Cada vez se habla más de los “antisistema”. Los medios de comunicación, los lenguajes políticos dominantes y ahora ya la mayoría social hablan constantemente de ellos –“los antisistema”– para referirse a individuos o colectivos cuya peligrosidad se da por supuesta y ante los que se exigen acciones persecutorias y punitivas urgentes. Pero lo escandaloso es que nadie se está tomando la molestia de clarificar en qué consiste ser “antisistema” y ni siquiera contra qué sistema se está.
Vamos a descartar que ese sistema atacado por los antisistema sea el sistema métrico decimal o sistema solar. También cabe esperar que tampoco sea el capitalista, puesto que esto convertiría de oficio en tal cosa a toda la izquierda con pretensiones de transformación social. Yo mismo me sentiría orgulloso, pongamos por caso, de que Jordi Borja se refiriera a mí como ejemplo de “crítico antisistema” en su último libro. Pero lo que se insinúa es, más bien, que contra lo que están los antisistema es contra el sistema democrático, de lo que se derivaría su reputación de antisociales y violentos.
Creo que debemos ser bastantes los que pensamos que tras esa nueva denominación de origen –“antisistema”– se disimula una etiqueta destinada a ser aplicada a la disidencia política radical en general, es decir a todos aquellos que se atreven a impugnar frontalmente un orden político, social y económico –un sistema, en efecto– fundado en la injusticia y la explotación. Es en ese sentido que, por supuesto, no tengo ningún inconveniente en reconocerme como antisistema, puesto que me gustaría creer que contribuyo a abolir un estado de cosas en cuya reforma no creo.
El problema está cuando la vocación criminalizadora con que se está aplicando esa noción de “antisistema” consigue sus objetivos y hace que un mero producto de la fantasía mediática y del instinto persecutorio de gobiernos y mayorías, imposible de definir y aplicado de manera arbitraria, acabe convirtiéndose en una figura objetiva y finalmente en un delito. Es decir, un caso claro de lo que los antropólogos llamamos “eficacia simbólica”, ese mecanismo que hace que una entidad hasta cierto momento puramente imaginaria, a fuerza de tomarla por real, acabe convirtiéndose en real.
Un ejemplo de hasta qué punto eso es cierto ya ahora y aquí, lo tenemos en el elocuente caso de Rodrigo Lanza Huidobro, estudiante en mi facultad, preso en este momento en el penal de Quatre Camins.
Rodrigo Lanza fue detenido, acusado y condenado en relación a los desgraciados incidentes que en la noche del 4 de febrero de 2006, en el barrio de la Ribera, acabaron con un policía municipal gravemente herido. Rodrigo fue sentenciado inicialmente a cuatro años y seis meses de cárcel, pena que fue aumentada por el Tribunal Supremo a cinco años. Luego de pasar dos años de prisión provisional, volvió a ingresar hace justo un año y está cumpliendo condena en este momento. La sentencia está redactada y ejecutándose y en internet se pueden encontrar las denuncias de familiares y amigos acerca de las irregularidades del proceso, así como el pronunciamiento al respecto de Amnistía Internacional. Nada que añadir al respecto.
De lo que se trata es de la situación actual de Rodrigo en la cárcel. El otro día vinieron a visitarme a mi despacho unos alumnos míos para darme cuenta de que se le estaban negando al muchacho ventajas penitenciarias a las que parecería tener derecho. Los términos de esa situación están descritos en una carta abierta de la madre de Rodrigo, que se puede leer en http://absoluciondetenidos4f.blogspot.com/