a la Razón universal, de la cual la propia razón humana participa (omologouménos te physei, to logo dsein).[77] Si bien en todos los entes hay una tendencia inconsciente a la propia conservación y perfección, esta tendencia debe tornarse consciente en el hombre y hacerse así sabiduría (phrónesis) y virtud (areté, katórthoma), sometiendo y destruyendo el movimiento de la parte sensitiva que atenta contra la razón, esto es, las pasiones (pathe). De esta idea de la moralidad como adecuación con la Razón universal brota la noción de “ley natural”, que es, a la vez inminente en el alma y en la conciencia de cada individuo y luz divina. Dicha ley es tan eterna como el principio mismo del Universo y como la divinidad inmanente a él; es anterior a toda ley positiva, superior a toda voluntad del Estado y a todo designio del gobernante; es inmutable y no reconoce otro juez ni otra apelación que la propia conciencia, la cual es, a su vez, individual y común a todos los hombres. Muy bien lo expresa Cicerón al decir que “la ley (natural) es la razón suprema, ínsita en la naturaleza, que ordena lo que se debe hacer y prohíbe lo que no se debe” (lex est ratio summa, insita in natura, quae iubet ea quae facienda sunt prohibetque contraria).[78]

De este concepto de la ley natural, ligado a la idea metafísica del parentesco o consanguineídad de todos los entes del Universo, surge la idea de la unidad esencial del género humano y del cosmopolitismo.

De esta idea surge, a su vez, la crítica a la institución de la esclavitud, y, en general, a toda diferencia de clase, y, en cierta medida, la negación de la racionalidad del Estado.

Tales ideas se encuentran presentes en los escritos de los estoicos de todas las épocas, tanto en los que pertenecen a la antigua Stoa griega, como a la Stoa media y a la nueva o romana. Pero quien merece ser recordado, más que ningún otro, como predecesor del pensamiento anarquista es Zenón, el fundador de la Escuela. Es verdad que aún en Séneca y en Marco Aurelio persisten algunas ideas libertarias. Y así, el primero de ellos nos recuerda, a propósito de la esclavitud, que nadie ha nacido para servir a los demás, que todos los seres humanos reconocen el mismo origen y están formados según los mismos principios[79]; que ese que llamamos esclavo nació de la misma simiente que nosotros, los libres; que, como nosotros, disfruta del mismo cielo, vive y respira como nosotros[80]; que aún cuando las leyes estatales y consuetudinarias coloquen a un hombre bajo el poder de otro, aquél nunca es por naturaleza esclavo, puesto que la mejor parte del mismo, esto es, su alma racional, continúa siendo libre[81]; que debe llamarle “noble” a quién la naturaleza indinó a la virtud (más que al que heredó un nombre o un patrimonio)[82]; que más allá de toda patria particular debemos tener conciencia de que nuestra patria es el Universo[83] y que existe una gran república del género humano.[84]

Zenón entendía su obra República como una refutación de la obra homóloga de Platón.[85] En aquella exponía el filósofo estoico un ideal cosmopolita: la humanidad no dividida ya en naciones, ciudades, villas, sino todos los hombres considerados como conciudadanos; una sola sociedad, como un solo Universo, y todos los pueblos constituyendo un único rebaño.[86]

El mismo Plutarco, que refiere esto, añade, exponiendo siempre las ideas de Zenón, pero aplicándolas a Alejandro, que no se debe distinguir ya entre griegos y bárbaros, sino que todos deben mezclarse perfectamente, no sólo por las costumbres sino también por la sangre y la común descendencia.[87] Diógenes nos informa que para Zenón las mujeres deberían ser comunes[88] y que no debería haber diferencia de vestidos entre los dos sexos.[89] También se mostraba adverso al uso de la moneda[90] y creía que en las ciudades no debía haber ni templos ni tribunales ni gimnasios.[91]

Pone de relieve el carácter relativo de ciertas normas sociales y las presenta como verdaderos tabúes.[92]

Afirma la fraternidad de todos los hombres buenos.[93] Y, como bien dice N. Festa, “no nos asombraremos de que junto a la demolición de la patria y de la familia, tampoco encuentre gracia a los ojos del filósofo anarquista la religión de los abuelos”.[94]

Sin embargo, tampoco en este caso el calificativo de “filósofo anarquista” podría aplicarse de un modo irrestricto, si fuera verdad lo que Diógenes Laercio nos dice acerca de la opinión de Zenón sobre la mejor forma de gobierno (que sería una mezcla de monarquía y aristocracia).[95] Pero tal noticia bien puede ser, como sucede con frecuencia, una equivocación de Diógenes.

Crisipo, que es, sin duda, la gran figura del estoicismo antiguo, define al esclavo como un obrero vitalicio, y continuando el igualitarismo de Zenón y de Grates, aclara que la aristocracia no es más que un accidente histórico.

El estoicismo llega al poder con Marco Aurelio. Los ideales socio-políticos de la escuela, atenuados y aún, si se quiere, deformados en el marco del Estado imperial, se traducen en leyes que humanizan el antiguo Derecho romano. Ya antes de Marco Aurelio la influencia del estoicismo había sido tan fuerte en el patriciado romano que el emperador Augusto decretó la emancipación de las viudas que tenían hijos. Mas tarde, Teodosio las emancipó a todas. Bajo la influencia de Séneca, Nerón dictó leyes que salvaguardaban al esclavo de la servicia de su amo. Adriano, el más humano de los emperadores, desarrolló una vasta legislación en pro de los grupos y clases más oprimidos. Esclavos, extranjeros, marginados, libertos, mujeres y niños fueron objeto del legal amparo promovido por la pérdida estoica de igualdad y universal consanguinidad entre los hombres.[96]

2. Cristianismo y Edad Media

La aparición del cristianismo no deja de tener significado para la prehistoria del pensamiento anarquista.[97] A fines del siglo XIX y comienzos del XX fueron muchos los intentos de una interpretación socialista y aún anarquista del cristianismo primitivo. Si dejamos de lado a Kautski y otros críticos marxistas, tales intentos puede decirse que culminan en la obra del último Tolstoi. Pero el valor historiográfico y científico de los mismos deja siempre mucho que desear, pues se mueven entre las tentativas desmitificadoras que concluyen en la creación de un nuevo mito (Han Ryner) y las generalizaciones filosóficas que diluyen la realidad histórica (Bruno Wille).

La valoración del mensaje evangélico como un aporte positivo desde el punto de vista libertario resulta clara y sencillamente razonada en la Ética de Kropotkin.

Bastaría admitir, con E. Troeltsch (Las doctrinas sociales de las iglesias y grupos cristianos), que el meollo del pensamiento de Cristo se encuentra en la afirmación del infinito valor de la persona humana (individualismo) y de la unidad sin límites de la especie (universalismo) para considerar no carentes de fundamento las tentativas de vincular el cristianismo originario con el anarquismo moderno. Pero es claro que tal vinculación, si sólo se quedara en esto, resultaría demasiado genérica.

De hecho, podría establecerse otra mucha más concreta y específica.

El proyecto original de Jesús fue la fundación de una serie de comunidades, al margen del Estado (y también, en contra del mismo), en las cuales la convivencia se basara en un principio distinto (y también contrario) al principio del poder. Estas comunidades, donde el amor fraternal sustituiría a la fuerza política y militar, tendrían una estructura horizontal y no vertical: el último sería allí el primero, y viceversa. El modelo del Imperio quedaría sustituido por el arquetipo de la Familia, pero por una familia cuya única autoridad, el Padre celestial, no pertenecía a este mundo. La figura del Padre trascendente se oponía así, como única imagen posible, a la idea del Rey mundano, del Emperador de Roma. En el fondo, se estaba oponiendo la idea del origen común de todos los hombres a la idea de la jerárquica subordinación a las potencias de este mundo.[98]

En dichas comunidades (ekklesíai) todos los bienes eran comunes, como se ve en los Hechos de los Apóstoles,[99] y no había una autoridad propiamente dicha, ya que los presbíteros, esto es, los ancianos, no eran sino los consejeros del pueblo cristiano.

El plan de Jesús, la subversiva estrategia del Evangelio, consistía en que tales comunidades se multiplicaran y se extendieran por todo el Imperio, constituyendo una sociedad paralela y contraría a él. Se trata de minar sus cimientos desde abajo, ya que no de enfrentarlo abiertamente por la violencia, para lograr su derrumbamiento y su ruina. Esta debía coincidir con la segunda venida de Jesús y con la instauración del Reino de Dios, que el mismo Jesús creía próximo (“No pasará esta generación…”).

No puede decirse que el plan de Jesús fracasó porque no se produjo la segunda venida; más bien hay que decir que la segunda venida no se produjo porque el plan fracasó,

Y fracasó porque la Iglesia, esto es, la comunidad de los hermanos, comenzó a ceder ante el Imperio. Se instauró el episcopado; se olvidó la comunidad de bienes; empezaron a erigirse los dogmas y la autoridad que los definía; hubo herejías, excomuniones, anatemas. El Imperio reprodujo su esquema de violencia y poder dentro de la Iglesia, y triunfó finalmente sobre ella, no cuando la persiguió y arrojó a los cristianos a los leones, sino cuando aceptó su credo y la reconoció, con Constantino, como religión oficial del Imperio. Desde aquel momento Imperio e Iglesia se identificaron. El gran perdedor fue Jesús; el gran triunfo fue de Roma. Puede decirse que la verdadera crucifixión y muerte del fundador del cristianismo se produjo así en el año 313 y no, como se dice, en el 31 o en el 33.

Sin embargo, también hubo una resurrección de Jesús, y no una en verdad sino muchas, puesto que su mensaje, a pesar de los obispos y del Papa, a pesar de los concilios y los dogmas, a pesar de los anatemas y de las piras inquisitoriales, a pesar del monstruoso contubernio de la Iglesia con el Imperio y de la prolongada traición a los pobres por parte de la jerarquía eclesiástica (y no desde fines de la Edad Media, como cree Saint-Simon, sino por lo menos desde comienzos de la misma), nunca dejó de producir y alumbrar hombres que en, todo o en parte, con mayor o menor fidelidad, resucitaron la esencia del Evangelio en su doctrina y en su vida.

Los testimonios más elocuentes de esta esencia evangélica los dieron sin duda algunos heterodoxos. Así, ya en la Antigüedad cristiana, un gnóstico egipcio, Carpócrates, propicia una suerte de comunismo libertario, es decir, no estatal, y su hijo Epifanio, autor de una obra Sobre la justicia (cuya autenticidad ha sido, sin embargo, cuestionada) sostiene que la justicia consiste precisamente en la absoluta igualdad, en la desaparición de las diferencias que separan a ricos y pobres, sabios e ignorantes, libres y esclavos, machos y hembras, gobernantes y gobernados. El robo y todos los delitos provienen de la negación de esta igualdad consagrada por la naturaleza, y de la apropiación de los bienes comunes por los particulares.

Pero aún entre los escritores más o menos ortodoxos se encuentra bastante generalizada la idea de que Dios otorgó todos los bienes de la tierra a todos los hombres en común (de donde se deriva la idea de la injusticia de la propiedad privada), y la idea de que el gobierno, las leyes, el Estado, son fruto del pecado y no hubieran existido si el hombre no hubiera caído.

Ya en los libros del Nuevo Testamento encontramos la fuente del antinomismo cristiano, San Pablo no se contenta con exaltar la necesidad y el valor del trabajo manual, al ordenar que quién no trabaja tampoco coma,[100] sino que también glorifica la libertad cristiana, la cual hace inútil la Ley, afirmando que la letra mata y el espíritu verifica.[101] Aunque, por otra parte, él mismo aconseja someterse a la autoridad, pues toda autoridad viene de Dios,[102] y manda a los esclavos, “sacrilegamente”, como dice Kropotkin, que obedezcan a sus amos como a Cristo.[103] Igualmente San Pedro exhorta a los cristianos a someterse a reyes y gobernantes, enviados por Dios para castigar a los criminales y honrar a los hombres buenos,[104] y ordena a los esclavos obedecer a sus amos, y no sólo a los buenos sino también a los malvados.[105] Sin duda, la traición o, por lo menos, la errónea interpretación del pían evangélico comenzó ya con los apóstoles, porque si bien es cierto que no estaba en el propósito de Jesús promover la insurrección de los esclavos o la revolución violenta contra el Imperio y los gobernante romanos, también es verdad que siempre manifestó hacia ellos la animadversión que merece una enfermedad, tal vez inevitable pero no por eso menos repugnante y perniciosa.

Esa misma ambivalencia hallamos luego entre los Padres que, por una parte, escuchan aún un eco de la Palabra evangélica, pero, por otra, forman parte de una Iglesia que pugna por asimilarse al Imperio más que por socavar sus cimientos, como Jesús pretendía, He aquí, por ejemplo, que la doctrina de los Padres griegos y latinos y la praxis del monacato oriental y occidental atacan a fondo la propiedad privada. La idea de que la propiedad es el robo, fundamentada económica y jurídicamente por Proudhon en su célebre Memoria de 1840, es enunciada sobre fundamentos evangélicos por San Basilio, al cual sigue luego San Ambrosio, al cual continúa después San Agustín. La idea general que estos Padres de la Iglesia defienden es la siguiente: Dios concedió al principio todas las cosas a todos los hombres, esto es, a la sociedad bumana en general. Con el pecado original, al pervertirse la naturaleza humana, surgió la propiedad y la diferencia entre lo tuyo y lo mío. Sin embargo, aún en el presente estado de cosas nadie tiene derecho a apropiarse sino de lo que necesita para vivir (junto con su familia): todo lo demás pertenece en justicia a quienes más lo necesitan. San Jerónimo llega a decir que toda propiedad proviene de una injusticia y que aquello que uno se apropia a otro se lo quita.[106]

“En el siglo III nos encontramos con que San Cipriano repite frases hechas de los estoicos. Hace notar que Dios brinda sus dones a toda la humanidad. El día ilumina a todos, el sol brilla sobre todos, la lluvia cae y el viento sopla para todos, el resplandor de las estrellas y de la luna son propiedad común. Tal es la imparcial magnanimidad de Dios; y un hombre que quisiera imitar la justicia de Dios debería compartir todas sus posesiones con sus hermanos cristianos. Hacia la segunda mitad del siglo IV esta idea había logrado una amplia aceptación entre los escritores cristianos. San Zenón de Verona repite la misma comparación que se ha convertido en lugar común: idealmente todos los bienes deberían ser comunes “como el día, el sol, la noche, la lluvia, el nacer y el morir, cosas que la divina justicia concede por igual a toda la humanidad sin discusión”. Todavía más sorprendente son algunas de las afirmaciones del gran obispo de Milán, San Ambrosio, en quien la tradición iniciada con Séneca encuentra su más vigorosa expresión: “La naturaleza ha producido todas las cosas para todos los hombres, para que sean tenidas en común. Porque Dios mandó que se hicieran todas las cosas de modo que el alimento fuera completamente común, y que la tierra fuera común posesión de todos. La naturaleza, por consiguiente, creó un derecho común, pero el uso y la costumbre crearon un derecho particular”. En defensa de su idea San Ambrosio cita, como si se tratara de autoridades totalmente concordantes a los estoicos y el libro del Génesis. Y en otra parte señala: “El Señor Dios deseó de un modo particular que la tierra fuera posesión común de todos, y produjera frutos para todos; pero la avaricia produjo los derechos de propiedad”. En el mismo Decretum de Graciano, el tratado que se convirtió en el texto básico del derecho canónico en todas las universidades y que constituye la primera parte del Corpus juvis canonici, podemos encontrar un pasaje que glorifica el estado natural comunitario”.[107]

Análogamente se desarrolla en la Patrística la doctrina del gobierno y del Estado.

El mismo San Agustín considera que el gobierno, la ley y el Estado no son sino una consecuencia del pecado original, lo cual quiere decir que no corresponden al orden natural de la creación sino a la depravación de dicho orden.

En general, los Padres de la Iglesia tienden a ver en el Estado un mal necesario; algo ajeno a la voluntad de Dios, algo profano y aún sacrilego, que Dios permite para castigo del hombre y, a la vez, para proteger a los débiles contra los fuertes.

Desde este punto de vista San Agustín y los Padres de la Iglesia se oponen al aristotélico Santo Tomás de Aquino, quién sostiene que, aún sin el pecado original, el gobierno hubiera sido necesario y que el Estado corresponde al orden de la naturaleza, ya que sin él el hombre no puede lograr sus fines en el orden temporal.[108]

Esto explica por qué Padres, como Tertuliano, aseveran que nadie está obligado a observar una ley injusta (legis iniustae honor nullus) y por qué otros, como Orígenes, justifican el tiranicidio[109] que, por lo demás, también es aceptado por escolásticos como Juan de Salisbury[110] y aún por jesuitas de la Contrarreforma, como Juan de Mariana.[111]

Esto explica también por qué San Agustín y otros Padres ven en la esclavitud una consecuencia del pecado, lo cual, si se entiende en el sentido de que los esclavos padecen una pena por sus faltas o las de sus antepasados, resulta sin duda una explicación arbitraria e inaceptable (tanto más cuanto que el mismo Jesús rechazó tal explicación con respecto a los enfermos e inválidos), pero en principio parece más aceptable que la concepción aristotélica sustentada por Santo Tomás de Aquino, que veía en la esclavitud una institución no contraria a la ley natural.[112] Dice Norman Cohn: “La mayoría de los Padres estaban de acuerdo en que desigualdad, esclavitud, gobierno coercitivo e incluso propiedad privada no formaban parte de la intención original de Dios y sólo habían aparecido como fruto maldito de la Caída. Por otra parte, después del pecado original comenzó una evolución que hizo indispensables estas instituciones. La naturaleza humana, corrompida por el pecado original, necesitaba represiones que no podían encontrarse en un orden igualitario; por eso, las desigualdades en riqueza, situación social y poder no fueron sólo consecuencia, sino también remedio del pecado. Las únicas recomendaciones que podían ser autorizadas desde tal punto de vista eran las dirigidas a los individuos y referentes solamente a los problemas de la conducta personal. Que un amo debía comportarse justa y razonablemente con su esclavo, que era tan querido por Dios como él mismo; que el rico tiene obligación moral de dar limosnas liberalmente; que el rico que use mal su riqueza pierde derecho a ella; de este cariz fueron las conclusiones prácticas que se dedujeron, dentro de los límites de la ortodoxia, de la doctrina del prístino estado igualitario de la naturaleza”.[113]

El monacato, tal como fue instituido sobre todo por San Benito de Nursia en Occidente y por San Basilio Magno y los Padres del Desierto en Oriente, representa, en todo caso, un reflejo, si bien remoto y deformado por la jerarquización de la Iglesia y por su inserción en el orden feudal, de aquellas originarias comunidades cristianas que Jesús propugnó como un nuevo modelo de convivencia no basado en la fuerza y en la propiedad privada sino en el amor y la comunidad de bienes.

De todas maneras, también en el Medioevo, la idea (o el ideal) de una sociedad sin propiedad privada, sin clases y sin Estado floreció principalmente en los grupos heterodoxos y en las sectas heréticas o semi-heréticas. En el siglo XII un vasto movimiento encabezado por el mercader Pedro Valdo se extendió por el mediodía de Francia y el norte de Italia y tuvo un eco o quizás mejor, un paralelo, en Umbría y el centro de la península itálica de pobreza y de fraternidad de las primeras comunidades cristianas, enteramente olvidado por el papado y por la jerarquía eclesiástica, consustanciados con el feudalismo. Hacia esta misma época, con raíces bastante diferentes, surge en París la secta de los amauricianos. Se trata de los discípulos del escolástico Amaury de Bénes, defensor de un panteísmo de inspiración neoplatónica, aunque de terminología aristotélica, según el cual Dios es la forma universal o forma única de todos los seres. Esta doctrina metafísica, refutada luego por Santo Tomás, se prolongó en un antinomismo similar al de los Hermanos del libre espíritu.[114]

Con la teología crítica de John Wycliffe se vincula la rebelión de John Bull, de Wat Tyler y de los lolardos en Inglaterra contra los señores feudales, pero sobre todo el heroico intento de Huss en Bohemia por construir una iglesia ajena a las estructuras verticales del feudalismo y de la Iglesia católica (que acabó por quemarlo en 1415). Continuando el impulso hussita, Pedro Chelchiky y los hermanos moravos insistieron en considerar la comunidad de bienes como esencial a toda forma de vida cristiana, y en Holanda, Suiza, Flandes y diversas regiones de Alemania occidental los anabaptistas unieron el régimen comunista con un severo antinomismo y con una oposición radical a toda jerarquía civil y eclesiástica. No sería justo tal vez olvidar aquí otros movimientos, como el inspirado por Joaquín de Fiore, con su profética visión de una futura Iglesia de la libertad; el que encabezó, en los Países Bajos, Jacob Van Maerlant, en el siglo XIII; y el que tuvo como guía, en el mismo siglo, a Segarelli, en Italia.

“En su exégesis de las Escrituras, Joaquín de Fiore elaboró una interpretación de la historia como un ascenso en tres edades sucesivas, cada una de ellas presidida por una de las personas de la Santísima Trinidad. La primera edad era la del Padre o de la Ley; la segunda la del Hijo o del Evangelio; la tercera la del Espíritu, y ésta sería con respecto a las anteriores como la luz del día comparada con la de las estrellas y la aurora, como el ardiente estío comparado con el universo y la primavera. La primera época había sido de temor y servidumbre, la segunda de fe y sumisión filial, la tercera sería una época de amor, alegría y libertad, en la que el conocimiento de Dios se revelaría directamente en los corazones de todos los hombres”.[115] El ideal de una sociedad de pobreza, desprendimiento y plena libertad espiritual propuesto por “il calabrese abate Giovachino”, como lo llama Dante, tuvo un inicio de realización en el movimiento franciscano. Y aún cuando la Orden, posteriormente, al plegarse sin condiciones a la ortodoxia se adhirió también al “status” y llegó a justificar sin reticencia la propiedad privada y la sumisión a todos los poderes establecidos, durante mucho tiempo los franciscanos “espirituales” y los “fraticelli” continuaron con heroica pertinacia (a veces hasta la hoguera) defendiendo aquél ideal del Reino del Espíritu Santo.

En los Países Bajos, en Flandes y primero en Francia, los “Hermanos del libre espíritu”, emparentados más o menos directamente con una libérrima (y con frecuencia heterodoxa) mística especulativa, que tiende a despreciar o, por lo menos, a minimizar las ceremonias y la jerarquía eclesiástica, se rehúsan a reconocer toda autoridad terrena y adoptan un régimen comunista. De ellos derivan en el siglo XIV los “Klompdraggers” y en el XVI los “libertinos”, que siguen a Eligius Praystinck, en Amberes.[116] “Su carácter contestatario reside en su espiritualismo, que sustrae las almas al magnetismo y a la acción sacramental de la Iglesia para remitirlas a sí mismas y a la fraternidad de los iluminados espirituales”, dice Jean Seguy.[117]

Puestos a recordar los preanuncios del anarquismo moderno en esa época aparentemente tan uniforme y oscura, pero en realidad tan compleja y llena de inesperadas luces como es el Medioevo, no podemos dejar de mencionar la praxis negativa (la “pars destruens”), que se manifestó en las grandes rebeliones populares y campesinas, y la positiva, que se concretó en la creación de las comunas y ciudades libres.

Dice N. Cohn: “A partir de fines del siglo XI se sucedieron con creciente frecuencia movimientos revolucionarios de los poderes, dirigidos por mesías o santos vivientes, inspirados en las profecías sibilinas o juaninas respecto a los Últimos Días. Sin embargo, no se dieron siempre ni en todas partes. En lo que se refiere a Europa septentrional, sólo en el valle del Rhin se puede detectar en apariencia una ininterrumpida tradición de milenarismo revolucionario que se prolonga hasta el siglo XVI. En ciertas regiones de lo que ahora es Bélgica y el norte de Francia podemos encontrar tales tradiciones desde fines del siglo XI hasta mediados del XIV, en ciertas regiones del sur y centro de Alemania a partir del siglo XIII hasta la reforma; más adelante pueden observarse los indicios de una tradición en Holanda y Westfalia. Concomitantemente a levantamientos importantes se produjo una conmoción milenarista en los alrededores de Londres y otra en Bohemia”.[118] En el ambiente de las dos primeras cruzadas (1096 y 1146) comenzó a desarrollarse un mesianismo de los pobres.

A partir del siglo XI, las insurrecciones de siervos se multiplican y, aprovechando el comienzo de la decadencia del orden feudal (que tiene por causas las Cruzadas y el surgimiento de las ciudades libres), se producen en diversas regiones de Europa rebeliones campesinas contra reyes y señores. Así, en dicho siglo XI tiene lugar el levantamiento de los vavasseurs en Milán; en el XIII los pastorales conmueven el campo francés; en el XIV se dan las famosas “jaqueries” y la rebelión de los siervos del Alto Valais; en el XVI la guerra de los campesinos en Alemania (aplastada a sangre y fuego por los príncipes a quienes aconsejaba Lutero).[119] Detrás de todas estas rebeliones populares hay no sólo el deseo de acabar con una situación de opresión presente sino también, de un modo más o menos consciente, la imagen y el ideal de una sociedad cristiana, entendida como sociedad horizontal, sin clases y sin gobierno o, por lo menos, con una jerarquía social y un poder político reducidos al mínimo. Las contradicciones ideológicas se hallan, sin embargo, casi siempre presentes. Así, para poner sólo un ejemplo, los anabaptistas que proclaman un comunismo sin Estado acaban por proclamar rey a Thomas Munzer.

La comuna medieval, que para Kropotkin representa una de las realizaciones históricas más cabales de la idea del apoyo mutuo y uno de los más bellos modelos de una sociedad libre, no era según dicho autor sino una federación de gremios y de guildas, cada uno de los cuales estaba constituido por una federación de trabajadores o de ciudadanos, y, a su vez, como ciudad libre, se federaba regional y continentalmente con otras ciudades, constituyendo así los “hansas”.[120] La ciudad libre del medioevo no sólo instituyó un orden igualitario y basado en el trabajo, sino que luchó en lo externo con el feudalismo dominante y esta lucha cesó sólo cuando ella misma perdió su carácter originario y dejó de ser “ciudad libre”.[121]

Todas las religiones históricas y, por consiguiente, también el cristianismo medieval, pueden asumir dos formas distintas y contrarias, que corresponden a dos tipos humanos básicos: el extrovertido y el introvertido.

La religión del hombre extrovertido es una religión “profética”; la del hombre introvertido, una religión “mística”.

Las religiones semíticas son predominantemente proféticas, pero no excluyen profundas manifestaciones místicas; las religiones indias son sobre todo místicas, pero no desconocen los movimientos proféticos.

Ahora bien, dentro del cristianismo medieval el profetismo asume la forma de milenarismo y se concreta en la expectativa de un Reino de justicia, instaurado por Cristo triunfante, al fin de los tiempos. Esta expectativa del Reino hace que los fieles miren con desprecio todo reino terreno; la ferviente fe en el Rey justo produce una profunda y a veces violenta aversión por todo gobierno y toda forma de autoridad mundana, que llega a identificarse con el legado de Satán y el futuro del pecado. Desde este punto de vista, la religión profética y el milenarismo suelen instituir un estado de ánimo ácrata, y los minelaristas, con su odio a la ley positiva como antítesis de la justicia cristiana y a los señores como enemigos del Señor, llegan con frecuencia a una praxis anárquica. La mística, por el contrario, reduce la religiosidad a un contacto inmediato entre el alma y Dios. Tiende a eliminar, en consecuencia, todo intermediario entre el sujeto individual y el Absoluto y a considerar como superfluas (y frecuentemente como perjudiciales) todas las mediaciones. De tal manera, al mismo tiempo que el sacramentalismo y la jerarquía eclesiástica pasan a un segundo plano (cuando no son directamente ignorados), se afirma el valor trascendente de la individualidad que no tiene otra salida más que el Absoluto. Desde este punto de vista, la mística representa una actitud de libertad personal cuyo límite único es la libertad de Dios, y en la medida en que Dios se identifica con el hombre, una infinita potenciación de la libertad humana. El menosprecio de todo poder estatal o eclesiástico que surge lógicamente de la actitud mística confina, como es fácil de ver, con la actitud ácrata.

Claro está que, así como el profeta milenarista, en su expectativa del Reino de justicia, corre el peligro de olvidar la individualidad y los valores de la libertad, en aras de la comunidad igualitaria, así también el místico, entusiasmado por el disfrute de su ilimitada libertad interior, suele pasar por alto las exigencias de la justicia y aún los valores económicos y socio-políticos en conjunto. Sin embargo, en el Medievo, tampoco faltaron movimientos que, en cierta medida, sintetizaron el profetismo con la mística. Tal fue el caso de los hermanos del libre Espíritu.

Escribe, a este propósito, Norman Cohn: “La herejía del Libre Espíritu exige, pues, un lugar en cualquier investigación sobre la escatología revolucionaria —y esto es cierto aún cuando sus adherentes no fueron revolucionarios sociales y no encontraron a sus seguidores entre las turbulentas masas de los pobres ciudadanos. De hecho se trataba de gnósticos preocupados por su propia salvación individual; pero la gnosis a la que llegaron fue casi un anarquismo místico— una afirmación de libertad tan temeraria e ilimitada que se convertía en una total negación de cualquier tipo de sumisión o de límites. Estos hombres pueden ser considerados como remotos precursores de Bakunin y Nietzsche, o mejor de la intelligentsia bohemia en sus momentos de mayor virulencia”.[122]

Más tarde, ya en los siglos XVI y XVII el anabaptismo prolonga, dentro del clima espiritual de la Reforma (cuyos jefes principales, Lutero y Calvino, no tienen por cierto nada de libertarios) las ideas de los taboritas y de los hermanos del Libre Espíritu. La prédica de Münzer se dirige sobre todo a obreros y artesanos “entre los cuales las desfavorables condiciones económicas creaban un profundo descontento”.[123] Y este carácter clasista y popular, así como su campaña a menudo violenta contra Iglesia, Estado, aristocracia, etc. aproximan a los anabaptistas alemanes al anarquismo moderno más que ningún otro grupo religioso (excepto quizá los taboritas).

Sin embargo, aún los anabaptistas pacíficos, de origen suizo y holandeses, de donde salen los mennonitas y los hotleritas, siguen viendo en el Estado una realidad ajena y hostil a la Iglesia, entendida como comunidad libre, que, por encima de la Ley, se rige por la gracia de Dios.

Aún una secta contemporánea, surgida a fines del siglo pasado entre las clases bajas de los Estados Unidos (por iniciativa de Ch. T. Russell), mantiene una valiente oposición al militarismo y a toda forma de acatamiento al Estado.[124]

3. Del Humanismo al Enciclopedismo

El Humanismo aportó, junto con una nueva visión antropocéntrica del mundo, nuevas ideas sobre la sociedad y el gobierno. De estas ideas algunas revisten un especial interés desde el punto de vista libertario.

En primer lugar, en los límites del Medioevo y el Renacimiento, encontramos la figura de un monje que se burla de cuanto el monacato tiene de disciplina “contra naturam”. En los cinco libros de su Gargantúa y Pantagruel, François Rabelais exalta los valores de la vida y pone, por encima del cristianismo ascético del Medioevo, el ideal del hombre que ama la naturaleza, comenzando por su propio cuerpo, que no desprecia ninguna manifestación de la belleza, que busca el placer como un bien en sí. La negación del ascetismo trae consigo la negación de la crueldad bélica; la sátira contra la mezquina sumisión y la hipocresía claustral genera el culto a la libertad en su más jocuonda y esplendente revelación mundana.

La visión humanística de la vida se concreta en una utopía anti-monacal: la Abadía de Thélème. Esta Abadía, contrariamente a lo que sucede en todos los monasterios, no está amurallada, ya que donde hay muros hay intrigas y murmuración. Tampoco hay en ella relojes. Mientras en los monasterios todas las actividades se hallaban estrictamente reguladas por un horario, en Thélème cada cosa se hace cuando a los interesados les parece justo y oportuno. A los cenobios no ingresaban, por lo general, sino mujeres y hombres débiles, feos, enfermos o deformes. En la Abadía ideal de Rabelais sólo se permitía la entrada a los hermosos, sanos y bien formados. Los votos, que ataban a perpetuidad a los profesos, son, sobre todo, eliminados en beneficio de la libertad individual, y cada monje o monja será libre para entrar o salir de Thélème cuando mejor le pareciere; cada uno podrá casarse con quien le apeteciere, podrá tener todo el dinero que consiguiere y no tendrá que dar a nadie cuenta de sus acciones. El monje de Thélème (o quizá sería mejor decir, el anti-monje) representa la individualidad integral, liberada de las abrumadoras reglas y normas artificiales del monacato. Describiendo su vida, dice Rabelais que ella “se regía no por leyes, estatutos o reglas, sino según su querer y libre arbitrio”.

En realidad no había en Thélème nada que estuviera ordenado o prohibido, prescipto o proscripto. Allí, los hermanos “se levantaban de la cama cuando les parecía bien, comían, bebían, trabajaban, dormían cuando de ello tenían deseos”. Toda la Regla se reducía a una general negación de la Regla: “Haz lo que quieras” (Fay ce que vouldras).[125]

La igualdad, que en las utopías de Moro y Campanella es elevada al rango de supremo valor social, no parece preocupar demasiado a Rabelais, ocupado en afirmar la soberanía del individuo por encima de todas las cosas. Más aún, Thélème parece constituir, como dice Servier, un “arca destinada a transmitir, por encima de las aguas de un nuevo diluvio, un ideal aristocrático de ciencia, de buenas costumbres y de libre pensamiento”.[126]

Desde una perspectiva libertaria queda, sin embargo, allí la vigorosa afirmación utópica de una convivencia sólo regulada por la buena voluntad, es decir, de una comunidad sin ley, sin obligación, sin sanción, sin gobierno.

Quizá tan significativo para la prehistoria de las ideas libertarias como lo que dice Rabelais en Gargantúa y Pantagruel, al describir la Abadía de Thélème, sea lo que Cervantes pone en boca del Ingenieso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, obra en la que Dostoievski verá la culminación de la literatura universal.[127] La libertad es exaltada como “uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los Cielos”. Se dice que “con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre” y que “por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres” (Parte II, cap. LVIII). Cuando el comisario y los guardias le piden a Don Quijote que desista de su propósito de liberar a los presos que conducen a galeras, éste responde que le “parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y Naturaleza hizo libres” (Parte I, cap. XXII), mientras en otra parte demuestra a Sancho la prescindibilidad del gobierno y, al hablar de la “dichosa edad y siglos dichosos” que vivió al comienzo el género humano, hace notar que “entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de “tuyo” y “mío”” (Parte I, cap. XI).

Con Esteban de la Boëtie y su Discurso sobre la servidumbre voluntaria abordamos una problemática más estrictamente política.

En dicha obra, como dice Lamennais, se reconoce “de una punta a otra, la inspiración de dos sentimientos que dominan constantemente al autor: el amor de la justicia y el amor de los hombres; su odio por el despotismo no es otra cosa sino este amor mismo”.[128]

Inspirada no por un hecho aislado, aunque excepcionalmente cargado de sevicia, como fue la represión de los rebeldes de Guyena por el condestable de Montmorency (según cree De Thon), ni, menos aún, en una mera injuria que el autor sufriera en la corte (como cree D’Aubigné),[129] constituye el más formidable alegato no sólo contra toda tiranía sino, más aún, contra todo gobierno. No se trata de una obra de partido ni tampoco de un mero ejercicio retórico, como bien advierte Vermorel, sino de una obra de filosofía política, ni más ni menos que las que en el mismo sentido escribieron hacia aquella época Buchanan, Hotman y Languet. Montaigne señala, por lo demás con mucho acierto, que ella fue compuesta por su autor (que apenas tenía dieciséis años) “en honor de la libertad y contra los tiranos”.[130]

El problema que la Boëtie plantea es el siguiente: los hombres aman natural y espontáneamente la libertad. ¿Por qué razón, siendo como son muchos y detentando la fuerza del número, además de la que es propia de la naturaleza y de la razón toleran que un solo hombre, un tirano, que suele ser el más incapaz y corrompido, además del más débil y cobarde de todos, los oprima y los reduzca a servidumbre? Tener muchos señores, como dice Homero,[131] no es ciertamente un bien; pero tener uno sólo tampoco lo es. Para La Boëtie, “es extremada desgracia el estar sujeto a un amo del cual nunca se puede asegurar que es bueno, ya que siempre está en su poder el ser malo cuando quiere serlo”.[132] De estas palabras surge una clara condenación de la monarquía absoluta. A toda forma monárquica de gobierno parece preferir la república de Venecia. En el fondo, sin embargo, lo que cuestiona no es otra cosa que el poder político mismo, es decir, el Estado.

Sucede, a veces, dice encarando el problema propuesto, que un pueblo es sometido por la fuerza. En ese caso no es extraño que la gente obedezca. Otras veces, aunque muy raramente, el pueblo se compromete a obedecer a alguien, capaz de guiarlo y protegerlo. A éste no sería prudente derrocarlo. Pero, fuera de estos casos extremos, lo que más frecuentemente se da es la degradante situación en que un número infinito de individuos se encuentra sujeto a servidumbre y es despojado de todas sus libertades y derechos, sin poder disponer de nada y ni siquiera de su propia vida. “Pero; ¡oh buen Dios! ¿qué podrá ser eso?, ¿cómo diremos que se llama? ¿qué desgracia es? ¿qué vicio o, más bien, qué desgraciado vicio? ¡Ver un número infinito de personas que no obedecen sino sirven, que no son gobernadas sino tiranizadas, que no tienen bienes, ni padres, ni mujeres ni hijos, ni siquiera la propia vida que les pertenezca! ¡Sufrir los pillajes, las lascivias, las crueldades, no de un ejército, no de un campamento bárbaro contra el que habría que defenderse exponiendo la sangre y la vida, sino de uno sólo, y no de un Hércules o un Sansón, sino de un único hombrecillo, que la mayor parte de las veces es el más cobarde y afeminado de la nación, no acostumbrado a la pólvora de las batallas sino, y con gran pena, a la arena de los torneos, no capaz de mandar por tuerza a los hombres sino enteramente incapaz de servir con vileza a la menor mujerzuela! ¿Llamaremos a eso cobardía? ¿Diremos que quienes sirven son cobardes y flojos? Que dos, que tres, que cuatro no se defiendan de uno, es cosa extraña, pero, sin embargo, posible; bien se podrá decir, con razón, que hay falta de valor. Pero si cien, si mil aguantan a uno sólo, ¿no se dirá que es porque no quieren enfrentarse con él antes que por falta de audacia, no se dirá que no es cobardía sino más bien desprecio o desdén?”.[133] Pero ni siquiera el nombre de “cobardía” merece esta actitud, ya que cualquier vicio, al igual que cualquier virtud, tiene un límite establecido por la naturaleza humana, y resulta imposible que un número tan crecido de individuos sienta miedo ante uno sólo, así como lo es que uno solo se enfrente a un ejército o sojuzgue a una nación. En esto consiste lo que se podría denominar “la paradoja de La Boëtie”. Veamos ahora cómo el propio La Boëtie encuentra una respuesta a tal paradoja: Para acabar con un tirano —dice— no es necesario luchar violentamente contra él; basta con hacerle caso. “Aún a este único tirano no es necesario combatirlo; no es necesario destruirlo: él mismo se destruye, con tal que el país no se avenga a servirlo; no es preciso quitarle nada sino no darle nada, no es preciso que el país se tome el trabajo de hacer algo en pro de sí mismo, con tal que no haga nada contra sí mismo. Los mismos pueblos, pues, se dejan, o mejor, se hacen devorar, ya que con dejar de servir estarían a salvo; el pueblo se sujeta a servidumbre, se corta el cuello y, pudiendo elegir entre ser siervo y ser libre, abandona su independencia y toma el yugo, consistente en su propio mal o, más bien, lo persigue”. Por eso precisamente resulta tan difícil comprender la conducta de los pueblos y la persistencia de tantos gobernantes arbitrarios, crueles y dañinos. Por eso añade a línea seguida La Boëtie: “Si le costara (al pueblo) algo recobrar su libertad, yo no lo apremiaría, aun cuando nada debe ser más caro al hombre que reconquistar sus derechos naturales y, por así decirlo, de bestia volver a convertirse en hombre; pero ni siquiera deseo yo en él una osadía tan grande; le permito que prefiera una cierta seguridad de vivir miserablemente a la dudosa esperanza de vivir a su gusto. ¿Qué? Si para tener libertad no hace falta más que desearla, si no se necesita más que un simple querer, ¿se hallará en el mundo una nación que la considere todavía demasiado cara, cuando la puede lograr con un sólo deseo; que se niegue a querer recobrar un bien que debería rescatar al precio de su sangre y cuya pérdida hace que todo hombre de honor considere desagradable la vida y la muerte deseable ?”.[134]

De acuerdo con los estoicos, cuya doctrina sigue sobre todo, La Boëtie considera que la libertad le corresponde al hombre por derecho natural. Con la libertad se relacionan todos los otros bienes de la vida humana, de tal modo que ésta no vale la pena de ser vivida sin aquella. Pero, paradójicamente, la libertad, que es así el bien más alto y apetecible, resulta también el más fácil de conseguir, ya que para conquistarlo no hace falta otra cosa más que quererlo. La tiranía y el poder arbitrario sólo perviven, en efecto, porque los consentimos, al acatarlos y obedecerlos. Se acrecientan y medran cuanto más se somete uno a ellos; quedan, en cambio, reducidos a la impotencia cuando nada se les otorga y, aunque no se los ataque con violencia, no se hace ningún caso de ellos. La no-obediencia, la no-colabo-ración, la no-sumisión firme y permanente basta para acabar con toda tiranía y para asegurarse la posesión perpetua de la libertad.

Sería un grave error, sin embargo, creer que La Boëtie propicia una pura resistencia pasiva, ya que en principio no niega la acción violenta, según lo muestra el alto aprecio que manifiesta hacia personajes de la Antigüedad greco-romana, como Bruto, Casio, Harmodio y Aristogitón. De todas maneras, la no-obediencia le parece la vía más sencilla, más económica y más radical. Y tampoco se le oculta que esta vía puede traer aparejados muchas veces la cárcel, el exilio, la miseria o aún, más allá de las intenciones de sus protagonistas, la guerra y la lucha sangrienta. Desear la libertad y lograrlo son la misma cosa: sólo se necesita que el deseo sea real y auténtico; “Resolveos a no servir más y he aquí que ya sois libres. No quiero que lo empujéis o lo tiréis por tierra (al tirano), sino sólo que no lo sostengáis, y lo veréis, como a un gran coloso a quién se le ha sustraído la base, caer por su propio peso y romperse”.[135]

Esta fórmula tan sencilla como eficaz no puede ser aplicada, desdichadamente, sino por aquellos que no la necesitan, pues el pueblo, en cuanto no siente la tiranía como una grave desgracia, no puede desear liberarse de ella, mientras quienes la consideran como sumo mal necesariamente y sin necesidad de adoctrinamiento alguno ponen todo su empeño en abatirla.

Surge, sin duda, en seguida la cuestión de por qué y cómo un sentimiento tan profundo cual es el amor por la libertad ha podido ser adormecido y, al parecer, anulado en la mayor parte de los hombres.

Ahora bien, quien vive de acuerdo con la naturaleza —dice La Boëtie, inspirado básicamente por la filosofía estoica— es naturalmente obediente a sus padres, es súbdito de la razón, pero no es siervo de nadie. En efecto, “si hay en la naturaleza algo claro y evidente, donde no es lícito hacerse el ciego, es el hecho de que la naturaleza, ministro de Dios y aya de los hombres, nos ha hecho a todos de la misma forma y, según parece, en el mismo molde, a fin de que nos reconozcamos todos mutuamente como compañeros o, más bien, como hermanos; y si, al hacer el reparto de sus dones, ha concedido algún bien, sea del cuerpo, sea del alma, en mayor cantidad a unos que a otros, no ha pretendido, sin embargo, poner a cada uno en este mundo como en un campo cercado, si ha enviado acá abajo a los más fuertes y avisados como bandoleros armados en un bosque para que se traguen a los más débiles, sino que, al contrario, es preciso creer que, concediendo a unos partes mayores y a otros menores, quiso dar ocasión al afecto fraterno, a fin de que éste pudiera manifestarse al tener unos el poder de brindar ayuda y otros la necesidad de recibirla. Puesto que esta buena madre nos ha dado a todos la tierra entera por morada, nos ha alojado a todos, en cierta manera en la misma casa, y nos ha delineado a todos con el mismo patrón, para que cada uno se pudiese mirar y como reconocer en el otro; si a todos nos ha dado este gran presente de la voz y de la palabra para unirnos y hacernos más hermanos y lograr por la común y mutua transmisión de nuestros pensamientos una comunión entre nuestras voluntades, y si por todos los medios ha tratado de apretar y estrechar con tanta fuerza el nudo de nuestra alianza y sociedad, si en todas las cosas ha demostrado que nos quería no tanto a todos unidos como a todos uno, no puede ponerse en duda que seamos naturalmente libres, ya que todos somos compañeros y a nadie puede ocurrírsele que la naturaleza haya ubicado a alguien en la servidumbre cuando a todos nos ubicó en la camaradería”.[136]

Queda así demostrado, para La Boëtie, no sólo que la libertad es algo natural sino también que hemos nacido inclinados a luchar por ella. “Pero, si por acaso llegamos a poner esto en duda y somos tan bastardos como para no reconocer nuestros bienes ni, de un modo semejante, nuestros sencillos sentimientos, será preciso os rinda el honor que os corresponde y que haga subir a la cátedra, por así decirlo, a las bestias, para que os enseñen vuestra naturaleza y condición. Las bestias ¡Dios me ayude!, si los hombres no se hacen demasiado los sordos, les gritan: ¡Viva la libertad! Muchas hay entre ellas que mueren no bien son capturadas: como el pez deja la vida tan pronto deja el agua, aquéllas igualmente dejan la luz y no quieren sobrevivir a su natural independencia. Si los animales tuvieran entre sí jerarquías, harían de ésta [la independencia] su nobleza”.[137]

Los animales son considerados así por el joven humanista francés como modelos de una vida natural, que el hombre sabio y justo debería imitar. Entre ellos no hay jerarquías ni diferencias de clase y el valor más alto es la libertad.

La idea tiene, sin duda, un origen cínico o cínico-estoico, y se la puede encontrar, por ejemplo, en las Epístolas pseudo-heracliteas. Pero a La Boëtie le sirve para plantear un acuciante problema: “Así, pues, ya que todas las cosas que sienten, sienten el mal de la sujeción y corren en pos de la libertad; ya que las bestias, aunque creadas para servir al hombre, no pueden acostumbrarse a servir sino bajo protesta de un deseo contrario, ¿qué mala ventura ha sido la que pudo desnaturalizar tanto al hombre, el único nacido, a decir verdad, para vivir libremente, como para hacerlo perder el recuerdo de su ser primero y el deseo de recuperarlo?”.[138]

Aunque los modos de llegar al poder son diferentes (se llega por sucesión, por la fuerza de las armas o por elección del pueblo), el modo de ejercerlo es siempre parecido, ya que los gobernantes electos tratan a los gobernados “como si hubieran cazado toros para domarlos”; los conquistadores “hacen de ellos su presa” y, en fin, los que arriban por sucesión “piensan usarlos como sus esclavos naturales”.

La prueba de que la libertad responde a una inclinación de la naturaleza humana la ve La Boëtie en lo siguiente: “Si por ventura nacieran hoy gentes totalmente nuevas, no acostumbradas a la sujeción ni habituadas a la libertad, que no supiesen qué cosa es la una o la otra, y apenas conociesen sus nombres, si se les hiciese optar entre ser siervos o vivir libres según esas leyes de las cuales ni se acordarían, no puede dudarse de que preferirían obedecer sólo a la razón antes que servir a un sólo hombre”. Porque, en efecto, “todos los hombres, verdaderamente, en cuanto tienen algo de hombres, antes de dejarse sujetar necesitan, una de dos: o ser obligados o ser engañados”.[139] Lo primero —dice— sucedió en Esparta y Atenas, cuando fueron conquistados por Alejandro; lo segundo en Siracusa, cuando el pueblo, atemorizado por la guerra, exaltó al poder a Dionisio, el cual pronto de capitán se convirtió en rey y de rey en tirano.

Lo cierto es que los hombres prescinden muy fácil y prontamente de su libertad. La primera causa de ello es la costumbre. Quienes han nacido bajo la tiranía, al ignorar lo que es la libertad, se someten sin pena y hacen de grado cuanto sus antepasados hicieron por fuerza: se acostumbran a la esclavitud como Mitridates al veneno. Porque, si bien es cierto que por naturaleza estamos inclinados a la libertad y que la naturaleza puede mucho en nosotros, al fin más pueden la educación y el hábito. Así, “los más bravíos caballos al comienzo muerden el freno y después se habitúan a él; mientras poco antes daban golpes contra la silla, ahora se atavían con las guarniciones y muy orgullosos se pavonean bajo la barda”.[140]

la segunda causa de la pérdida de la libertad es el envilecimiento y la cobardía que el poder tiránico produce en el pueblo. Quien pierde la libertad pierde el coraje y el valor. Por eso los sometidos y esclavizados pelean sin entusiasmo, sin ideales, forzados y embrutecidos, mientras los libres, que luchan en defensa propia y de los suyos, llevan en sus pechos un fuego sagrado, desprecian el peligro, no temen la muerte y persiguen con valeroso empuje la gloria: los primeros difícilmente estarán dispuestos a arriesgarse combatiendo por la libertad; los segundos, en cambio, estarán siempre prontos para la lucha. Los gobernantes tiránicos saben esto muy bien, y por eso, del mismo modo que proscriben la ciencia y el conocimiento y odian los libros, promueven los juegos públicos y deportes, fomentan la concurrencia a tabernas y burdeles, estimulan cuanto puede ablandar y apoltronar a los súbditos, cuanto puede “distraer” sus ánimos, alejándolos del peligroso deseo de la libertad, cuanto puede tornarlos sumisos y satisfechos.

La tercera causa del sometimiento es el miedo a lo desconocido y el terror ante el misterio. Para mejor tener sometidos a sus súbditos suelen rodearse los gobernantes de misterio y aparecer ante ellos como ungidos por una gracia sobrenatural. Algunos raramente se dejan ver en público; otros hasta se atribuyen facultades taumatúrgicas. Con mucha frecuencia —dice La Boëtie, que sigue siendo católico pero que en esto preanuncia el barón D’Holbach— la religión se constituye en escudo de los tiranos y en firme apoyo de quienes esclavizan a los pueblos.

Pero no se contenta con determinar las causas que producen la tiranía y la sujeción de los pueblos. Analiza también con agudeza lo que podríamos denominar mecanismos del poder político.

En primer lugar, el poder de los tiranos se funda, más que en las armas de sus ejércitos, en la complicidad de unos cuantos individuos que colaboran en todos sus crímenes para poder participar en todas sus rapiñas. Son, en principio, cinco o seis; pero cada uno de ellos cuenta con la complicidad de otros muchos que son respecto a ellos lo que ellos con respecto al mismo tirano. El número se eleva así tal vez a seiscientos; los cuales, por su parte, se procuran otros cómplices que pueden llegar a seis mil, y a ellos les confían los gobiernos regionales y locales, la administración de la renta pública etc. Pero los seis mil allegan, a su vez, una casi infinita cohorte de cómplices y alcahuetes, todos los cuales quedan comprometidos finalmente por su debilidad y por su ambición con el tirano. He aquí, pues, edificada la pirámide del poder y de la esclavitud, el más insigne monumento a la servidumbre y la corrupción humana. “Así el tirano reduce a servidumbre a unos súbditos por medio de otros; es guardado por aquellos de quienes, si algo valiesen, debería guardarse, y, como suele decirse, para partir el leño hace cuñas con el leño mismo”.[141]

Nada envidiable resulta, por cierto, la situación de los cómplices y agentes del tirano: “Estos miserables ven relucir los tesoros del tirano y contemplan enteramente asombrados los rayos de su osadía; engañados por esta claridad, se acercan, y no ven que se meten en una llama que no puede dejar de devorarlos; así el sátiro indiscreto (como dicen las fábulas antiguas), viendo brillar el fuego hallado por Prometeo, lo encontró tan hermoso que fue a besarlo y se quemó; así la mariposa que, esperando disfrutar un placer, se mete en el fuego porque éste reluce, experimenta la otra propiedad, aquella por la cual quema, como dice el poeta toscano. Pero supongamos aún que estos favoritos escapen a las manos de aquel a quien sirven; no se salvan jamás del rey que lo sucede: si éste es bueno, es preciso darle cuentas y reconocer, al menos entonces, la razón; si es malo y semejante al amo de ellos, no dejará de tener favoritos, los cuales en ningún caso se contentan con tener, a su vez, el cargo de los otros, si no tienen además, por lo común, sus bienes y sus vidas”.[142]

La Boëtie, sincero cristiano, está convencido de que Dios nada aborrece tanto como la tiranía y “que El reserva allá para los tiranos y sus cómplices una pena particular”.[143]

A. Vermorel ha dicho que la Boëtie tiene “un amor tranquilo y sereno por la libertad y una previsión de la fraternidad social que lo acercan mucho más (que a Languet y los tribunos de la Liga) a nuestras simpatías modernas y hacen de él un verdadero clásico de la tradición liberal y democrática”. Sin embargo, es posible ir aún más allá y afirmar que es un verdadero predecesor de la filosofía libertaria y del anarquismo moderno. Como tal lo consideran Max Nettlau y otros historiadores.[144] El antropólogo francés Pierre Clastres, por su parte, advierte que la obra de La Boëtie contiene la implícita pero fundamental afirmación de que la división de la sociedad (en gobernantes y gobernados) no constituye una estructura ontológica de la sociedad y de que, por consiguiente, no siempre ha existido. Lo llama, por eso, “el fundador desconocido de la antropología del hombre moderno, del hombre de las sociedades divididas”, y lo considera como el precursor de la empresa de Marx y, aún con mayor razón de Nietzsche, “de pensar la decadencia y la alineación”.[145]

En el siglo XVI, algunos humanistas, más o menos inspirados en las ideas estoicas y en los ejemplos de la historia greco-romana, desarrollaron doctrinas ético-jurídicas anti-tiránicas y aún justificaron el tiranicidio. Entre ellos podemos recordar a Hubert Languet (1518-1581), autor de una obra titulada Venganza contra los tiranos, osea, acerca del legítimo poder del príncipe sobre el pueblo y del pueblo sobre el príncipe (Vindiciae contra tyrannos, sive de principis in populum populique in principem legitima potestate)[146]; a Francisco Hotman (1524-1590), el cual en su Franco-Gallia sostenía que el poder de los reyes de Francia siempre había tenido su origen en la elección y no en la herencia; a Jorge Buchanan que, aún antes que los otros, defendió la tesis de la soberanía popular en su libro Sobre el derecho real entre los escoceses (De iure regni apud Scotos), y, sobre todo, al jesuita Juan de Mariana (1536-1624), autor de una clásica Historia general de España, quien en su obra Sobre el rey y la institución real (De rege et regis institucione), que el Parlamento de París ordenó quemar, afirmaba que al comienzo, los hombres “no hallándose sujetos a ninguna ley ni al mando de ningún gobernante, sólo por un impulso ciego o por instinto de la naturaleza tributaban en cada familia el honor supremo al que parecía distinguirse y aventajar a todos por las prerrogativas de la edad”. Todos ellos forman, junto a La Boëtie, parte de la corriente anti-maquiavélica del Renacimiento.

En Mariana, por otra parte, la tesis de la soberanía popular no se halla desvinculada de una crítica de la propiedad privada. Joaquín Costa lo coloca, por eso, con razón, entre los iniciadores de la doctrina del colectivismo agrario en España.[147] Y no debe olvidarse, sin duda, que este siglo presenció la aparición de dos utopías comunistas, la epónima de Tomás Moro y la Ciudad del Sol de Tomás Campanella, aún cuando en ambas el régimen de la propiedad común coexistiera con un ordenamiento jurídico-político autoritario.[148] De todas maneras, es cierto, como hace notar Max Nettlau, que, por entonces, “la servidumbre voluntaria tomaba a veces impulso para poner fin a sí misma, como en la lucha de los Países Bajos y contra la realeza de los Stuart en los siglos XVI y XVII y la lucha de las colonias norteamericanas contra Inglaterra en el siglo XVIII, hasta la emancipación de la América latina a comienzos del siglo XIX”. De esta manera, puede decirse con el citado historiador del anarquismo, que la desobediencia entró en la vida política y social, pero también, al mismo tiempo, “el espíritu de la asociación voluntaria, de los proyectos y tentativas de cooperación industrial en Europa, ya en el siglo XVII, de la vida práctica por organizaciones más o menos autónomas y autogobernadas en América del Norte antes y después de la separación de Inglaterra”.[149] No hay que olvidar, por otro lado, que, en los últimos siglos de la Edad Media, Suiza se había levantado contra el Imperio germánico; que se habían dado en diversas regiones de Europa, pero sobre todo en Alemania, grandes insurrecciones campesinas; que España y otros países habían presenciado una lucha de las ciudades y las regiones por sus fueros frente a la monarquía centralizadora; que París defendió sus privilegios ante los reyes de Francia hasta el siglo del absolutismo y que en 1789 culminó su lucha secular encabezando la Gran Revolución.[150]

En el terreno del pensamiento, los siglos XVII y XVIII no dejaron, por otra parte, de producir una serie de vislumbres libertarios, tanto más próximos al pensamiento del anarquismo histórico cuanto más se avecinaba su contexto histórico al del siglo XIX.

Y en primer término es preciso recordar algunas utopías que, continuando hasta cierto punto el espíritu y el estilo de las utopías del siglo XVI, proponen, sin embargo, algunas soluciones parcialmente libertarias.

Así, Gabriel Foigny escribe Las Aventuras de Jacques Sadeur en el descubrimiento y el viaje de la Tierre Austral (Les Aventures de Jacques Sadeur dans la découverte et le voyage de la Terre Australe) (1976). En la utópica Tierra Austral, no se cree en la religión revelada, ni en la inmortalidad del alma; no se practica ningún culto externo, no existe el sacerdocio ni la Iglesia. Foigny se adelanta también a los filósofos del siglo XVIII, como bien dice M. L. Berneri, por su creencia en la innata bondad de la naturaleza y, aunque algunos críticos han descrito su utopía como el Paraíso antes de la caída, sería más acertado decir que él no cree en el pecado original. Al estar dotados de una naturaleza buena, los “australianos” tampoco necesitan gobierno; no tienen leyes escritas ni legisladoras; discuten en comunidad sus asuntos; no existe para ellos la propiedad privada ni conocen la diferencia entre lo mío y lo tuyo.[151] De un modo análogo, y recurriendo siempre a la idea tan cara al siglo XVIII del buen salvaje, nos presenta un utópico país, ajeno a los males de nuestra civilización, Nicolás Gueudeville en sus Conversaciones entre un salvaje y el barón de Hontan (Entretiens entre un sauvage et le baron de Hontan) (1704).

Pero quizá la pieza más importantes y significativa del preenciclopedismo, desde el punto de vista de las ideas anarquistas, sea el Testamento de Juan Meslier, cura de Etrépagny y de But (Champagne). Este oscuro clérigo pueblerino, que durante su vida no provocó ningún escándalo y pasó por un párroco ejemplar, dejó, al morir, en 1733, un documento titulado por el mismo Memoria de los pensamientos y sentimientos de Juan Meslier; sobre una parte de los abusos y errores de la costumbre y del gobierno de los hombres, donde se ven demostraciones claras y evidentes de la vanidad y falsedad de todo las religiones del mundo, para ser dirigida a sus parroquianos después de su muerte y servirles de testimonio de verdad a ellos y a todos sus semejantes. La obra, escrita probablemente a fines del siglo XVII, fue dada a conocer por Voltaire en 1762 (Extraits des sentiments du curé Meslier). También la divulgaron parcialmente el barón D’Holbach, en 1772 (Le bon sens du curé Meslier), y Maréchal, en 1789 (Catéchisme du curé Meslier), aunque recién fue íntegramente publicada por Charles Rudolph en 1864 (Testament de Jean Meslier; curé d’Etrépagny et de But, decedé en 1733).[152] En ella, ataca el autor toda religión positiva y denuncia no sólo la complicidad del clero y de la Iglesia con el poder temporal, siempre opresor, sino también la propiedad privada, la sociedad de clases y el Estado mismo. Koechlin, que lo considera como verdadero “precursor del anarquismo”, dice de él: “Se distinguió como sacerdote filantrópico en una aldea de Champagne. Durante toda su vida cumplió su deber de sacerdote. Dijo sus misas, confesó, bautizó, administró la extremaunción y compartió sus escasos recursos con sus ovejas. Este hombre, extremadamente ortodoxo, dejó un testamento por el cual negaba y maldecía todo cuanto había dicho y hecho durante su vida. No solamente criticaba el egoísmo y la mentira del poder del clero, sino que reprobaba la Iglesia y por tanto su jerarquía”.[153] Y más aún: negaba la existencia de Dios. Además reprobaba el Estado como expresión de la fuerza religiosa en el mundo, mantenida por la fuerza de las armas y, además, apoyada por la moral. El libro Dios y el Estado, de Bakunin, estaría prefigurado en esta crítica. La exposición que hace Meslier de un orden social de justicia, respondería a una asociación de parroquias, viviendo en comunidad de bienes y no obedeciendo sino a las leyes de la naturaleza, según el citado Koechlin.

Pasando ahora a la Gran Bretaña, debemos hablar brevemente de Gerard Winstanley, ya que sólo podemos mencionar a otros personajes cuyas ideas, sin duda encaminadas en cierto sentido hacia una concepción antiestatista o socialista federativa, tuvieron menos repercusión social: P. C. Plockboy (1658); Robert Wallace (1761) y Edmund Burke, con su libro (Vindicación de la sociedad natural (A Vindication of Natural Society) (1756). Mientras la Oceana de Harrington, publicada pocos años antes (1656) de The New Law of Righteousness (1649), y de The Law of Freedom (1652) de Winstanley, propicia, con la vista bien centrada en la Inglaterra de su época, una república autoritaria, regida por un Lord Archon o Lord Protector, y, como dice Servier, “vuelve al sueño del Gran Monarca y proyecta en Cromwell las ilusiones de Platón con Dionisio, tirano de Siracusa”,[154] estas dos obras, mucho más radicales que la otra, representan el ala extremista de los Levellers o Niveladores, movimiento que reclamaba no sólo el sufragio universal sino también la explotación social de las tierras dejadas vacantes por la derrocada monarquía. “Dicho movimiento, por sus aspiraciones a la igualdad, por su programa preciso de reivindicaciones políticas, dice el citado Servier, se enlaza con la gran tradición de los movimientos populares, e incluso con la vieja aspiración milenarista del reinado de los pobres que sólo podía garantizar la justicia en-la tierra”.

Las concepciones del movimiento de los “levellers” en general podrían resumirse así, según A. González Gallego: “A) Representan las aspiraciones de la democracia radical, propia de estas clases medias oprimidas. (Parte de sus aspiraciones, como por ejemplo el voto, serán incorporadas a la política inglesa en el siglo XIX. El voto censitario se produce en 1832). B) Frente al liberalismo teórico y muy restringido, mediatizado por la costumbre y las ideas religiosas, oponen un auténtico liberalismo reformista. C) Quieren aprovechar el momento para llevar a cabo una serie de reformas —el voto, la propiedad privada etc.— que desplacen el centro del poder de la nobleza-iglesia al pueblo medio. Es, en germen, una nueva concepción de la organización política, a la vez que una nueva redistribución económica. D) Para la elaboración de la nueva constitución proponen un método racionalista. En un primer momento no aclaran si es necesario o no el tener en cuenta la tradición, pero pronto superan la duda, y la desechan. Tampoco tienen en cuenta, cosa rara en Inglaterra, la autoridad de la Biblia. R. Overton decía: “Vosotros (los miembros del Parlamento) fuisteis escogidos para conseguir nuestra liberación y establecernos en la natural y justa libertad agradable a la razón y a la común equidad, ya que fuesen lo que fuesen nuestros antepasados, y fuesen las que fuesen las cosas que hicieran, soportan, o las que se vieran obligados a someterse, nosotros somos hombres de esta época y debemos estar absolutamente libres de toda clase de abusos, molestias y poder arbitrario”. (A Remonstrance of Many Thousand Citizens —1.466— p. 354). E) Frente a los independientes, que unían libertad con propiedad de la tierra o con derechos comerciales, afirmaban que lo que hace a un hombre libre es la propiedad de su propio trabajo. Concebían el trabajo como una mercancía, aunque tratando de afirmar los derechos humanos más que los de propiedad”.[155] El ala izquierda va un poco más allá en el terreno económico-social, ya que postula una suerte de comunismo. Sin embargo, ni siquiera estos “diggers” se atreven a hacer una crítica radical del gobierno y del Estado.

Los “Levellers” profesan, en realidad, como dice el citado González Gallego, un liberalismo avanzado y un incipiente socialismo en pleno siglo XVII, que puede considerarse como un precedente teórico del Iluminismo, pero que tiene poco en común con el liberalismo básicamente conservador que predominó en Gran Bretaña desde el siglo XVIII.

Winstanley, cuyos primeros escritos propiciaban un reformismo agrario acorde con las aspiraciones medias de los “levellers”, evolucionó en poco tiempo hacia un verdadero comunismo. Como más tarde Bakunin, el cambio de programa e ideales sociales fue en él paralelo a un cambio filosófico-religioso. Al principio, Winstanley se presenta (mientras se mueve en el terreno del reformismo) como un cristiano independiente con fuertes acentos místicos; después (cuando arriba a posiciones comunistas) aparece ya como racionalista y ateo. En The New Law of Righteoussness nos presenta una sociedad ideal que no necesita abogados ni jueces; en The Law of Freedom, la comunidad utópica está dirigida por funcionarios elegidos. “Sin embargo, su convicción de que “todo el que tiene en sus manos una autoridad tiraniza a los demás” no lo abandona del todo, y toma grandes precauciones para que ello no suceda”.[156] Más claramente contraria al Estado y la Iglesia constituida es la doctrina de los cuáqueros. Su fundador, George Fox, “predicaba un igualitarismo religioso absoluto (sin pastores), un antisacramentalismo total (sin bautismo ni cena), la exaltación de la inspiración personal” y preconizaba la no resistencia, el rechazo de títulos y cargos públicos etc..[157]

También en Francia, mientras algunas utopías publicadas durante el siglo XVII, como la Historia de los severambos (Histoire des Sévérambes) (1677), de Vairasse, y la Historia de la isla de Calejava o Isla de los hombres razonables (Histoire de l’Ile de Calejava ou Ile des Hommes Raisonables) de Gilbert, siguen inspiradas en un modelo autoritario, que se remite, en última instancia, a Platón, otras, como el célebre Telémaco de Fenelon, admiten, por lo menos para el momento inicial de la Humanidad, una sociedad sin leyes, ni propiedad privada, ni dinero, ni gobernantes propiamente dichos, aunque el Telémaco contemple después la aparición de formas estables de autoridad y hasta exalte la figura de un sabio monarca, que es también de indudable raigambre platónica.[158] Puede decirse, por eso, que Fenelon oscila entre Platón y los cínicos o, mejor aún, que trata de integrar ambas utopías contrarias en una visión evolutiva de la sociedad.

En cambio, en la Nueva memoria para servir a la historia de los cacuacos, que sale a luz en Amsterdam, en 1758, se habla de un país cuyos habitantes desconocían toda forma de gobierno y vivían felices en una sociedad anárquica.

Entre los enciclopedistas franceses tal vez nadie tuvo un pensamiento más rico y profundo, más variado y cambiante que Diderot. Ninguno, entre aquellos pensadores tan apasionados por la libertad, se aproximó como él a formulaciones libertarias. En su Supplément au voyage de Bougainville escribe estas frases, dignas de Proudhon; “Desconfiad de quien quiere imponer orden. Ordenar es siempre hacerse amo de los demás, molestándolos”. Su alejamiento de la concepción teísta y cristiana del mundo, su rechazo de la filosofía tradicional (tanto de la escolástica aún vigente en las universidades como del racionalismo cartesiano) sitúan su pensamiento entre el ateísmo de D’Holbach y Lamettrie y un panteísmo naturalista, que tal vez debe más a los estoicos que a Spinoza.

Es claro, por otra parte, que aún en Rousseau se pueden señalar rasgos libertarios: la crítica de la cultura como manipulación de la naturaleza, la pedagogía del autodesarrollo, la idea del Estado mínimo y de la mínima legislación, etc..[159]

Algunos de estos rasgos, como, por ejemplo, el proyecto de reforma de la educación en un sentido libertario, pueden rastrearse inclusive en figuras por otra parte tan proclives al centralismo y el autoritarismo jacobino como Babeuf y Buonàrotti.[160]

En uno de los compañeros de Babeuf, Sylvain Maréchal, la actitud libertaria aparece, sin embargo, mucho menos condicionada. Kropotkin llega a ver en él “una vaga aspiración a lo que llamamos actualmente comunismo anarquista”.[161] Sus diferencias frente a los otros miembros del grupo de Babeuf quedan definidos en estas palabras que Maréchal creyó necesario incluir en el Manifiesto de los iguales: “Desapareced, repulsivas diferencias entre gobernantes y gobernados”, palabras que aquellos rechazaron y desautorizaron públicamente. Como bien dice Leo Valiani, cuando declaraba que con la revolución social (la segunda revolución), al instaurarse por obra del pueblo un régimen de comunidad de bienes, “caerá también toda distinción entre gobernantes y gobernados, Maréchal se proclamaba implícitamente anarquista, cosa que algunos de sus compañeros de conjuración desaprobaron”.[162] Y añade que, si Maréchal no fue el único anarquista de la revolución francesa, fue el más representativo. Lógicamente Tierno Galván, con su mentalidad de futuro alcalde, considera “quiméricas” las ideas de Maréchal sobre “ausencia de poder estatal y ateísmo militante” (Baboeuf y los iguales – Madrid – 1967 – p. 37).

No debe pasarse por alto el hecho, subrayado por Kropotkin, de que los moderados aplicaban ya (peyorativamente, sin duda) el calificativo de “anarquistas” a quienes en el terreno de la acción revolucionaria pretendían pasar por encima de los escrúpulos legalistas de los girondinos y aún del estrecho politicismo de los jacobinos.

4. Socialismo Utópico

En los socialistas utópicos, que llenaron con sus teorías y proyectos el primer tercio del siglo XIX, tampoco resulta difícil detectar elementos ideológicos que formarán parte más adelante de la filosofía social del anarquismo. De todos ellos el que más se acerca por su espíritu y su actitud general a una posición libertaria es, sin duda, Fourier, pero tampoco deben ignorarse ciertas ideas y valoraciones de Saint-Simón y de Owen.[163]

A este último, a quien se puede considerar como el precursor del laboralismo inglés, se debe en parte el hecho de que dicho movimiento, a diferencia de los movimiento análogos del continente, no haya sucumbido jamás a las tentaciones del totalitarismo ni se haya dejado arrastrar mayoritariamente por un marxismo dogmático estatizante. El socialismo experimental de Owen acentúa, muy de acuerdo con la filosofía iluminista, la importancia de la educación; y cualquiera sea la fórmula económica que proponga (y, de hecho, el propio Owen propuso varias sucesivamente), nunca recurre a la idea del Estado como único agente y administrador de la igualdad social. Como la mayoría de los anarquistas, Owen cree en la originaria bondad de la naturaleza humana; como Kropotkin, confía en la fuerza de la ayuda mutua. Está convencido de que la tecnología, puesta en su época al servicio del lucro capitalista, puede ser la gran arma de la liberación social de toda la Humanidad.[164]

Saint-Simon, que es un admirador aún más ferviente de la técnica, propone la sustitución de las jerarquías políticas por una organización puramente científico-económica. El Estado deberá disolverse, para él, en una sociedad donde la producción esté dirigida por la ciencia. Se trata de que los industriales, esto es, los productores, pasen a ocupar el lugar dominante que hasta ahora han tenido los aristócratas. Aunque, dentro de la clase de los industriales, serán sin duda los hombres de ciencia y los tecnólogos, no los trabajadores manuales y los obreros, quienes deberán controlar la vida económica del país.[165]

La idea de la primacía de lo económico sobre lo político preanuncia sin duda a Proudhon; la idea de la lucha de clases prepara el pensamiento de Marx, hasta el punto de que algunos críticos, un tanto exageradamente, no quieren ver en el materialismo histórico sino una especie de saintsimonismo revolucionario.[166] De hecho, entre los seguidores de Saint-Simon algunos derivaron hacia un socialismo más o menos reformista (Leroux etc.), mientras otros se convirtieron, como ya lo veía Blanqui, en columnas del Imperio napoleónico, esto es, en grandes tecnócratas y capitanes de industria.

Esto no obstante, no podemos pasar por alto el hecho de que en la sociedad industrial anunciada y propiciada por Saint-Simon, el gobierno de los hombres será sustituido por la administración de las cosas y “la obediencia y la sumisión propia del sistema militar serán reemplazadas por el trabajo personal y la participación en una tarea común”. De tal manera, puede decirse que para él “el orden basado en la coacción y en la jerarquización del poder es reemplazado por una organización y una asociación de las capacidades”. Más aún, desde este punto de vista, “puede afirmarse que la industria se opone directamente a las jerarquías y a los privilegios y que tiende a instaurar la mayor igualdad posible”.[167] No por nada Proudhon, como señala Ansart, “sitúa a Saint-Simon en los orígenes del anarquismo, puesto que, en efecto, la representación sansimoniana de la administración de las cosas se apoyaba en una negación del autoritarismo político”.[168] De Saint-Simon proviene la idea proudhoniana de que “l’atelier fera disparaitre le gouvernement”. Por otra parte, es preciso tener en cuenta el testamento político de Saint-Simon, que es El nuevo cristianismo (1825). Allí opone al Estado, que es la sociedad organizada por la fuerza y sustentada en la violencia, una organización cuyas bases son absolutamente diferentes, la Iglesia cristiana, cuyos fundamentos son el amor y la razón. Toda la filosofía de la religión saint-simoniana implica, pues, una antítesis general entre Estado e Iglesia, cuyo verdadero sentido es el de una antítesis entre “sociedad basada en la coacción” y “sociedad basada en el amor”.

Para Saint-Simon, la esencia del cristianismo, que él pretende restituir en el siglo XIX, identificándola con el socialismo, consiste nada más y nada menos que en la voluntad de trabajar intensa e incesantemente por la redención de la clase más numerosa y más pobre de la sociedad humana.

Tal esencia ha sido desvirtuada y traicionada, a partir del siglo XVI, tanto por los católicos como por los protestantes. De esta manera, Saint-Simon, que funda su anti-estatismo en el ideal de la Iglesia cristiana como sociedad no-coactiva, no deja de dirigir una dura crítica a las diversas iglesias y a las varias formas históricas del cristianismo, ni deja de inscribirse en las nutridas filas del anticlericalismo decimonónico, donde militarán casi todos los anarquistas. Acusa así al papa y a la Iglesia católica de dar a los fieles una enseñanza corrupta y de no encaminarlos por la senda del cristianismo. En efecto, según Saint-Simon: “El clero católico, como todos los otros cleros, tiene la misión de suscitar el entusiasmo de todos los miembros de la sociedad por las obras de utilidad general. Por eso, todos los cleros deben servirse de todos los medios intelectuales y de todas las capacidades propias para demostrar, durante las prédicas, pero también durante las reuniones familiares, a los laicos de su propia fe, que el mejoramiento de la existencia de la clase ínfima comporta necesariamente el acrecentamiento del bienestar real y positivo de las clases superiores: en efecto, Dios considera a todos los hombres, aún a los ricos, como sus hijos. Así, en las oraciones que dirigen al cielo y en todas las partes, del culto y de los dogmas propios, los clérigos tienen la misión de llamar la atención sobre este hecho importante: que la inmensa mayoría de la población podría gozar de una existencia moral y física mucho más satisfactoria de la que ha tenido hasta ahora; y que los ricos, acrecentando la felicidad de los pobres, mejorarían la propia existencia”. Pero he aquí que ni en las obras sobre el dogma católico, ni en las oraciones recitadas en los templos se encuentra esta clara meta de la religión cristiana: la moral, que es la parte esencial de la religión, y particularmente la lucha por la elevación de las clases inferiores, que es la parte esencial de la moral, apenas si de paso son aludidas.

La segunda acusación que Saint-Simon promueve contra el Papa y los cardenales es la de despreciar los conocimientos que tornarían al clero apto para su misión de promover la elevación de las clases inferiores y la de dedicarse exclusivamente al estudio de la teología.

En tercer lugar, acusa al Papa “de observar, como gobernante una conducta contraria a los intereses morales y físicos de la clase indigente de sus súbditos temporales, más de cuanto pueda hacerlo cualquier otro príncipe laico con respecto a sus súbditos pobres”. Y con acento más que mazziniano y garibaldino, con el espíritu de los ácratas finiseculares, se dedica Saint-Simon a exponer las lacras del gobierno papal en los Estados pontificios: la incuria, la ignorancia, el atraso técnico, la miseria y la opresión del campesino.

Más aún, en cuarto lugar, acusa al Papa y a quienes rigen la Iglesia “de haber permitido la formación de dos instituciones diametralmente opuestas al espíritu del cristianismo: la de la inquisición y la de los jesuitas”, y de haberlas alentado y protegido desde el momento en que surgieron. He aquí cómo se expresa, en particular, sobre la inquisición: “El espíritu del cristianismo es dulzura, bondad, caridad y, sobre todo, lealtad; sus armas son la persuasión y la demostración. El espíritu de la inquisición es el despotismo y la avidez, sus armas son la violencia y la crueldad; el espíritu de la corporación de los jesuitas es el egoísmo. Se esfuerzan por lograr su propio fin por medio de la astucia y tal fin es el dominio general tanto sobre clérigos como sobre laicos. La concepción de la inquisición ha sido anticristiana y corrupta desde sus raíces, y aún si los inquisidores no hubieran hecho morir en sus “autos de fe” sino a personas culpables de haberse opuesto al mejoramiento de la existencia moral y física de la clase pobre, aún en ese caso (que habría llevado a la hoguera a todo el sacro colegio), ellos hubieran obrado como herejes: porque Jesús no hizo ninguna excepción cuando prohibió a su Iglesia apelar a la violencia. Pero la herejía de los inquisidores, en tal caso, habría sido venial en comparación con aquella que efectivamente han profesado durante sus atroces funciones. Las condenas pronunciadas por la inquisición han tenido como motivo siempre y exclusivamente pretendidos delitos contra el dogma o contra el culto que deberían haber sido consideradas sólo culpas leves y no crímenes dignos de la pena capital. Estas condenas han tenido siempre el propósito de hacer omnipotente al clero católico, sacrificando la clase de los pobres a los laicos ricos e investidos de poder, a condición de que estos últimos se dejaran dominar en todo sentido por los eclesiásticos”.

Y no se crea que las severas críticas de Saint-Simon se limitan a la Iglesia católica: alcanzan también a Lutero y la Iglesia Protestante.

Distingue en la obra del Reformador dos partes: la primera, crítica y negativa, logró su objeto; la segunda, constructiva y orgánica, fue un fracaso. En efecto, “con su crítica a la corte de Roma, prestó un servicio de capital importancia a la civilización; sin él, el papismo habría sujetado completamente el espíritu humano a las ideas supersticiosas, haciéndole perder de vista la moral”. Pero, cuando se trataba de dar una nueva organización a la Iglesia, dejó mucho que desear. Los protestantes, en efecto, adoptaron una moral inferior a la que corresponde a los cristianos de la época. Según Saint-Simon, los progresos de la civilización en tiempos de la Reforma exigían que Lutero se dirigiera al Papa y los cardenales exigiéndoles: “No debéis limitaros ya a predicar a los fieles de todas las clases que los pobres son los hijos predilectos de Dios; es necesario que utilicéis franca y enérgicamente todos los poderes y todos los medios adquiridos por la Iglesia militante para mejorar rápidamente la existencia moral y física de la clase más numerosa. Los trabajos preliminares del cristianismo están terminados; ahora debéis llevar a cabo una tarea mucho más satisfactoria de la que realizaron vuestros predecesores. Esa tarea consiste en establecer el cristianismo general y definitivo, consiste en organizar a toda la especie humana según el principio fundamental de la moral divina”.[169]

Esta religiosidad de Saint-Simon que se levanta en realidad sobre un fondo de agnosticismo, poco tiene que ver con el credo y con la teología de la Iglesia católica o de las Iglesias protestantes, y se acerca mucho más a la fe sin dogmas de Lamennais en sus Palabras de un creyente (la cual, a su vez, se vincula con la Profesión de fe del vicario saboyano de Rousseau) que al anti-teísmo de Proudhon y Bakunin o al materialismo ateo de Kropotkin.

Sin embargo, puede decirse que por insospechados caminos (los del pre-positivismo y la filosofía de las ciencias) arriba Saint-Simon (en un medio ciertamente romántico) a una interpretación del cristianismo que no carece de analogías con las de algunos anarquistas místicos del medioevo y del Renacimiento y que no deja de anunciar, en cierta medida, el anarquismo evangélico de Tolstoi.[170]

Bazard, sistematizador de la doctrina saint-simoniana, da una interpretación marcadamente panteísta de la misma, e insiste, como señala Durkheim, en que “son las espontaneidades del amor las que deben ocupar el lugar de la autoridad”.[171] Como después Bakunin, se pronuncia ya Bazard contra la herencia.

Enfantin va mucho más allá, y “su teoría no es apenas otra cosa más que la consagración del amor libre”,[172] con lo cual está preanunciando una de las doctrinas más discutidas del anarquismo finisecular.

Buchez, en quien se acentúa el sentido religioso y cristiano, organiza una serie de cooperativas de producción y encuentra en el cooperativismo la gran solución para la cuestión social.

Leroux, el más conocido tal vez de todos los saint-simonianos, director de “Le Globe”, de la “Revue Encyclopédique” y de la “Revue Independante”, miembro de la Asamblea constituyente surgida de la revolución de 1848, autor de diversas obras muy leídas en su tiempo como De l’egalité, Du Culte, Histoire philosophique de la Revolution de Fevrier etc., insiste en la idea de igualdad (según la tradición muy francesa que se inicia con Babeuf), hasta el punto de que Cabet parecería influir en él más que Saint-Simon mismo. Ataca la idea de que la propiedad privada es una exigencia de la naturaleza humana y, sin embargo, rechaza la contundente fórmula de Proudhon:

“La propiedad es el robo”. Al rechazar también toda solución revolucionaria, su socialismo se sitúa, sin duda, mucho más cerca de Louis Blanc y del reformismo social-demócrata que de Bakunin o del propio Marx.[173]

Por otra parte, algunos de los más conocidos miembros de la Escuela saint-simoniana se convirtieron, como ya antes señalamos, en grandes empresarios internacionales, ministros y capitanes de industria, y, con más o menos buena fe, contribuyeron activamente a la consolidación del Imperio napoleónico y del capitalismo financiero e industrial en Europa y particularmente en Francia. Baste mencionar los nombres de técnicos como Reynaud, Charton, el propio Enfantin, Bureau, el constructor de vías férreas, Michel Chevalier, Lambert, etc..[174] Ello explica los ataques que contra el saint-simonismo dirigen un socialista revolucionario como Blanqui y un anarquista como Bakunin, en su obra Federalismo, socialismo y antiteologismo.

Fourier, crítico agudo del comercio, del lucro mercantil, del interés y de la usura, se propone reivindicar las pasiones y utilizarlas para edificar una sociedad justa y un nuevo hombre feliz.

Junto a observaciones profundas y aún geniales, esboza ensoñaciones con dejos psicóticos. Al mismo tiempo que anticipa el cooperativismo, los kindergantens, la psicología evolutiva, el amor libre y plural, se complace, movido por un irrefrenable optimismo, en imaginar un bestiario de antifocas y antileones, donde los hombres desarrollarán utilísimos apéndices caudales.[175]

Fourier rechaza todo autoritarismo, fundándose en su teoría de las pasiones y las atracciones pasionales; no contempla para nada el salario; y cree, como después Kropotkin, que la agricultura debe constituir el fundamento de todo el sistema económico, pero no sin integrarse con la manufactura y con la industria.[176]

Su concepto del cambio social es decididamente asociacionista, y, aunque no cree en la revolución, tampoco confía en el reformismo político.

La idea de unir la producción agrícola a la industrial y de hacer posible en cada individuo humano la integración del trabajo manual y del trabajo intelectual se encuentra luego en Marx y en Engels, pero constituye el leit-motiv de las principales obras económico-sociales de Kropotkin, y particularmente de La conquista del pan y de Campos, fábricas y talleres. Y aunque Engels insiste en presentar a Fourier como un importante precursor de sus propias ideas y del “socialismo científico” de Marx, parece claro que, dada la absoluta prescindencia del Estado y de la actividad política con que el utopista francés edifica su “falansterio”, dada su insistencia en señalar ciertas tendencias psico-biológicas básicas como principal motor del cambio hacia una sociedad futura más perfecta, éste se encuentra aún más cerca de Kropotkin que de Marx.[177]

Como bien lo indica G. Lefranc, el propósito capital de Fourier es “disolver el Estado en la Sociedad”, y su actitud al respecto queda resumida en esta frase: “Lo que se puede esperar de la coacción es frágil, y confiar en ella denota falta de carácter”.[178]

En cambio, Víctor Considerant, el más importante quizá de los discípulos de Fourier, ha sido juzgado, no sin razón, como uno de los predecesores inmediatos de la interpretación marxista de la historia y de El Manifiesto comunista. En efecto, en su obra Le Manifeste de la démocratie au XIXe siecle o Principe du socialisme, el pensador fourierista deja sentada la tesis básica del materialismo histórico: a saber, que la historia tiene como principal motor a la lucha de clases. Al analizar, en concreto, la sociedad europeo-occidental de su época, no deja de advertir asimismo que en ella se da una progresiva acumulación de la riqueza y del capital en muy pocas manos, al mismo tiempo que se produce una proletarización creciente de las masas campesinas. Tampoco se le escapa el hecho de que la grave situación social creada por el auge del capitalismo industrial apenas es advertida por la clase que usufructúa dicho fenómeno, esto es, por la burguesía.

Es claro, sin embargo, que por las soluciones de tipo a-político y asociacionista que propone e intenta, Considerant se encuentra aún lejos del marxismo, y de hecho está también más cerca de Proudhon que de Bakunin o de Kropotkin.[179]

La utopía propuesta por Etienne Cabet en su Viaje a Icaria supone, por su parte, un comunismo de tipo cuartelado y una sociedad estrictamente regimentada.[180] Y aunque el mismo Cabet no quería confesarlo, es claro que su pensamiento, como bien advierte M. L. Berneri, está fuertemente influido por las ideas de Babeuf y sus discípulos.[181] Cabet, a su vez, encuentra algunas décadas más tarde un continuador en el socialista norteamericano Edward Bellamy, quien en su Looking Backward (1887), subraya (como el propio Cabet y como, más tarde, Kropotkin) el principio de solidaridad (en su juventud había publicado una obra titulada precisamente The Religion of Solidarity), pero nos presenta también una sociedad militarmente organizada. La utópica Norteamérica del ano 2000, constituida en “república industriar”, forma en realidad un gran ejército del trabajo donde cada ciudadano tiene un puesto definido, ya como aspirante, ya como soldado bajo armas, ya como reservista. Entre los miembros activos de este ejército se dan los siguientes rangos: 1) trabajadores no especializados (en los tres primeros años del servicio laboral), 2) aprendices (en los años siguientes), 3) trabajadores formados (entre la edad de veinticuatro y cuarenta y cinco años) y 4) oficiales. Entre éstos se da una amplia jerarquía que culmina en el General en Jefe y Presidente de la república industrial.[182]

Pero, en realidad, no corresponde ya mencionar aquí a Bellamy y su utopía, puesto que se hallan cronológicamente situados en un momento en que no sólo las doctrinas anarquistas han sido expuestas por Proudhon, Bakunin y otros sino que también el movimiento anarquista se ha extendido por toda Europa y florece en los Estados Unidos. De hecho, Bellamy es un socialista utópico tardío y fuera de época.

Por otra parte, es indudable que la contrapartida inglesa de Looking Backward, esto es, News from Nowhere de William Morris, tiene una afinidad mucho mayor con las ideas anarquistas. Se trata, en efecto, de una utopía francamente libertaria, aún cuando su autor no utilice esta palabra ni hable de anarquismo. Conocido poeta y crítico, arquitecto y pintor de la escuela de Dante Gabriel Rossetti, admirador del arte medieval y primer secretario de la “Society for the Protection of Ancient Buildings”,[183] explica Morris en un folleto titulado How I became a Socialist (1896) el proceso por el cual sus experiencias estéticas y humanas lo condujeron a hacer suya una determinada concepción de la sociedad y de la convivencia humana que no es otra que la del socialismo libertario o anárquico.[184]

Puede decirse que se trata de una utopía de inspiración fourierista, en cuanto se basa en la idea del trabajo creador como esencia de la vida humana. Pero esta idea de Fourier, desarrollada y profundizada, lleva a Morris a la concepción de una sociedad futura sin clases sociales, sin propiedad privada, sin leyes, ni jueces ni verdugos, sin educación formal y, sobre todo, sin gobierno. No hay lugar para el Estado (la burocracia, el parasitismo, la explotación, etc.), allí donde el trabajo, liberado de todo estigma servil, se constituye en suprema necesidad y, al mismo tiempo, en supremo goce creador. La utopía de Morris, cuyo lema podría ser “al socialismo y la acracia por el trabajo y la creación”, entra ya, sin embargo, en la historia del anarquismo, y no en su prehistoria, ya que el autor fue amigo de Kropotkin y mantuvo relaciones cordiales con muchos de los anarquistas ingleses y extranjeros que vivían por entonces en Inglaterra, quienes lo reconocían, pese a ciertas diferencias (sobre todo con el grupo violento de Johann Most), como uno de los suyos.[185]

Tampoco debe ser situada en la prehistoria (sino en la historia) del anarquismo la utopía de Joseph Déjacque, L’Humanisphére, pese al hecho de haber sido publicada entre 1856 y 1858. Ya el subtítulo de la obra nos demuestra que el autor tenía plena conciencia de su anarquismo: Utopie Anarchique.[186]

Pero, por otra parte, es preciso hacer notar que, en un momento en que todos los anarquistas eran proudhonianos y defensores, por tanto, del mutualismo, Déjacque propone el ideal de una sociedad anarcocomunista, con lo cual se adelanta en varias décadas al pensamiento del anarquismo posterior, ya que recién Reclus y Kropotkin, superando el colectivismo bakuniniano, comienzan a defender la doctrina del comunismo anárquico.

De hecho, se siguieron escribiendo relatos utópicos hasta el siglo XX y en algunos de ellos siguen proponiéndose soluciones anarquistas, mientras en otros hay elementos libertarios o constituyen verdaderas anti-utopías, como 1984 de Orwell, de espíritu ciertamente no ajeno al anarquismo.

Puede resultar útil aquí una referencia al socialismo utópico en América Latina, en cuanto precursor del anarquismo en estas latitudes.

Tres de los más importantes pensadores del socialismo utópico, Owen, Cabet y Considerant, estuvieron en América con el propósito de realizar allí las sociedades ideales que habían descrito en sus obras. América vino a ser así, para ellos, lo que la Magna Grecia había sido para Platón.

Flora Tristán, continuadora del feminismo de Mary Wollstonecraft, amiga de Proudhon y de muchos de los principales teóricos del socialismo utópico francés, visita Perú en pos de una herencia (que no consigue). Consigna sus impresiones sobre América Latina, junto con sus ideas feministas y socialistas, en una obra titulada Peregrinaciones de una paria, que publica en París, en 1838. La semilla que dejó en el Perú fructificó más tarde —podemos suponer— en hombres como Manuel González Prada y (en el terreno marxista) José Carlos Miriátegui.[187] A ella se debe también, como recuerda Luis Alberto Sánchez en el libro que le consagra (Una mujer sola contra el mundo) la idea de fundar una sociedad internacional de trabajadores.

El saint-simonismo llegó a Buenos Aires a mediados de la década del 30 del pasado siglo. Su influencia es evidente en jóvenes pensadores como Juan Bautista Alberdi y J. M. Quiroga Rosas, pero, sobre todo, en Esteban Echeverría, En su Dogma socialista intenta una aceptación de las ideas de Saint-Simon y de Leroux al medio americano y argentino, y aún cuando es claro que entre tales ideas y las del anarquismo bakuniniano, que llega de Italia y España en la década del 70, hay una distancia muy grande, no se puede pasar por alto el hecho de que Echevarría, exiliado del rosismo, blanco de los ataques de los liberales tradicionales (conservadores), como Groussac, y de los católicos, como Estrada, vinculó la idea de justicia, que el socialismo aportaba, con la libertad, que el liberalismo tergiversaba. Desde este punto de vista la distancia se acorta.[188] El fourierismo llega muy poco después al Plata con Jean-Baptiste Tandonnet, colaborador de La Phalange de París. Este curioso personaje, al contrario de Echevarría y la mayoría de los simpatizantes de las ideas socialistas en esta época (vinculados a la masonería, al garibaldismo, al radicalismo político, al republicanismo mazziniano, etc.), se hace amigo de Oribe y de Rosas, a quienes admira, y, como el propio Fourier (que pretende ganar para su causa a los boyardos rusos y al dictador paraguayo Francia), desvincula absolutamente lo socio-económico de lo político y las libertades cívicas de la justicia social.[189] Alguien podría relacionar esto con el apoliticismo anarquista. Conviene aclarar enseguida el equívoco: los fourieristas eran a-políticos, los anarquistas son anti-políticos; los primeros se mostraban indiferentes a cualquier forma de gobierno, los segundos se oponen a todas ellas; los primeros creían que el Estado acabaría extinguiéndose por inanición, los segundos piensan que hay que abolirlo de una vez.

En el diario El Nacional de Montevideo (junio de 1841) aparece, firmada por Marcelino Pareja, cuya filiación y nacionalidad se desconocen, una lección que lleva por título De las ganancias del capital, la cual anticipa curiosamente algunas ideas de Marx y Bakunin. Su orígenes ideológicos parecen estar en el saint-simonismo, pero cita no sólo a Sismondi sino también a Godwin.

En Chile, las ideas de Saint-Simón, Fourier, Owen, etc., fueron introducidas, un poco después que en Buenos Aires, por Santiago Archos Arlegui y Francisco Bilbao, los cuales fundaron la Sociedad de la Igualdad. Allí tales ideas se amalgaron enseguida con las del liberalismo radical y, a diferencia de lo que sucedió en Argentina, promovieron la acción política subversiva y revolucionaria en 1850.[190]

Ramón de la Sagra, economista y botánico gallego, de tendencia fourierista, vivió durante más de una década en Cuba, en cuya capital dirigió el Jardín Botánico y la revista Anales de Ciencias, Agricultura, Comercio y Artes (1827-1831), y derivó cada vez más hacia el mutualismo proudhoniano, por lo cual Nettlau, tal vez con razón, lo considera el primer anarquista español.[191]

Durante la década del cuarenta, Vauthier, ingeniero francés que trabaja en Recife, introduce las ideas saint-simonianas en Brasil. En la misma ciudad, un brasileño, Abreu e Lima, que había luchado en los ejércitos de Bolívar en Boyacá y Carabobo, publica, en 1855, una extensa obra titulada O Socialismo, donde examina las ideas de Owen, Saint-Simon, Fourier e inclusive Proudhon, desde el punto de vista de un socialismo cristiano pero a-dogmático, inspirado sobre todo en Lamennais. También en Pernambuco y durante la década del cuarenta, Antonio Borges da Fonseca, libelista famoso, se proclama fourierista. También lo es el médico lionés Jean-Benoît Mure, quien organiza un falansterio en Santa Catarina y en el año 1845 publica un periódico dedicado a la propagación de las ideas de Fourier y Considérant, O socialista da provincia de Río de Janeiro.[192]

En México, aparte de los escritos de ciertos autores vernáculos, como Fray Francisco Severo Maldonado (El triunfo de la especie humana) y Juan Nepomuceno Adorno (Los males de México y sus remedios practicables), del intento de Owen por realizar en Texas y Coahuila un experimento socialista, de las relaciones de Considerant con el gobierno de Maximiliano (no más sorprendentes que las de Tandonnet con Rosas), hay que considerar, sobre todo, la actividad de Plotino Rhodakanaty. Nacido en Atenas en 1828, se pone en contacto, a los veinte años, con las ideas de Fourier y de Proudhon en París. De allí pasa a la ciudad de México, donde publica, en 1861, un folleto titulado Cartilla socialista, o sea, Catecismo elemental de la Escuela Socialista de Carlos Fourier. En el pensamiento de Rhodakanaty el socialismo fourierista se combina, no sin cierta coherencia, con un panteísmo naturalista, inspirado en Spinoza y otros filósofos antiguos y modernos. Pero se combina también con las ideas de Proudhon y, de tal modo, señala con claridad el tránsito del socialismo utópico al anarquismo. De hecho, uno de los discípulos de Rhodakanaty, Alberto Santa Fé. fundará en 1878 el efímero Partido Comunista Mexicano, que puede considerarse como la primera organización bakuninista de México.[193]

La formulación utópica del anarquismo y del comunismo libertario, que ya señalamos en J. Déjacque y W. Morris, encuentra en la última década del siglo un entusiasta partidario en el médico, agrónomo y periodista italiano Giovanni Rossi.

No contento con difundir a través del libro, el folleto y el periódico sus ideas, ciertamente no desprovistas de originalidad dentro de los medios socialistas y anarquistas de la época, intenta llevarlas a la práctica. Funda así, primero, una comunidad agrícola cerca de Cremona, y, habiendo conseguido después el apoyo del emperador Pedro II de Brasil, hace lo mismo en ese país, en el Estado de Paraná. La nueva colonia, integrada en su mayor parte por italianos anarquistas, recibe el nombre de “Cecilia” y está inspirada tanto en las ideas anarco-comunistas (dominantes en Italia) como en las de Fourier (en lo tocante a las relaciones sexuales y familiares). Dura apenas cuatro años, pero su fundador está convencido, pese a todo, de haber logrado su propósito, que era el de averiguar la posibilidad y los límites de tal existencia comunitaria.[194]

Las relaciones del socialismo utópico con el anarquismo son más complejas de lo que se suele admitir. Ante todo, es necesario rechazar por inadecuada y tendenciosa la interpretación de Engels, según la cual todo socialismo pre-marxista es “utópico”, por oposición al marxismo, que sería el único socialismo “científico”. De hecho, el primero que concibió el socialismo como ciencia fue Proudhon, del cual Marx tomó probablemente la idea. Cualquiera que conozca el pensamiento de Proudhon advertirá, por lo demás, el desprecio que éste siente por los cuadros de un futuro imaginario, por los detallados planes y programas de la sociedad futura, por la profecía y la escatología, sociales. Proudhon no puede ser calificado de “socialista utópico” por el hecho de compartir algunas ideas de Fourier como no puede serlo Marx por haber tomado muchas ideas de Saint-Simon.

Entre los socialistas utópicos hay algunos, como Cabet, que se encuentran mucho más cerca del marxismo-leninismo que del anarquismo de Proudhon o de Kropotkin.

Muchos autores marxistas han explotado, a este respecto, el equívoco del a-politicismo, para asimilar el anarquismo al socialismo utópico. Pero es fácil advertir que mientras los socialistas utópicos (y no todos por igual) son indiferentes a la política y no hacen distinción alguna entre los diversos gobiernos, los anarquistas se proponen abolir el Estado y todo gobierno propiamente tal. Mientras los unos son a-políticos los otros son anti-políticos (que es una manera de ser políticos). La diferencia es análoga a la que se da entre el a-teísmo y el anti-teísmo. He aquí por qué los socialistas utópicos abominan de la revolución y aspiran a la armonía de clases, mientras la mayoría de los anarquistas son revolucionarios y desean acabar con toda diferencia de castas, de clases y de estamentos, junto con la división entre gobernantes y gobernados.

Entre los socialistas utópicos (en unos más que en otros) encontramos, sin duda, ideas que serán acogidas por el anarquismo histórico. Es tan importante señalarlas y tenerlas en cuenta como evitar que se formule a partir de ellas una ilegítima generalización.

Y, dejando ahora ya el socialismo utópico, conviene recordar asimismo que en la segunda parte del siglo XVIII y en los comienzos del siglo XIX no son pocos los escritores que expresan ideas afines a las del anarquismo, desde perspectivas muy distintas y en contextos filosóficos bastante diferentes. Así, por ejemplo, en Inglaterra, y dentro del círculo de influencia de

Godwin, se mueve un grupo de jóvenes poetas, entre los cuales sobresalen Shelley y Coleridge; en Alemania, como típico representante de la “Aufklärung”, encontramos a otro poeta, Lessing, y a un ilustre lingüista, Guillermo von Humboldt, cuyas ideas liberales fácilmente pueden considerarse colindantes o aún coincidentes con las del anarquismo. En el campo de la filosofía idealista, Fichte, defensor del Estado comercial cerrado, no deja de avecinarse a una ética libertaria, al sostener la absoluta autonomía de la conciencia moral y la necesidad de fundar la vida espiritual del hombre con entera prescindencia de todo principio de autoridad.

Krause, por su parte, que ejercitó tanta influencia en España y en Hispanoamérica, subvierte la dominante idea hegeliana del Estado como un absoluto, al insistir en el carácter “federativo” de la sociabilidad humana y aún de la realidad cósmica, con lo cual se avecina al federalismo propio de Proudhon y de todos los pensadores anarquistas posteriores.

Desde una perspectiva pedagógica, presentan afinidades con la filosofía anarquista de la educación las ideas de Pestalozzi, que se hallan sin duda en la línea de Rousseau y de Amós Comenius, aunque disten todavía bastante de Yasnaia Poliana o de la “Escuela Moderna” de Ferrer. Inclusive en las sociedades secretas, que tanto proliferaron durante este período, no debe extrañamos que algunos círculos aspiran a la total eliminación de la autoridad política, y tal parece haber sido el caso de algunos “Iluminados” germánicos, guiados por Weishaupt.

Por otra parte, hombres tan diferentes como el sabio naturalista G. Forster y el teólogo católico, de tendencias teosóficas (influido por Böhme y por Schelling), Franz von Baader, se sintieron igualmente fascinados por las ideas de Godwin, sobre las que hablaremos en el capítulo siguiente.[195]

Quizá sería éste también el lugar para referirnos al norteamericano H. D. Thoreau, el cual en su ensayo Civil Desobedience sostiene, como su compatriota Jefferson, que el mejor gobierno es el que menos gobierna, pero, llevando la idea hasta sus últimas consecuencias, concluye que el gobierno óptimo es el que no gobierna en absoluto, y que este tipo de gobierno o, por mejor decir, de no-gobierno será el que prevalezca cuando los hombres se encuentren preparados para esto.[196] Fue uno de los líderes intelectuales del abolicismo y del antiesclavismo en su tierra.[197]

5. William Godwin

Si fuera necesario grabar un nombre en la antesala del anarquismo moderno, tendríamos que traer a la luz el de William Godwin. Así como en el terreno de la filosofía teórica el siglo XVIII había presenciado en las ideas británicas, la radicalización del fenomenismo, y la disolución de los conceptos de sustancia y de causa, con el paso de Locke a Berkeley y de Berkeley a Hume, así en el terreno de la filosofía política, tuvo que asistir a la radicalización del liberalismo y a la creciente exigencia de libertad e igualdad hasta llegar a la abolición del Estado, con el paso de Locke a Paine, y de Paine a Godwin.

Si bien Godwin no utilizó todavía la palabra “anarquismo”, empleó en cambio el término “anarquía” en un sentido no peyorativo, Este sólo hecho nos lo muestra como traspasando las fronteras del liberalismo.

Lo esencial de la filosofía política del anarquismo se encuentra en su Investigación acerca de la justicia política,[198] y aunque su crítica del capitalismo es todavía rudimentaria, como corresponde al carácter incipiente del mismo, su crítica del Estado llega ya a las raíces del poder político. Proudhon y Bakunin no hacen sino ilustrar y desarrollar las ideas de Godwin al respecto.

Más tarde, Stirner y Tolstoi aparecen como pensadores ajenos al movimiento anarquista histórico del siglo XIX, como dice G. Woodcock.[199] Pero, contrariamente a lo que este autor cree, no sucede lo mismo con Godwin. Este se sitúa en una línea de continuidad con Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Malatesta. Aunque cronológicamente anterior a toda organización anarquista y a todo movimiento obrero que pudiera reivindicar tal denominación, su pensamiento preanuncia lo que será, pese a todas las discrepancias, el camino real del anarquismo. Puede decirse que constituye su punto de partida o, por lo menos, su obligado atrio. Stirner, por el contrario, desviado hacia un individualismo insolidario, no debería, en rigor, ser llamado “anarquista”, si por tal entendemos al que participa en la ideología del anarquismo histórico del siglo XIX.

Tolstoi, por su parte, como “cristiano”, podría parecer aún más alejado del anarquismo histórico, uno de cuyos rasgos esenciales es el antiteologismo. Sin embargo, cuando se analiza el concepto que Tolstoi tenía del cristianismo y de la religión en general, cuando se tiene en cuenta su muy dudoso teísmo y su nada seguro “teologismo”, vemos que tal vez se le pueda considerar mucho menos alejado que Stirner de Proudhon y de Bakunin, de Kropotkin y de Malatesta.

Godwin nación en Wisbech, no lejos de Cambridge, el 3 de marzo de 1756. Hijo de un pastor no-conformista, a los once años comenzó su educación teológica bajo la dirección de S. Newton, pastor sandemaniano, quien mezclaba extrañamente un fundamentalismo calvinista con un anti-estatismo rayano en la acracia.

“Godwin se convirtió pronto a esta creencia y permaneció fiel a ella desde poco más de diez años hasta los veintitantos. El mismo nos cuenta que salió de Hoxton a la edad de veintitrés con sus creencias sandemanianas intactas y no comenzó a abandonarlas hasta un tiempo después. De hecho, nunca se despojó de la influencia de esta secta radical. Si damos una ojeada a algunas de sus creencias y prácticas básicas, veremos que muchos aspectos de la Investigación acerca de la justicia política eran poco más que sandemanianismo secularizado”.[200]

Puede parecer extraño, sin duda, que una doctrina teológica tan reaccionaria como la que surge de Calvino, asesino de Servet y, según Weber, auténtico mentor del capitalismo moderno, haya dado lugar a la posición libertaria de Godwin, pero es preciso tener en cuenta la ambivalencia de dicha doctrina religiosa que, como otras muchas, no dejaba de presentar una faceta contradictoriamente progresista. En efecto, si por un lado su concepción teológica tertulianista, concretada en la figura de Jehová que manda a Abraham a sacrificar a su hijo unigénito Isaac y en la doctrina de la predestinación arbitraria y absoluta, representa la cara más oscura del judeo-cristianismo, por otro, sus ideas políticas, ajenas tanto al papismo como al cesarismo, traducen el aspecto más abierto y positivo de la fe evangélica.

Godwin llegó así a ejercer el cargo de pastor en diversas comunidades disidentes de East Anglia y los Home Counties (Suffolk, Herfodshire, Beaconsfield) durante un lustro (1778-1783), y hasta llegó a publicar un tomo con los sermones predicados durante tal período. A los veintisiete años —dice Brailsford— “le vemos convertido en whig y unitario, y considerando al Dr. Priestley como su maestro”.[201] Sin embargo, a la luz de las prevalentes ideas deístas, naturalistas, panteístas o directamente ateas de la época, el elemento específicamente cristiano de su concepción del mundo y de la vida se fue diluyendo paulatinamente, y sólo quedó en él la concepción antijerárquica del calvinismo sandemaniano, que era perfectamente compatible con las ideas de los filósofos más avanzados del siglo. Si, por un lado, la fe trinitaria de Nicea (del catolicismo y del calvinismo) se vio sustituida en su mente por un unitarismo sociniano, similar a la de Servet, aunque despojado de su místico entusiasmo cristocéntrico, por otro, su relativa negación del gobierno pasó de lo eclesiástico a lo propiamente político e hizo de él, más que un anti-episcopaliano y un antipresbiteriano, un simple anarquista. Finalmente, a punto ya para comenzar a escribir laInvestigación acerca de la justicia política, abandonó, como dice Woodcock, “todo tipo de creencia cristiana y, bajo la influencia de su íntimo amigo Thomas Holcroft, se hizo ateo declarado, posición que sólo modificaría para retirarse a un vago panteísmo que dominó los últimos años de su vida”.[202] En esto su evolución podría considerarse paralela a la de Diderot, que acabó también en un panteísmo naturalista, después de haber sido deísta, agnóstico y ateo. Como Diderot, pero mucho más sostenida y sistemáticamente que él, Godwin une, en todo caso, ya su ateísmo, ya su panteísmo, con una concepción claramente antijerárquica y anti-estatal de la sociedad, que parece sobre todo contrapuesta a la cosmovisión jerárquica y autoritaria propia de la teología tradicional y de la filosofía aristotélico-escolástica. Pero, a diferencia de éste, cuya personalidad intelectual está próxima al arquetipo del pensador laico (tanto como la de Voltaire o la de Helvetius), Godwin conserva durante toda su vida la impronta de su formación clerical. “Hasta el final de su vida —dice Woodcock— continuó vistiéndose y comportándose como un pastor inconformista”.

En 1738, al abandonar el ministerio eclesiástico, inició su carrera de escritor y publicó un panfleto favorable al partido liberal (whig) y una biografía de Chatham, al mismo tiempo que comenzó a colaborar en el Annual Register. “Le encontramos levantándose temprano y dedicando un rato, antes del desayuno, a la lectura de los clásicos, griegos y latinos. Gracias a esta práctica va adquiriendo un conocimiento literario de los clásicos que utiliza en sus posteriores ensayos con una maestría y familiaridad que envidiarían muchos eruditos”.[203] Su producción literaria es bastante extensa. Comprende varias novelas, que alcanzaron un relativo éxito, como Things as they are or the Adventures of Caleb Wiliams (1974), la cual preanuncia en el terreno de la ficción muchas de las ideas de su gran obra filosófico-política. Esta novela es, según Brailsford, “la única gran obra de literatura imaginativa escrita en inglés que debe su existencia a la fructuosa unión del movimiento revolucionario con el romántico” y significó para su época lo mismo que Los miserables de Hugo y Resurrección de Tolstoi para generaciones posteriores. Escribió asimismo algunas tragedias, como Antonio (1800) y Faulkner (1807), que constituyeron un completo fracaso; diversas piezas historiográficas, como The History of England (1806); The History of Rome (1809) y The History of Greece (1811); y no pocos ensayos sociológicos y filosóficos, como Thoughts on Man, his Nature, Productions and Discoveries (1831) y Essays (1833). De todas sus obras, sin embargo, puede decirse que la única que la sobrevivió fue An Enquiry concerning Political Justice, aparecida en febrero de 1793.

La publicación de esta obra causó una gran conmoción en el mundo intelectual británico de la época y tuvo la virtud de hacer célebre a su autor de la noche a la mañana. Algunos historiadores la consideran como una de las respuestas que el pensamiento liberal británico no tardó en dar el libelo anti-revolucionario de Burke. Pero es evidente que ella trasciende en mucho tal carácter, ya que se trata de un verdadero y original tratado de filosofía política, donde se examinan las raíces del Estado y de todas las instituciones sociales y políticas vinculadas con el mismo. Por otra parte, es claro que la misma surge en el ambiente de entusiasmo libertario provocado por la Revolución francesa y que de algún modo se inscribe en la gran corriente del pensamiento iluminista, causa de dicha Revolución, aún cuando se proponga precisamente llevar al límite dicho pensamiento y sobrepasarlo, llegando hasta donde él por lo general no se atrevió a llegar, aunque en la misma dirección. “Ninguna obra de nuestra época causó semejante conmoción en el pensamiento filosófico del país —dice Hazlitt (citado por Brailsford)— como la celebrada Investigación acerca de la justicia política. Por entonces, en relación con él (Godwin), se consideraba a Tom Paine como un bufón; a Paley, como una vieja loca; a Edmundo Burke, como un sofista de relumbrón”.[204]

Durante los últimos años del siglo, el Enquiry de Godwin fue la Biblia del radicalismo inglés. Su influencia, muy grande entre intelectuales y escritores, no se extendió, sin embargo, a las clases medias en general y mucho menos al pueblo, al cual, por su precio, difícilmente podía llegar. Esto explica el hecho de que no fuera prohibido o secuestrado por el gobierno. Mary Godwin, hija de William y autora del después célebre Frankenstein, recuerda haber escuchado a su padre explicar que, cuando en el Consejo de ministros se discutió la cuestión, el reaccionario pero sagaz Pitt alegó la inutilidad de prohibir un libro cuyo precio era de tres guineas a quienes eran incapaces de reunir tres chilenes. De todas maneras, “la obra fue tan importante que años después de su publicación la expresión filosofía moderna se entendía siempre como una referencia a la obra de Godwin y sus discípulos”.[205]

Godwin tuvo, en el ámbito de su vida privada, un éxito sólo comparable al que lograra con la publicación del Enquiry en su vida literaria: conoció a una de las pocas mujeres de la época que estaba a la altura de su espíritu, y se unió a ella. Esta mujer se llamaba Mary Wollstonecraft y en 1792 había publicado una obra que puede considerarse el punto de partida doctrinario del feminismo: Vindicación de los derechos de la mujer. De tal unión nació en agosto de 1797, una hija, Mary. Pocos días después murió, como consecuencia del parto, la madre.[206]

“Ya desde el principio, la historia de la anarquía nos presenta figuras cuyas vidas cotidianas están en dramática oposición con la tradición autoritaria pre- y post-marxista. William Godwin y Mary Wollstonecraft son “diferentes”, ya de los burgueses de Inglaterra de fines del setecientos, ya de otra pareja de famosos revolucionarios, Karl Marx y Jenny von Westphalen”, dice Doménico Tarizzo, Y para probarlo, narra la siguiente anécdota: “Durante el exilio de Manchester, Friedrich Engels había emprendido un flirt con una fogosa muchacha irlandesa, Mary Burns, que trabajaba en la fábrica de Ermen y Engels y estaba adscrita a una máquina llamada “self actor”. Independiente de carácter, Mary se había negado a ser mantenida; seguía trabajando, pero vivía con su hermana en una casita puesta a su disposición por Engels en el suburbio de Salford, en medio de los bosques y lejos de las chimeneas de Manchester. Aquí el joven Friedrich pasaba las noches en compañía de las hermanas Burns, recogiendo y ordenando material para un libro de denuncia de la civilización industrial. Había sido Mary, ardiente revolucionaria, quien condujo a Engels a los barrios miserables de la ciudad, quien le reveló el rostro infernal del capitalismo inglés. Una noche, en el período en que los Marx vivían en Bruselas, Engels apareció en casa de su amigo acompañado por Mary Burns. Durante toda la noche Jenny y Karl, se rehusaron a dirigir la palabra a la pobre Mary. A un amigo común Marx “le dejó entender con un guiño de ojos y una significativa sonrisa que su mujer se rehusaba a conocer a aquella… señora” (Recuerdo del impresor comunista Stephen Born, uno de los jefes del movimiento obrero de 1848).

El mismo Tarizzo concluye con el siguiente comentario: “Este episodio es significativo porque revela que Marx no supo hacer evolucionar a su consorte fuera del estrecho moralismo en que había crecido. La historia de la anarquía comienza en cambio con una pareja enteramente diferente. William Godwin y Mary Wollstonecraft no vivieron toda la vida juntos (como los esposos Marx): se desarrollaron, maduraron de modo autónomo, aunque sus respectivas ideas fueron, en definitiva, homogéneas. Si William puede ser considerado como el “fundador” de la anarquía, Mary es indudablemente la primera “feminista” de la era moderna. Ambos dieron con la propia existencia, un ejemplo de actualísima moral alternativa”.[207]

La obra de Mary es, como dice Brailsford, “quizá el hecho más original de su siglo, no porque sus avanzadas ideas fueran del todo nuevas, sino porque por primera vez se aventuraba una mujer en sus páginas a exponer sus propias opiniones”.[208]

Mientras tanto, Godwin empieza a sufrir las consecuencias de la creciente reacción en Inglaterra. El odio a la Revolución francesa se acrecienta hasta límites paroxísticos con los avances del jacobinismo y el reinado del terror. El liberalismo que un sector de la burguesía británica puede tolerar no va más allá de la monarquía constitucional o de las más tibias posiciones girondinas. Contra el libro de Godwin, cuyas doctrinas políticas y sociales son en realidad mucho más radicales que las ideas de los jacobinos, se desata una casi unánime repulsa. Lo que fue primero objeto de admiración y de loa resulta de pronto anatema. El mismo autor lo expresa así al decir: “Después de no haber oído durante cuatro años apenas otra cosa que encomios y alabanzas, me vi finalmente atacado por todos lados y en un estilo tal que excluía toda moderación y decencia”.

Entre los diversos ataques que la obra de Godwin sufrió por entonces, algunos de carácter teológico, otros con pretensiones más ceñidamente filosóficas, otros, en fin, basados en consideraciones históricas y políticas, se destaca por el aparente rigor de su argumentación económica y por la originalidad del enfoque demográfico el Ensayo sobre el principio de la población, publicado en forma anónima en 1798 por Thomas Robert Malthus. Clérigo, como el mismo Godwin, miembro del colegio de Jesús, en Cambridge, y ministro en Albury, se había dedicado durante algún tiempo a discutir con su padre, el cual había leído laInvestigación acerca de la justicia política y compartía sus tesis. De estas discusiones había salido su teoría de la población: Todas las doctrinas sobre la libertad, la igualdad, y la fraternidad humanas, lejos de estar basadas en la naturaleza, como Godwin y otros filósofos de la época pretenden, se encuentran en abierta contradicción con ella. La naturaleza rige, en efecto, la producción de alimentos y la reproducción de la especie humana mediante rígidas leyes matemáticas que sólo permiten la supervivencia del más fuerte, y establece, por consiguiente, una despiadada lucha por la vida en que el débil necesariamente perece. Mientras la población crece según una progresión geométrica (y se duplica cada cuarto de siglo) si no lo impiden factores externos, la cantidad de alimentos aumenta según una progresión aritmética. Los males que la humanidad padece no se deben, pues, a la estructura jerárquica de la sociedad, el Estado, la ley positiva y el gobierno, sino a la misma naturaleza, implacable destructora de lo que considera inepto y superfluo. “No es extraño que, después de haber leído a Malthus, Carlyle llamara a la economía “la conciencia sombría”, y que el pobre Godwin se quejara de que Malthus había convertido por millares a los amigos del progreso en reaccionarios”, dice R, L. Heilbroner.[209]

“El pobre Godwin”, sin embargo, no dejó por eso de escribir y defender sus ideas. Un cuarto de siglo más tarde publica todavía una respuesta crítica a las ya mundialmente célebres ideas de Malthus*. “Of population: An enquiry concerning the power of increase on the numbers of mankind, being an answer to Mr. Malthus Essay”. Pero es cierto que, a partir de la violenta reacción desencadenada en la Gran Bretaña durante los últimos años del siglo XVIII, su entusiasmo decae y sus posiciones libertarias, aunque jamás negadas, parecen menos definidas y agresivas.

Le quedó la amistad de unas pocas e ilustres figuras, como Lamb y Coleridge, y sobre todo la admiración ferviente y constante de Shelley, el mayor poeta de su tiempo. Pocos años después, J. Stuart Mill, discípulo de Malthus, volviéndose contra éste, retoma ideas de Godwin al criticar la propiedad privada.[210]

Trabajó con modestia y dignidad hasta el fin de sus días; mantuvo siempre lúcida su inteligencia y, pese a las calumnias y la general censura de que fue objeto por sus ideas, no declinó nunca su voluntad de vivir como hombre libre. La ironía despectiva con que el superficial Maurois se ocupa de él es un ejemplo claro de lo que el prejuicio y la capacidad emátíca de un biógrafo burgués puede hacer frente a una grande y admirable figura de pensador.

El 7 de abril de 1836, al morir Godwin, una “seria” y bien pensante revista inglesa se acordó de él para decir: “Mejor habría sido para la humanidad si este hombre nunca hubiera nacido”.

Es verdad, sin embargo, que, como dice Woodcock, “cuando el socialismo inglés reapareció, durante la década de 1880, asumió un tono libertario peculiar y los ecos de Godwin aparecen en las obras de muchos de sus exponentes capitales. La obra de Morris, Noticias de Ninguna Parte se lee como una adaptación medievalizada de la utopía de Godwin. Y, como ha indicado el Dr. F. E. L. Priestley, la obra de Oscar Wilde, El alma del hombre bajo el socialismo es “una completa declamación de todo el sistema godwiniano”. Bernard Shaw tomó un tema godwiniano para desarrollarlo en Vuelta a Matusalén, y H. G. Wells, en Hombres como dioses, puso la sociedad godwiniana ideal en línea con las especulaciones de los científicos eduardianos”.

Más aún, como añade el citado historiador: “En años recientes, desde la segunda guerra mundial, los escritores ingleses han recurrido a Godwin con interés renovado. John Middleton Murry, Herbert Read y Charles Morgan han señalado lo oportuno que su crítica de las “instituciones positivas” aparece en un mundo dirigido por el Estado. Críticos como Angas Wilson, Walter Alien y Roy Fuller, han reconocido en su novela pionera de crimen y castigo, Caleb Williams, una notable anticipación de las angustias que obsesionan a gran parte de la literatura de ficción contemporánea.

Siglo y cuarto después de su muerte en 1836, Godwin queda establecido más firmemente que nunca desde 1797 como un hito no simplemente en el desarrollo del pensamiento político, sino también en la historia de la literatura inglesa”.[211]

Sobre el Enquiry ha dicho Hazlitt, en The Spirit of the Age, que ninguna obra en su tiempo “dio tal impulso filosófico al país”, y Lindsay Rogers escribió que “juzgada por su efecto inmediato, la Political Justice merece figurar junto al Emilio de Rousseau y la Aeropagítica de Milton” (citado por D. A. de Santillán). Según Brailsford, dicha obra de Godwin fue para Shelley la verdadera “leche del paraíso”.[212]

Pero lo que particularmente conviene subrayar es la influencia que el libro de Godwin, enraizado sin duda en el enciclopedismo francés, tuvo sobre el socialismo británico. No puede decirse que Owen fuera anarquista, pero es claro que, contrariamente a muchos socialistas europeos de su época, nunca entendió los valores del socialismo (esto es, de la igualdad y de la justicia) como contrapuestos a los de la libertad. Y este rasgo libertario del iniciador del movimiento laborista inglés, transmitido al movimiento íntegro y a todos los momentos de su historia, tiene su fuente principal en Godwin. Como bien dice Diego Abad de Santillán, éste no ha desaparecido nunca por completo de la tradición social británica y da la impresión de que revive en William Thompson (1785-1844), un irlandés cuyo libro An inquiry into the Principles of the Distribution of Wealth most conductives to Human Happiness, applied to the newly proposed System of voluntary Equality of Wealth (Londres- 1824) destruyó los sofismas de la propiedad con la misma lógica que Godwin empleó para demoler los sofismas del estatismo”. Y añade: “También habría que mencionar como continuadores a John Gray y a Thomas Hodgskin. ¡Quién sabe hasta qué punto habrían podido repercutir los razonamientos de Godwin en un Herbert Spencer, anti-socialista, pero que habla del derecho de ignorar al Estado (1850), en John Stuart Mili, cuando escribió On Liberty (1859), y hasta en las críticas agudas al aparato gubernamental que hace Charles Dickens en la novela Little Dorrit (1855-57)!”.[213]

Godwin como escritor se caracteriza tanto por su agudeza analítica, como por su osadía crítica. En realidad, lo que lo hace sobresalir entre otros muchos escritores de la época, dedicados a la defensa de la Revolución francesa y de los ideales de libertad e igualdad por ella proclamados, es precisamente la valentía con que sabe llevar los principios hasta sus extremas consecuencias, sin temer a las condenas de los gobernantes, el escándalo de la burguesía bien-pensante, los anatemas de la universidad y de la iglesia. Se ha hecho notar muchas veces que Godwin no fue un hombre de acción y hasta se ha dicho que no se distinguió por su coraje. Pero es indudable que tuvo más coraje intelectual que la inmensa mayoría de sus contemporáneos. Hay en él, en todo caso, mucho de la indomable independencia de los pastores no-conformistas, dispuestos a enfrentarse tanto al Estado como a la Iglesia (y tanto a la católica como a la anglicana), para preservar lo que creían ser la palabra de Dios.

Raymond A. Preston (citado Por D. A. de Santillán) sintetiza de este modo el contenido de la Investigación acerca de la Justicia política y sus tesis capitales:” 1. El espíritu no es libre, sino plástico, realizado de acuerdo con circunstancias de herencia y ambiente con resultados seguros, aunque inescrutables. La doctrina del determinismo materialista fue afirmada primero, probablemente, en el espíritu de Godwin por su temprana formación en el calvinismo. Fue reforzada por su conocimiento ulterior de la Enquiry into the Freedom of the will de Johnatan Edwards, de Hartley y del Système de la Nature de D’Holbach (1770). Como Locke y Hume, Godwin niega la existencia de “principios e instintos innatos”. Sostiene que las asociaciones y la experiencia pesan mucho más que las influencias de la herencia y del ambiente o que las impresiones prenatales, y en consecuencia sigue a Locke al considerar el goce del mayor número, el summum bonum. 2. La razón tiene poder ilimitado sobre las emociones; de ahí que los argumentos, no un llamado a las emociones, y no la fuerza tampoco, sean los motivos más efectivos. Sobre esta doctrina psicológica, derivada en parte de Helvetius y en parte del punto de vista de Locke de que la ley de la razón, a la que todos deben obedecer, es la ley de la naturaleza, se funda la doctrina de Godwin de la educación y del modo de tratar a los delincuentes. En su forma primera, Godwin reduce la justicia de las simpatías y de los afectos humanos a casi nada. Explica nuestros fracasos frecuentes al apelar a la razón pero citando la doctrina de Hartley de las acciones voluntarias e involuntarias. De esta proposición se deduce la condena de Godwin de la resistencia a las leyes existentes como una apelación censurable a la violencia. “Puede parecer extraño —escribe la señora Shelley— que en la sinceridad de su corazón alguien crea que no puede coexistir el vicio con la libertad perfecta —pero mi padre lo creía— y era la verdadera base de su sistema, la verdadera clave de bóveda del arte de la justicia, por el cual deseaba entrelazar a toda la familia humana. Hay que recordar, de cualquier manera, que nadie era defensor más estricto que él de la lenta realización del cambio, que nadie estaba más enteramente persuadido de que las opiniones debían adelantarse a la acción. Quizá deseaba hasta un grado discutible que no se hiciera nada sino por la mayoría, mientras que buscaba ardientemente por todos los medios que esa mayoría se uniese a la parte mejor”. 3. El hombre es perfectible, esto es, aunque incapaz de perfección, es capaz de mejorar indefinidamente. Esta creencia optimista y sin restricción alguna en el progreso humano está implicada al menos en Helvetius, en D’Holbach, en Priestley y en Price. Fue magníficamente establecida en forma razonada por Condorcet (Esquisse d’un tableau historique des progrés de l’esprit humain1793), que parece haber tenido una influencia notable en las revisiones que hizo Godwin en la tercera edición de su obra. 4. Un individuo, a los ojos de la razón, es igual a otro cualquiera. Este principio democrático es tan viejo al menos como Jesús de Nazareth; más recientemente ha sido establecido en la Declaración de independencia de América, y antes aún había sido promulgado por Helvetius. Godwin se retractó de él más tarde. 5. La mayor fuerza para la perpetuación de la injusticia está en las instituciones humanas. Los predecesores de Godwin en esta opinión son innumerables. Menciona en su prefacio a Swift y también a Mandeville y a los historiadores latinos (de los cuales puede haber tomado un modelo del estoicismo desapasionado). Price sostiene que el gobierno es un mal y que cuantos menos tengamos de él, tanto mejor; Priestley, Hume y los utilitarios posteriores, pesando los buenos y los malos efectos de la ley, deciden que el balance es contrario a la ley y que la interferencia del gobierno, excepto como un freno donde la libertad personal interfiere con la libertad de los demás, es inconveniente. El derecho abstracto a ser libre conduce a Godwin a sostener el derecho individual a la propiedad privada. Godwin repudia la doctrina de Locke, adaptada por Rousseau y seguida por teóricos políticos ingleses y franceses del siglo XVIII (excepto Hume), de que el gobierno está basado en un hipotético contrato social, y sigue a Hume al considerar el gobierno como basado últimamente en la opinión. Excepto en el uso de ciertos argumentos relativos a la educación del Emilio, al parafrasear en parte el Contrato Social sobre los orígenes del gobierno, y al rechazar la teoría del “egoísmo” sostenida por Helvetius, d’Holbach y Mandeville, Godwin no está casi nunca de acuerdo con Rousseau”.[214]

Sobre el Inquiry dice también Brailsford: “Su estilo es siempre claro, ameno y elocuente. El vocabulario resulta un tanto recargado de palabras latinas para el paladar moderno, pero la estructura de las frases a la manera clásica es hábil. Godwin sabe dar variedad a sus trabajos períodos con una exposición tersa y enérgica que acaba con la sorpresa de un golpe inesperado. Tiene el arte de encontrar ejemplos felices y una manera de realzar sus argumentos presentando problemas de modo casuístico que tienen un atrayente interés humano. El libro conmovió profundamente a su generación, y aún hoy día, sus entusiastas pasajes dan una impresión irresistible de sinceridad y convicción”.[215]

Si se pudiera demostrar que una sana institución política es el instrumento más poderoso para promover el bien general, o al contrario que un gobierno corrompido es el mayor adversario del mejoramiento de la especie, quedaría probado que la política es el objeto más importante de toda investigación, dice Godwin al comenzar su obra.[216]

Ahora bien,—añade— mientras investigamos si el gobierno es susceptible de ser mejor, podemos considerar sus efectos presentes: “Es una observación antigua que la historia del género humano es poco más que una historia de crímenes. La guerra ha sido considerada hasta ahora como algo inseparable de la institución política. Los registros más antiguos del tiempo son los anales de los conquistadores y de los héroes, un Baco, un Sesotris, una Semiramis y un Ciro. Estos príncipes condujeron a millones de hombres bajo sus enseñas y asolaron innumerables provincias. Sólo un pequeño número de sus fuerzas volvieron en cada ocasión a sus hogares nativos, habiendo perecido el resto de enfermedades, fatigas y miserias. Los males que infligieron y la mortalidad suscitada en los países contra los cuales fueron dirigidas sus expediciones seguramente no fueron menos severos que los que sufrieron sus compatriotas”.[217] “Con una retórica arrolladora —dice Brailsford— nos asegura que la historia es poco menos que la crónica del crimen”.[218]

La guerra, causa de innumerables males de todo orden, aparece así, para Godwin, como la primera y la más evidente consecuencia del gobierno, pero al mismo tiempo como la más fútil, como la más arbitraria y demente de las acciones humanas. Citando a Swift, el deán conservador que fue con frecuencia satírico subversivo, dice: “A veces la disputa entre dos príncipes se concreta a decir cuál de ellos desposeerá a un tercero de sus dominios, donde ninguno de ellos pretende derecho alguno. A veces un príncipe disputa con otro por temor a que éste dispute con él. A veces es emprendida una guerra porque el enemigo es demasiado fuerte, y a veces porque es demasiado débil. A veces nuestros vecinos necesitan las cosas que tenemos, o tienen las cosas que necesitamos; y ambos combatimos hasta que ellos toman las nuestras o nos entregan las suyas. Es una causa justificable de guerra invadir un país después que el pueblo ha sido asolado por el hambre, destruido por la peste, o dividido por las facciones. Es justificable entrar en guerra contra nuestro más próximo aliado, cuando una de sus ciudades está situada convenientemente para nosotros o cuando un pedazo de su territorio es apetecible. Es práctica majestuosa, honorable y frecuente, que cuando un príncipe despacha fuerzas a una nación donde las gentes pobres e ignorantes, puede condenar legítimamente a muerte a la mitad de ellas y esclavizar a las demás para civilizarlas y apartarlas de su bárbaro modo de vivir. Es práctica majestuosa honorable y frecuente, cuando un príncipe busca la ayuda de otro para protegerse de una invasión, que una vez que el invasor ha sido expulsado, el auxiliar se apodere de los dominios liberados, y mate, encarcele o destierre al príncipe que fue a socorrer”.[219]

Si exceptuamos a Hitler y sus congéneres, a quienes la demanda racista volvía cínicos a fuer de sinceros, ningún gobierno de nuestros días se confesará incurso en las causales que Swift enumera, pero es indudable que detrás de cada guerra contemporánea siguen ellas vigentes con más fuerza, si cabe, que en el pasado. Hoy como ayer y como antes de ayer, la guerra hace patente a los ojos de la conciencia humana no deformada por los prejuicios del nacionalismo y no engañada por las triquiñuelas de la casuística jurídica o religiosa, que el Estado es, por su propia naturaleza, no sólo ajeno a toda moralidad (a-moral) sino, más aún, contrario a ella (in-moral). Si hay, pues, un Estado no imperialista no es porque no quiera serlo sino sencillamente porque no puede.

Por otra parte, su acción inmoral no se ejerce sólo ad-extra sino primero y ante todo ad-intra, sobre sus propios súbditos. Diche Godwin: “Si nos apartamos de los negocios extranjeros de los Estados entre sí o volvemos a los principios de su política doméstica, no hallaremos mayores razones para sentirnos satisfechos. Una numerosa clase de hombres es mantenida en un estado de abyecta penuria y llevada continuamente por la desilusión y la miseria a ejercer la violencia contra sus vecinos más afortunados. El único modo empleado para reprimir esa violencia y para mantener el orden y la paz es el castigo. Lágitos, hachas y horcas, prisiones, cadenas y ruedas son los métodos más aprobados y establecidos a fin de persuadir a los hombres a la obediencia y para grabar en sus espíritus las lecciones de la razón. Centenares de víctimas son anualmente sacrificadas en el altar de la ley positiva y de la institución política”.[220]

La opresión hacia adentro constituye el exacto paralelo de la opresión hacia afuera, que todo Estado ejerce en la medida de sus posibilidades.

El Estado está llamado a mantener el orden, y mantener el orden quiere decir mantener a cada cual en su sitio y en su nivel. Mantener a cada cual en su sitio y en su nivel, quiere decir hacer que los ricos sigan siendo ricos; los pobres, pobres; y los poderosos, poderosos; los humildes, humildes; quiere decir obligar a la mayoría del pueblo a trabajar para una minoría; hacer que la mayoría obedezca y la minoría mande. La represión y la violencia está, entonces, en la esencia del poder estatal.

Ahora bien, Godwin, como discípulo de Locke y de los emplastas, está convencido de que los caracteres morales de los hombres son el resultado de sus percepciones; como seguidor de Helvetius, cree que la especie humana es perfectible y que tanto en el aspecto intelectual como en el moral puede progresar indefinidamente. Por eso, a la visión pesimista de la realidad se sobrepone en él un optimismo iluminista que entrevé un futuro mejor para todos los hombres. Tal perfeccionamiento humano tiene tres causas: 1) la literatura (esto es, la difusión de las ideas y conocimientos a través del libro), 2) la educación (es decir, la difusión de las ideas y conocimientos a través de la escuela y la enseñanza en general) y 3) la institución política, esto es, en sentido amplio, la organización social. Las dos primeras tienen para Godwin defectos y limitaciones; la tercera es capaz de producir los más amplios efectos en el hombre y en la sociedad. Su punto de vista difiere en esto del de Helvetius y otros enciclopedistas, que venían en las “luces” (literatura + educación) el factor más importante del progreso. Un gobierno despótico está calculado —dice— para hacer dóciles a los hombres; un gobierno libre para hacerlos independientes.[221] Ciertos falsos principios, originados en una imperfecta organización social, ejercen un amplio influjo negativo sobre los hombres: “La superstición, un sentimiento inmoderado de vergüenza, un cálculo falso del interés son errores acompañados siempre por las consecuencias más grandes. ¡Cuán increíbles parecen hoy los efectos de la superstición que exhibe la Edad Media, los horrores de la excomunión y de la interdicción y la humillación de los más grandes monarcas a los pies del Papa! ¿Qué puede haber de más contrario a la modalidad europea que ese temor a la desgracia que lleva a las viudas brahmánicas del Indostán a aniquilarse en la pira funeraria de sus esposo? ¿Qué hay de más horriblemente inmoral que la engañosa idea de llevar a las multitudes en los países comerciales a considerar el engaño, la falsía y la trampa como la política más efectiva?”.[222]

Sin embargo, el error y el vicio no tendrán larga vida si el gobierno no los apoya, ya que, habiendo surgido de nuestras percepciones parciales y estando las percepciones sujetas a continuo cambio, éstas se vuelven correctas y el error se rectifica natural y espontáneamente. Formado en el severo antipapismo puritano, Godwin ofrece estos ejemplos: “La doctrina de la transubstanciación, la creencia de que los hombres comen realmente carne cuando comen pan, y beben sangre humana cuando beben vino, no habría podido mantener nunca su imperio tan largo tiempo si no hubiese sido reforzada por la autoridad civil”, “Los hombres no se habrían persuadido tanto tiempo de que un anciano elegido por las intrigas del cónclave de cardenales, desde el momento de esa elección se vuelve puro e infalible, si esa persuasión no hubiese sido mantenida con rentas, dotaciones y palacios”.[223] Por lo cual concluye: “Un sistema de gobierno que no diera sanción a las ideas de fanatismo e hipocresía, habituaría en poco tiempo a sus súbditos a pensar justamente en tópicos de valor e importancia moral. Un Estado que se abstuviera de imponer juramentos contradictorios e impracticables, estimulando perpetuamente a sus miembros al encubrimiento y al perjurio, se había pronto famoso por su sincera conducta y su veracidad. Un país en el cual los cargos de dignidad y de confianza dejaran de estar a disposición de la facción, el favor y el interés, no sería por largo tiempo morada de la servidumbre y de la superchería”.[224]

La gran diferencia respecto a la propiedad, que divide a los habitantes de cada país en una pequeña minoría de ricos y una inmensa mayoría de pobres indigentes, constituye, sin duda, uno de los vicios más graves de la sociedad presente y, según demuestra Godwin, deriva su persistencia de las instituciones políticas y sociales.[225] Pero, por otra parte, todas las ciencias y las artes se han perfeccionado en el pasado y pueden aún perfeccionarse. ¿Por qué no han de poder hacerlo también la moral y las instituciones sociales?[226]

Antes de tratar de tal perfeccionamiento, Godwin cree necesario dejar bien claramente establecida la distinción entre sociedad y gobierno (que supone el Estado). Esta distinción estará en la base de toda la filosofía social del anarquismo, hasta Kropotkin y los teóricos más recientes: “Los hombres se asociaron al principio por causa de la asistencia mutua. No previeron que sería necesario ninguna restricción para regular la conducta de los miembros individuales de la sociedad entre sí o hacia el todo. La necesidad de restricción nació de los errores y maldades de unos pocos”.[227]

Citando una ya célebre obra de Thomas Paine, que constituye aquí su punto de partida, corrobora lo dicho: “La sociedad y el gobierno son distintos entre sí y tienen distintos orígenes. La sociedad se produce por causa de nuestras necesidades y el gobierno por causa de nuestras maldades. La sociedad es en toda condición una bendición; el gobierno, aún en su mejor forma, es solamente un mal necesario”.[228]

La igualdad de los hombres, como punto de partida, es defendida por Godwin contra las más usuales objeciones.

Dicha igualdad puede considerarse en el orden físico o en el orden moral; y en el orden físico puede referirse a la fuerza corporal o a la intelectual.

Suele alegarse que la experiencia niega toda igualdad, al mostrarnos que un individuo es fuerte y otro es débil; uno es inteligente y otro tonto. Y, en realidad, se dice, todas las desigualdades que se dan en la sociedad parten de tales hechos: el fuerte somete al débil, éste busca un aliado que lo proteja, y así surge el gobierno. La objeción está tan generalizada que podemos encontrarla aún hoy en boca de cualquier político conservador y de cualquier reaccionario de café. A ella se puede responder —dice Godwin— que: 1) las desigualdades mencionadas eran originariamente mucho menos pronunciadas que al presente; había antes menos enfermedades y menos molice y la fuerza de cada uno equivalía aproximadamente a la de cualquier otro; el entendimiento era limitado y las ideas de todos se hallaban también más o menos al mismo nivel; 2) a pesar de las alteraciones posteriores de la igualdad, se conserva aún lo esencial de la misma, ya que en realidad la diferencia entre los individuos no es tan grande como para que uno mantenga sometido a todos los otros, a no ser que éstos consientan en ello.

La igualdad moral resulta aún menos discutible. Para Godwin, en efecto, ella consiste en la capacidad de aplicar una misma regla invariable de justicia a todos los casos particulares. Raynal sostenía, en su Revolution d’Amerique, que la justicia será siempre una ficción carente de sentido mientras las capacidades de los hombres no sean iguales y mientras éstos no cuenten con la fuerza capaz de sostener sus derechos. Pero Godwin responde que la justicia es algo inteligible por su propia naturaleza, con prescindencia de que pueda realizarse o no. Ella se refiere sólo a seres dotados de inteligencia y capaces de sentir placer o dolor. Y fácilmente se comprende que el placer es agradable y apetecible mientras el dolor es penoso y vitando. Lo justo será, pues, que los seres humanos contribuyan en cuanto les sea posible al placer de todos, y dentro de los placeres, por encima de todos los demás, a aquellos que son más elevados y duraderos. Ahora bien, de aquí se puede inferir con seguridad la igualdad moral de todos los hombres. Todos tenemos, en efecto, una naturaleza común. Las mismas causas que contribuyen a la felicidad de uno contribuyen a la del otro. Semejantes son nuestros sentidos y facultades; análogos nuestros placeres y penas. Todos estamos dotados de razón y podemos por eso juzgar e inferir.[229]

Es claro que la razón exige que no se trate del mismo modo a un benefactor de la especie que a un enemigo de la misma; pero esta diferencia, lejos de negar la igualdad, la corrobora y recibe el nombre de “equidad” (de “aequus” = igual). Lo que sí se ha de buscar es la supresión de todas las diferencias arbitrarias, para que sólo imperen la virtud y el talento.[230]

La inspiración estoica resulta clara en la concepción de la naturaleza humana, de la justicia como regla inmutable universal, de la virtud como bien supremo. Desde este ángulo, difícilmente se pueden dar supuestos más diferentes y contrarios a los de un Stirner.

Esto se advierte aún más claramente cuando se tiene en cuenta que, para Godwin, la sociedad tiene inalienables bases morales y es imposible que los hombres se relacionen entre sí sin dejar establecidas normas de conducta adaptadas a la naturaleza de tales relaciones, que se convierten “ipso facto” en deberes y obligan como tales a todos los miembros del cuerpo social. La base de las relaciones sociales es la promoción de la mayor felicidad de todos y cada uno de los individuos.[231]

Cuando se plantea el problema, tan intensa y apasionadamente debatido hoy como en la época de Godwin, de los derechos humanos, es preciso tener muy en cuenta todo esto, pero hay que recordar también que los derechos no pueden oponerse entre sí, ni ser contrarios a los deberes; y que los derechos de un individuo no pueden colidir con los de otros.

Ahora bien, si por “derecho” se entiende una facultad absoluta, la plena e irrestricta capacidad para hacer o dejar de hacer algo sin incurrir en culpa ni merecer censura, debe sostenerse, según Godwin, que el hombre no tiene derechos. Se suele decir —ejemplifica— que un hombre tiene derecho a disponer de su tiempo o de su dinero, a escoger una profesión, etc. Pero esto resulta inadmisible mientras no se demuestre que no tiene también deberes que limitan y condicionan cada una de esas acciones.[232]

Esta conclusión debe aplicarse sobre todo, como es natural, a aquellos que tienen o reivindican para sí los más amplios y absolutos derechos, es decir, a los gobernantes, ya que cualquier situación de la vida pública comporta para ellos determinados deberes.

Pero constituiría una falacia el no querer extender tal afirmación a todos los hombres en general. Al empleo injusto e inadecuado de la palabra “derecho” se debe el hecho de que el avaro pueda acumular de un modo estéril bienes cuya circulación sería necesaria para la sociedad, el hecho de que el lujurioso viva en la licencia y el despilfarro mientras muchas familias están condenadas a la mendicidad, el hecho de que tales individuos invoquen sus “derechos” ante la justa censura de sus semejantes y de su propia conciencia, recordando que ellos consiguieron lo que tienen de un modo lícito y legal, que no deben nada a nadie y que, por tanto, nadie tiene derecho a escudriñar el uso que hacen de sus riquezas.[233]

Casi resulta superfluo añadir, sin embargo, que los derechos negados a los individuos tampoco los atribuye Godwin a la sociedad. Esta, según él, no tiene sino lo que aquellos en conjunto le han aportado. Y sólo por un equívoco del lenguaje corriente se puede decir, como suele hacerse, que cada nación tiene “derecho” a elegir su forma de gobierno.[234] Tanto valdría decir que cada individuo tiene el derecho a ser libre o esclavo, a vivir una vida digna y moral o sumergirse en la degradación y en el crimen.

Puede objetarse, sin duda, que, según esto, no podría defenderse la libertad de prensa y de conciencia. Pero, para Godwin, todo obstáculo a dicha libertad debe suprimirse no porque los individuos tengan “derecho” a pasar por alto sus deberes sino porque la sociedad no tiene, a su vez, el “derecho” a considerarse juez infalible, fijando autoritariamente normas al pensamiento. Y la razón de ello es que resulta imposible uniformar por la fuerza las opiniones y creencias de los individuos: la violencia someterá nuestra voluntad, pero no nuestra inteligencia. Además el hombre es un ser perfectible, y como ningún gobierno puede considerarse infalible, ninguno podría oponerse al cambio de las instituciones y, menos todavía, establecer un patrón rígido para las diferentes manifestaciones del espíritu. La ciencia y la filosofía sólo progresan gracias a la libertad. Nada contribuye más al desarrollo intelectual que la costumbre de seguir el curso de las propias ideas sin temor alguno y de expresar sin restricción las conclusiones a las que ellas nos conducen. Pero esto no quiere decir que los hombres tengan “derecho” a obrar contra la virtud o a hablar contra la verdad. Quiere decir sólo que hay ciertas actividades en las cuales la sociedad no tiene “derecho” a intervenir.[235]

Para un ser racional la única regla de conducta es la justicia, y el único modo de practicar dicha regla es el juicio personal.[236] Pero, ¿en qué consiste la justicia? El término “justicia” equivale, para Godwin, a una denominación general de todo deber moral, como la sociedad es un agregado de individuos (nótese la concepción atomista de la sociedad, que puede remontarse a los sofistas), sus deberes y derechos son agregados de los deberes y derechos de todos los individuos, por lo cual lo justo es que ella haga por éstos todo lo que pueda contribuir al bienestar de los mismos y exija de cada uno de éstos todo lo que cada uno es capaz de hacer por el bienestar de todos. Por bienestar, a su vez, entiende Godwin, sobre todo, el bienestar del espíritu: “lo que ensancha la comprensión, proporciona estímulos a la virtud, nos llena de una generosa conciencia de nuestra independencia”.[237]

En otras palabras, la justicia coincide con la utilidad, aunque tomada en su sentido más amplio y elevado.

Yo formo parte de la sociedad y mi felicidad se integra dentro del complejo de conceptos que regulan la justicia. En toda acción humana intervienen dos factores: las leyes universales y la supervisión de una conciencia racional. Todo cuanto tiende a favorecer la felicidad es deseable; todo cuanto tiende a provocar el dolor debe rechazarse. No hay, por eso, probablemente, acción humana alguna que no afecte dichos valores y que no tenga un carácter moral.

Las instituciones positivas o políticas no pueden hacer más que ofrecer estímulos adicionales a la práctica de la justicia y, en todo caso, ilustrarnos acerca de qué actos son justos o injustos. En cuanto van más allá y no se contentan con recomendar o aconsejar sino que imponen además implícitamente una sanción, traspasan los límites de sus funciones y cometidos. No se puede admitir, sin duda, la distinción que generalmente se hace al decir que las instituciones positivas deben dejarnos libertad en materia de conciencia, pero que pueden intervenir en el campo de nuestra conducta civil. En realidad, mucho más importante para la conciencia moral es el decidir por sí misma si uno ha de ser libre, esclavo o tirano que el elegir entre Jehovah y Allah o entre un sacerdote con sobrepelliz o con levita.[238] Todo acto de un ser racional cae dentro de la órbita de la moral y por él debe éste responder ante la propia conciencia; cualquier interferencia del Estado resulta en este plano no sólo contraria a la moral sino también a la lógica.

La ley positiva ha reducido a los hombres tan perfectamente a un modelo uniforme, que en muchos casos sólo pueden repetir como loros lo que otros han dicho. Pero, en realidad, si hay una verdad incuestionable, es que ellos dependen sólo de sus facultades en la determinación de lo justo y que se encuentran obligados a tener en cuenta sólo su propio juicio antes de actuar. Así, nadie está obligado a aceptar una norma de conducta sino en cuanto ella concuerda con los principios de justicia. Los fundamentos auténticos de la sociedad humana se hallan, en efecto, sólo en los dictados de la razón, y la armonía más inalterable ha de reinar entre los miembros de dicha sociedad, cuando cada uno de ellos escuche serenamente tales dictados.[239]

Para explicar el origen de los sistemas políticos se han presentado tres hipótesis: 1) Ya que es necesario que la mayoría de los hombres esté sujeta a un poder coercitivo, es lógico que dicho poder se encuentre en manos de los más fuertes y audaces. Este puede llamarse el sistema de la fuerza. Su fundamentación supone la desigualdad física y mental de los individuos. 2) Ya que los hombres deben su existencia y todos sus bienes a Dios y ya que el poder político es un bien, debemos pensar que el poder y la autoridad legítimos provienen de Dios. Este es el sistema del derecho divino. Se basa en la idea de la providencia como guía y tu tora de la humanidad. 3) Puesto que todos los hombres nacen libre e iguales en derechos, el poder político y el gobierno sólo puede nacer de un acuerdo entre ellos, por el cual ceden una parte de su libertad y sus derechos, para obtener otros bienes derivados de la sociabilidad. Este es el sistema del contrato social. Se funda en el supuesto de una originaria igualdad y de un estado primitivo a-social, que luego es sustituido por el estado social.

Ahora bien, los dos primeros sistemas son fácilmente desechabas para Godwin. El sistema de la fuerza “constituye de por sí una completa negación de la justicia abstracta e inmutable, al sostener que cualquier gobierno tiene razón, puesto que dispone de las fuerzas necesarias para imponer sus decisiones”.[240] Elimina de hecho todo pensamiento político e inculca en el pueblo una resignación pasiva ante todos los males e injusticias que soporta. El sistema de derecho divino, según Godwin, es equívoco, porque o significa que todo el que de hecho detenta el poder lo ha recibido de Dios (y entonces coincide con el primer sistema de la fuerza) o quiere decir que no se puede saber si un gobierno es legítimo hasta que demuestre que su poder proviene de Dios. Si se admite que la justicia y la utilidad constituyen tal demostración, no habrá mucho que objetar, pero entonces la hipótesis resultaría inútil, porque también quienes no aceptan el derecho divino están de acuerdo en que un gobierno que actúa con justicia y para la común utilidad es un gobierno legítimo.[241]

El sistema del contrato social le merece a Godwin una mayor atención. Su enunciado suscita una serie de difíciles problemas. En dicho contrato, ¿cuáles son las partes contratantes? ¿Cuándo esas partes contratan, lo hacen en nombre de ellas mismas o representan a terceros? ¿Qué duración se asigna al contrato? Supuesto que el mismo requiera el consentimiento de cada individuo, ¿se otorgará a aquél tácita o explícitamente?

Es claro, para Godwin, que un contrato definitivo y perpetuo resulta inadmisible desde el punto de vista de la libertad y de la justicia. Pero, si el contrato ha de renovarse ¿cada cuanto tiempo tendrá lugar tal renovación? Si cada individuo está obligado a someterse al régimen establecido hasta que le llegue el tumo de intervenir en la instauración de otro, ¿sobre qué se basa su consentimiento? ¿Acaso en el consentimiento de sus antepasados, antes de que él hubiera nacido?

Además ¿en qué consiste el consentimiento que obliga a alguien a considerarse súbdito de determinado gobierno? Suele decirse que basta el consentimiento tácito, que deriva del vivir en paz, con la protección de las leyes. Pero, si esto fuera así, no tendría sentido alguno distinguir entre un gobierno bueno y uno malo, ya que cualquiera, aún el de los peores tiranos, serla legítimo, con tal de que fuera pasivamente soportado por los súbditos. Por lo general, la aquiescencia (el famoso “consenso” de que tanto suelen hablar las dictaduras) es la elección que el individuo hace de lo que considera el mal menor; pero muchas veces ni siquiera llega a ser esto, porque campesinos y artesanos, esto es, el grueso de la población, no tienen ocasión siquiera, de intercambiar sus opiniones. Además esta teoría del consenso tácito tiene poco que ver con las opiniones y prácticas políticas reales, porque tal consenso no puede hacerse expreso hasta que los súbditos no tengan conocimiento determinado de las autoridades a quienes deben lealtad, cosa que con frecuencia no sucede.[242]

Inclusive Locke que, según dice Godwin, ha sido el “gran campeón del contrato social”, llegó a advertir esta dificultad, cuando escribió que “un consentimiento tácito obliga ciertamente a todo individuo a obedecer las leyes de todo gobierno, en tanto disfrute de algún bien o de alguna ventaja bajo la jurisdicción de dicho gobierno; pero nada puede convertir al individuo en miembro activo de una comunidad, salvo su compromiso personal, resultante de un convenio expresamente celebrado” (Tratado del gobierno civil II 8). Esta es una singular distinción —dice Godwin— porque supone que basta un consentimiento tácito como el indicado para someter al individuo a las leyes penales de una sociedad, mientras que para gozar de sus ventajas tiene que presentar un consentimiento explícito y formal.

Otra dificultad contra la teoría del contrato social se origina en la determinación de sus límites. Si alguien, cuando llega, por ejemplo, a su mayoría de edad, es consultado acerca de las leyes y el gobierno instituido y da su consentimiento a las unas y al otro, ¿durante cuánto tiempo se deberá, considerar válido tal consentimiento? ¿Será acaso válido”ad vitam”? Y si no lo es, ¿tendrá vigencia por un año, por un mes o sólo por una hora?[243] Por otra parte, si resulta muy difícil lograr que dos individuos se pongan de acuerdo acerca de diez enunciados cualesquiera, ¿cómo se puede esperar que concuerden acerca de cincuenta tomos en que se recopilan las leyes inglesas?

Por otra parte, estas dificultades, con ser tan graves y evidentes, no son las únicas, porque, según Godwin, “el contrato social, considerado como fundamento de la sociedad civil, requiere de mí algo más”. El contratante, en efecto, no sólo está obligado a pronunciarse sobre las leyes actuales sino también sobre las futuras. He aquí por qué dice Rousseau que la soberanía popular no puede ser delegada, ya que su esencia es la voluntad general y ésta no puede representarse; por lo cual los diputados no son representantes del pueblo sino sus comisionados o emisarios y las leyes que el pueblo no ratifica carecen de valor (Du Contrat Social lib. III cap. XV).

Algunos teóricos partidarios del contrato social han recurrido, para solucionar estas dificultades, al plebiscito, como condición indispensable en la aprobación de las leyes importantes de alcance constitucional. Según Godwin, éste es un recurso fútil, ya que el plebiscito necesariamente se circunscribe a la aceptación o al rechazo de la ley. Hay una diferencia muy grande —dice— entre la deliberación inicial y el simple ejercicio formal del veto, ya que la una supone un poder real mientras que el segundo sólo implica una sombra de poder. Además el plebiscito tiene siempre un carácter equívoco y es difícil llegar a averiguar por medio de él lo que un pueblo opina; se realiza de manera tumultuosa y apresurada, y las firmas se consiguen muchas veces por medios accidentales, de modo que la mayoría de los votantes ni siquiera sabe cual es la cuestión que se discute, o si lo sabe, no siente por ella el menor interés.[244] La experiencia contemporánea nos muestra hoy que el plebiscito es recurso favorito de los dictadores y constituye con frecuencia un intento de legitimar regímenes “de facto” y gobiernos de tipo fascista. Por último, si el gobierno se basa en el consentimiento —arguye Godwin— una persona que niega tal consentimiento no estará sometida a ninguna autoridad: “Si la aceptación tácita es insuficiente, menos aún debo considerarme obligado por una medida contra la cual he manifestado mi expresa oposición”. Esto se infiere, según Godwin, de las mismas ideas de Rousseau.

La conclusión nos lleva a afirmar el inalienable derecho de cumplir nuestros deberes, tal como la propia conciencia nos los indica. Ningún contrato puede eximir a un hombre de su responsabilidad moral. Ningún contrato puede eximir a un hombre de su responsabilidad moral. Por tanto, ningún gobierno puede fundar su poder en un contrato.[245]

El rechazo de todo contractualismo será una constante en el pensamiento anarquista. Bakunin y, sobre todo, Kropotkin se opondrán vivamente a la idea del pacto como fundamento de la sociedad y del Estado.

En el caso de Godwin la afirmación de los deberes como derechos en el individuo se funda en el supuesto de la objetividad y universalidad de la razón.

El pacto o contrato se basa en una promesa y se reduce a ella. Ahora bien, lo que se promete puede ser justo o injusto. En el primer caso estoy obligando a cumplir lo que he prometido, no porque lo haya prometido, sino porque es algo justo; en el segundo no debo cumplirlo por ser algo injusto, por más que lo haya prometido.[246] Dice Brailsford: “En unas cuantas páginas despreciativas, Godwin entierra el contrato social. Cuando los hombres codifican los artículos de un convenio no están facultados para crear derechos sino solamente para reafirmar los anteriormente establecidos. Pero la doctrina de los derechos naturales del hombre no sale mejor librada. No hay cosa semejante a un derecho positivo a hacer lo que queremos. En cada situación hay un modo razonable de obrar y otro que no lo es. Uno de los modos beneficiará a la humanidad; el otro no. Decir que tenemos derecho a hacer de nosotros mismos lo que se nos antoje, es una doctrina pestilente y la negación de toda virtud. Cuanto poseemos tiene un destino preceptuado por la voz inmutable de la razón y de la justicia”.[247]

Godwin, que se encuentra en las puertas del anarquismo moderno, está al mismo tiempo enfrentado a Stirner, a quien también debemos de considerar un próximo precursor del anarquismo. Nada, en efecto, más distante del solipsismo moral del filósofo alemán que la exigencia de un universal acatamiento a la razón y a la justicia que encontramos en el filósofo inglés. Pero nada más distante tampoco del populismo y la demagogia jacobina.

Brailsford resume y comenta así las concepciones centrales de Godwin al respecto: “Deberes y derechos son correlativos. Así como es indudable que no puede ser deber de los hombres y las sociedades hacer nada en detrimento de la felicidad humana, es igualmente evidente que no pueden tener derecho a hacerlo. Afirmar el derecho de hacer daño es la más absurda de las proposiciones. La voz del pueblo no es la voz de Dios, ni el consentimiento universal o el voto de la mayoría puede convertir la injusticia en justicia. Decir que un grupo cualquiera de gentes tiene el derecho de establecer cualquier forma de gobierno que le plazca o una secta cualquiera el de instituir cualquier superstición por detestable que sea es un absurdo. Todas estas teorías hubieran encantado a Burke, pero Godwin se mantiene firme en su línea de conducta, sosteniendo lo que llama el único derecho —negativo— del hombre. Consiste, en una palabra, en el derecho a ejercer la virtud, el derecho a una esfera de albedrío que sus vecinos no deben violar, salvo para censurar y reconvenir. Cuando se me obliga por la fuerza, dejo de ser una persona y me convierto en una cosa”.[248]

Godwin no reconoce derecho alguno al Estado, a la Iglesia, a la tradición, para intervenir en la vida del hombre y de los pueblos. En este sentido pone un abismo entre él y los pensadores católicos, anglicanos, conservadores de su tiempo. Tampoco reconoce competencia alguna a la mayoría para determinar la verdad de un juicio o la justicia de una acción. Y se separa así de los “demócratas” y los “amigos del pueblo”. Pero menos todavía puede consentir la negación de principios universales y reducir al yo individual la fuente de todo valor, de toda justicia, de toda verdad, como hará pocos años más tarde Stirner.[249]

En realidad, el anarquismo de Godwin (a pesar del empirismo y el anti-innatismo) parece fundarse, íntegramente, en la firme creencia y en un orden objetivo universal que determina el valor y la verdad y que puede ser conocido y llevado a la práctica por los individuos.

El Estado y el gobierno constituyen un mal en sí mismos y un obstáculo al avance moral de la humanidad. Godwin desarrolla brillantes y ácidos análisis de todas las formas de gobierno de su tiempo y lleva a cabo una crítica demoledora de todas ellas, inclusive de la república presidencialista y cuasi-monárquica de los EE.UU. de América (copiada luego por la mayoría de las repúblicas latinoamericanas). Lo importante es, para él, llegar a una sociedad sin gobierno, aunque no se detenga en discutir los medios para lograrlo.

El antes citado Brailsford dice el respecto: “El gobierno es un mal, y el progreso humano tiene que prescindir de él tan rápidamente como sea posible. El período de transición no inspira a Godwin más que un interés secundario, y el bosquejo que hace de él es un tanto superficial. Uno por uno va descartando el despotismo, la aristocracia, la “monarquía mixta” de los whigs, y el presidente con poderes regios, creación de algunos pensadores americanos. Las páginas en que se ocupa de estos temas son enérgicas, bien razonadas y punzantes en su sátira. Hizo falta mucho valor para escribirlas; pero en realidad es en ellas donde se encuentra su contribución original a la teoría política. Lo más característico en la sucesión de sus argumentos es la insistencia en la corrupción moral que atribuye a la monarquía y a la aristocracia. Todo el sistema de valores morales está subvertido. La ostentación se convierte en el más vehemente de los deseos. La virtud desinteresada despierta primero la sospecha y después se considera con incredulidad. Mientras tanto, el afán de lujo pervierte nuestra actitud respecto a nuestros semejantes, y en cada uno de los esfuerzos que hacemos por brillar y destacarnos, perjudicamos a los millones de gentes que trabajan. La aristocracia implica una degradación general y no puede sobrevivir sino en medio de la ignorancia general”.[250]

Al atacar, sobre todo, el Estado nacional centralizado, tal como había venido desarrollándose en Europa desde fines de la Edad Media, tal como los propios jacobinos lo afirmaban en aquel momento, Godwin, siguiendo los pasos de Helvecio o de Rousseau, pero teniendo ante sus ojos el arquetipo de la antigua república griega, encuentra que la verdadera célula, el único auténtico organismo social es la comuna o municipio autónomo. De este modo empalma ya su pensamiento con el federalismo de Proudhon.[251]

6. Max Stirner

Desde una tradición filosófica muy diferente a la de Godwin viene el pensamiento de Stirner. Mientras en aquél el punto de partida era la disidencia calvinista y el no conformismo radical, mediado por el iluminismo inglés y francés, en éste se halla en la filosofía hegeliana, de alguna manera llevada a la izquierda por la “Aufklärung” germánica y por el socialismo utópico (Saint-Simon, Owen, Fourier).

Por otra pane, el contraste es tan grande como cabe en dos pensadores igualmente empeñados en salvar los valores de la individualidad humana: mientras para el inglés ello puede realizarse a través de la conciencia moral y por el libre acatamiento de una ley universal e inmanente, para el alemán el “Yo” se constituye en un absoluto que repele toda moralidad y rechaza tanto la interna ley de la conciencia como la ley civil y política.

El contraste es tan profundo como para plantearnos desde el comienzo la legitimidad de la denominación “anarquista” aplicada a Stirner. En efecto, si el anarquismo no puede identificarse con el mero individualismo; si en él la afirmación del valor último del individuo (o de la persona) supone siempre la idea previa (expresa o tácita) de que el individuo, como realidad y como ideal, no se da jamás sino en la relación con otros individuos (presentes, pasados y futuros); si en él lo más característico es precisamente la identificación de igualdad y libertad, parecería que Stirner se encuentra más bien en el terreno de enfrente. Detrás de Godwin se sitúan, en lo esencial, Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Malatesta, etc. Detrás de Stirner estarían más bien ciertos existencialistas y Nietzsche, aunque, como veremos, el Único stirneriano se contrapone también al superhombre nietzscheano. ¿No habría que pensar, pues, que esto del “anarquismo” de Stirner es sólo un estereotipo, una de esas etiquetas cómodas pero fundamentalmente equívocas y con frecuencia un poco ridículas, tan usuales en los manuales de historia de la filosofía? No se trata, por ahora, de formular juicios de valor sino sólo de deslindar significados y conceptos.

La obra y la personalidad de Stirner, después de un brevísimo momento de gloria, estaban casi totalmente olvidadas en el mundo intelectual europeo cuando John Henry Mackay las resucitó en un gesto de apasionada identificación.

Hijo de padre escocés y de madre alemana, pero de educación enteramente germánica, llegó a ser bastante conocido en los medios literarios del “fin de siécle” por sus poemas y novelas (Die Anarchisten, Der Freiheitssucher, etc.), algunas de las cuales describen tipos y ambientes semejantes a los de The Bombde Frank Harris (Londres-1908). Y, como dice E. Armand, “mientras se encontraba en Londres durante el verano de 1887, estudiando en el British Museum, se vio llevado en su atención al libro de Lange titulado Historia del materialismo, que contenía algunas líneas consagradas a Stirner y a su obra”. Consiguió un ejemplar de Der Einzige. “Su contenido le afectó hasta tal punto, que se preguntó quién era el hombre que lo había escrito, de dónde venía, cuál había sido su vida, cuáles habían sido las condiciones de su existencia, cómo había muerto. No ahorró ningún esfuerzo para documentarse, revisó las bibliotecas públicas para recoger todas las informaciones posibles del hombre por el que se interesaba, se encontró con los hijos de aquellos que habían frecuentado a Stirner medio siglo o cuarenta años antes, les hizo hablar, coleccionar sus recuerdos, entró incluso en relación con la segunda mujer de Stirner, María Dähnhardt. Fue una obra de romano, puede creerse. De estas investigaciones resultó una copiosa biografía: Max Stirner, scin Leben und sein Werk (Max Stirner, su vida y su obra), cuya primera edición data de 1897”.[252]

Max Stirner es el seudónimo de Johann Kaspar Schmidt, quién nace en la ciudad de Bayreuth (antes de que Wagner, por cierto, la hiciera celebre entre los melómanos del mundo), el 26 de octubre en 1806. Hijo de un fabricante de flautas, queda huérfano a los pocos meses de vida. En 1826 ingresa a la universidad de Berlín, donde sigue los cursos de Hegel y de Schleiermacher. Contra ambos, aunque también en cierto sentido siguiendo los pasos de ambos, desarrollará su filosofía. Después de haberse matriculado sin mayor fruto en las universidades de Erlangen y Koenigsberg, retorna a la de Berlín desde 1832 a 1834. En 1837 se casa con la sobrina de la dueña de la casa donde se hospeda, pero la joven esposa muere pocos meses después. Más tarde, en 1843, contrae segundas nupcias con María Dähnhardt, muchacha emancipada, que se había vinculado al grupo de los “Freien”. Ella lo abandona luego y se marcha a Inglaterra primero, donde entra en contacto con Herzen y Freiligrath, y a Australia después, de donde retornará muchos años más tarde, rica, gorda y católica.

Después de haber fracasado en su intento de conseguir una cátedra en un establecimiento estatal, acepta el cargo de profesor en una academia privada para señoritas, que dirige la Sra. Gropius. Durante cinco años enseña allí, se vincula al grupo de los “Freien” (libres), jóvenes hegelianos radicales, que se reúnen en la taberna de Hippel en la Friedrichstrasse, bajo la égida de Bruno Bauer. Este grupo del que formaban parte E. Meyer, J. Faucher y H. Buhl se agrupó a comienzos de los años 50 en torno al periódico Abend-Post (Correo de la tarde). Según el marxista M. Rossi, eran características de sus ideas socio-políticas el desprecio por el sufragio universal y por la democracia representativa, el individualismo y una cierta tendencia a la anarquía como expresión auténtica de la “libre asociación humana”.[253]

Engels que algunas veces concurría a aquellas reuniones, y a cuyo lápiz debemos también un retrato de Stirner, dice en su poema Der triumph des Glaubens (El triunfo de la Fe):

Aquí Stirner, prudente iconoclasta,
cerveza sólo por el momento bebe;
pronto beberá sangre como agua.
Exclaman los demás: “¡Mueran los reyes!”
Stirner grita: “¡Mueran también las leyes!”.[254]

Después de estos pocos días de relativa paz, la vida de Stirner constituye una continuada serie de fracasos. Publica en 1844 la que puede considerarse su única obra, Der Einzige und sein Eigentum (El único y su propiedad). Además de este libro, dejó algunos otros trabajos, como una monografía publicada por la Rheinische Zeitung sobre “El falso principio de nuestra educación”; algunas traducciones, pane lucrando, de los economistas J. B. Say y Adam Smith; y una Historia de la reacción, “cuya pedestre estupidez lleva la marca de Johann Kaspar Schmidt y no la de Max Stirner”, según dice Woodcock.[255]

Después de haber intentado en vano vivir de su pluma, establece Stirner una lechería, donde fracasa malbaratando la dote de su mujer. En 1853 y 1854 se le encarcela por deudas y pasa los últimos años en la indigencia, constantemente asediado por sus acreedores. Cuando aún no ha cumplido los cincuenta, en 1856, muere, envenenado, según parece, por la picadura de un insecto. De sus antiguos camaradas del grupo de los “Libres” sólo asisten a sus funerales Bruno Bauer y Luis Buhl, los mismos que fueron testigos de su boda con la Dähnhardt.

“Dios y la Humanidad no han basado su causa en Nada, en nada que no sea ellos mismos. Yo basaré, pues, mi causa en Mí; soy como Dios, la negación de todo lo demás, soy para mí Todo, soy el Único”.[256]

No se trata para Stirner de un simple rechazo de la tradición y de la institución, de los reyes y de las leyes, como decía el poema de Engels. No le basta con negar a Dios y la religión, al gobierno y el Estado, a la familia y la sociedad jerárquica.

Considera necesario ir más allá y arremete también contra todo lo que el pensamiento liberal o socialista de su época consideraba como valores a proclamar, como nuevas realidades sociales y morales, políticas y económicas que debían sustituir las viejas estructuras.

Stirner ve toda sustitución como una prostitución. Traidor es para él cualquiera que proclame nuevos ideales en lugar de los antiguos, nuevos modos de vida en lugar de los ya caducos, nuevas formas de convivencia humana en vea de las que están por perecer.

Desde el punto de vista de una historia de las ideas anarquistas interesa particularmente su actitud frente al Estado.

Muy pocos pensadores antes que él y aún después de él han llevado más a fondo la crítica del mismo. Difícil será hallar palabras más contundentes y frases más demoledoras para referirse a la sociedad jerárquica y coactivamente organizada, al gobierno, a la ley y al derecho que son sus instrumentos. Y no se trata de una determinada clase de Estado, del Estado absolutista y monárquico o del teocrático, por ejemplo, sino de todo Estado, aunque muy particularmente del Estado “humano” que los liberales intentan instaurar. Hasta aquí su crítica coincidiría con la de Proudhon o Bakunin. Si hasta aquí llegara, no podríamos dudar en incluirlo en las filas del anarquismo histórico. Pero ningún anarquista verdaderamente tal se contenta con la demolición teórica y práctica del Estado. Inclusive para los más proclives a la violencia revolucionaria vale la consigna: Destruam ut aedificabo. Todos ellos piensan o al menos imaginan, realizan o al menos intentan realizar, una nueva forma de convivencia humana, no basada en la autoridad sino en la solidaridad y en el consenso; no estructurada vertical sino horizontalmente; no cohesionada por la coacción sino por la afinidad y la simpatía. Stirner, por el contrario, no sólo niega el Estado sino también toda forma de sociedad, inclusive esta sociedad sin gobierno y sin coacción, porque para él la mera convivencia permanente regida por principios surgidos de la voluntad de todos y del consentimiento de cada uno constituye una negación de la única realidad metafísica y axiológica que reconoce, del Yo.

Este Yo no es, por cierto, el Yo absoluto de Ficbte sino el Yo individual, irrepetible, único, de cada uno: mi yo.

Todo lo que atente contra mi yo no sólo debe rechazarse como perjudicial e injusto sino también como falso y mentiroso.

No sólo la Iglesia y el Estado sino también la mera sociedad sin Iglesia y sin Estado, no sólo el gobierno y la ley sino también la libertad y la justicia en cuyo nombre el gobierno y la ley son negados, no sólo Dios sino también el Hombre constituyen para Stirner abstracciones o ficciones peligrosas y repudiables, en cuanto por el mero hecho de afirmarse niegan la realidad del Único verdadero ser existente, esto es, de mi Yo.

Todo lo universal y todo lo común debe sacrificarse, según él, en aras de la única realidad absoluta, que es mi yo. Si Bruno Bauer y Feuerbach han acabado con Dios, Stirner acaba ahora con el Hombre. Lo único que para él subsiste es “este hombre” singular, irrepetible y, en el fondo, incomunicable.

El nominalismo toca en Stirner las puertas del irracionalismo. Y el Yo de Fichte, absoluto porque universal y racional, se transforma con Stirner en yo absoluto porque individual e irracional, esto es, incomprensible, inexpresable. Nada menos real, para él, nada más abstracto y vado que ese Espíritu Absoluto, que esa Idea que Hegel considera realidad incondicionada y eterna.

De hecho, el pensamiento de Stirner se constituye en la antítesis del idealismo absoluto de Hegel, que es la máxima exaltación de la universalidad, lo cual no impide, por cierto, que Stirner haya tomado de Hegel (muchas veces sin citarlo) numerosas ideas e interpretaciones históricas y filosóficas, en lo que Carlos Díaz considera una historia de plagios.[257] David McLellan ve a Stirner “como el último de los hegelianos, el último quizá porque fue el más lógico, al no intentar sustituir el “concreto universal” de Hegel por ninguna “humanidad” o sociedad “sin clases”, toda vez que él no tenía ningún universal sino solamente el ego individual y todopoderoso”.[258]

Para Stirner la realidad es el Único, esto es, el individuo, y todos los valores que se fundan en lo universal y se conectan con el común (libertad, justicia, verdad, etc.) deben ser sustituidos por el único valor que expresa la unicidad, esto es, por la propiedad, por el atributo y el valor del absoluto individuo: el Único y su propiedad.

El grande y fatal error de nuestra sociedad y de nuestra cultura, de lo que llama el Cristianismo es, según Stirner, el haber hecho del individuo un instrumento del Estado, de la Historia, de la idea o aún de la Humanidad. El Único no es instrumento sino fin, él construye su historia, para él existen las ideas y no él para ellas. Ningún valor los subordina, ningún concepto lo expresa; él es fuente de todos los valores y de todos los conceptos. Citemos textualmente los últimos párrafos de El Único y su propiedad: “El individuo sólo puede tomar parte en la edificación del reino de Dios, o bien, en su forma moderna, en el desarrollo de la historia y de la humanidad, y esta participación es la que da un valor cristiano, o, en forma moderna, humano; para lo demás no es más que un puñado de ceniza y el pasto de los gusanos. Que el individuo es para mí una historia universal, y que el resto de la historia no es más que su propiedad, eso va más allá del Cristianismo. Para éste, la historia es superior, porque es la historia del Cristo o del “Hombre”; para el egoísta, sólo su historia tiene un valor, porque no quiere desarrollar más que a sí mismo y no el plan de Dios, los designios de la Providencia, la libertad, etc. El no se considera un instrumento de la idea o un recipiente de Dios, no reconoce ninguna vocación, no se imagina destinado a contribuir al desarrollo de la humanidad, y no cree en el deber de aportar a él su óbolo; vive su vida sin cuidarse de que la humanidad obtenga de ella pérdida o provecho. ¡Y qué! ¿Estoy yo en el mundo para realizar ideas, para realizar con mi civismo la Idea del Estado, o para dar por mi matrimonio una existencia como esposo y padre de la Idea de familia? ¿Qué me quiere esa vocación? Yo no vivo para realizar una vocación, al igual que la flor no nace y exhala perfume por deber. El ideal “hombre” está realizado cuando la concepción cristiana se transforma en la siguiente: “Yo, este único, soy el Hombre”. La cuestión: “¿Qué es el hombre?” se ha convertido en la pregunta personal: “¿Quién es el hombre?” “¿Qué es?” desaparece la cuestión, porque la respuesta existe en quien interroga: la pregunta es su propia respuesta. Se dice de Dios: “Los nombres no te nombran”. Eso es igualmente justo para Mí; ningún concepto me expresa, nada de los que se considera como mi esencia me agota, no son más que nombres. Se dice, además, de Dios que es perfecto, y no tiene ninguna vocación, no tiene que tender hacia la perfección. También esto es cierto para Mí. Yo soy el propietario de mi poder, y lo soy cuando me sé Único, el poseedor vuelve a la Nada creadora de que ha salido. Todo ser superior a Mí, sea Dios o sea el Hombre, se debilita ante el sentimiento de mi unicidad, y palidece al sol de esa conciencia. Si yo baso mi causa en Mí, el Único, ella reposa sobre su creador efímero y perecedero que se devora él mismo y Yo puedo decir: Yo he basado mi causa en Nada”.[259]

El yo individual no solamente se independiza de toda estructura artificial y arbitraria sino también de todo cuanto lo sobrepasa, de todo lo supraindividual, de todo lo universal. Pero, como nada se opone tanto a él como el Yo trascendente o Absoluto, ya se lo nombre Dios ya Hombre, él mismo necesariamente se postula como un yo trascendente o Absoluto. Mi yo es el Yo; cada hombre es el Hombre; más aún, es Dios. El lenguaje teológico que es en el hegelianismo de izquierda, más que un subterfugio político-cultural, un reflejo nostálgico de la fe perdida o superada, llega a ser aquí el lenguaje de la mística neoplatónica. Stirner habla del Único casi como Plotino habla del Uno. Se trata, en efecto, de una realidad incondicionada, inefable, a la que no se la puede aprehender con ningún concepto (puesto que trasciende todas las categorías), a la que no se le puede dar ningún nombre. El Ser no está por encima de ella y si de alguna manera puede ser caracterizada es más bien como la Nada, a saber, como la Nada creadora de los neoplatónicos. De ahí que el libro concluya con la abrumadora y mística frase: “Ich habe meine Sache auf Nichts gestellt” (He fundado mi causa en Nada).

Fácil será comprender, a partir de esta identificación del yo individual con un Absoluto que trasciende inclusive todos los modos del ser, las afirmaciones stirnerianas de que el individuo es una historia universal, que la historia (ya se entienda como historia de Cristo o del Hombre) no es nunca superior al individuo, que éste ni debe ni quiere colaborar en ningún plan universal y en ningún proyecto de Dios o de la libertad que lo trascienda.

Se entiende también sin dificultad que el Único carezca de vocación. En efecto, vocación supone finalidad y meta, término “ad quem” del movimiento. Pero meta, término y movimiento suponen imperfección. Un ser perfecto como el Único de Stirner es tan inmóvil como el Acto Puro de Aristóteles, como el Uno de Plotino. Puede ser que otros seres se muevan por él o hacia él; El, en todo caso, no se moverá por nada ni hacia nada.

En fin, parece claro lo que quiere decir Stirner cuando pretende sustituir la pregunta “¿Qué es el hombre?” por la otra “¿Quién es el hombre?”. El hombre no es un que, algo objetivo y universal, algo racional y expresable, sino un quien subjetivo y singular, no racional y no comunicable, al cual sólo se lo puede “vivir” o “intuir” y en esto va, sin duda, más allá que Plotino, para quien, al fin y al cabo, la intuición sigue siendo un acto racional, aunque no discursivo.

Esta elevación del yo individual al rango de un Absoluto opone el pensamiento de Stirner al de Nietzsche, con el cual frecuentemente se lo ha vinculado.[260] Para Nietzsche no se trata de afirmar al hombre sino de superarlo. Lejos de hacer del Yo algo supremo e incondicionado, trata de demostrar su falsa unidad, intenta destruirlo, para dejar libres una serie de tendencias y aspiraciones, de apetitos y voluntades, que hasta ahora han sido mutilados en el lecho de Procusto de la razón.

El estructuralismo post-nietzscheano también se presenta como anti-humanismo, pero en un sentido contrario. No pretende ya liberar los elementos del yo, sujetos a un espúreo dominio del intelectualismo, para reconstruir luego un superhombre, como nuevo horizonte de la vida y como mutación radical de la historia, sino simplemente reducirlo a una serie de objetividades estructurales, que convierten toda subjetividad en una ilusión o un sin-sentido.

Pero tampoco el anarquismo histórico, el de Proudhon y Bakunin, el de Kropotkin y Malatesta, tiene nada que ver con esta absolutización del yo individual. Todos los pensadores anarquistas se niegan, por lo general, a reconocer un Absoluto. El humanismo libertario nada tiene que ver con una divinización del hombre, el cual aparece como un mero producto de la naturaleza para la mayor parte de aquellos pensadores; pero mucho menos todavía con una divinización del individuo aislado de la sociedad, opuesto o sobrepuesto a ella como supremo y desdeñoso usufructuario.

El anarquismo como ideología se caracteriza básicamente por su afirmación de que justicia y libertad, en cuanto supremos valores éticos y sociales, no solamente no se excluyen sino que exigen entre sí, de manera que toda libertad sin justicia es una pseudo-libertad y toda justicia sin libertad es una pseudo-justicia. De acuerdo con esto, la ideología anarquista se opondrá tan directa y radicalmente a un liberalismo de “laissez faire” y a una sociedad regida por la competencia y la libre empresa como a un socialismo totalitario, desarrollado bajo la férula de una élite ilustrada, de un partido supuestamente obrero o de un déspota omnipotente.

La clave sociológica de esta inescindible unidad de libertad y justicia es, para los anarquistas, la idea de solidaridad y ayuda mutua. La clave filosófica es la tesis según la cual, la individualidad no es auténticamente tal sino por su apertura al ser de los otros y a la realidad de lo social.

Si se tiene presente esto, podrá apreciarse en seguida hasta que punto Stirner dista del anarquismo histórico, aun cuando ciertos historiadores y, entre ellos, muchos marxistas, en parte por ignorancia, en parte por mala fe y por interesado deseo de presentan al anarquismo como individualismo pequeño burgués, insisten en considerar a aquél como típico ejemplo del pensamiento anarquista.

La izquierda hegeliana por una parte, con su crítica radical de la religión y del Estado absolutista; el socialismo utópico por la otra, con sus demoledores análisis de la economía capitalista y de la sociedad burguesa, preparaban, sin duda, en tiempos de Stirner, la aparición del marxismo y la del anarquismo.

Stirner engloba tanto a los jóvenes hegelianos como a los socialistas de su época en la denominación genérica de “libres” o “liberales”. Para él hay tres ciases o grados de liberalismo: 1. el político, 2. el social, 3. el humanista. Veamos cómo critica a cada uno de ellos y de tal crítica cabrá inferir la que podría haber hecho (y en parte hizo) del anarquismo.

La crítica del liberalismo político naturalmente es la crítica de la burguesía para ocupar el lugar de la dinastía y del trono. “Siendo»hombres«nuestros padres, quisieron ser condenados como hombres. A cualquiera que vea en nosotros otra cosa, lo miramos como extraño a la humanidad, inhumano. Por el contrario. quien reconoce en nosotros hombres y Nos garantiza contra el peligro de ser tratados de otro modo que como hombres, lo honramos como nuestro sostén y Nuestro protector. Unámonos, pues, y sostengámonos mutuamente; Nuestra asociación nos asegura la protección de que tenemos necesidad y Nosotros, los asociados, formaremos una comunidad, cuyos miembros reconocen su calidad de hombres. El producto de nuestra asociación es el Estado; Nosotros, sus miembros, formamos la nación… El verdadero hombre es la nación; el individuo es siempre un egoísta. Despojaos, pues, de esa individualidad que os aísla, de ese individualismo que no respira más que desigualdad egoísta y discorde y consagraos enteramente al verdadero Hombre, a la nación, al Estado. Entonces solamente adquiriréis vuestro pleno valor de hombres y gozaréis de las cualidades propias al hombre. El Estado, que es el verdadero Hombre, os hará sitio en la mesa común y os conferirá los “derechos del Hombre”, los derechos que el Hombre sólo da y que sólo el Hombre recibe. Tal es el principio cívico”.[261]

Stirner ataca en la ideología liberal burguesa el hecho de que sólo se muestra capaz de reivindicar la libertad y la igualdad del hombre a condición de poner entre paréntesis su individualidad. El Estado es el Hombre por excelencia; el único valor del individuo como hombre deriva de su condición de ciudadano, esto es, de miembro del Estado.

“La burguesía se desarrolló en el curso de las luchas contra las castas privilegiadas que la trataban sin consideración como “tercer estado”, y la confundían con la “canalla”. Hasta entonces había prevalecido en el Estado el principio de la “desigualdad de las personas”. El hijo de un noble estaba llamado por derecho a ocupar cargos a los que en vano aspiraban los burgueses más instruidos, etc. El sentimiento de la burguesía se sublevó contra esta situación: ¡basta de prerrogativas personales, basta de privilegios, basta de jerarquía de ciases! ¡Que todos sean iguales! Ningún interés particular puede equipararse alinterés general. El Estado debe ser una reunión de hombres libre e iguales, y cada cual debe consagrarse al “bien público”, solidarizarse con el Estado, hacer del Estado su fin y su ideal”.[262]

La despersonalización del hombre es la condición que la burguesía acepta e impone para lograr su libertad y su igualdad. Para llegar a ser iguales a los aristócratas, los burgueses sacrifican el hombre individual a este Moloch que es el Estado, lo despojan de todo cuanto le es propio e intransferible, esto, es de lo único que tiene una realidad absoluta.

El Estado y, más concretamente, el Estado liberal y burgués, que es el Estado nacional y nacionalista por definición, se torna así objeto de las críticas de Stirner.

Si lo ataca como a un nuevo dios es porque éste desplaza al que él considera como único dios, esto es, al individuo, levantándose sobre los hombres del hombre público y genérico: “El pensamiento del Estado penetró en todos los corazones y excitó en ellos el entusiasmo; servir a ese dios terrenal se convirtió en un culto nuevo. La era propiamente política se abría. Servir al Estado o a la nación fue el ideal supremo; el interés público, el supremo interés, y representar un papel en el Estado (lo que no implicaba en modo alguno ser funcionario) el supremo honor. Con ello, los intereses particulares, personales, se disiparon y su sacrificio en el altar del Estado vino a ser una rutina. Fue preciso remitirse al Estado para todas las cosas y vivir para él; la actividad debe ser “desinteresada”, carecer de otro objetivo que el Estado. El Estado vino a ser así la verdadera persona ante la que desaparece la personalidad del individuo; no soy Yo quien vivo, es él quien vive en Mí. De ahí la necesidad de desterrar el egoísmo de otros tiempos y convertirlo en el desinterés y la impersonalidad mismos. Ante el Estado-Dios desaparecía todo egoísmo y todos eran iguales ante él, todos eran hombres y nada más que hombres, sin que nada permitiese distinguir a los unos de los otros”.[263]

En otras palabras: Si el Estado existe, Yo no existo; si 61 constituye una Persona, yo no soy Persona. El Estado es, por naturaleza, nivelador y despersonalizador. Como por naturaleza tiende a expandirse, absorbiéndolo todo, no puede tolerar ningún egoísmo ni ningún interés privado

Con el nuevo régimen, cada uno de los ciudadanos se convierte aparentemente en propietario, pero en realidad el verdadero dueño de todo es la nación, la cual, a su vez, se identifica con la burguesía. “La burguesía es la heredera de las clases privilegiadas. De hecho, no se hizo más que traspasar a la burguesía los derechos arrebatados a los barones, considerados como derechos usurpados”. La burguesía se llamaba ahora “nación”. Todos los privilegios recayeron “en manos de la nación”, dejaron de ser “privilegios” para convertirse en “derechos”. En adelante es la nación la que percibirá los diezmos y las prestaciones personales, ella es la heredera de los derechos señoriales, el derecho de caza y de los siervos. La noche del 4 de agosto fue la noche en que murieron los privilegios (las ciudades, los municipios, las magistraturas eran privilegiadas, dotadas de privilegios y de derechos señoriales) y a su fin se levantó la aurora del Derecho, de los “Derechos del Estado”, de los “Derechos de la nación”.[264]

A decir verdad, el despotismo de los antiguos soberanos resulta un débil y tolerante gobierno frente al de la Nación soberana, que “se reveló cien veces más severa, más rigurosa y más consecuente que la antigua”.

Haciendo gala de su espíritu paradójico, dice: “¡Cuán templada parece en comparación la “realeza absoluta” del antiguo régimen! La Revolución, en realidad, sustituyó la Monarquía limitada por la Monarquía absoluta”.

De esta manera, la burguesía ha realizado, según Stirner, su sueño secular, encontrando un señor absoluto que impide el surgimiento de todos los otros señores: “Ha creado el único Señor que otorga “títulos legítimos”, sin cuyo consentimiento nada es legítimo”.[265] Este Señor es el Estado.

Frente a él y en él todos gozamos de iguales derechos políticos. Pero —se pregunta Stirner— ¿qué significa esta igualdad? Y responde: “Simplemente que el Estado no tolera ninguna acepción de persona, que yo no soy a sus ojos, como el primer llegado, más que un hombre y no tengo mayor importancia para él”. El Estado iguala al gentilhombre y al burgués, pero a condición de minimizarlos a todos; más aún de anularlos como individuos.

Stirner es uno de los pensadores que mejor y más precozmente ha percibido la vocación totalizadora, al acaparamiento de funciones, la tendencia burocrática del Estado moderno: “Hoy el Estado tiene una multitud de derechos que conferir, como, por ejemplo, el derecho de mandar un batallón, una compañía, el derecho de enseñar en una Universidad; le pertenece disponer de ellos porque son suyos, porque son “derechos del Estado, derechos políticos”.[266]

El igualitarismo que el Estado moderno o liberal instaura deriva de la despersonalización del hombre, convertido en una mera función al servicio del Todo social: “Poco le importa, por otra parte, a quién (tales derechos) le caen en suerte, con tal de que el beneficiado cumpla con los deberes que le impone su función. Somos, bajo este punto de vista, todos iguales ante él y ninguno tiene más o menos derechos que otro (a un puesto vacante). No necesito saber, dice el Estado soberano, quién ejerce el mando del ejército, desde el momento en que aquel a quien invisto con ese mando posee las capacidades necesarias. “Igualdad de los derechos políticos” significa, pues, que cada quien puede adquirir todos los derechos que el Estado tiene para distribuir, si cumple las condiciones requeridas; y esas condiciones dependen de la naturaleza del empleo y no pueden ser dictadas por preferencias personales (persona grata). El derecho de ser oficial, por ejemplo, exige, por su naturaleza, que se posean miembros sanos y ciertos conocimientos especiales, pero no exige como condición ser de origen noble. Si pudiera cerrarse una carrera al ciudadano más apto, ello constituiría la desigualdad y la negación de los derechos políticos. Los estados modernos han implantado, con mayor o menor rigor, este principio de igualdad”.[267]

La burguesía triunfante ha hecho triunfar también su propia idea de la libertad. En el Estado burgués y liberal no es libre el hombre bien nacido (el gentil-hombre o el aristócrata), como en el antiguo régimen, sino “quien lo merece”, o sea, el que sirve bien al pueblo o al Estado “Por los servicios prestados se adquiere la libertad, aunque fuera sirviendo a Mammón”. El hombre ideal no es el innovador, el que inventa o descubre, sino el comerciante, el hombre práctico, que sabe hacer dinero. Pero eso dice Stirner que “la burguesía es la nobleza del beneficio”.[268]

“Si al beneficio se lo considera como el fundamento de la libertad, el siervo es libre. ¡El siervo obediente, he aquí al hombre libre! ¡Y he aquí un absurdo! Sin embargo, tal es el sentido íntimo de la burguesía; su poeta Goethe, como su filósofo Hegel, han celebrado la dependencia del sujeto frente al objeto, la sumisión al mundo objetivo etc. Quién sólo sirve a las cosas y se entrega completamente a ellas, encuentra la verdadera libertad”.[269]

La verdadera libertad de los burgueses es, para Stirner, la “standarización” del hombre según los patrones de la mediocridad impuesta por el Estado. “No hay personas más “razonables” que los siervos leales y, ante todo, los que, siervos del Estado, se llaman buenos ciudadanos y buenos burgueses”.[270] Se comprende, entonces, por qué Stirner ha podido exclamar: Volksfreiheit ist nicht meine Freiheit (La libertad del pueblo no es mi libertad).

El liberalismo quiere instaurar por doquiera “lo razonable”, “lo oportuno”, una “conducta moral” una “libertad moderada”, pero de ningún modo la ausencia de leyes, la anarquía, el individualismo. “Pero si la razón reina, —dice Stirner— la persona sucumbe”.

En el terreno religioso, los liberales llegan a rechazar al hombre religioso. Abominan de la superstición, pero no se atreven a revelarse contra la ley de la razón.

El liberalismo no hace valer el libre desarrollo, ni la persona, ni Yo, sino la razón. Es, en una palabra, la dictadura de la razón. Los liberales son apóstoles, no de la fe en Dios, sino de la razón, su señor. Su racionalismo, no dejando ninguna latitud al capricho, excluyó en consecuencia toda espontaneidad en el desarrollo y la realización del Yo; su tutela por la de los Señores más absolutos”.[271]

Stirner analiza con gran penetración la esencia de la libertad política. Esta no consiste de ninguna manera en la independencia del individuo frente al Estado y sus leyes sino, por el contrario, en la sujeción al uno y a las otras. La libertad se reduce aquí al hecho de que desaparece todo poder personal. Nada se interpone entre el individuo y el Estado. Yo soy ciudadano y no súbdito de nadie.

El liberalismo realiza en política lo que el protestantismo en religión. Y así como éste le asegura al cristianismo una relación inmediata con Dios, sin la mediación del sacerdocio, del papado, de la iglesia, así aquél le asegura al ciudadano una relación directa con el Estado, que no se encama en el Rey ni en la dinastía. “La libertad política, máxima fundamental del liberalismo, —dice Stirner— no es mis que una segunda fase del protestantismo, y la libertad religiosa le sirve exactamente de complemento”. Así como el antiguo régimen correspondía por su consagración del poder absoluto de reyes y papas al catolicismo, el régimen liberal, surgido de la revolución francesa, con su Estado constitucional y regido por leyes impersonales y soberanas, corresponde al protestantismo.[272]

Pero ni catolicismo ni protestantismo significan negación de Dios o libertad de adorarlo o no adorarlo. Del mismo modo, ni el antiguo ni el nuevo régimen comportan verdadera libertad frente al Estado y sus leyes.

“Libertad política supone que el Estado, la polis, es libre, y la libertad religiosa que la religión es libre, lo mismo que libertad de conciencia supone que la conciencia es libre. Ver en ellas mi libertad, mi independencia frente al Estado, la religión, sería un contrasentido absoluto. No se trata aquí de Mi libertad, sino de la libertad de una fuerza que Me gobierna y oprime. Estado, religión o conciencia son mis tiranos, y su libertad engendra mi esclavitud”.[273]

Para el Estado, el fin justifica los medios; “Si el bien del Estado es el fin, el medio de alcanzarlo, la guerra, es un medio santificado; si la justicia es el fin del Estado, el homicidio como medio se convierte en un acto legítimo y lleva el nombre de sagrado, de “ejecución” etc. La santidad del Estado se impregna de todo lo que le es útil”. En otras palabras, el Estado es un ente a-moral, que además pretende presentar como justo, moral y aún como sagrado todo cuanto le conviene. El homicidio, que condena y reprime en su seno, lo practica en gran escala “ad-extra”, contra otros Estados, en la guerra.

Pero la burguesía liberal se contenta con que el opresor no sea una persona; no le importa que el señor impersonal, que es el Estado, sea tanto o más opresivo que cualquier monarca; “No existe, pues, más que un solo Señor: la autoridad del Estado, Nadie es personalmente el Señor de otro. Desde su nacimiento el niño pertenece al Estado; sus padres no son más que los representantes de este último, y es él, por ejemplo, quien no tolera el infanticidio, quien se ocupa de los cuidados del bautismo etc”..[274] El Estado es como un padre que considera iguales (igualdad civil o política) y libres a todos sus hijos. Esta libertad es la de escoger los medios para triunfar sobre los demás.

En efecto, la libre competencia que la burguesía hizo triunfar sobre el feudalismo y el antiguo régimen no es otra cosa más que el derecho de cada uno a luchar contra todos los otros y a imponerse a ellos. La crítica del capitalismo y de la libre empresa aparece así insinuada, aún cuando no propiamente desarrollada, en Stirner.

Su posición frente a la revolución francesa coincide con la de los pensadores anarquistas posteriores en el señalamiento de las intrínsecas limitaciones de la misma, pero no en la propuesta de nuevos rumbos revolucionarios. “La revolución no iba dirigida contra el orden en general, sino contra el orden establecido, contra un estado de cosas determinado. Ella derribó este gobierno, y no el Gobierno; los franceses, al contrario, han sido abrumados posteriormente bajo el más inflexible de los despotismos”.[275] Hasta el presente no ha hecho más que atacar una u otra institución aislada, esto es, reformar. Y, desde luego, toda reforma trae consigo el cuidado por conservar los progresos logrados. En definitiva: “Siembre un nuevo Señor es puesto en lugar del antiguo, no se demuele más que para reconstruir y toda revolución es una restauración”.[276] Los pensadores anarquistas, como Bakunin y Kropotkin, dirán lo mismo, pero refiriéndolo sólo a la revolución del pasado: al mismo tiempo propondrán una nueva sociedad para el futuro. Para ellos, el signo de la auténtica revolución social ha de ser precisamente el hecho de que se pueda reconstruir sin restaurar, quitar todo Señor (personal o impersonal) y sustituirlo por el mutuo acuerdo o la voluntad de todos y de cada uno.

La perspectiva de Stirner es otra: él ataca la revolución burguesa porque es burguesa, pero ante todo, porque es revolución. No le bastaría tampoco una revolución que suprimiera el Estado: quiere un cambio que suprima también la sociedad en general.

Dice, en efecto: “Quién es libre no es el hombre en cuanto a individuo —y sólo él es hombre— sino el burgués, “el ciudadano”, el hombre político que no es un hombre sino un ejemplar de la raza humana, y más especialmente, un ejemplar de la especie burguesa, un ciudadano libre. En la revolución no fue elindividuo quien actuó en la historia mundial sino un pueblo: la nación soberana quiso hacerlo todo. Es una entidad artificial, imaginaria, una idea (la noción no es nada más) la que se revela obrando; los individuos no son más que los instrumentos al servicio de esta idea, y no escapan al papel de “ciudadano”.[277]

En el fondo, la oposición entre Stirner y los pensadores del anarquismo histórico consiste en esto: para el primero, el hombre individual se opone absolutamente al hombre genérico y al hombre social, de tal modo que la afirmación del uno comporta la total negación del otro y viceversa; para los segundos (Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Malatesta, etc.), el hombre individual, que es sin duda el verdadero hombre, sólo puede realizarse como individuo humano en la interacción social, pero de tal manera que su acción junto a los demás individuos

tenga por objeto siempre la afirmación de aquellos valores universales que hacen posible precisamente la afirmación de la individualidad.

Sin embargo, aún en su individualismo anti-social e insolidario, aún en su solipsismo moral. Stirner sabe analizar denunciando como muy pocos en su época la nueva opresión burguesa, que se levanta a espaldas del proletariado y del pauperismo:

“La burguesía se reconoce en su moral, estrechamente ligada a su esencia. Lo que ella exige ante todo, es que se tenga una ocupación seria, una profesión honrosa, una conducta moral. El caballero de industria, la ramera, el ladrón, el bandido y el asesino, el jugador, el bohemio, son individuos inmorales y el burgués experimenta por esas gentes “sin costumbres” la más viva repulsión. Lo que les falta a todos es esa especie de derecho de domicilio en la vida que da un negocio sólido: medios de existencia seguros, rentas estables, etc,; como su vida no reposa sobre una base segura, pertenecen al clan de los individuos peligrosos, al peligroso proletariado: son “particulares” que no ofrecen ninguna “garantía” y no tienen “nada que perder”, ni “nada que arriesgar””.[278]

Y poco más adelante, añade: “¡Cuánto se engañaría el que creyese a la burguesía capaz de desear la desaparición de la miseria (del pauperismo) y de consagrar a ese fin todos sus esfuerzos! Nada, por el contrario, conforta al buen burgués como la convicción, incomparablemente consoladora, de que un sabio decreto de la Providencia ha repartido de una vez y para siempre las riquezas y la dicha”. La miseria, que se amontona en las calles a su alrededor, no turba al verdadero ciudadano hasta el punto de solicitarlo a hacer algo más que congraciarse con ella, echándole una limosna o suministrando el trabajo y la pitanza a algún “buen muchacho laborioso”. Pero siente vivamente la turbación de sus apacibles goces por los murmullos de la miseria descontenta y ávida de cambios, por esos pobres que no sufren ni penan ya en el silencio, sino que comienzan a agitarse y a desatinar. ¡Encerrad al vagabundo! ¡Arrojad al perturbador en los más sombríos calabozos! ¡Quiere atizar los descontentos y derribar el orden establecido! ¡Apedreadlo! ¡Apedreadlo!”.[279]

La penetración psico-social de Stirner lo pone así por encima de todos sus contemporáneos, sin excluir a Proudhon y a Marx; sus presupuestos metafísicos le impiden, sin embargo, llevar tales análisis al terreno de la lucha de clases y vislumbrar el sentido histórico y social de la oposición burguesía-proletariado.

No han faltado, sin duda, entre los críticos anarquistas, algunos que reivindican el carácter “social” de la filosofía de Stirner. Así, por ejemplo, Rudin, escribe: “Apenas Stirner siente terreno firme bajo sus pies, se esfuerza en precisar la posición que ocupa el yo en la sociedad. No habla ya del individuo en general, del mismo modo que no habla ya del egoísmo en general; habla en cambio de los egoísmos, del egoísmo de los que poseen y del suyo. Asimila sus intereses a los de los desheredados. Habla inclusive no en nombre del yo sino en nombre del nosotros, en plural, lo cual es ya un signo característico”. Y añade, poco después: “Atribuye a sus yo las precisas y naturalísimas intenciones de liberarse de la explotación y la opresión. Plantea, pues, el problema con toda la exactitud que requiere: por una parte la clase rica con su egoísmo burgués, por la otra nosotros, la plebe, como con gusto dice, con nuestro egoísmo”.[280]

Pero los mismos presupuestos lógicos (el nominalismo extremo) y metafísicos (el solipsismo) hacen imposible que Stirner hable consecuentemente de “clases”. No se puede negar que en él hay simpatía por los débiles, por los oprimidos y aún por los trabajadores como tales, pero ello se explica como un fenómeno de identificación meramente psicológico. Pobre, fracasado, solitario, era muy natural que viera su propio yo representado por los humildes. Pero una identificación psicológica no es todavía una identificación lógica y ontológica. Mal podría extender su yo realmente, en el pensamiento y en la acción, hasta abarcar toda una clase social quien parte de la afirmación de la unicidad del Único, quien niega toda realidad a lo social, quien no puede ver, lógicamente, en el prójimo sino objetos que han de ser apropiados.

La crítica que Marx hace de El Único y de Stirner, en su obra San Max, peca sin duda de parcialidad y, como casi todas las críticas que contra sus contemporáneos socialistas o liberales realiza, incurre en no pocas deformaciones históricas y muestra una notable incapacidad para simpatizar con el pensamiento ajeno. Sin embargo, no por eso deja de señalar acertadamente algunos de los puntos más débiles e inaceptables del pensamiento stirneriano.

De hecho, con estas críticas coincidirán parcialmente algunos anarquistas posteriores y, en particular, Kropotkin, en su polémica contra los sedicentes “anarquistas” individualistas de su época, los cuales asaltaban bancos y desvalijaban palacios en nombre de Nietzsche y de Stirner.

Este puede reivindicar para sí la inspiración de los nihilistas rusos en “sus formidables campañas de exterminación contra el absolutismo zarista”, de modo que “cuando en San Petersburgo o en Moscú volaba un zar o un gran duque, la explosión era, ni más ni menos, que la voz de Stirner, el hombre de amplia frente y de mirada soñadora”.[281] Pero difícilmente podría ser considerado como inspirador a Europa y América a fines del siglo XIX, de los mártires de Chicago o de la Patagonia, de las luchas de la C.N.T. y de la FORA, de las comunidades agrarias o industriales españolas de 1937. Quizá haya impresionado a Nechaiev; ciertamente no consiguió la adhesión de Kropotkin o de Malatesta; y aunque fue, a su vez, impresionado por Bakunin, no omitió el ataque acerbo contra Proudhon, el padre del anarquismo moderno.

Es preciso reconocer el aporte de Stirner a la formación de la ideología anarquista. Se trata, sin embargo, de un aporte crítico y enteramente negativo o destructivo. En este campo brilla por las intuiciones carteras, por las fórmulas felices, por la contundencia de la expresión.

Pero resulta también absolutamente necesario distinguir sus posiciones de las del anarquismo histórico. Las separa de Proudhon, de Bakunin y de Kropotkin fundamentalmente el hecho de identificar o, por lo menos de no oponer la sociedad y el Estado. Sobre esta distinción y oposición se basa toda posibilidad de estructurar una convivencia humana no fundada en la fuerza sino en la solidaridad, no organizada vertical sino horizontal-mente.

La inescindible unidad de las ideas de igualdad y libertad que es uno de los presupuestos esenciales del pensamiento anarquista no sólo no está presente en Stirner sino que ni siquiera puede plantearse dentro de su concepción del Único.[282]

La misma idea de la indivisibilidad de la libertad humana, defendida ya ardientemente por Bakunin, aparece explícitamente negada en Stirner, y nada digamos del gran principio de la evolución biológica y social que, para Kropotkin, es la ayuda mutua.

Si el anarquismo constituye una determinada concepción de la sociedad, es por demás evidente que quien niega toda sociedad, como Stirner, poco tendrá que decir entre los anarquistas. Si el anarquismo se entiende, sin embargo, como mera conciencia crítica de la realidad social (pasada y presente), resulta asimismo claro que nadie podrá negarle un lugar preeminente entre los anarquistas. Pero lo que parece definitivo es que el anarquismo, según se puede inferir del pensamiento de sus principales representantes y de la secular praxis de sus grupos y organizaciones, no es sólo lo segundo sino también lo primero.

Y así, en definitiva, Stirner, sólo parcialmente, en cuanto contribuyó a desarrollar el aspecto negativo y crítico, puede ser incluido, si no en una historia del anarquismo, sí en el punto final de su prehistoria.

[1] Carlos Díaz, Las teorías anarquistas – Madrid-1977, p. 7.

[2] Bert F. Hoselitiz dice (El sistema del anarquismo – Buenos Aires – 1973 – p. 7) que el anarquismo es tan viejo como la idea de gobierno.

[3] Cfr. Victor García, El protoanarquismo – “Ruta” – Caracas, Noviembre de 1971; G. Woodcock, Albores del anarquismo – México-1961.

[4] Cfr. cap. V y VI.

[5] Sabido es que el primero que usó la palabra “anarquista” en un sentido no peyorativo y precisamente para autocalificarse fue Proudhon, aunque en el curso de su vida política y literaria prefiriera después otras denominaciones para su pensamiento y su doctrina (mutualismo, democracia industrial, etc.).

[6] Sobre la antigua civilización china véase L. Carrington Goodrich, “Historia del pueblo chino” – México – Buenos Aires-1950; M. Garnet, “La pensèe chinoise” – París-1934; O. Kaltenmark, “La literature chinoise” – París-1948.

[7] Sobre Lao-tse, véase nuestro libro Lao-tse y Chuang-tse – Caracas-1975.

[8] Cfr. E. V. ZENKER, “Historia de la philosophie chinoise” – París-1932 – p. 83.

[9] Cfr. TSUI CHI, “Historia de China” – Barcelona – 1962 p. 70-71.

[10] LIN YUTANG intenta caracterizar las ideas políticas confucianas como “anarquismo estricto”, ya que, según él, para los confucianos la cultura ética del pueblo torna inútil el gobierno. Sin embargo, es obvio que tal idea no basta para caracterizar un pensamiento como “anarquista”. De hecho, aunque insisten con frecuencia en las motivaciones intrínsecas de la conducta moral, los autores confucianos nunca desechan la necesidad del gobierno. Más aún, una gran parte de la literatura confuciana versa sobre las normas del buen gobierno y las cualidades del gobernante.

[11] Cfr. FONG YEOU LAN, “Précis d’histoire de la philosophie chinoise” – París-1952 – p. 110-111.

[12] “Tao teh King” 2.

[13] “Tao teh King” 48.

[14] “Tao teh King” 31.

[15] “Tao teh King” 30.

[16] “Tao teh King” 31.

[17] “Tao teh King” 57.

[18] “Tao teh King” 57. Cfr. Alan Watts, “El camino del Tao” – Barcelona-1979 – p. 91-92.

[19] “Tao teh King” 58.

[20] “Tao teh King” 17.

[21] Cfr. WING-TSIT CAN, “Filosofía del Oriente” – México-1954 – p. 78-79.

[22] “Tao teh King” 80.

[23] “Chuang-tse” 17E.

[24] “Chuang-tse” 11A.

[25] Tsui Chi, op. cit. p. 74.

[26] PLATÓN, “Sofista” 231D; “Menón” 91 C – 92 B; “Cratilo” 403 E etc.

[27] ARISTÓTELES, “Refutaciones sofísticas” 165 a etc.

[28] E. JAEGER, PaideiaI“, parte 2, capítulo 3.

[29] W. K. C. GUTHRIE, “A History of Greek Philosophy” – Cambridge-1969-III p. 3.

[30] ARISTÓTELES, “Refutaciones sofísticas” 173 a.

[31] W. K. C. GUTHRIE, op. cit. III p. 56-57.

[32] ARISTÓTELES, “Retórica” 1.406 b.

[33] “Pap. Oxyrh”. XI n. 1.364 ed. Hunt (87 B 44 Diels).

[34] Escolios a la “Retórica” de Aristóteles I 13.

[35] PLATÓN, “Protágoras” 337 C-D; JENOFONTE, “Memorables” IV 4,5.

[36] EURÍPIDES, “Suplicantes” 404.

[37] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 1.

[38] CICERÓN, “Sobre el orador” III 19.

[39] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 2, 20.

[40] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 6, 94, 96.

[41] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 8, 99.

[42] MULLACH, “Fragmenta Philosophorum Graecorum” II p. 423 sgs.

[43] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 9, 102.

[44] SIMPLICIO, “Comentario a las “Categorías” de Aristótelos” 208, 28.

[45] Cfr. PLATÓN, “Sofista” 251 A.

[46] Cfr. ARISTÓTELES, “Metafísica” 1.043 b.

[47] PLATÓN, “Teeteto” 201 C; ARISTÓTELES, “Metafísica” 1.024 b.

[48] Cfr. ESTOBEO, “Eglogas” II 31, 76.

[49] JENOFONTE, “Memorables” I 6, 10 Cfr. DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 105.

[50] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 11.

[51] CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, “Tapices” II 413; DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 1,3; CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, “Tapices II” II 406, etc.

[52] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 9, 104.

[53] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 1, 11.

[54] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 2.

[55] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 70.

[56] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 104; VI 1,2 VI 2, 71.

[57] “Epístolas Pseudo-herclíteas” IV 3.

[58] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 11.

[59] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 63.

[60] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 72.

[61] DION CRISÓSTOMO, “Oraciones” VI 1, 88.

[62] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” V 72.

[63] Véase nuestro ensayo “Sobre el comunismo de Platón y de los cínicos”, en Utopías antiguas y modernas – Puebla-1966.

[64] Véase nuestro ensayo “Familia y esclavitud en Aristóteles”, en Revista Venezolana de Filosofía – N° 7. Caracas, 1977.

[65] ARISTÓTELES, “Política” 1.253 c.

[66] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 103.

[67] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VI 6.

[68] ESTOBEO, “Eglogas” 13, 25.

[69] G. G. CATLIN, “Historia de los filósofos políticos” – Buenos Aires-1969-I p. 187.

[70] R. MONDOLFO, “El pensamiento antiguo” – Buenos Aires-1969-I p. 187.

[71] FILODEMO, “Sobre la piedad” 7 a.

[72] CLEMENTE, “Protréptico” 71.

[73] K. W. GOETTLING, “Diógenes der Kiniker, oder die Philosophie des griechischen Proletariats” – Halle – 1851 – También se han señalado rasgos que anuncian las posiciones básicas del anarquismo en Aristipo y los cirenáicos. jEROFONTE (Memorables II, I 8) atribuye a aquél las siguientes palabras: “De ninguna manera me sitúo entre quienes desean mandar. Me parece que ello es propio de un tonto, cuando resulta ya tan difícil procurarse a sí mismo lo necesario, el no limitarse a ello y consagrarse además a procurar a los ciudadanos lo que ellos necesitan”. Sólo que tales palabras parecen revelar un egoísmo antisocial (estilo Stirner) más que una aproximación al pensamiento de Bakunin o Kropotkin, aún cuando se las vincule a un cierto cosmopolitismo (Jenofonte, Memorables II, I 13) y a un cierto agnosticismo, que en su continuador, Teodoro, se hace franco ateísmo (Cfr. J. Humbert, Les petits socratiques – París-1967 – p. 261 – 262.

[74] Cfr. J. Ferrater Mora, Cínicos y estoicos – “Revue de metaphysique et morale” – Enero-1957.

[75] Cfr. E. E. BEVAN, “Stoics and Sceptics” – Oxford-1913.

[76] Cfr. CICERÓN, “Sobre la naturaleza de los dioses” II 29; EUSEBIO, “Preparación evangélica” XV 15.

[77] Cfr. SÉNECA, “Cartas a Lucilio” 76, 10.

[78] CICERÓN, “Sobre las leyes” I 6.

[79] SÉNECA, “Sobre los beneficios”, III 28.

[80] SÉNECA, “Cartas a Lucilio” 46.

[81] SÉNECA, “Sobre los beneficios”, III 20.

[82] SÉNECA, “Cartas a Lucilio” 44.

[83] SÉNECA, “Sobre la tranquilidad del alma” IV.

[84] SÉNECA, “Sobre la constancia del sabio” XIX.

[85] PLUTARCO, “Sobre las contradicciones de los estóicos” 1034F.

[86] PLUTARCO, “Sobre la fortuna o la virtud de Alejandro” 329 A B.

[87] PLUTARCO, “Sobre la fortuna o la virtud de Alejandro” 329 C D.

[88] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VII 33.

[89] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VII 33.

[90] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VII 33.

[91] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VII 33.

[92] EPIFANIO, “Contra las herejías” III 36.

[93] CLEMENTE, “Tapices” V 14, 95; DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VIII 33.

[94] N. FESTA, “I Frammenti degli stoici antichi” – Bari-1932 – p. 12.

[95] DIÓGENES LAERCIO, “Vidas de los filósofos” VII 131.

[96] ALFONSO REYES, “La filosofía helenística” – México-1959-p. 134.

[97] No faltan autores que señalan la importancia de los esenios para el desarrollo de un ideal comunitario y más o menos libertario. Sabido es que Renán vislumbraba en ellos reflejos del budismo y que no pocos historiadores de las religiones suponen que ejercieron una decisiva influencia en la formación de la personalidad de Jesús (Cfr. J. M. Allegro, The Dead Sea Scroll – Londres – p. 155). De ellos decía, en efecto, el filósofo judío Filón de Alejandría, en su ensayo titulado Todo hombre justo es libre, que ninguno tenía casa propia “sino que compartía con todos su vivienda”; que “vivían en comunidades con las puertas siempre abiertas para cualquier de la secta que se cruzara en el camino”, y que ponían en un fondo común todo cuanto a diario producían (V. García, El protoanarquismo – “Ruta” – noviembre 1971 – p. 16-17). Dentro de la tradición judía, el pensamiento y la praxis de los esenios constituye, sin duda, un remoto antecedente del socialismo “utopista” de Martín Buber (Cfr. Caminos de utopía) y de los actuales kibutz, algunos de los cuales constituyen verdaderas comunas libertarias (Cfr. Desroches, En el país del kibutz – Buenos Aires – 1962). No debe olvidarse, de todos modos, que entre los esenios, segregados de la sociedad judía y ajenos al Estado, existía una verdadera jerarquía magistral, que casi podría llamarse también monacal y eclesiástica.

[98] Cfr. Ch. Guignebert, El cristianismo antiguo – México – 1975 – cap. X.

[99] Hechos de los Apóstoles II 45; IV 32-25.

[100] Segunda Epístola a los Tesalonicenses III 10.

[101] Epístola a los Gálatas V 1-12.

[102] Epístola a los Romanos XIII 1-5.

[103] Epístola a los Efesios VI 5 (Cfr. Primera Epístola a Timoteo VI 2; Epístola a Tito II 9; III 1).

[104] Primera epístola universal II 13-14.

[105] Primera epístola universal II 18.

[106] SAN GERÓNIMO, “Cartas” 120.

[107] NORMAN COHN, “En pos del milenio” – Barcelona – 1972 – p. 209-210.

[108] Véase nuestro ensayo Ética y política de Aristóteles – “Pensamiento” – Madrid, núm. 127 – vol. 32 – julio-septiembre 1976.

[109] ORÍGENES, “Contra Celso” I 1.

[110] JUAN DE SALISBURY, “Policraticus” III 15.

[111] JUAN DE MARIANA, “Del rey y la institución real”.

[112] Según Tomás de Aquino, la esclavitud está de acuerdo con la ley natural: “Primero, porque la naturaleza inclina a ello… Segundo, porque la naturaleza no exige lo contrario”.

[113] NORMAN COHN, op. cit. p. 208.

[114] Cfr. C. CAPELLE, “Autour du décret de 1210: III Amaury de Bene, ètude sur son panthèisme formel”, París – 1932; M. T. D’AVERNY, “Un fragment du procés des Amauriciens” – “Archives d’histoire doctrinale et litéraire du moyen age” – París – 25-26 – p. 325-336.

[115] NORMAN COHN, op. cit. p. 115-116. Cfr. MARJORIE REEVES, “The Influence of Prophecy in the Later Middle Ages: A Study in Joachism” – Oxford – 1976.

[116] MAX NETTLAU, “La anarquía a través de los tiempos” – Madrid – 1978 – p. 18. Cfr. GORDON LEFF, “Heresy in the Latter Middle Ages” – Manchester – 1967.

[117] J. SEGUY, “La religiosidad no conformista en Occidente”. – Historia de las religiones (Puech) – v. 8 – p. 252.

[118] NORMAN COHN, op. cit. p. 55.

[119] Cfr. RUDOLF ROCKER, “Nacionalismo y cultura” – Madrid – 1977 – p. 124-125.

[120] Cfr. P. KROPOTKIN, “El apoyo mutuo” – Buenos Aires – 1970 – p. 163 sgs.

[121] P. KROPOTKIN, op. cit. p. 195 sgs.

[122] NORMAN COHN, op. cit. p. 159-160.

[123] J. SEGUY, op. cit. 8 p. 267-270.

[124] J. SEGUY, op. cit. 8 p. 291-292.

[125] Nota no incluida en PDF fuente.

[126] Nota no incluida en PDF fuente.

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[160] Nota no incluida en PDF fuente.

[161] Nota no incluida en PDF fuente.

[162] Nota no incluida en PDF fuente.

[163] Sobre los socialistas utópicos cfr. G. D. H. COLE, “Historia del pensamiento socialista – I – Los Precursores” -México – 1974.

[164] Cfr. G. D. H. COLE, “The life of Robert Owen” – 1969; R. W, LEOPOLD, “Robert Dale Owen” – 1940; L. WOOLF, “Cooperation and the Future of Industry” – 1969.

[165] Cfr. SAINT-SIMON, “Catecismo de los Industriales” – Buenos Aires – 1960.

[166] Cfr. G. GURVITCH, “Los fundadores franceses de la sociología contemporánea: Saint-Simon y Proudhon” – Buenos Aires – 1958 – p. 17.

[167] P. ANSART, “Sociología de Saint-Simon” – Barcelona -1972 – p. 116.

[168] P. ANSART, op.cit. p. 206.

[169] Cfr. A. J. CAPPELLETTI, “Etapas del pensamiento socialista” – Madrid – 1978 – p. 60-72.

[170] Sobre Saint-Simon cfr. M. M. DONDO, “The French Faust: Henri de Saint-Simon” – 1955; F. E. MANUEL, “The New World of Henri de Saint-Simon” – 1956; M. LEROY, “La Vie veritable du Comte Henri de Saint-Simon” – París – 1925.

[171] EMILE DURKHEIM, “Le socialisme” – París – 1971 – p. 260.

[172] EMILE DURKHEIM, op. cit. p. 262.

[173] Cfr. P. FELIX THOMAS, “Pierre Leroux” – París – 1904.

[174] Cfr. S. CHARLETY, “Histoire du Saint-Simonisme” – París – 1931.

[175] J. SERVIER, “Historia de la Utopía” p. 181-183 – Cfr. V. TOSI, “Carlos Fourier e il suo falansterio” – 1921; F. ARMAND, “Fourier” – 1937.

[176] Cfr. P. KROPOTKIN, “Campos, fábricas y talleres” – Madrid – 1972 – p. 7; 83 etc.

[177] Kropotkin considera que “el socialismo de Saint-Simon es autoritario mientras el de Fourier es libertario” (“L’Etica” – Catania – 1969 – p. 249).

[178] GEORGES LEFRANC, “Historia de las doctrinas sociales en la Europa Contemporánea” – Barcelona – 1964 – p. 54.

[179] Cfr. M. DOMMANGET, “Victor Considerant, savie, son oeuvre” – París – 1929.

[180] Cfr. J. PROUDHOMEAUX, “Etienne Cabet et les origines du communisme icarien» – París – 1907.

[181] MARIE LOUISE BERNERI, “Joumey through Utopia” – p. 220-221.

[182] E. BELLAMY, “El año 2000” – Buenos Aires – 1946 – p. 91 – Cfr. Colé, op. cit. II p. 349 sgs.

[183] A. NOYES, “William Morris” – Londres – 1926 – p. 125.

[184] MAX NETTLAU, “William Morris y su utopía” – Prólogo a “Noticias de Ninguna Parte” – Buenos Aires – 1928 – p. VI sgs.

[185] COLE, op. cit. II p. 391 sgs.

[186] Cfr. M. NETTLAU, Introducción a “El Humanisferio” – Buenos Aires – 1927.

[187] CARLOS RAMA, “Utopismo socialista” – Caracas – 1977 – p. XXVIII.

[188] Cfr. A. PALCOS, Prólogo al “Dogma socialista” – Buenos Aires – 1944 – p. XXI-XXIV.

[189] Sobre Tandonnet cfr. DOMINGO F. SARMIENTO, “ViajesDe Valparaíso a París” – Buenos Aires – 1955 – (Carta del 9 de mayo de 1846).

[190] CARLOS RAMA, op. cit. p. XXXVIII-XLIV.

[191] ANTONIO ELORZA, “Socialismo utópico español” – Madrid – 1970 – p. 65 sgs. Cfr. MANUEL NÚÑEZ DE ARENAS, “Don Ramón de la Sagrat reformador social» – Madrid -1924.

[192] CARLOS RAMA, op. cit. p. XLVIII – LII – Cfr. EDGAR RODRIGES, “Socialismo e sindicalismo no Brasil” – Río de Janeiro – 1969 – p. 22-23.

[193] CARLOS RAMA, op. cit. p. LII-LXII – Sobre las colonias owenitas en América, cfr. J. F. C. HARRISON, “Robert Owen and the Owenites in Britain and America” -1969.

[194] CARLOS RAMA, op. cit. p. LXIV-LXVII – Cfr. N. STADLER, “O anarquismo da Colonia Cecilia” – Río de Janeiro – 1970 – Edgar Rodrigues, op. cit. p. 34-48.

[195] M. NETTLAU, “La anarquía a través de los tiempos” -Madrid – 1977 – p. 21.

[196] H. D. THOREAU, “Walden and Other Writings” – New York – 1965 – p. 85. Cfr. R. Rocker, “Las corrientes liberales y anarquistas, en los Estados Unidos de América” – Puebla – México – 1967 – W. HARDING, “The Days of Henry Thoreau” – 1965; SERMAN PAUL, “The Shores of America: Thoreau’s Inward Exploration” – 1958.

[197] Cfr. H. D. THOREAU, “A Yankee in Canada with Anti-Slavery and Reform Papers” – 1866.

[198] Kropotkin dice que esta obra contiene una exposición completa “de lo que más tarde ha sido propagado con el nombre de anarquismo” (“Origen y evolución de la moral” – Buenos Aires – 1945, p. 237-238).

[199] G. WOODCOCK, “El Anarquismo” – Barcelona-1979 – p. 59.

[200] G. WOODCOCK, op. cit. p. 64.

[201] H. N. BRAILSFORD, “Shelley, Godwin y su círculo” – México – 1942 – p. 65.

[202] G. WOODCOCK, op. cit. p. 63.

[203] H. N. BRAILSFORD, op. cit. p. 65-66.

[204] H. N. BRAILSFORD, op. cit. p. 63.

[205] A. L. MORTON, “Las utopías socialistas” – Barcelona – 1970 – p. 117.

[206] B. CANO RUIZ, “William Godwin (Su vida y su obra)” – México – 1977 – p. 40-41.

[207] DOMENICO TARIZZO, “L’Anarchia – Storia dei movimenti libertari nel mondo” – Verona-1976 – p. 12-13. Cf. JUDITH A. SABROSKY, “From ratíonality to liberatíon” – Westport – 1979.

[208] H. N. BRAILSFORD, op. cit. p. 157.

[209] R. H. HEILBRONER, “The Worldly Philosophers” – New York – 1961 – p. 61.

[210] Cf. D. LEVY “Libertarian communists, malthusians and J. S. Mill” The Mill News Letter – 1980 – 15 – p. 2-16.

[211] G. WOODCOCK, op. cit. p. 88-89.

[212] H. N. BRAILSFORD, op. cit. p. 168.

[213] D. A. DE SANTILLAN, “William Godwin y su obra acerca de la justicia política”. Introducción a la traducción castellana de J. Prince. Buenos Aires – 1945-p. 8.

[214] D. A. DE SANTILLAN, op. cit. p. 14-15.

[215] H. N. BRAILSFORD, op. cit. p. 74-75.

[216] WILLIAM GODWIN, “Investigación acerca de la justicia política” – Buenos Aires – 1945-p. 28.

[217] W. GODWIN, op. cit. p. 29.

[218] H. N. BRAILSFORD, op, cit. p. 78.

[219] J. SWIFT, “Viajes de Gulliver, parte IV, cap. V.

[220] W. GODWIN, op. cit. p. 31.

[221] W. GODWIN, op. cit. p. 34.

[222] W. GODWIN, op. cit. p. 37.

[223] W. GODWIN, op. cit. p. 35-36.

[224] W. GODWIN, op. cit. p. 36.

[225] W. GODWIN, op. cit. p. 37-42.

[226] W. GODWIN, op. cit. p. 43-44.

[227] W. GODWIN, op. cit. p. 53.

[228] THOMAS PAINE, “Common Sense” p. 1.

[229] W. GODWIN, op. cit. p. 66.

[230] W. GODWIN, op. cit. p. 67.

[231] W. GODWIN, op. cit. p. 68.

[232] W. GODWIN, op. cit. p. 69.

[233] W. GODWIN, op. cit. p. 70.

[234] W. GODWIN, op. cit. p. 71.

[235] W. GODWIN, op, cit. p. 73.

[236] W. GODWIN, op. cit. p. 76.

[237] W. GODWIN, op. cit. p. 59.

[238] W. GODWIN, op. cit. p. 78.

[239] W. GODWIN, op. cit. p. 80.

[240] W. GODWIN, op. cit. p. 89.

[241] W. GODWIN, op. cit. p. 90.

[242] W. GODWIN, op. cit. p. 91-92

[243] W. GODWIN, op. cit. p. 92-93

[244] W. GODWIN, op cit. p. 93.

[245] W. GODWIN, op. cit. p. 94

[246] W. GODWIN, op. cit. p. 95-97.

[247] H. N. BRAILSFORD, op. cit. p. 94

[248] H. N. BRAILSFORD, op. cit. p. 94.

[249] Cfr. cap. VI.

[250] H. N. Brailsford, op. cit. p. 95¡

[251] Cfr. B. VOYENNE, “Le féderalisme de P. J. Proudhon París – 1973.

[252] E. ARMAND, MAX STIRNER, en R. Guerin, “Ni Dios ni amo” – Madrid-1977 – I p. 12-13.

[253] M. ROSSI, “El joven Marx” p. 138.

[254] El poema fue publicado por vez primera en 1904-1905, en los “Dokumente der Sozialismus”, aunque Engels lo escribió, probablemente, en 1842.

[255] G. WOODCOCK, “El anarquismo”, Barcelona-1979 – p. 95.

[256] M. STIRNER, “El Único y su propiedad”, Barcelona-1974 – p. 25.

[257] C. DIAZ, “Por y contra Stirner” – Madrid-1975 – p. 97 y sgs. Cfr. L. S, STEPELEVICH, “Hegel and Stirner: Thesis and Antithesis” – Idealistic Studis – 1976 – 6 – p. 263-278.

[258] D. Mc. Lellan, “Marx y los jóvenes hegelianos” – Barcelona-1971 – p. 135. Cfr. K. A. MAUTZ, Die Philosophie Max Stimers in Gegensatz zum Hegelschen Idealismus – Berlín-1936.

[259] M. STIRNER, op. cit. p. 251-252. Cfr. H. ARVON, “Max Stirner ou l’experience du neant” – París-1973.

[260] Así, por ejemplo, R. SCHELLWIEN, “Max Stirner und Friedrich Nietzsche” – Leipzig-1982; A. LEVY, “Stirner et Nietzsche” – París-1904, etc. V. RUDIN (“Max Stirner – Un refrattario” – Lynn – Mass-1914 – p. 57-58) dice, con razón, que aunque Nietzsche difiera mucho en sus ideas de Stirner tiene en común con éste su odio al intelectualismo. Y añade que, aunque Nietzsche nunca nombra a Stirner en las obras que publicó ni en las que dejó inéditas, no hay duda de que lo leyó, ya que Baumgartner, su alumno favorito en Basilea, sacó en préstamo de la biblioteca de la universidad, por consejo de Nietzsche, la obra de Stirner, y Overbeck, amigo de Nietzsche, refiere que éste le habló de Stirner. Resulta, sin embargo, un tanto hiperbólico lo que dice Ch. ANDLER (“Nietzsche, sa vie et sa pensée” – IV 1928, cit. por Armand), según el cual el autor de “Así hablaba Zaratustra” “tan hondamente sintió su afinidad con Stirner, que en su época tuvo miedo de pasar por un plagiario suyo”.

[261] M. STIRNER, op. cit. p. 78.

[262] M. STIRNER, op. cit. p. 79.

[263] M. STIRNER, op. cit. p. 79-80.

[264] M. Stirner, op. cit. p. 81.

[265] M. STIRNER, op. cit. p. 82.

[266] M. STIRNER op. cit. p. 82.

[267] M. STIRNER op. cit. p. 82-83.

[268] M. STIRNER op. cit. p. 83.

[269] M. STIRNER op. cit. p. 83-84.

[270] M. STIRNER op. cit. p. 84.

[271] M. STIRNER op. cit. p. 85.

[272] C. DIAZ, op. cit. p. 37-38.

[273] M. STIRNER, op. cit. 86. Cfr. W. A. SCHULZE, “Zur Religionskritik Max Stimers” – Zeitschrift fur Kirckengeschichte – 1958 – p. 98-111.

[274] M. STIRNER, op. cit. p. 87.

[275] M. STIRNER, op. cit. p. 88.

[276] M. STIRNER, op. cit. p. 88-89.

[277] M. STIRNER, op. cit, p. 89.

[278] M. STIRNER, op. cit. p. 90-91.

[279] M. STIRNER, op. cit. p. 91-92.

[280] V. ROUDINE, “Max Stirner – Un refrattario” – Lynn, Mass-1914 – p. 20-21.

[281] MIGUEL GIMENEZ IGUALADA, Stirner – “Ego” – Cahiers Individualistes Anarchistes Trimestriels – Nº 10 – p. 34. R. W. K. PATERSON (The Nihilistic Egoist – Max Stirner. Oxford – 1971 – p. 252) dice: “Der Einzige und sein Eigentum” is arguably the most complete and uncompromising of all nihilist manifiestos. Seldom if ever have the world-view of nihilism and the existencial posture of the nihilistic individual been depicted in such convincing detail and with disturbing candour. If Stirner’s book is one of the most radical and credible documentations of nihilism, howerer, it also (and in its author’s intentions, primarily) sets out to be the definitive statement of another, logicaily distinct, philosophical perspective the moral perspective of calculating, self-conscious egoism”.

[282] Entre los antiguos taoístas Stirner encuentra un predecesor, según parece, en Yang Chu (Cfr. Hoy Wai-Lu, “Breve historia de la filosofía china” – Buenos Aires-1972 – p. 22-23).

Nota: No contiene texto de las notas a pie de página del capítulo 3.  

Fuente: http://es.theanarchistlibrary.org/library/angel-cappelletti-prehistoria-del-anarquismo

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