Bernays anticipa en su libro el poder de la propaganda con el que se puede configurar y moldear las sociedades del futuro. Esto es también poder para modificar el pensamiento y la conducta del individuo, decir que el uso de la propaganda por el especialista o asesor en relaciones públicas es de vital importancia en lo que se refiere al estado actual de las cosas o al funcionamiento total del sistema. La propaganda en si no es “buena o mala”, es el uso y los fines destinados el que la convierte en un arma de poder basicamente manipuladora en las sociedades para unos propósitos concretos, esto deriva que en las sociedades capitalistas transforme las costumbres, tradiciones, o modas que determinan y acaben conformando el gusto y tendencias de los individuos por los bienes de consumo en cada época (cada cierto espacio de tiempo), con fines sociales y económicos que planifican en primer orden, las multinaciones y después los bancos y que acaba en los Estados que hacen la función de correa de transmisión desde la política entre la población y los mercados financieros.
Pequeño extracto en el que Bernays define a la sociedad y propone la importancia del uso que se le debe dar a la propaganda para moldear a las sociedades del futuro.
La opinión pública ya no se siente inclinada
como antaño a mostrarse contraria a las grandes
fusiones empresariales. Le disgusta la censura ejercida
sobre los negocios por parte de la Comisión
Federal de Comercio. Puso fin a las leyes antimonopolio
cuando entendió que éstas entorpecen
el crecimiento económico. Respalda los grandes
monopolios y las fusiones que hace apenas diez
años vilipendiaba. El gobierno permite hoy en día
los conglomerados de productores y distribuidores,
tal y como se desprende de las fusiones entre
compañías ferroviarias u otros servicios de interés
público, porque en una democracia representativa
los gobiernos reflejan la opinión pública y ésta
es favorable al crecimiento de empresas industriales
gigantescas. En opinión de los millones de pequeños
inversores, las fusiones y los monopolios
son gigantes bondadosos y no ogros, por el recorte
en costes que han efectuado, sobre todo como
consecuencia de la producción en serie, y del que
los consumidores también han podido beneficiarse.
En gran medida, todo ello se debe al uso deliberado
de la propaganda en todos los sentidos.
No se debe solamente a la modificación de la opinión
pública, práctica habitual de los gobiernos
en tiempos de guerra, sino a menudo a los cambios
operados en la misma empresa. Una empresa
cementera quizá colabore gratuitamente con las
empresas a cargo de la construcción de carreteras
financiando laboratorios experimentales para así
poder garantizar unas carreteras de la máxima calidad
para el público. Una compañía de gas financia
una escuela de cocina gratuita.
Pero sería imprudente e insensato dar por
sentado que, puesto que el público se ha puesto
del lado de las compañías, permanecerá siempre
ahí. No fue sino en tiempos recientes que el profesor
W. Z. Ripley,* de la Universidad de Harvard,
una de las autoridades más destacadas del
país en organización y práctica empresariales, expuso
algunos aspectos de la gran empresa que podrían
minar la confianza pública en las grandes
corporaciones. Señaló que la supuesta fuerza electoral
de los accionistas a menudo resulta ilusoria,
que los estados contables anuales son a veces tan
breves y sucintos que al hombre de a pie no pueden
menos que parecerle patrañas redomadas, que la
extensión del sistema de acciones sin derecho a
voto a menudo deja el control de las corporaciones
y de sus finanzas en manos de una camarilla
de accionistas; y que algunas corporaciones se niegan
a proporcionar una información suficiente
que permita al público conocer la situación real
de la empresa.
Es más, por muy bien dispuesto que esté el
público hacia las grandes empresas en general, las
empresas que prestan servicios públicos representan
un blanco fácil para el descontento de la gente
y deben conservar su simpatía con el máximo
cuidado y vigilancia. Estas y otras corporaciones
de carácter semipúblico nunca podrán bajar la
guardia porque de recrudecerse los ataques que
mencionaba el profesor Ripley y, en opinión del
público, ser éstos merecidos, tendrán que vérselas
con peticiones de rescate al gobierno de la nación
y a las autoridades municipales, a menos que
cambie la situación y procuren conservar el contacto
con el público en todos los flancos de su
existencia corporativa.
El asesor en relaciones públicas debería ser capaz
de prever estas tendencias de la opinión pública
y ofrecer las recomendaciones pertinentes
para soslayarlas, ya sea convenciendo a la gente de
que sus miedos o prejuicios carecen de fundamento
o bien, en cierros casos, modificando la
acción del cliente hasta eliminar la causa de descon- \
tentó. En este sentido, puede sondearse la opinión
pública y descubrir los puntos de descontento irreductible.
Así, podrán desvelarse los aspectos de la
situación a los que cabe hallar una explicación lógica,
en qué medida las críticas y los prejuicios
responden a una reacción emocional conocida y
qué factores son imputables a lugares comunes.
En cada caso el asesor, tras estudiar todas las opciones,
recomendará una acción o una modificación
de la política empresarial para que se produzca
el reajuste.
Enlace emule: «Propaganda»
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