Cuento erótico de unos jóvenes que perdieron el miedo al Diablo, en Semana Santa

“Una imagen particularmente significativa de la relación fundamental entre el hombre y la libertad, la ofrece el mito bíblico de las expulsión de los hombres del Paraíso. El mito identifica el comienzo de la historia humana como un acto de elección, pero acentúa singularmente el carácter pecaminoso de ese primer acto libre y el sufrimiento que éste origina… El acto de desobediencia, como acto de libertad, es el comienzo de la razón”. Fromm, E.,”El miedo a la libertad”, Editorial Paidos, Buenos Aires, 1977. pgs. 60-61.

Este cuento erótico de unos jóvenes que perdieron el miedo al Diablo puede hacernos una composición de lugar de cómo fue esa expulsión y la conquista de la libertad por los seres humanos.

Ana, Gani y sus respectivas parejas ya habían conseguido construir el paraíso terrenal, porque ni la ciencia ni la razón fueron capaces de demostrar que existía en otro lugar. Estaban oficialmente jubilados, pero seguían leyendo, escribiendo, pensando, discutiendo y follando, eso sí, después de dos horas de correr en bici y de andar por el monte y tomarse una rica comida a base de pescado, frutas, hortalizas y, de cuando en cuando, un buen queso y un buen jamón y un buen lomo y… Bueno, habían conseguido llegar a ser ateos ya que no podían imaginar que habiéndose construido la felicidad en su ciudad, después de tantos siglos luchando para lograrlo, les dijeran, los amargados, que esa felicidad era una guarrería pecaminosa comparada con la felicidad que les esperaba, si se morían, en la otra vida. Pero tenían que morirse, ¡claro!. Aunque no de cualquier manera, tenían que morirse después de haber renunciado a todo lo conquistado, después de haber logrado follar y follar sin tener complejo de culpabilidad ni tener que confesarse, después de años y años de trabajar, pagar la Seguridad Social, ahorrar para un fondo de pensiones, tener a los hijos y amantes colocados, haber pagado el chalet, que ya les costó, y gozar de buena salud. Pero a cambio, tendrían, ¡voilá!: una felicidad sin sexo, eso sí, y sin jamón, y sin pescado y sin conversaciones y sin libros y sin votar a los gobernantes y sin poder contar chistes, ni tener sentido del humor… ¿Alguna religión da más? Les preguntó el amargado. La verdad es que, pensaron, lo que se dice dar, ninguna da nada, prometer sí, prometen todo y el Todo Absoluto, pero tienes que morirte. ¿Y qué pasa si te mueres y es mentira lo prometido? Pero como nadie puede reclamar nada, porque nadie ha vuelto desde el más allá a pedirles cuentas- debe de ser porque está muy lejos -. Lo cierto es que una vez en el cementerio se llega a la conclusión de que como el Estado de Bienestar no puede haber nada mejor en esa otra vida que no se cansan de anunciar los que son puros y castos. Y son puros y castos porque ellos ya, de esa manera, tienen ganada la vida eterna. Pero, le preguntaba Gani, el dulce, a su compañero sentimental, Hércules, el coloso, ¿cómo van a saber en qué consiste la felicidad, si nunca han echado un polvo? ¿Cómo se puede ser feliz sin joder? – o sin masturbarte o que te masturben, le precisa Hércules -, si esa es la Gloria, el Éxtasis. Ese es el misterio de las religiones, añade Hércules, el coloso, que se las inventaron cuando los hombres no tenían ni Estado de Bienestar, ni razón, ni libertad para pensar, ni sufragio para gobernarse. Como lo ignoraban todo y eran unos infelices concluyeron que la felicidad tiene que estar en otro mundo. Y se pusieron a buscar ese mundo y como que no lo encontraban crearon los mitos, las religiones y las fantasías. Mientras tanto, otros dijeron: aquí lo que hay que hacer es transformar la naturaleza, cultivar, cazar, inventar las viviendas, los derechos individuales, la democracia… Y se pusieron a ello. Pero, entonces, pasó una cosa: que la sociedad se dividió en dos grupos: unos que no hacían otra cosa más que orar y condenar a los que no renunciaban a buscar y construir la felicidad en la vida humana y otros que decidieron empezar a construir la felicidad en la vida humana. Y vieron que follar daba gusto. Y empezaron a follar. Y vieron que votar era elegir a quienes querían que los gobernasen y legislasen. Y entonces pensaron que a partir de ese momento la única ley a la que obedecerían sería la que legislara el parlamento humano y derogaron las leyes de origen divino, porque carecían de legitimidad de origen, las decidía un dios que no respondía de sus actos ni consultaba con nadie y la aplicaban los sacerdotes que habían inventado a ese dios. Y se fueron creando religiones. Paradójicamente, cada una decía que su dios era el verdadero. Tantos dioses verdaderos y tantos cleros condenándose y matándose los unos a los otros. Eso parecía el Olimpo en perpetua guerra. Pero cada cual afirmaba, aunque, eso sí, nunca lo demostraba, que su dios era el verdadero.

Pero la humanidad evolucionó, contra la voluntad del clero, y se dieron cuenta de que eran individuos, porque, de pronto descubrieron que tenían derechos. Ellos, mujeres y hombres, no eran “una unidad de destino en lo universal”, un Cuerpo místico, ni si quiera una familia indisoluble. ¡Con lo bonito que hubiera sido que hubiera sido cierto! Pero no pudieron evitar darse cuenta de que eran individuos, que la sociedad no tenía como fundamento la familia, ni el gremio, ni la corporación, ni la fábrica, ni el Estado, ni la Patria, ni la Nación, ni la Iglesia… sino el individuo, único y soberano. Cada uno de ellos llegó a ser un individuo cuando se dieron cuentas de que tenían derechos, muchos derechos. Y esto, el primero que lo descubrió fue Locke. En el siglo XVII. Ana le preguntó a su compañero sexual Hércules, el coloso, mientras le hacía el amor a Gani, pero, si no descubrieron que tenían derechos individuales y que eran individuos, ciudadanos, camaradas, hasta el siglo XVII, cómo es que habían podido vivir durante tantos siglos, más de sesenta siglos, sesenta siglos, sin ser individuos? Porque creían en dios y en el más allá., le responde. Y estaban integrados en la casta, la tribu, el pueblo, la iglesia, el gremio… en los que se vivía en simbiosis y en los que no se podía ser individuo porque carecían de opinión, de voz y voto.

De esto estaban hablando, mientras Alejandra, compañera sentimental de juegos sexuales de Ana, le daba un masaje a Hércules, el coloso, ante la mirada feliz de Gani, que acababa de joder con Ana, cuando éste empezó a entrar en un profundo sueño, mientras se fumaba un cigarrillo. El que tenía por costumbre fumarse después de joder con Ana o con Hércules o con Alejandra. Que para eso vivían en el Estado de Bienestar. Un profundo sueño freudiano remontaba a Gani hasta su remota infancia, poco antes de haber tenido relaciones sexuales con Zeus, cuando, a pesar de su juventud, la ley humana ya le autorizaba a practicar el sexo amparándose en la legitimidad de origen del legislador. Aún así, el problema era que la ley divina calificaba de guarrerías estas experiencias sexuales, a cualquier edad, aunque se estuviera jubilado. La ley divina sólo permitía el “comercio sexual”, le llamaban “comercio” a joder, si era para tener hijos, y, aún entonces, lo tenían que hacer con cara de asco y sin alcanzar la Gloria, porque este momento se reservaba para la otra vida. Total, que tenían hijos casi, casi, por generación espontánea.

En fin, que aunque esta ley divina carecía de legitimidad de origen porque no había sido elaborada en un parlamento elegido por los ciudadanos, como la libertad de pensamiento era un derecho individual, el clero la aprovechaba para adoctrinar a los despistados y desamparados y, desde luego, a los niños y jóvenes. De manera que esa extraña ley se difundía y afectaba a la mente de mucha gente. El proceso de difusión empezaba en la infancia y ahí los primeros valores que metían en la cabeza a los niños y jóvenes en edad legal de follar era que tenían que tener miedo, mucho miedo, de un fantasma que nunca estaba en ningún sitio y al que nadie había podido ver, pero que, al decir de las tradiciones y leyes divinas, existía. Ese fantasma era el Diablo. Se escribía con mayúscula porque así daba más respeto. Este Diablo tenía una obsesión, por eso era tan malo, al decir del clero: estaba empeñado en que todo el mundo follara o se masturbara o lo masturbaran y besara y chupara, chupara lo que chupara, chupaba. Bueno, pues a pesar de proponer estas guarrerías a las jóvenes y chicos en edad legal de follar, la gente pecaba y, a continuación, pillaba un complejo de culpabilidad de no te menees.

Era un misterio que la gente se atreviera hacer estas guarrerías y a demás era muy peligroso, primero, porque se daban cuenta de que no eran una unidad de destino en lo universal, sino que eran diferentes porque cada uno tenía un sexo que les daba gustirrinín. ¡Y ponían una cara de felicidad cuando llegaban al momento de la Gloria! Que daba gusto de ver esa sonrisa dulce, intemporal, estática, inmortal que se pone cuando te corres. Y como aunque el placer se practica en grupo pero puedes alcanzarlo solo y sola, te empiezas a dar cuenta de que eres un yo indivisible, intransferible e imprescriptible. Y ya empiezas a pensar que eres original y único y así se llega a pensar que ¡hasta tienes derechos individuales! Total, un desastre. De manera que, como era pecado, te ibas al infierno. Seguro. Esta era la segunda consecuencia por dejarte arrastrar por el Diablo. No se sabe ni si quiera dónde está el infierno, pero existir existe porque lo dice la tradición, lo afirma la ley divina y Dante lo describió minuciosamente. Y metió en él a todos sus enemigos, que no eran pocos.

El sueño freudiano en que se había visto envuelto Gani seguía escarbando en su subconsciente más inocente y juvenil, pretendiendo arrancar algún recuerdo oculto que le hubiera liberado de su temor al Diablo. Porque ahí empezó la liberación de Gani y la de sus compañeros y compañeras: cuando se dio cuenta de que por mucho que se masturbase ni se quedaba calvo, ni le dolía nada, ni tenía sentimiento de culpa. Esto sí que era grave: ¡No tener sentimiento de culpa! ¿Cómo lo logró? Parece ser que desafiando al Diablo. Pero el pecado lo delataba: siempre dejaba las sábanas manchadas de blanca nieve o la bañera con babas de ballena flotando sobre la superficie de la cálida agua. Como los dioses del Olimpo. Que éstos sí sabían y no eran tan aburridos como otros.

El caso es que Gani, como sus amigos y amigas, había recibido una buena educación religiosa. Como todo hijo de buena familia, con reclinatorio en la parte alta del altar para que se sepa que la religión está al servicio de los ricos, que gobiernan en nombre de los pobres. Esos que se sentaban en los bancos del fondo. Los hombres, porque a las mujeres las metían en el matróneo, medio escondidas. Pues eran impuras. Es que las leyes divinas como están hechas por hombres muy machos, pues eso, siempre condenan a las mujeres a un lugar muy secundario. Su sueño le había conducido hasta el momento en el que recordaba su buena educación. Se encontraba en una especie de jardín con árboles frutales, uno de los cuales destacaba sobre todos los demás, porque era el árbol de la ciencia, la sabiduría y el placer sexual. Pero éste estaba vallado para que nadie pudiera cometer los tres errores que guardaba el árbol y que producían, en quien se atrevía a probarlos, el defecto de ser librepensador. Era algo así como un defecto de fabricación. Los funcionarios de dios le ponían una etiqueta con esa palabra: librepensador. Que era de muy mal gusto. Y así quedaba marcado hasta que no se humillara, se arrepintiera y renunciara a su yo. Porque esto de tener yo era tan peligroso como follar y alcanzar la Gloria. El caso es que, a lo que íbamos, Gani se encontraba, guiado por su sueño, en este lugar divino y aburrido, muy aburrido, porque como todo estaba prohibido. Todo lo que supiera a Gloria. Y ya sabía que darse un gusto con el pene o que te dieran un gusto o dárselo a otra o a otro era lo peor que le podría ocurrir a cualquiera, incluso a los pobres, pero si eras de buena familia, ahí ya era imperdonable. Como buen creyente, a pesar de su juventud, ya había conseguido estar aterrorizado por la sola idea de poder llegar, algún día, a ser tentado por el Diablo. Era su misión. La del Diablo. Porque esa era su función. Aterrorizar. Y aterrorizaba.

Pero Gani, aunque empezaba a sentirse atraído por los adolescentes en edad legal de follar, era muy valiente y tenía una gran confianza en sí mismo. De manera que, como ya había aprobado el curso de sentir pánico y terror con matrícula de honor, pensó que el Diablo no podría hacer nada contra él. Y decidió ponerlo a prueba. Echarle un pulso. Y se lo contó a sus amigos y amigas en edad constitucional de hablar y soñar del sexo. Total que por las noches cuando se acostaba citó al Diablo y lo hizo estimulándose el pene, que en seguida se le ponía duro. Y le decía al Diablo: ¡mira lo que tengo aquí! Mira cómo me masturbo, pero que sepas, ¡Oh Diablo! que antes de llegar a correrme me voy a parar, me voy a aguantar sin tener gusto y me la voy a envainar. A ver quién es más fuerte, si tú haciéndome pecar o yo impidiéndotelo. Y empezaba a masturbarse, seguro de que no llegaría hasta el final. Pero, se perdía, porque estaba tan seguro de sí mismo, que apuraba mucho, llegaba, orgulloso de sí, hasta el precipicio; lo hacía porque tenía más mérito llegar hasta el borde y frenar sin caer por el barranco. Pero cuando alcanzaba el límite no podía detener la marcha y saltaba por el precipicio. El Diablo había ganado el pulso. Pero Gani se consolaba porque, primero se cogía un complejo de culpa de no te menees, según le habían enseñado los padres fundadores de la religión, y luego admitía que sí había caído, pero contra su voluntad. Lo que tenía que hacer, concluyó, era reforzar su voluntad. Hacerla dura como el hierro. Y así, a la noche siguiente volvía a desafiar al Diablo. Todas las noches perdía el pulso; pero no se desanimaba y cada noche volvía a desafiarlo, convencido de que algún día vencería la tentación. Estaba perdido. Cada noche le gustaba más desafiar al Diablo. Pero como luego se cogía un enorme complejo de culpa, pues tenía lo merecido. Pensaba él para consolarse por su debilidad.

Bajo los efectos somnolientos de ese inevitable complejo, no dejaba de darle vueltas a la cabeza de cuáles serían las causas de su debilidad, siendo él, al menos en eso estaba, tan fuerte y tan valiente. Y creyó encontrar la respuesta al caer en la cuenta de que citando al diablo en la cama y por la noche había cogido el terreno favorable para su contrario. Porque a esas horas y en ese lugar él estaba cansado, medio dormido y confundido por la oscuridad de la nocturna noche. Así que, convencido de que a Ese lo vencía él, decidió cambiar de terreno y se fue a medido día a una piscina y allí, desnudo, bronceado por el Sol y estimulado por sus cálidos rayos, cito al Diablo. ¡Anda! le decía, mirando a su pene y al de Hércules que pasaba por allí, desnudo y con las mismas intenciones, ¡sal de tu escondite! Inmediatamente, empezaba a notar que su pene se erguía, como un orgulloso guardia suizo. Y comenzaba la lucha. ¡Mira lo que hago! proclamaba desafiante. Y se masturbaba lentamente para demostrar al Diablo que podía llegar hasta el precipicio, detenerse allí, replegarse y retirarse como el eunuco que ha ganado una batalla en un corral de gallinas. Como por las noches, llegar hasta el borde del abismo infernal, llegaba. El le daba a eso mucho mérito. Y lo hubiera tenido si, una vez sobre el abismo, hubiera dado marcha atrás y recogidas sus armas, firmado la paz. Pero no, se precipitaba una y otra vez. Sólo que se precipitaba de placer. Arrepentido y con complejo de culpa, eso sí. Que algo tenía que quedarle de la profunda formación religiosa que había recibido. Y así todos los días. Pero no se daba por vencido, porque cada día, cuando llegaba el medio día, calentado por el Sol y luciendo su hermoso y orgulloso cuerpo desnudo, iba a la piscina y, desafiante, volvía a citar al Diablo. Era inútil. Una y otra vez caía derrotado por el placer sexual. Pero, orgulloso, se había propuesto desafiar al diablo hasta que consiguiera vencerlo.

Así llevaba un año, participando de sus gozosas derrotas, ahora en compañía de Hércules, el de bronceada anatomía, todavía no colosal, hasta que un día, derrotado, decidió enseñarle a Ana su Diablo. Mira Ana esto, dijo señalándose el pene en posición eréctil, es el Diablo del que tanto nos hablan.

Pero Ana le replicó: ¡qué orgullosos sois los hombres y qué tontos!, mira, le dijo señalándose los labios vaginales que como una mandorla divina empezaban a abrirse, este sí que es el Diablo.

No puede ser Ana, a mí el que me da gusto y me provoca el sentimiento de culpa es éste.

Pero el que te la levanta es éste, le responde, y el que se la come también. No puede ser, Ana, a ti te han engañado, a mi me la ha levantado Hércules, que aunque todavía no es un coloso ya está en edad fisiológica y legal de preñar, y Hércules también me la come. Y yo a él. Así que o tu Diablo es un farsante o es que hay más Diablos.

O es que el mismo Diablo se presenta en forma de pene y de mandorla, añade Ana.

Para averiguar cuál de los dos era el Diablo acordaron citarse. Gani, como un torero marcando paquete frente al toro, se colocaba delante de Ana y la citaba. ¡ A ver si entraba! Pero Ana, que a pesar de tener la misma edad legal para follar pero no para votar que Gani, parecía más espabilada o menos acomplejada con lo del sentimiento de culpa, cambió de táctica y, en lugar de entrar al trapo de Gani, pasó de ser citada a citar. Y, colocándose frente al pene de Gani, erecto como un cuarto de salchicha de Francfort, desafiante, le dijo, mirando cara a cara al prepucio, ¡mira cómo me muevo! Y Ana movía las piernas a un ritmo con el que el que conseguía abrir y cerrar sus labios virginales como si tuvieran hambre. Gani empezó a sentir cómo su pene se movía, como una brújula, en dirección a aquella virginidad. Era una atracción tan poderosa que no podía evitar dejarse arrastrar hacia ella.

El Diablo es una mujer, pensó. Luego yo no soy culpable de nada. La culpable de mi sentimiento de culpa es Ana. Y se sintió liberado mientras contemplaba las manzanas que colgaban del árbol de la ciencia, la sabiduría y el placer sexual, debajo del cual se encontraban tendidos los dos. Gani había entrado en los secretos de Ana. Y cada vez que entraba y salía notaba que se estremecía. No era un terremoto, pensó. Eran Ana y él que se movían hacia delante y hacia atrás.

A Ana, que estaba con cara victoriosa, le dice Gani, pasado un largo rato durante el cual mantuvo una interminable gozosa sonrisa, creo que tienes razón: el Diablo eres tú.

Otra vez te equivocas y lo haces por cobardía. No quieres asumir que tú también eres fuente de placer sexual, de sabiduría y de ciencia. Y quieres que yo cargue con toda la culpa histórica de tu responsabilidad histórica. Tú eres tan responsable como yo de lo que acabamos de hacer. Pero es más, le dice Ana con seguridad en la voz y elegancia flamígera en el gesto, que sepas que yo ya había descubierto que hay muchos Diablos porque antes de encontrarlo contigo ya lo había descubierto con Alexandra, que, aunque carecemos de pene tenemos lengua y dedos y tacto y gusto y olfato. De manera que el Diablo no está localizado, como tú crees, en una parte del cuerpo, se extiende, El Maldito, por toda la piel y todo el cuerpo. Y allí donde te toques o te toquen, salta. Pero salta de placer que es una Gloria.

No si yo ya lo había descubierto con Hércules, confiesa Gani, un día que, luchando, luchando, rozábamos nuestros penes y se nos ponían tiesos y duros como un pino. Y como el pene y la boca y la lengua se movían sin conciencia ni previa programación por donde les daba la gana, resulta que, contra nuestra virginal voluntad, el placer sexual surgía allí por donde menos te lo esperabas.

Bueno, exclama Ana, y ahora ¿qué hacemos? Porque, digo yo, qué pintamos aquí en este aburrido lugar, si ya hemos descubierto que los Diablos somos nosotros y que la sabiduría, la ciencia y el placer sexual, o lo que es lo mismo, la Gloria no son de este lugar sagrado, sino del mundo humano y carnal. Total que, en compañía de sus amigos y amigas decidieron irse de allí y construir la felicidad en la Tierra. Dado este paso, sintieron como si un pesado hábito se desprendiera de sus hermosos cuerpos. Era el “sentimiento de culpa”. Y fueron libres y felices, aunque no comieron perdices, sino sardinas asadas. Gani, al olor de las sardinas parecía despertarse de su profundo sueño. Hércules, el coloso, le acariciaba entre los muslos. Mientras, Ana le besaba en los dulces labios y Alexandra la acariciaba sus senos. Al lado se estaban asando las sardinas.

Javier Fisac Seco
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