Cárceles en llamas. El movimiento de presos sociales en la Transición

Los abismos se abren donde menos lo esperas. Por ejemplo, en la cárcel de El Dueso, en Cantabria, en algún momento de principios de 1978. Hace solo unas semanas que el GRAPO ha asesinado de varios tiros a Jesús Haddad, el Director General de Instituciones Penitenciarias. El atentado era una respuesta a la muerte de Agustín Rueda, un militante anarquista catalán torturado durante días en la cárcel de Carabanchel tras su participación en un motín. El sustituto de Haddad se llama Carlos García Valdés y solo tiene 31 años. Le han elegido a él porque nadie quiere ese cargo. Nadie quiere hacer frente a las cárceles destrozadas por la oleada de motines, a las reivindicaciones de los presos, a las presiones de los funcionarios que piden mano dura para acabar con las protestas. Nadie quiere hacer frente al dolor y la rabia que desborda las prisiones. Nadie quiere asomarse al abismo.  

García Valdés decide visitar personalmente algunos centros penitenciarios nada más acceder al cargo. Durante los últimos meses han estallado decenas de motines en las prisiones de todo el Estado. Los presos comunes reclaman una amnistía similar a la que han recibido los presos políticos, pero el Gobierno se niega. No importan las instalaciones destrozadas, las huelgas de hambre, las autolesiones, las denuncias de torturas, las muertes a manos de funcionarios. Solo importa mantener el orden. García Valdés necesita hacerse fotos, contarle a la prensa que se preocupa, aparentar que va a hacer algo para que las cosas cambien. En El Dueso se entrevista con varios presos para que sean ellos mismos los que le transmitan sus reclamaciones. Frente a él, al otro lado de la mesa, García Valdés se encuentra con Daniel Pont. El preso ha sido elegido por sus compañeros para hablar por ellos. Es uno de los líderes más lúcidos, brillantes y combativos de la COPEL, la Coordinadora de Presos en Lucha. La COPEL había nacido en Carabanchel para denunciar la situación de los presos comunes y articular formas de lucha colectivas que les permitiesen reclamar la amnistía. Sus miembros habían estado detrás del motín que había iniciado la oleada de protestas, huelgas y motines que después se había extendido por todo el Estado. Como forma de represalia, la COPEL había sido dispersada y algunos de sus miembros había acabado en El Dueso. Pont era uno de ellos.

García Valdés y Pont tenían algún punto en común en su biografía, pero sobre todo muchas diferencias. Esas diferencias que hacen que uno esté sentado a un lado de la mesa y otro al otro. Ambos tenían una edad parecida -31 años García Valdés, 29 Pont-, pero su trayectoria era muy distinta. García Valdés procedía de una clase acomodada, se había licenciado en Derecho y había conseguido el doctorado con una tesis sobre el régimen penitenciario español. Pont era hijo de una madre soltera, no había podido estudiar y tenía una prometedora carrera como atracador de bancos cuando le detuvieron. Los dos eran inteligentes, cultos y brillantes, pero los separaba un abismo. García Valdés representaba la máxima represión que es capaz de ejercer el Estado, el poder para decidir sobre la vida de las personas que permanecen encerradas en las prisiones. Pont personificaba la lucha de alguien que no abandona a pesar de estar en una situación de máxima vulnerabilidad, de alguien que no se rinde a pesar de tenerlo todo en contra. La prensa no recogió lo que se dijeron en aquel encuentro, pero se difundió una foto. A un lado de la mesa, Daniel Pont mira fijamente a su interlocutor con gesto desafiante. Al otro, García Valdés sostiene el folio que Pont acaba de entregarle. Su mirada es atenta y cordial, pero tremendamente fría.  La mesa que separa a ambos tiene la forma de un abismo.

En aquel folio Pont había escrito a mano las reivindicaciones que la COPEL llevaba reclamando desde hacía más de un año. La más importante era una amnistía general sin exclusiones que permitiese salir de prisión a los que habían sido encarcelados bajo el régimen franquista, pero también la supresión de la ley de peligrosidad social, el fin de la explotación de los presos y la eliminación de la práctica sistemática de la tortura y el terror dentro de las cárceles. Esas reivindicaciones habían estado en el origen de la oleada de motines que había incendiado los centros penitenciarios de todo el Estado el verano anterior, pero los avances habían sido prácticamente nulos. El asesinato de Agustín Rueda después de ser torturado durante cuatro días por los funcionarios de la cárcel de Carabanchel era la única respuesta que las autoridades habían ofrecido hasta el momento a todas esas protestas.

García Valdés necesitaba desactivar el movimiento, mostrar que estaba dispuesto a aceptar algunas de las reivindicaciones. Sin embargo, las declaraciones bienintencionadas en la prensa estarían muy lejos de la realidad. La legislación aprobada para reformar el régimen penitenciario no solo no iba a admitir ninguna de las reclamaciones, sino que, además, en muchos aspectos suponía un endurecimiento de la legislación vigente hasta aquel momento. Bajo la dirección de García Valdés se construyó la cárcel de máxima seguridad de Herrera de La Mancha, se comenzó a aplicar la política de dispersión y se emprendió una reforma de los centros penitenciarios que los convertía en edificios blindados frente a posibles motines y fugas. Ese proceso de endurecimiento del régimen penitenciario culminaría con dos hechos que se producirían ya en los años noventa y que acabarían definitivamente con la lucha dentro de las prisiones: la aparición del FIES como forma extrema de control y disciplinamiento de los presos considerados problemáticos y la reforma del Código Penal de 1995, que supondría un endurecimiento sin precedentes de la legislación. La Transición se cerraba así en el caso del régimen penitenciario como lo había hecho en todos los demás ámbitos: fortaleciendo un Estado que tenía los sótanos llenos de cadáveres.

Ese proceso de edurecimiento de la legislación que abría la reforma del Código Penal no se ha detenido hasta hoy. A pesar de tener una de los índices de criminalidad más bajos del mundo, el Estado español posee una tasa de población reclusa muy superior a la media europea y ostenta el récord de ser uno de los países en los que se puede cumplir una condena más larga (40 años frente a los 14 de Reino Unido o los 20 de Francia). A ello hay que añadir el aumento constante del número de muertes dentro de las cárceles y las continuas denuncias de torturas y humillaciones de los presos, que pasan desapercibidas para la mayor parte de la población. Por eso, libros que recuperan la memoria de movimientos tan importantes como el protagonizado por la COPEL son quizá más necesarios que nunca, sobre todo cuando cuentan con una investigación tan profunda detrás como la que ha hecho César Lorenzo para Cárceles en llamas. Sin esta memoria, las cárceles seguirán siendo los vertederos sociales del Estado, los lugares en los que recluir durante décadas a todo aquel cuyo comportamiento se salga de una normatividad cada vez más asfixiante. Sin esta memoria, las cárceles seguirán estando llenas de abismos.

Layla Martínez

Publicado en el número 4 de la revista Estudios

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