Por mi parte he decir a este propósito -y fuera del contexto de lo que se vaya a regular- es lo siguiente:
Lo primero que habría que tener en cuenta a la hora de posicionarse y de discernir acerca de la eutanasia (muerte bella) y la ortotanasia (muerte digna) es la edad del razonador. Pues el asunto ha de ofrecer un cariz bien diferente, según sea la edad del opinante y eventualmente del legislador. No se razona lo mismo cuando se ve la muerte natural lejana (a los 40 años, por ejemplo) que cuando se la ve cercana (a los 60 o a los 80). Como tampoco se discierne lo mismo sobre la cuestión con salud plena que con un simple dolor de cabeza.
En esto sucede como con el reparto de la riqueza en un país. Nada tendrán que ver la opinión o los juicios de valor acerca de la pobreza, de un rico y los de un pobre. Eso no quiere decir que el rico no sea capaz de intuir qué es la equidad, pero deformará el concepto y rebuscará mil razones para arrimar el ascua a su sardina. Es sumamente difícil teorizar, y aún más proponer soluciones prácticas de justicia social mientras uno se enriquece o cuando sencillamente se vive bien. Y es porque, aun deseando superar el egoísmo, no hay consciencia del proceso mental seguido para justificar la riqueza propia visto desde fuera. Por eso no se percibe, salvo el virtuoso (y entonces será rico por poco tiempo) que el enriquecimiento siempre se consigue a costa de otros, aunque esos otros vivan a miles de kilómetros de distancia del rico que opina acerca de la materia.
Otro tanto sucede con el aborto. El aborto debería ser un asunto de la exclusiva incumbencia de la mujer. El hombre, cuya aportación a la procreación es indispensable pero trivial a efecto de las consecuencias biológicas, debiera quedar excluido de toda decisión sobre el asunto. Al hombre sólo podría reconocérsele el derecho a exponer su parecer pero sin considerar éste vinculante. Con mayor razón, cualquiera que fuese su edad, sólo la mujer debiera ser quien tomase la decisión de ser o no ser madre.
Por consiguiente se hace muy problemático admitir -al menos de buen grado-, que quienes dictaminan, legislan o regulan ciertas materias son siempre individuos que no están “en situación”, esto es, no están, o no pueden estar por la naturaleza de las cosas, en la situación sobre la que se arrogan el derecho a regular.
Pese a todas las objeciones que se hagan a este mi razonamiento, habrá de reconocerse que una sociedad en la que sólo la mujer decidiese sobre el aborto, sólo el anciano hiciera lo propio sobre la eutanasia, y sólo el pobre decidiese sobre los derechos del rico sería una sociedad no sólo más justa, sino también más inteligente. Una sociedad en la que decidiesen sobre la eutanasia sólo los ancianos, sobre el aborto sólo las mujeres, y sobre el reparto de la riqueza sólo los pobres, sería una sociedad que habría pasado a la siguiente dimensión del conocimiento humano.