El desprestigio de los políticos (2ª parte)

Apoyo MutuoLa visión tan negativa de los políticos que recogía en mi artículo anterior es sin duda preocupante, incluso para personas de militancia anarquista que podrían ver confirmada con esas encuestas que el poder corrompe y que la política profesional debe ser completamente superada y abolida. El apoliticismo entendido en este sentido radical es una seña distintiva clara del anarquismo que está presente precisamente en el nombre, an-arquismo, que indica el rechazo del poder y de la política entendida como conquista y preservación del poder y queda recogido en el nombre atribuido a la sociedad futura, la a-cracia, esto es, el lugar de la ausencia de poder.

Ahora bien, el anarquismo, en la medida en que se presenta como la corriente teórica y práctica que se toma completamente en serio la democracia, tal y como esta es entendida en la Edad Contemporánea, es, en definitiva, una opción profunda y genuinamente política, aunque completamente alejada de lo que se entiende por política en general, esto es, la política profesional que se ejerce en los órganos de representación (las Cortes en el caso de España), canalizada por partidos políticos que tienen como objetivo último hacerse con los poderes ejecutivo y legislativo, para desde allí controlar el poder ejecutivo y consolidar una alianza estrecha con el poder económico.

En ese sentido adquiere vigencia el rechazo radical de la política oficial propuesto por los anarquistas precisamente en situaciones como la actual. Sobre todo porque la crítica anarquista va estrechamente unida a la reivindicación del ejercicio genuino de la acción política por parte de aquellos que deben ejercer realmente la soberanía, los ciudadanos. Otras ideas clave del ideario anarquista, como auto-gestión o federalismo deben ser entendías justo como formas de llevar a la práctica un modelo de organización política que haga honor a lo que el nombre de democracia indica, el poder distribuido y ejercido por el pueblo. Del mismo modo hay que entender las propuestas encaminadas a convertir los representantes en mandatarios, exigir la rotación en los cargos de gestión o reivindicar la acción directa, evitando la delegación en el ejercicio del poder.

Lo malo es que la situación actual está lejos de provocar una crítica articulada por parte de la ciudadanía, capaz de ofrecer una seria resistencia y una alternativa creíble, que ponga fin a un escenario que se percibe como algo muy negativo, o al menos abra vías de solución o mejora. Las personas, los ciudadanos, lejos de indignarse, como propone Hassel, se limitan a afrontar esta degradación política con cierta dosis de resignación, pensando quizá en que nada puede ser cambiado, precisamente porque aquellas instituciones encargadas de mejorar la sociedad en las democracias representativas, los partidos políticos, son parte del problema. Esta es sin duda una de las más graves consecuencias que acompaña al desprestigio de los políticos: no se traduce en una confrontación eficaz, exigiendo una transformación radical de la vida política o, cuando menos, un saneamiento de la misma. Más bien parece crecer la indiferencia y la resignación.

Esta podría ser la mejor manera de describir el estado anímico de los jóvenes en España que están soportando lo peor de la crisis y cuyo futuro pinta en negro, tan negro como su presente en el que predomina la falta de trabajo, el trabajo sumamente precario o el trabajo en negro. Ni siquiera se han dado en España brotes esporádicos de cólera juvenil como se han dado en el Reino Unido, en Francia o en Grecia, si bien tampoco está claro que esas asonadas juveniles se hayan traducido en movimientos algo más articulados capaces de modificar las políticas sociales y económicas imperantes en Europa.

Por otra parte, debemos recordar que, aunque ya han pasado 36 años desde la muerte del dictador, todo el período de su gobierno dictatorial estuvo acompañado de una crítica radical de los políticos, a los que se acusaba de todos los males ocurridos en España a los que puso fin el golpe de mando de los militares. Para remediarlo implantaron un régimen en el que no había partidos políticos y la bondad del gobierno procedía precisamente de su capacidad de velar por los intereses del pueblo y no por intereses partidistas que siempre dividen y fragmentan. Ese mensaje, repetido machaconamente durante más de 40 años, dejó sin duda una huella profunda que puede ayudar a entender la facilidad con la que arraiga este apoliticismo paralizante y, en definitiva, profundamente conservador del estado de cosas.

Del mismo modo, justo en los años finales del franquismo comenzó una corriente de opinión en todo el mundo occidental, organizada desde los círculos del poder efectivo, encaminada a criticar el exceso de democracia propiciado por los movimientos sociales de las décadas anteriores, los cincuenta y los sesentas. Frente a ellos se proponía al fin de las ideologías y el gobierno de los expertos, una especie de aristocracia del saber, al servicio directo de la aristocracia del dinero, gracias a la cual se conseguirían los objetivos básicos de una sociedad, esto es, el bienestar de los ciudadanos que, por descontado, exigía que dejaran el gobierno de las cosas en manos de quienes estaban preparados para ejercerlos. Este elogio de la tecnocracia sigue vigente, muy vigente, y sin duda apoya la gestación de este clima difuso de apoliticismo resignado.

El desprestigio de los políticos tiene, por tanto, una doble lectura. Por un lado muestra el desencanto con un modelo de democracia cada vez más empobrecida en la que los ciudadanos se sienten completamente abandonados por sus gobernantes, lo que puede dar paso a la búsqueda de una mayor participación y de una recuperación de la soberanía popular. Por otro lado, no deja de ser parte de una deriva autoritaria, orquestada sutilmente por quienes configuran el bloque hegemónico, cuyo objetivo último es precisamente pedir la pasividad de la ciudadanía para poder gestionar adecuadamente los complejos problemas que afectan a las sociedades contemporáneas. En este sentido puede entenderse que los medios de comunicación alimenten la desconfianza de los ciudadanos respecto a sus políticos y magnifiquen el problema. La presencia de 100 corruptos en las listas electorales de los próximos comicios (un número irrisorio comparado con los cerca de 80.000 cargos que se van a elegir), sirve para deslizar la convicción de que política va indisolublemente unida a corrupción.

Estaríamos, por tanto, ante una nueva versión del viejo despotismo ilustrado que, habitualmente, termina siendo muy despótico y muy poco ilustrado. Bajo el lema de «todo para el pueblo, pero sin el pueblo», los gobernantes reforzaban su aura de padres salvadores de la patria y se erigían en tutores de una mayoría de la población a la que, en definitiva, se consideraba incapaz de participar productiva y creativamente en la gestión de los asuntos públicos.

Lo importante, por tanto, es conseguir que nuestra acción política permita conducir el desprestigio de los políticos hacia formas articuladas y estables de lucha política, cuyo fin sea avanzar sin pausa hacia una democracia realmente participativa y deliberativa, hacia una democracia anarquista. No es nada fácil conseguirlo, pero sí es mucho lo que se puede hacer. De eso hablaré en el próximo artículo.

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