El Estado: La empresa de empresas

dineroLa guerra es el origen del Estado en tanto en cuanto es a su vez el origen de una fuerza armada que actúa en dos sentidos diferentes: hacia adentro para imponer al resto de la sociedad su ley, y hacia fuera para, por un lado resguardarse de ataques exteriores y por otro para extender su dominio sobre otros territorios en clara rivalidad con otras potencias. El Estado surge, en definitiva, de la conquista guerrera tanto sobre la propia población como sobre la extranjera. Resultan muy reveladoras a este respecto las palabras de Franz Oppenheimer:

“El Estado, totalmente en su génesis, esencialmente y casi totalmente durante las primeras etapas de su existencia, es una institución social, forzada por un grupo victorioso de hombres sobre un grupo derrotado, con el único propósito de regular el dominio del grupo de los vencedores sobre el de los vencidos, y de resguardarse contra la rebelión interior y el ataque desde el exterior. Teleológicamente, esta dominación no tenía otro propósito que la explotación económica de los vencidos por parte de los vencedores. Ningún Estado primitivo conocido en la historia se originó de otra manera”.[1]

El poder del Estado reside en última instancia en el monopolio de la violencia que detenta sobre la población de su territorio, lo que le permite obligarla a acatar sus decisiones. Pero para conservar ese monopolio necesita un ejército permanente cuyo mantenimiento requiere la explotación económica de la sociedad para disponer de los medios económicos, materiales y financieros precisos, y al mismo tiempo poder afrontar las exigencias que a nivel internacional plantea la lucha con otros Estados por la hegemonía mundial.

Al final de la edad media el rey creó la burguesía al facilitar el desarrollo y la ampliación del comercio con el establecimiento de burgos en los confines de los territorios señoriales, de manera que logró crear una reserva de recursos de los que podía hacer uso en caso de necesidad.[2] La creación de la burguesía como clase social tuvo una doble finalidad: por un lado proveer al monarca de los medios económicos necesarios para disponer de su propio ejército permanente, y por otro reforzar el poder estatal en la figura del rey con la extensión de su jurisdicción gracias al debilitamiento de la nobleza feudal en su enfrentamiento con la burguesía naciente. Asimismo, el descubrimiento de nuevas rutas transoceánicas y de tierras desconocidas sirvió para justificar la necesidad de una instancia superior que regulase el comercio a larga distancia y gestionase los conflictos que planteaba, lo que contribuyó a ampliar y extender el poder estatal sobre la vieja aristocracia feudal y a facilitar la labor comercial de la burguesía.[3] El monarca pudo así dotarse de una importante fuente de ingresos provenientes del comercio gracias a los aranceles y, en definitiva, al control del trasiego de mercancías.

En la medida en que el Estado crea el marco jurídico que regula el comercio crea al mismo tiempo el mercado del que recauda los correspondientes impuestos con los que costearse un ejército permanente y una burocracia cada vez mayor. Sin embargo, el mercado ha ocupado un espacio marginal en la sociedad hasta finales del s. XVIII y principios del s. XIX cuando los Estados, en su lucha por la hegemonía mundial, se vieron en la necesidad de desarrollar formas de explotación más avanzadas para afrontar los costes crecientes de una política exterior marcada por la competición entre potencias imperialistas. Estas necesidades fueron las que exigieron del Estado una reorganización de las relaciones sociales para obtener nuevas y mayores prerrogativas con las que aumentar su poder sobre la sociedad, y con ello mejorar las capacidades de explotación de los recursos materiales y humanos de su propio territorio.

El Estado es el que organiza y transforma las formas de producción para proveerse de los medios necesarios para costear sus gastos. La búsqueda de un mejor aprovechamiento de los recursos materiales y de una mayor explotación de la sociedad exigió pasar de una economía de subsistencia, orientada a satisfacer necesidades, a una economía de mercado en la que el principal objetivo es la consecución del máximo beneficio. Este cambio únicamente fue posible con la creación de la propiedad capitalista como derecho instituido por el Estado.

La propiedad capitalista cambió la forma de producir a través del trabajo asalariado y de la consecuente apropiación de la plusvalía, lo que dio lugar, junto al impulso de la industria y de la técnica, a un excedente en la producción que buscó su salida en el mercado. De este modo se creó un contexto social y económico marcado por la competición de una multitud de unidades económicas que producen para el mercado, y que por tanto tienen como objetivo prioritario conseguir los mayores beneficios posibles. Esta dinámica de competición tiende a crear una creciente actividad económica y un excedente aún mayor, de forma que cuanto mayores son los beneficios de las empresas mayor es la recaudación que el Estado, como empresa de empresas, consigue. Gracias a esta forma de producción el Estado ha generado una nueva e inmensa reserva de recursos económicos, materiales y monetarios que le proveen del poder económico preciso para el logro de sus propios fines.

La propiedad capitalista ha tenido como principal finalidad proporcionar al Estado los recursos necesarios para sufragar los crecientes costes de dominación que la nueva situación exigía. Lejos de buscar la riqueza por sí misma o la simple acumulación, el propósito de la propiedad capitalista no ha sido otro que el de crear el máximo de riqueza posible para maximizar a nivel interno el sometimiento de la sociedad al Estado, y a nivel externo para alcanzar la condición de potencia hegemónica pues, como apuntó Kenneth Waltz, el status internacional de los países crece a la par que sus recursos materiales, de forma que los países con gran poder económico terminan convirtiéndose en grandes potencias internacionales.[4]

En tanto en cuanto el aparato productivo fue reorganizado por completo para crear la mayor riqueza posible, y con ella los medios para la guerra y la conquista, fue necesaria su concentración a través de un sistema tributario en permanente expansión que ha convertido al Estado en el mayor poder económico.[5] Así se ha logrado una completa monetización no sólo de la economía sino sobre todo de las relaciones sociales en las que el interés material, y más específicamente la búsqueda del máximo beneficio, es la principal meta social y cultural. En este sentido los impuestos del Estado han servido también para instituir la competición como lógica interna del sistema, la cual revierte en beneficio del propio Estado en un doble sentido: porque le permite presentarse como mediador y pacificador entre las partes enfrentadas, y por lo tanto como ente regulador superior; y porque al canalizar la competición a través del libre mercado consigue mercantilizar todas las esferas de la vida humana, y al mismo tiempo revolucionar a la sociedad con la búsqueda de beneficios a través de una mayor producción y actividad económica que provee al Estado de unos ingentes ingresos.

Por otra parte, tanto a través del sistema tributario como de la legislación, el Estado favorece la formación de grandes monopolios en las diferentes ramas de la producción, lo que sirve para concentrar aún más la riqueza para un mayor y mejor control estatal de la economía. Esto explica el interés del Estado en que estas empresas, generalmente con una proyección internacional, obtengan los mayores beneficios posibles para una mayor recaudación del Estado. Asimismo, cuanto mayor sea el excedente productivo mayor es la reserva de medios materiales para la guerra y la conquista a los que recurrir en caso de necesidad, pero también mayor la capacidad exportadora con la que desplegar una política imperialista sobre otros países. De esta forma lo que es bueno para estas empresas lo es también para el Estado quien se vale de ellas para conseguir su interés nacional definido en términos de poder.[6]

Del mismo modo que el Estado se apropia de la plusvalía a través de sus impuestos, tanto directos (IRPF, cotizaciones a la seguridad social) como indirectos (IVA, tasas, etc…) derivados de la propia actividad que desarrolla el capitalismo, también ejerce el papel de explotador directo con sus innumerables empresas, hasta el punto de disponer de una colosal cantidad de trabajadores asalariados a su cargo (en el caso del Estado español casi 3 millones, lo que significa en torno al 20% de la población activa). Esto hace que el Estado sea además de la mayor empresa el principal receptor de plusvalía. No se conforma con apropiarse de la riqueza generada por los trabajadores asalariados de las empresas del capitalismo privado, sino que se permite el lujo de explotar directamente a una sustanciosa parte de la población activa por medio del capitalismo estatal, lo que lo convierte en el principal y mayor poder económico.

El Estado demuestra ser en última instancia el creador del capitalismo como la forma más avanzada de explotación de los recursos materiales y humanos de su propio territorio, y del que la financiarización actual de la economía constituye su último estadio de desarrollo. Por tanto, el capitalismo no es más que un instrumento del que se ha valido el Estado para, por un lado afianzar y profundizar su explotación sobre el pueblo, y por otro para proveerle de los medios necesarios para el sostenimiento de sus instrumentos de dominación y para el desarrollo de su política internacional.

Esteban Vidal

[1] Oppenheimer, Franz, The State, Forgotten Books, 2012, p. 15

[2] Jouvenel, Bertrand de, Sobre el Poder. Historia natural de su crecimiento, Madrid, Unión Editorial, 2011, p. 234

[3] Vidal, Esteban, Hacia una nueva edad media global. Maquiavelo y maquiavelismo en la globalización, Unión Europea, Novum Publishing, 2011, pp. 10-11

[4] Waltz, Kenneth, “Structural Realism after the Cold War” en International Security Nº 1, 2000, Vol. 25, pp. 33-34

[5] No olvidemos que en los países ricos el Estado se apropia de una media del 50% del PIB tal y como queda recogido en Rodrigo Mora, Félix, Estudio del Estado, Madrid, Federación Local de Madrid, 2012, p. 11

[6] Basta recordar la frase pronunciada en 1953 por el Secretario de Defensa Charles E. Wilson ante el Senado de los EE.UU.: “Lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos, y viceversa”.

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